Lenny Watson se escurrió dentro de un desvencijado vagón abandonado del ferrocarril de Milwaukee en busca de cobijo. Estaba empapado: el agua caía a través de los agujeros oxidados del techo de acero y salpicaba el suelo a su alrededor. La tierra de las vías estaba cubierta de placas metálicas retorcidas. Lenny sostenía una caja de cerillas en la mano; encendió una y la dejó arder mientras contemplaba el baile de grafitis de las paredes del vagón. Cuando notó que la llama empezaba a quemarle los dedos, lanzó la cerilla al barro, donde se apagó desprendiendo un hilillo de humo gris.
Se tocó la cara y esbozó una mueca. El profundo arañazo de las uñas de Olivia le escocía y, al tocarlo, empezó a sangrar. Apartó los dedos, pegajosos, y se los chupó para limpiarse la sangre, como un vampiro. Llevaba el pecho descubierto y estaba helado, solo en la oscuridad. Se abrazó las rodillas para evitar que le temblaran.
Unos ruidos desagradables asaltaron sus oídos: los chicos arrastraban a Olivia al vagón de carga abandonado que permanecía en las antiguas vías, a treinta metros de distancia. Lenny había estado allí muchas veces con Kirk. Era un espacio cerrado, sin ventanas y negro como la boca de un lobo en el que sólo había un agujero cuadrado en un extremo por donde te escurrías para entrar y salir. Cuando lo exploraron por primera vez, el verano anterior, encontraron allí a un vagabundo que vivía rodeado de ratas y cucarachas. Kirk le dio una paliza y el tipo nunca se atrevió a regresar.
Olivia no podía gritar; la habían amordazado. Los gritos escapaban de su garganta en oleadas salvajes y ahogadas de rabia y pánico. Lenny pensó en gritar, o en cantar. La-la-la-la-la-la-la-la. Cualquier cosa para no oírla.
Una enorme sombra se irguió sobre él al tiempo que oía una respiración. Encendió otra cerilla y la piel sucia y mojada por la lluvia de Kirk titiló bajo la luz. Los triángulos de acero retorcidos que había al fondo del vagón le parecieron la dentadura de un tiburón, lista para partir a su hermano en dos.
—Última oportunidad, Leno —dijo Kirk.
—No.
—Les he dicho a los demás que tú la querías primero. Vas a hacerme quedar mal.
—No puedo.
Kirk escupió en un charco.
—¿Qué te pasa, tienes miedo?
—Es sólo que no quiero hacerlo.
—Eres un gallina, Leno. Por mí puedes quedarte aquí y matarte a pajas.
Lenny escuchó el crujido airado de los pasos de su hermano mientras se dirigía al otro vagón. La cerilla, olvidada entre sus dedos, ardió hasta consumirse y le chamuscó el pulgar. Soltó una maldición.
—Meted dentro a la zorra —oyó que gritaba Kirk.
La culpa corroyó el estómago de Lenny. Su cuerpo ansiaba unirse a los demás. Deseaba a Olivia más que a nada, pero su cerebro le gritaba: «Detén esto. Sálvala». Soñaba con apartar a los otros chicos y rescatarla como un héroe. Era un sueño estúpido: Lenny no era ningún héroe. Se quedó sentado sin hacer nada, cerró los ojos con fuerza y apretó los puños. Sólo quería que aquello acabara.
El móvil de Olivia vibró en su palma y empezó a sonar con el tono de una canción de Lady Gaga, «Bad Romance». Su padre la estaba llamando, buscando a su hija. Dejó que saltara el buzón de voz, abrió el teléfono y contempló la foto de Olivia en el fondo de pantalla. En ella se la veía seria, de perfil, con el pelo sobre la cara y los ojos cerrados. Pasó el pulgar por la pantalla para mirar sus otras fotos y reconoció la mayoría de las caras. Kimberly Magnus sonriendo a la cámara, a pesar de estar en los huesos y calva. Tanya Swenson, metida hasta el cuello en el río Spirit. Fotos y más fotos de Johan Magnus, como si fuera un modelo de la revista GQ: Johan con una cazadora negra de cuero en los campos de maíz, Johan sobre el puente del ferrocarril de St. Croix, Johan junto a las paredes de madera del campanario de la iglesia, mientras el sol dibujaba franjas de luz sobre su rostro.
Y luego una imagen de la propia Olivia, desnuda. Lenny reconoció la habitación. Había utilizado un trípode para tomar la foto. Se hallaba de pie junto a la ventana que daba al río, y la oscuridad se extendía detrás de ella. Era delgada y su piel, como porcelana blanca. Sus pezones, pequeños y rosados, coronaban la punta de los pechos; Lenny vio su vello púbico, rizado y castaño claro. Miraba a cámara con la boca entreabierta, como si tratara de escenificar una torpe escena de seducción. Sus ojos traslucían una frágil inocencia. Lenny no sabía qué chico había recibido la foto, pero podía suponer que se trataba de Johan. Se preguntó si Olivia seguía siendo virgen o si había dejado que el hijo del pastor le hiciera el amor.
Verla desnuda era una acto privado, íntimo, pero no podía disfrutarlo, no cuando ella estaba tan cerca, en el viejo vagón. Llorando. Resistiéndose. Defendiéndose del intento de los chicos por golpearla y castigarla. Lenny sabía que ella no podía verlos, que sólo podía sentir cómo la sujetaban sobre el suelo. Eran siete contra una, y aun así ella se resistía como una guerrera, luchando sin rendirse. La batalla era tan violenta que Lenny alcanzaba a oír el ruido sordo que producía su cuerpo al desplomarse sobre el suelo metálico del vagón.
La estaban destrozando.
«Detén esto».
Su pulgar planeó sobre el móvil y lo acarició, dejando restos de sudor sobre las teclas. Pulsó el icono del teléfono verde y buscó la última llamada, cuyo identificador estaba etiquetado simplemente como «Papá». Vaciló. Si Kirk se enteraba de aquello, lo golpearía hasta dejarlo sin sentido. A Lenny le aterrorizaba el humor explosivo de su hermano. Después de que Ashlynn lo abandonara, Kirk le había roto tres costillas y le había dislocado la mandíbula.
Prestó atención a los ruidos. Olivia seguía peleando con los chicos, pero la resistencia terminaría en breve. Pronto no quedaría más que silencio y rendición. Era incapaz de soportarlo. Sobre todo tratándose de ella.
Lenny pulsó la tecla de llamada.
Chris Hawk contestó al primer timbre:
—¿Olivia?
—Está en el cementerio de trenes del sur de Barron —susurró, disfrazando la voz—. Dese prisa.
Chris oyó el aullido de las sirenas de los coches patrulla, más alto a medida que se acercaban al escondite donde retenían a Olivia. Giró por la carretera que se dirigía hacia el norte y, mientras botaba por encima de un cruce de vías sin señalizar, dos furgonetas lo sacaron del camino de tierra. Los faros le cegaron y el barro salpicó el parabrisas. Podría haber dado media vuelta para seguirlos, pero tenía que tomar una decisión de vida o muerte, y apostaba a que aquellos chicos habían dejado atrás a Olivia para salvar el pellejo.
Los dejó escapar.
Chris avanzó entre las vías abandonadas, que se extendían en paralelo a lo largo de centenares de metros. Los faros iluminaban los armazones desvencijados de los vagones en desuso, pintados a rayas naranjas y rojas. Estaban destrozados, algunos incluso volcados; otros descansaban sobre las vías tapizadas de malas hierbas, como si alguien los hubiera tirado allí, olvidados. Las paredes metálicas estaban cubiertas de espirales de espray y en el suelo se veían traviesas desperdigadas y cristales rotos. El ferrocarril había cambiado de ruta, dejando atrás sus despojos para que se pudrieran.
Condujo hasta el centro de las ruinas. A su alrededor, la tierra era plana y vasta. Estaba rodeado de docenas de vagones, como si se hallara en un cementerio de gigantes. Salió del coche y cogió la linterna de Glenn Magnus.
—¡Olivia! —gritó, y escuchó atento a cualquier sonido que lo pusiera sobre la pista del paradero de su hija.
Luego volvió a gritar su nombre.
—¡Olivia!
Chris siguió la vía más cercana mientras hacía oscilar el haz de la linterna frente a él y se secaba la lluvia de los ojos. Al llegar a cada uno de los vagones iluminaba el interior a través del hueco de las ventanas para descubrir sólo basura y ratas. Trató de encontrar las huellas de los neumáticos de las furgonetas, pero la grava estaba tan llena de baches y surcos que ninguna marca parecía reciente. Volvió a gritar el nombre de su hija, pero Olivia no contestó.
A lo lejos, por encima del aullido cada vez más alto de las sirenas, oyó una música. ¿Qué diablos era? La melodía se detuvo, volvió a sonar y se detuvo de nuevo. Cayó en la cuenta de que se trataba del tono de un móvil, pero se apagó antes de que pudiera determinar su procedencia. Pasó por encima de más vías, abriéndose paso entre pesados paneles de metal corrugado. «Quienquiera que me haya llamado ha usado el teléfono de Olivia», pensó, así que sacó su teléfono, marcó el número de su hija y esperó conteniendo la respiración.
La música volvió a sonar a menos de treinta metros. Era un ritmo machacón y molesto. Apuntó la linterna en aquella dirección como si fuera un foco y echó a correr. La música subió de volumen y vio el móvil rosa tirado en la grava. Se detuvo justo encima y giró en círculos, iluminando el suelo en busca de su hija.
—¡Olivia!
Las sirenas se convirtieron en un rugido ensordecedor cuando media docena de coches patrulla aparecieron por el camino de tierra. Los faros se entrecruzaban en el cementerio de trenes. Le alegraba saber que la policía había llegado, pero necesitaba silencio para oír si su hija contestaba a su llamada. En caso de que estuviera consciente. En caso de que pudiera responder. Comprobó el interior de dos vagones de pasajeros a través de los cristales sucios y rotos. Uno de los focos reflectores de la policía lo alcanzó como si fuera un prisionero a la fuga y dos voces le gritaron. Chris parpadeó bajo la luz y les hizo señas para que se acercaran.
—¡Aquí! ¡Por aquí!
Chris distinguió otro vagón apartado del resto, al final de un círculo de vías. Las paredes, remachadas de acero, habían impedido que los elementos se adueñaran de él. El único acceso al interior era un pequeño agujero rectangular en la parte trasera. Bajo la luz de la linterna, algo que había en el suelo cerca de las vías llamó su atención. Era una zapatilla Nike. Rosa, como el teléfono.
La zapatilla de Olivia.
Echó a correr y, al llegar al vagón, se ayudó de la barandilla metálica para subir al parachoques que quedaba cerca del agujero. Dirigió el haz de luz hacia el oscuro interior; el suelo estaba cubierto de mantas y había botellas de cerveza y revistas pornográficas. Cuando Chris metió la cabeza y los hombros por la abertura lo golpeó el potente aroma dulzón a marihuana concentrado en aquel espacio cerrado. Movió el haz de luz y vio ropas rasgadas desperdigadas por el interior. Jirones de una camiseta. Tejanos. Calcetines. Unas bragas rajadas por la mitad.
Oyó un débil gemido y dirigió la luz hacia él. Allí estaba. Su niña.
Chris sacó la cabeza del vagón. Estaba bañado en los focos de numerosos reflectores y, al hacer visera con las manos, vio media docena de coches que aceleraban hacia él. Agitó frenéticamente los brazos y chilló:
—¡Aquí! ¡Está aquí dentro!
Después saltó al interior del vagón. Las chapas metálicas del suelo retumbaron con estruendo mientras avanzaba a gatas hacia Olivia, tendida de espaldas a tres metros de distancia. Tenía los ojos cerrados y su larga melena castaña le cubría gran parte de la cara. Su cuerpo estaba cubierto de moretones y arañazos, pero Chris no vio sangre en su piel. Al tocarle el hombro, ella soltó una patada espasmódica y le golpeó el pecho con los puños. Estaba demasiado débil para hacerle daño.
Chris la envolvió con delicadeza entre sus brazos y la cubrió con una manta para que entrara en calor.
—Shhh —susurró mientras la sostenía—. Estoy aquí, todo va bien.
Ella se resistió, pero apenas le quedaban fuerzas. Chris esperó mientras oía el sonido de las voces y los haces de luz invadían el vagón. Acarició el pelo de Olivia y siguió susurrándole con dulzura para tranquilizarla. Habían venido a ayudarla. Estaba a salvo. Todo había terminado.
No le contó lo que realmente sentía. La cruda intensidad de las emociones que ardían en su cuerpo le asustaba y le llenaba la boca de un sabor ácido. Era odio. Lo único que quería era vengarse de los chicos que le habían hecho aquello a su hija. Quería rodear sus gargantas con las manos. Quería verlos muertos.
Odio.
Aquélla era la verdadera enfermedad que se extendía por el pueblo, y él se había contagiado. Había dejado de ser un forastero. Formaba parte de la guerra.