Capítulo 20

Kirk Watson estaba sentado en su camioneta a tres manzanas del edificio de correos de Madison, una pequeña población a treinta kilómetros de Barron. Tenía las ventanillas bajadas y sujetaba un cigarrillo entre los dedos. En la radio sonaba una canción de Toby Keith. Con la otra mano sujetaba unos prismáticos a través de los que controlaba los coches que entraban y salían del aparcamiento. La gente iba y venía; no había nada de qué preocuparse. Aun así, se tomó su tiempo y siguió observando el tráfico por los retrovisores.

Toda precaución era poca.

El estúpido hijo de puta de Hugo había conseguido que lo detuvieran acusado de desfalco, y luego habían encontrado la carpeta de porno en su ordenador. El capullo no era ni lo bastante inteligente como para destruir el sobre en el que había recibido la última entrega. Gracias a él, ahora los federales vigilaban la oficina de correos de Ortonville. Aquel mismo día Kirk había pasado con la camioneta por delante del edificio y allí estaban, en su sedán, vestidos de traje; cantaban como una puta de Las Vegas. Por eso se atenía siempre a las reglas que se había impuesto a sí mismo: utiliza siempre guantes, nunca lamas el sello, nunca uses dos veces el mismo buzón, nunca compres material en la misma tienda, usa un móvil de prepago, apágalo después de llamar y mantén la casa limpia, pues nunca sabes cuándo aparecerá un poli con una orden de registro.

Una vez convencido de que nadie le miraba, condujo hasta el aparcamiento y salió de la camioneta.

El elevador de maíz de la cooperativa del pueblo se alzaba con un brillo plateado detrás de la oficina de correos. Se apoyó en la puerta del vehículo y acabó de fumarse el cigarrillo mientras echaba un último vistazo a la calle. Aplastó la colilla en el asfalto, se caló la gorra sobre la frente y entró en el edificio de ladrillo rojo, evitando las cámaras instaladas en el techo. Malditos funcionarios del gobierno; se metían en la vida de todo el mundo. Como si los terroristas tuvieran intención de volar la capital americana del lutefisk[3].

Se acuclilló frente a su consigna. Estaba llena de correo basura, pero mezclado entre los folletos encontró el paquete que estaba esperando. Era del tamaño de una tarjeta de felicitación y sólo un poco más abultado en la parte en que estaba escondido el lápiz de memoria. En los sellos, extranjeros, aparecían unas flores de color violeta. En la parte de atrás del sobre alguien había escrito «Feliz cumpleaños» con una caligrafía torpe. A veces se leía «Feliz Navidad» o «Te quiero». La sensiblería siempre desviaba las sospechas de cualquiera que se sintiera tentado de echar un vistazo.

Se metió la carta en el bolsillo trasero del pantalón y salió de la oficina de correos. Había estado dentro menos de treinta segundos. Tomó la carretera 75 en dirección sur, a través de las desiertas tierras rurales. Escogió al azar un camino de tierra, giró hacia el este y se detuvo en el arcén. Luego bajó de la camioneta, abrió el sobre y sacó el fino lápiz de memoria USB negro de dentro de la postal de felicitación. Encendió el mechero, lo acercó a la tarjeta y el sobre y dejó que ardieran hasta quedar convertidos en cenizas a sus pies. Una vez apagado el fuego, esparció las cenizas con la suela de las botas.

«Eso es lo que se hace con las entregas, jodido tipo de Hugo».

Kirk avanzó por la carretera del condado hasta enlazar de nuevo con la autovía de Barron. A un kilómetro y medio del centro, tomó el camino de tierra que se dirigía al sur, hacia el pueblo fantasma donde habían matado a Ashlynn. No llegó hasta allí; en lugar de eso, se desvió por un camino de entrada custodiado por el cartel abollado del U-Stor que conducía a dos hileras de trasteros situadas en mitad de un campo.

El suyo se encontraba en el extremo más alejado de la primera fila. Aparcó y se puso los guantes, abrió el pesado cerrojo de la puerta metálica y subió la persiana con estruendo. Una vez dentro, la bajó y, solo en el interior del espacio sin ventanas, tiró de la cuerda que encendía una bombilla desnuda.

Aquélla era su guarida. Las oficinas de su negocio. Su arsenal. El único que sabía de su existencia era Lenny, y se había encargado de dejarle bien claro a su hermano que, si se lo contaba a alguien, le clavaría un hacha en el cerebro. El dueño del U-Stor vivía en Marshall, a una hora de distancia. En tanto le pagaras en efectivo, no pedía ningún documento identificativo. Cuando uno dirigía un negocio de almacenaje, sabía que le gente guardaba cosas detrás de aquellas persianas que no quería que nadie descubriera y, si eras inteligente, no hacías preguntas.

Kirk guardaba allí sus armas. Casi una docena de pistolas, en su mayoría Rugers y Glocks compradas por internet. Algunos revólveres. Dos escopetas. Tres rifles de caza. Munición almacenada en varias docenas de cajas sobre los estantes metálicos. Disolventes, aceites, cepillos y trapos. Cerca de Hazel Run había una granja abandonada donde iba a hacer prácticas de tiro una vez al mes, y tenía mucho cuidado de recoger los casquillos y extraer las balas de la pared del granero donde colgaba los blancos. Si alguna vez necesitaba un arma, quería que fuera virgen. Imposible de rastrear.

El revólver que había usado en St. Croix para disparar contra la casa de Hannah Hawk se hallaba ya en el fondo del pantano, al otro lado de la presa de Spirit.

Se sentó detrás de su escritorio y encendió el ordenador, mientras metía distraídamente un dedo enguantado en el agujero de una quemadura en la tapicería de cuero de la desvencijada silla. Era imposible encontrar una sola huella en todo el trastero. Se recogía el pelo debajo de la gorra para no dejar muestras de ADN y siempre le decía a Lenny: «Ni se te ocurra meter las narices en este sitio, ¿vale? Sórbete los mocos y trágatelos».

Su nombre y su dirección no figuraban en ninguna parte dentro del trastero. Ni en el ordenador. No había ni un sobre ni un pedazo de papel. Si los federales localizaban aquel lugar, no podrían relacionarlo con él. Era un fantasma.

Kirk tenía que ser cuidadoso. Los fiscales y los jueces se mostraban inflexibles con el tráfico de pornografía infantil, porque eso les aseguraba votos en época de reelecciones. Si te arrestaban, lo mínimo que podían caerte eran veinticinco años de condena. Nada de reformatorios juveniles.

Se sacó la memoria flash vietnamita del bolsillo y la metió en uno de los puertos USB de la parte frontal del ordenador. El lápiz contenía cuatro gigabytes de material, que incluía cientos de fotografías y vídeos. Se trataba de mierda de primera calidad: alta resolución, primeros planos. Lo que todo el mundo quería ver eran los ojos; tenían que ver los ojos. Echó un vistazo a las fotos y meneó la cabeza con gesto de repugnancia. Aquella mierda enfermiza lo dejaba indiferente; él era un tipo normal, no un jodido pervertido. Para él era una cuestión de dinero, fin de la historia. Si pudiera meterle una bala en la cabeza a cada uno de sus clientes, lo haría. Y en una ocasión había ocurrido precisamente eso. Un cliente, un tipo de Mankato, había tenido un arrebato de conciencia y había amenazado con llamar a la poli. La mayoría de los que apelaban a su recobrada conciencia eran unos farsantes, como los fumadores compulsivos que siempre se fuman un último cigarrillo mientras prometen dejarlo. Pero aquel tipo era distinto. De vez en cuando, uno se topa con un verdadero pecador reformado.

El tío constituía una amenaza, pero no se dio cuenta de que Kirk sabía quién era. Ése fue su gran error: pensar que podía comprar esa clase de mierda y mantener el secreto. Kirk guardaba fotos y vídeos de todos sus clientes; era como una póliza de seguros, una protección contra acontecimientos adversos. Buscaba cada casa, cada despacho, cada apartado de correos adonde había realizado un envío e identificaba a cada comprador. Le pertenecían. El tipo de Mankato pensaba que podía evaporarse y proporcionar una confesión anónima a los federales, pero Kirk lo pilló antes, le metió una bala en la cabeza, limpió con meticulosidad su apartamento y lanzó su cuerpo cerca de un fumadero de crack al sur de Minneapolis.

Había enviado un recorte de periódico con la noticia del asesinato al resto de sus clientes. Era una simple lección práctica para que mantuvieran la boca cerrada.

Kirk revisó la memoria flash en busca de una carpeta concreta. Se trataba de un pedido especial, como si compraras baldosas para la cocina o le encargaras a un artista que pintara un retrato de tu esposa. Al fin y al cabo, el suyo era un negocio de servicios como cualquier otro. Proporcionaba a los clientes lo que ellos deseaban. Si alguien tenía una petición especial, Kirk le conseguía el material. Sólo tenía que pagar el precio. Encontró la carpeta y examinó los archivos para asegurarse de que se adecuaban a las especificaciones: la disposición de la habitación, el ángulo de las fotos, las posturas específicas del vídeo. El secreto estaba en los detalles. No le había preguntado al pajillero por qué lo quería de aquella manera, y no le importaba. Él sólo recibía los pedidos y los entregaba.

Kirk encendió su móvil de prepago para llamar y conectó el distorsionador para disimular su voz. Había cuatro opciones: sonar como un robot, un extraterrestre, una mujer atractiva y la que él siempre elegía: la voz de niño pequeño. Le encantaba el chiste. Le encantaba rizar el rizo.

El hijo de puta no sabía que Kirk era el distribuidor a cargo del negocio. Su relación discurría en un solo sentido. Todo lo que sabía el jodido enfermo era que un niño le llamaba cada pocos meses para organizar la recogida del dinero, y su preciado paquete llegaba por correo al día siguiente.

Todo secreto. Todo anónimo.

El tío no sabía que Kirk era quien controlaba su vida. Que conocía su secreto más atroz. Que podía destruirle a su antojo.

«Pero yo sí sé quién eres tú —pensó mientras marcaba, y su boca se curvó en una sonrisa—. Oh, sí, yo te conozco, papi».

El teléfono empezó a sonar.

Era el teléfono especial, el Samsung liberado de tarjeta prepago que guardaba bajo llave en el cajón. Era el teléfono que separaba sus ángeles de sus demonios. Era el teléfono que activaba su enfermedad. Compraba una tarjeta con saldo en cualquier quiosco, y listo: podía efectuar o recibir llamadas, y nadie sabía quién era.

Odiaba ese teléfono. Soñaba con destrozarlo. Lo había llevado al río más veces de las que podía recordar para lanzarlo a los rápidos. Había sostenido un martillo sobre el aparato para reducirlo a pedazos. Se había quedado mirando el fuego de la chimenea y había intentado tirarlo a las llamas. Pero en todas las ocasiones había acabado doblegándose a la realidad. Era incapaz de dejarlo. Si lo hacía, el tiempo pasaría y el ansia regresaría, y todo empezaría de nuevo. Llevaba toda la vida siendo esclavo de ese círculo de depravación.

Había otra opción, la opción definitiva: si acabas contigo, acabas con la enfermedad. Había comprado una pistola para hacerlo, y la guardaba en el cajón junto al móvil. Cargada. Disponía siempre de dos opciones: la pistola o el teléfono.

Abrió el cajón con la llave y vio ambos objetos. Alargó la mano, acarició la culata de la pistola con la yema de los dedos y se dijo por enésima vez: «Hazlo». Un milisegundo de luz y dolor, y sería libre. La capucha negra caería. No tendría que seguir soportando el sentimiento de culpa que lo atenazaba. No tendría que hacer cosas horribles para protegerse. Podría matar aquella cosa que albergaba en su interior de una vez por todas.

El teléfono continuaba sonando: ring, ring, ring, ring. Se reía de él, como si supiera con exactitud qué iba a hacer.

Contestó, agarrando el móvil como si pudiera aplastarlo con las manos. Las lágrimas se le escaparon de los ojos. Se estremeció, a la espera de oír la espantosa voz. Siempre lo mismo.

—Hola, papi —le dijo el extraño, vacío y falso niño.

Sintió deseos de gritar.

—Deja de hacer eso —siseó—. No uses esa voz.

—¿Estás enfadado conmigo, papi?

Se golpeó la cabeza con el puño y deseó una vez más estar muerto. «Cuelga. Coge la pistola». Resultaba tan sencillo… pero era incapaz de hacerlo.

—Ya he recibido tu último pedido. Te va a hacer muy feliz, papi.

—No lo quiero. Y deja de llamarme así.

—Me debes dinero, papi, y tienes que pagar.

—Vale, te pagaré, pero olvídate del envío.

—La cosa no funciona así, papi.

Oyó una risa infantil. En boca de aquel desconocido, sonaba malvada.

—Mañana por la mañana a las siete. Ya sabes dónde. Lanza la mochila roja con el dinero en el campo, da media vuelta y vuelve por donde has venido. El paquete te estará esperando en tu apartado de correos.

El niño volvió a reírse.

—No llegues tarde, papi.

—Es la última vez.

Una risita infantil.

—Oh, siempre dices lo mismo, papi.

Era cierto: cada vez se juraba que se había acabado, pero era una promesa vacía. Ambos lo sabían. El hombre del otro lado de la línea telefónica sabía que haría la entrega y él recogería el paquete. No podía escapar.

—Sé lo que me hiciste —susurró al teléfono—. ¿Por qué? Por el amor de Dios, ¿por qué?

Esta vez el niño permaneció en silencio, lo cual era casi peor que sus burlas. Deseó saber quién era en realidad el que le llamaba. Deseó poder encontrarle y matarle. Tal vez así terminaría con aquel tormento.

—¿Por qué? —repitió, odiándose al notar que se le quebraba la voz—. ¿Por qué tuviste que destrozarme?

—¿Por qué no, papi? —replicó el niño.

La comunicación se cortó.