Capítulo 17

Chris se estaba ahogando.

Soñaba que estaba siendo remolcado a hombros de unas aguas turbulentas, rodeado de escombros y atrapado en una corriente que lo arrastraba hacia el fondo como un remolino. Cada vez que emergía a la superficie en busca de aire, se descubría girando en círculos. No estaba solo: Hannah alargaba el brazo para cogerse de su mano, en el gesto que entre ellos siempre había significado «te quiero». Se estaban hundiendo juntos, impelidos por la fuerza salvaje de los rápidos. El río los conducía hacia un puente. Chris levantó los brazos por encima de su cabeza para sujetarse a la viga de acero, como si fuera un salvavidas. Se agarró con fuerza y Hannah se aferró a él, pero la potencia del agua le soltó las manos y los empujó corriente abajo. Mientras la silueta del puente se desvanecía tras ellos, distinguió el perfil de un hombre que, sobre uno de los arcos, contemplaba cómo la riada los engullía. Su voz resonó como un eco de Dios.

«Mi nombre es Aquarius».

Chris se incorporó de repente en la cama del motel. Consultó el reloj de la mesilla y vio que eran casi las diez de la mañana: había dormido dos horas. El sol se filtraba en la habitación a través de una rendija entre las cortinas y las motas de polvo flotaban en la luz. Parpadeó para sacudirse el sueño, se levantó y abrió el grifo de la ducha. El agua caliente lo revivió. Cuando se hubo vestido, salió al aparcamiento del motel y descubrió que hacía un bonito día. La lluvia y las nubes se habían desplazado hacia el este y la temperatura seguía siendo cálida para la época del año. El conjunto hacía que lo ocurrido la noche anterior pareciese casi irreal.

Se detuvo en recepción para servirse una taza de café aguado de un termo metálico y cogió un donut con azúcar glas de una caja de Little Debbie abierta. Aquélla era la idea que Marco tenía de un desayuno continental. Se comió un segundo donut y se limpió el azúcar de los labios. Vio el periódico local encima del mostrador y lo cogió para leer los titulares de Barron. Para su consternación, Olivia y él salían en primera plana. Un fotógrafo había captado la instantánea cuando salían del juzgado tras la vista y se les veía empapados por la lluvia y con aspecto culpable. Por el contrario, la foto del anuario de Ashlynn Steele, que el periódico publicaba junto a la suya, era perfecta y favorecedora. El artículo que acompañaba las imágenes especulaba con la posibilidad de que Olivia fuera juzgada como un adulto por el asesinato de Ashlynn, lo que no hacía sino añadir veneno a la posible resolución del jurado.

Michael Altman aparecía también en portada, pero para hablar de otro caso. El fiscal del condado ofrecía detalles acerca de una reciente detención llevada a cabo en el barrio de Hugo, en las afueras de Twin Cities, donde una investigación relacionada con la malversación de fondos por parte de un empleado del ayuntamiento había destapado una red de pornografía infantil. El alijo incluía un lápiz de memoria lleno de vídeos remitido con matasellos de Ortonville, un pueblo de Minnesota situado a una hora al noroeste de Barron. Altman pedía ayuda a los ciudadanos para identificar a las personas relacionadas con el tráfico de pornografía infantil en el condado de Spirit.

Chris pensó en Hannah: «Esto no es Mayberry». No, no lo era. La idílica imagen de la vida en aquel pueblecito era sólo una ilusión.

—Señor Hawk.

Chris dejó el periódico sobre el mostrador, detrás del cual estaba Marco Piva. En su carrilludo rostro italiano se dibujaba una expresión sombría.

—Señor Hawk, no tengo palabras.

—Gracias, Marco.

—¿Cómo se encuentra su hija?

—Saldrá de ésta. Estaba a punto de marcharme al hospital.

—Cuando me enteré de la noticia, me hinqué de rodillas y recé por ustedes —dijo Marco.

—Se lo agradezco.

—¿Sabe la policía quién es el responsable de semejante atrocidad?

—Están investigando. A veces uno sabe quién lo hizo, pero no puede demostrarlo. Me preocupa que ésta sea una de esas ocasiones.

Marco observó a Chris durante un buen rato desde el otro lado del mostrador. Frunció el ceño y su espeso bigote negro se torció.

—Veo algo en su cara, señor Hawk.

—¿El qué?

—Ira. Y eso es peligroso.

—Sólo estoy cansado.

—No, no es eso. Sé de qué hablo, amigo. Reconozco la ira. Aún estoy furioso por haber perdido a mi esposa, pero en su caso se trata de su hija, de su carne y de su sangre. Le han arrebatado algo y no sabe cómo recuperarlo. Está enfadado con el mundo.

—Golpearme contra la pared me da dolor de cabeza —observó Chris.

—Lo sé, pero somos hombres. Sea como fuere, acabamos golpeándonos la cabeza.

Chris consiguió esbozar una sonrisa.

—Es usted un hombre sabio, Marco.

—Los hombres sabios pueden ser los más tontos. Nos preguntamos: ante una injusticia, ¿es mejor no hacer nada o hacer lo incorrecto?

—No me gusta quedarme sin hacer nada —contestó Chris.

—Eso es lo que me preocupa. Me gusta usted, señor Hawk. Parece un hombre de principios, y ése es para mí el mayor de los elogios. Para los hombres como nosotros, no hacer nada es lo mismo que rendirse. Si uno está solo en el mundo, como yo, es distinto. Pero usted… usted tiene una hija. Recuérdelo.

—Lo hago.

—Me recuerda a un amigo mío de San José —le confesó Marco—. Tenía una hija, como usted. Casada, con dos hijos. La chica era preciosa. Por desgracia, por cuestiones de trabajo, acabó en uno de esos casinos indios del desierto. Esos lugares consumen a la gente. La chica empezó a apostar y, sin darse cuenta, el juego se apoderó de su vida. Perdió el empleo, su casa. Su matrimonio se rompió. Terrible.

—Lo siento mucho —dijo Chris.

Marco agitó un dedo frente a él.

—Mi amigo se golpeó la cabeza contra la pared hasta sangrar. Reclamaba justicia.

—No estoy seguro de querer saberlo —dijo Chris—, pero ¿qué hizo?

—Condujo hasta el desierto y esperó en el aparcamiento a que salieran dos de los jefes tribales. Luego les disparó en la cabeza.

—Fue una mala elección —comentó Chris.

—Sí, lo fue. Ahora está en la cárcel, y no saldrá nunca. Pero creo que, cuando se acuesta, sigue viendo esos cuerpos en el suelo. Y apuesto a que sonríe.

—Suena como si le defendiera.

El dueño del motel negó con la cabeza.

—Oh, no, no, no lo crea. Sólo digo que le entiendo. Sé lo que tuvo que vivir, y sé lo que está viviendo usted, señor Hawk. Unas veces las elecciones son sencillas; otras, difíciles.

Marco abrió el cajón superior del escritorio que había tras el mostrador. Dentro había un revólver con el mango de madera y un cañón de cincuenta milímetros. Sacó la pistola del cajón y la dejó sobre el mostrador, junto a un montón de formularios de registro y un jarrón de cristal lleno de caramelos de color blanco.

—Hoy en día todos debemos tener cuidado, ¿no es así? —preguntó.

—Sí, así es.

Marco se sacó un pañuelo del bolsillo de los pantalones y limpió meticulosamente el arma, frotando con firmeza. La culata. El cañón. El percutor. El revólver estaba cargado, y Marco abrió el tambor y pasó el pañuelo por cada uno de los cartuchos antes de volver a encajarlos en su sitio.

—Tengo un arma por seguridad —explicó—. No es una zona en la que suela haber robos, pero nunca se sabe. En todas partes hay vagabundos dispuestos a asaltar moteles desiertos como éste. Tener una pistola cargada me proporciona tranquilidad.

Chris se mantuvo en silencio.

Marco volvió a abrir el cajón, metió el arma dentro y se guardó el pañuelo en el bolsillo.

—Por supuesto, es bien sabido que las pistolas a menudo desaparecen. Quién sabe, un huésped cualquiera ve que lo guardo en un cajón y, cuando me doy la vuelta, ha desaparecido. Esas cosas pasan. ¿Qué puedo hacer yo? —Marco cerró el cajón. Su mirada era oscura y elocuente—. Seguiré rezando por usted, señor Hawk —añadió—. Cuando vea a su hija, abrácela con fuerza, ¿de acuerdo? Manténgala a salvo, y asegúrese de que siempre tenga un padre que cuida de ella.

Marco desapareció en la sala que había detrás de la recepción y cerró la puerta, dejando solo a Chris. El único sonido que se oía era el zumbido del viejo ventilador, que vibraba al ritmo del giro de las aspas.

No hacer nada o hacer lo incorrecto.

A Chris le sorprendió la rapidez con la que tomó la decisión. Algunas elecciones resultan difíciles; otras, sencillas. Se inclinó por encima del mostrador, abrió el cajón con su largo brazo y cogió la pistola de Marco.