Cuando el expoli que patrullaba la casa desapareció, Olivia abrió la ventana de su habitación, se escurrió por el marco y se descolgó lentamente, agarrándose con los dedos a la pintura desconchada del antepecho. Sólo dos metros y medio separaban las suelas de sus deportivas del suelo mojado. Se soltó y aterrizó con un potente salpicón. Esperó y se aseguró de que nadie la había oído antes de dirigirse al río.
Olivia se agachó bajo las largas y finas ramas de los robles de la parte trasera de la casa y avanzó a través de los arbustos muertos. Sobre el agua flotaba un denso follaje, pero hacía mucho que habían arrancado las hierbas de la orilla del río para trazar un sendero. Sorteó los charcos que se habían formado en las depresiones del suelo, mientras la hierba pardusca silvestre le rozaba la piel desde ambos lados de la senda. Por debajo de ella, a menos de tres metros por la pendiente de la ribera, oía el ruidoso chapoteo del río.
Vio las luces encendidas en las casas de St. Croix entre los árboles y reconoció las voces de los vecinos a través de las ventanas abiertas. Se movía tan silenciosamente como podía, como un ciervo, para no levantar sospechas. Aquél era un pueblo pequeño donde todo el mundo se conocía y sabía qué hacían sus vecinos. Para mantener secretos era necesario que no te vieran, y ella tenía mucha práctica en escabullirse.
Avanzó siguiendo el curso del río por la ribera durante doscientos metros hasta que alcanzó las vías del tren, que discurrían en paralelo a la carretera; en esa estación del año, los trenes apenas circulaban por la zona. Olivia cruzó por encima del riel y se quedó de pie sobre la grava, en el centro de las vías. Al poco de vivir en St. Croix, solía ir hasta ese mismo sitio y pensaba en saltar a un tren que avanzara a poca velocidad en dirección al sur. Se imaginaba tendida sobre el frío acero del vagón de carga, contemplando las nubes y las estrellas sobre su cabeza, sintiendo el traqueteo, los chirridos y la vibración de las ruedas del tren. Habría querido viajar muy lejos, hasta que su casa fuera sólo un recuerdo.
En aquel entonces, Kimberly la había convencido para que se quedara diciéndole que huir era de cobardes.
Olivia siguió las vías por el puente que cruzaba el río. Las vigas entrecruzadas de acero gris dibujaban enormes equis a ambos lados. A medio camino entre las dos orillas, abandonó las vías y trepó por la rígida estructura que asomaba sobre las aguas. Se apoyó en una de las vigas de acero dispuestas en diagonal. Las profundidades del río desprendían olor a moho, estancado y muerto.
Oyó el sonido de unos pasos. Él la había oído llegar. Distinguió una silueta e, incluso sin luz, supo que era él. La embargó una alegría que le hizo olvidar todo lo demás. Bajó de las vigas y echó a correr. Estaba a veinte metros, pero tuvo la sensación de haber cubierto la distancia en dos pasos. Le lanzó los brazos al cuello y recordó el tacto y el olor de su piel. Llevaba meses sin tocarle.
—Johan.
Él permaneció rígido mientras ella lo abrazaba. No la besó ni la miró a los ojos; escudriñó las orillas del río como si escondieran una amenaza.
—No deberíamos estar aquí —murmuró.
—Lo sé, pero tenía que verte.
—¿Qué quieres, Olivia?
—¿Que qué quiero? —preguntó ella, desconcertada—. ¿Cómo puedes decir eso? Tenemos que hablar.
Johan se volvió hacia la orilla más alejada del río y ella caminó a su lado, consciente de la actitud distante de Johan. Le rozó los dedos esperando que él la cogiera de la mano, pero no lo hizo; Olivia se sintió rechazada y se metió los pulgares en los bolsillos. Su madre siempre decía que podía medirse el amor de un hombre por el modo en que te cogía de la mano, como si no quisiera soltarte nunca.
Cruzaron el puente hasta llegar a una extensión inmensa de campos abiertos que, en unas semanas, estarían rebosantes de maíz. En los veranos más cálidos era posible perderse entre los tallos que llegaban a la altura de la cabeza, como si fuera un laberinto. Ése era su lugar. Allí habían jugado al escondite como niños, habían llorado por Kimberly, se habían besado y, después, durante un caluroso mes de agosto, Olivia había dejado que él fuera el primero y el único en hacerle el amor.
Ahora él estaba muy lejos. Distante. Enojado.
—Nadie sabe lo que ocurrió en realidad —dijo ella—. Ni mi padre ni nadie. No he dicho ni una palabra, de verdad. Estás a salvo.
—¿De qué estás hablando?
—Sigo queriéndote, no me importa lo que hayas hecho.
—¿Lo que haya hecho? Olivia, ¿estás loca?
Dio un puntapié a los restos secos y partidos de la cosecha del año anterior con gesto de enfado. Algunas mazorcas olvidadas se pudrían entre los surcos. Olivia se preguntó si él recordaba el verano anterior, cuando estaban enamorados, antes de Ashlynn. Pero las palabras de Johan le rompieron el corazón.
—¿No entiendes lo que ella significaba para mí? —le preguntó él—. Yo la quería.
La amargura embargó a Olivia. Se sentía igual que en el pueblo fantasma, cuando vio a Ashlynn de cerca y se dio cuenta de que aquella chica se lo había arrebatado todo.
—El año pasado dijiste que me querías —le recordó—. Dijiste que yo lo era todo para ti. Supongo que sólo querías una cosa.
—Eso no es verdad.
—En cuanto tuviste la oportunidad, me dejaste por ella.
Johan hizo una mueca.
—Estás siendo injusta, Olivia. Las cosas no ocurrieron de ese modo. No lo entiendes.
—Tienes razón. Nunca he entendido cómo podías estar con ella, precisamente con ella. ¿Qué hubiera dicho Kimberly? ¿Te has parado a pensarlo?
—Te equivocas con Ashlynn.
—Johan, ella me contó que dejó de verte hace un mes. Lo vuestro había terminado. ¿Por qué no dejaste que te ayudara? Si estabas herido, deberías haber acudido a mí. Lo sabes. Juré que nunca dejaría de quererte, y no lo he hecho.
Olivia le acarició la mejilla. Su piel era suave y su mandíbula, angulosa. De forma instintiva, le pasó los dedos por el denso pelo rubio y se inclinó para besarle. Sus labios se tocaron; la boca de Johan estaba seca. Ella esperaba que él le respondiera, que rodeara su delgada espalda entre sus brazos y la atrajera hacia él. En lugar de eso, Johan se echó atrás con brusquedad y le bajó las manos.
—¿Cómo pudiste permitir que la viera así? —preguntó con la voz rota—. ¿Cómo pudiste dejar que la encontrara de aquel modo? Muerta sobre la tierra.
Olivia se sintió como si la hubieran abofeteado.
—¿Estás de broma? ¿Es un chiste?
—¿Quería volver conmigo? ¿Eso es lo que te contó?
Johan la agarró de los hombros y le imploró:
—Dime la verdad, Olivia. ¿Por eso la mataste?
Quería hablar, pero se había quedado sin aire. Podía oír las palabras, pero se sentía incapaz de pronunciarlas. «¿Crees que soy culpable? ¿Tú?». Si había una persona en el mundo que supiera que ella era inocente, ése era Johan. Ella había estado dispuesta a ir a la cárcel por él. Para guardar su secreto.
—No puedo creer que me hicieras esto —continuó él—. Dime que fue un accidente, dime que no lo hiciste a propósito. Fui un estúpido al hacerte daño como lo hice, pero nunca creí que llegaras tan lejos.
Olivia no dijo nada, porque no había nada que pudiera decir. Estaba furiosa consigo misma y se sentía como una idiota por haber confiado en él. Giró sobre sus talones y se dirigió hacia el puente. No quería más mentiras; sólo deseaba marcharse a casa y revolcarse en su dolor. Se sentía igual que seis meses atrás, sin Kimberly en su vida, cuando Johan la había dejado por una chica que encarnaba todo lo que Olivia detestaba. La traición estuvo a punto de acabar con ella.
Al oír que él la seguía, echó a correr.
—Olivia —siseó Johan—, ¡vuelve!
—¡Vete! —gritó ella sin preocuparse por si la oían.
La llovizna había dejado el suelo resbaladizo, pero Olivia no aminoró la marcha. Su larga melena ondeaba tras ella y el agua corría bajo sus pies. Llegó al final del viejo puente y, mientras avanzaba por el hueco que dibujaban las vías entre los árboles de la orilla, vinieron por ella.
Seis. Al menos eran seis.
Iban vestidos de negro y ocultaban sus rostros tras una máscara. Emergieron de repente entre los arbustos de ambos lados, como un comando; antes de que Olivia pudiera gritar, se vio atrapada entre sus brazos. Alguien le metió una toalla húmeda entre los dientes cuando abrió la boca, y notó que un brazo le apretaba el cuello. Le cubrieron la cabeza con una funda de almohada, que apretaron tanto que apenas podría respirar.
Detrás de ella oyó que Johan chillaba e intentaba rescatarla, pero el grito se le cortó en la garganta. El grupo cayó también sobre él y Olivia escuchó el sonido de los puñetazos mientras lo reducían. Él se revolvió y opuso resistencia, y varios de los chicos gimieron de dolor cuando Johan se liberó y contraatacó. No le bastó. Gritó la «O» de su nombre, pero eso fue todo; volvieron a cogerlo y le golpearon despiadada e implacablemente. Cuando Johan empezó a sentir náuseas, Olivia oyó un gorgoteo espasmódico de aire y vómito. Sus atacantes no se detuvieron ni siquiera cuando el chico se quedó en silencio; los golpes se sucedían y las botas se hundían en la carne. «No lo matéis —rogó ella—. Oh, Dios mío, no lo matéis, por favor».
Oyó una voz ahogada que pronunciaba una sola palabra:
—¡Vamos!
Olivia agitó los brazos y alcanzó la cara de uno de los agresores con las uñas, haciéndolo sangrar. Él soltó un chillido, pero otro lo hizo callar. El hecho de haberlo herido suponía para ella un triunfo vacío y temporal. Cuatro o quizá más fornidos brazos la agarraron con zarpas de hierro y Olivia notó como la levantaban de suelo y la llevaban sobre sus cabezas en señal de triunfo, como si fuera un cerdo asado. Cuando intentó propinarles un puntapié, le sujetaron también las piernas y se quedó inmóvil. Era una prisionera. Un sacrificio.
El terror y el caos se apoderaron de sus sentidos. Olió el sudor y oyó su áspera respiración. Sentía los dedos clavados en su cuerpo, y supo que se le llenaría de moretones. Oyó puertas de coche, pasos que corrían, murmullos de risa e ira. La lanzaron al interior, rodeada de cuerpos invisibles, y la aplastaron contra el suelo mientras el motor se encendía. Tenía sus zapatos sobre la cabeza, sobre el cuello. La sobaban.
Supo que no iba a ocurrir ahí, sino en otra parte.
Empezaría, y nunca terminaría.