Capítulo 11

Chris estaba sentado en una de las sillas Adirondack que decoraban el porche de la casa de Hannah. Había oscurecido, pero las dos lámparas que custodiaban la escalera de entrada lanzaban sombras sobre el jardín. Mientras bebía un vaso de vino tinto barato, vislumbró el resplandor de una cerilla encendida en el interior de un Thunderbird azul claro aparcado en la silenciosa calle y el humo que emergía de la ventana del conductor. El hombre que lo ocupaba era un policía jubilado de cincuenta y tantos años originario de Granite Falls, otro de los pueblos cercanos levantados en la ribera del río Spirit. Chris le había contratado para que se encargara de la seguridad nocturna.

La puerta del porche se cerró con un golpe y Hannah salió a reunirse con Chris; escrutó también el coche, con las manos apoyadas en las caderas y el ceño fruncido.

—Lo cierto es que no me gusta sentirme observada, aunque sea por alguien que trata de protegerme —comentó.

Chris no discutió. Hannah sabía que era lo correcto, pero en su mundo todo era siempre blanco o negro. Si algo contradecía sus valores, lo rebatía.

—Rodeará la casa tres o cuatro veces cada hora —dijo Chris—. Por lo demás, se quedará en el coche. No te darás cuenta de que está ahí.

—¿Va armado?

—Sí.

—Odio las armas —declaró Hannah.

Su exmujer se sentó a su lado y se quitó las chanclas de una patada, dejando sus diminutos pies al desnudo. Vestía unos pantalones cortos militares y una camiseta holgada que cubría su delgado pecho. Ahora que el sol se había puesto había refrescado, pero ella no parecía notarlo. Chris distinguió restos de harina de arroz en sus brazos: había estado amasando pan. Aspiró el olor procedente del horno a través de la puerta abierta. La lluvia goteaba desde el tejado del porche y salpicaba los escalones de madera.

Chris tomó otro sorbo de vino. Hannah bebía zumo de uva espumoso en una copa de champán de plástico y tenía los ojos fijos más allá del alcance de las luces del porche, en la oscuridad de los árboles que bordeaban el río.

—Me encantan las primaveras cálidas —murmuró—. Aún no hay bichos. Cuando salgo aquí en verano, me paso el rato aplastando mosquitos.

—Es un lugar hermoso.

—Debes de estar volviéndote loco.

—¿Por qué?

—No hay bullicio, ni Starbucks, ni tratos que se cierran en Nochebuena.

—Una vez, Hannah. Eso ocurrió una vez.

—Una ya es demasiado, Chris.

Él no quería volver a discutir sobre sus vidas.

—Tienes razón. Cometí errores.

Ella pareció sorprenderse.

—Yo también.

—Eres una heroína local —comentó él, cambiando de tema—. Me alegro por ti. La gente te quiere.

—Algunos; otros me odian. El año pasado, cuando empezamos a repartir condones, se organizaron algunos piquetes.

—¿Qué tal van las finanzas del centro?

—Pagamos las facturas mes a mes y rezamos para recibir un cheque del estado o una subvención cuando la necesitamos. Es una situación precaria.

—Intenté ayudarte —observó Chris—, pero me devolviste los cheques.

—No quiero tu dinero, Chris.

—Sólo era dinero. Sin compromiso.

—Eso no existe.

Chris se preguntó por qué rechazaba su ayuda.

—No estaba intentando comprar mi regreso a tu vida —dijo, aunque sabía que estaba mintiendo—. Oh, demonios, tal vez sí lo hacía.

Hannah permaneció en silencio.

—¿Quieres saber la verdad?

—Claro.

—Tenía miedo de dejarte volver.

Chris pensó que podría haber suscrito la frase. Era un momento tan bueno como cualquier otro.

—Cuando te marchaste, me rompiste el corazón, Hannah. Desde entonces he estado muerto.

Su exmujer cerró los ojos, estuvo a punto de empezar a hablar y se interrumpió. Cuando los abrió de nuevo, se secó algunas lágrimas.

—Lo sé —dijo—. Lo siento.

—Han pasado tres años, pero aún me duele pensar que dejaste de quererme.

Hannah pareció sinceramente disgustada al oír aquellas palabras.

—Chris, eso no es cierto. Nunca lo fue.

—Entonces ¿por qué?

Hannah dejó el vaso y se volvió de lado en la silla. Se inclinó hacia delante, con las manos apoyadas en los muslos.

—Quería algo más de la vida. Quería esto.

—¿Y qué es esto? —preguntó Chris, porque en verdad no lo sabía.

—Un lugar donde yo importo.

—A mí me importabas.

—Sé que eso es lo que crees, pero en realidad me había convertido en algo secundario para ti. Y también tu hija. Tú pensabas que estabas trabajando por nosotras, pero lo hacías por ti mismo.

El deporte y el sexo no mueven a hombres como tú. Lo más importante es el código. El cumplimiento, el éxito, el deber.

—¿Y ésas son cosas malas?

—Si olvidas por qué las haces, sí.

Hannah se acercó al extremo del porche y se agarró a la barandilla. Las luces de las casas de St. Croix brillaban a su espalda.

—¿Sabes por qué me gusta tanto este sitio? No es porque la vida sea más sencilla; de hecho, es más dura, hace falta más confianza en uno mismo porque no hay una red de seguridad. Pero ¿sabes qué, Chris? Las prioridades están muy claras. Aquí las relaciones son importantes. Dios es importante, y el tiempo también lo es. No soy sólo un ratón que da vueltas en una rueda.

—¿Así te sentías conmigo? —preguntó él—. ¿De verdad?

Ella no le miró.

—A veces.

—Sabes que es lo último que deseaba.

Hannah se volvió. Chris se dio cuenta de que ambos se habían hecho mayores; ambos habían caminado sobre el fuego y habían aprendido que las quemaduras no se curan, sólo se convierten en cicatrices, como un recordatorio permanente.

—No te culpo, Chris, si acaso me culpo a mí misma por lo que pasó entre nosotros. Aquí estoy, hablando de relaciones cuando fui yo quien se alejó de la persona que más significaba en mi vida. No estoy orgullosa de ello, y está claro que también la cagué con Olivia.

—Eso no es cierto.

—No consigo que se abra a mí. He visto cómo se iba distanciando cada vez más, y mira dónde ha llegado. Sólo tiene dieciséis años y es probable que su vida esté acabada.

Le estaba dando a Chris la oportunidad de moverse a un terreno más seguro, y él la aceptó. Era más fácil hablar de Olivia que abrir la cerradura de la habitación donde guardaban el pasado que una vez habían compartido.

—Su vida no está acabada, pero no puedo ayudarla a menos que sepa lo que oculta.

—Estás preguntando a la persona equivocada. Soy la última persona a la que ella le contaría sus secretos.

—¿A quién entonces?

Hannah movió la cabeza con tristeza.

—No lo sé. Es un libro cerrado.

—Tanya Swenson cree que había algo personal entre Ashlynn y Olivia. ¿Sabes de qué podría tratarse?

—No.

—¿Olivia hablaba alguna vez de Ashlynn?

—Delante de mí, nunca. A menos que hablara sobre Mondamin.

Chris se sentía frustrado.

—Algo extraño le ocurría a Ashlynn. Desapareció durante tres días antes del viernes y, o bien Florian no sabía por qué, o bien ha intentado encubrirla.

Hannah se volvió de espaldas.

—¿Qué pasa? —preguntó Chris.

—Nada.

Chris se levantó de la silla y vio que, en la calle, el expolicía salía de su Thunderbird. El hombre comprobó que llevaba la pistola en la funda bajo la chaqueta y avanzó por el jardín para patrullar el perímetro de la casa. Tenía la constitución de un tronco de roble, curtido y duro. Chris le hizo un gesto con la cabeza y esperó en silencio mientras el vigilante desaparecía entre la parte trasera de la casa y la orilla del río.

—¿Qué sucede, Hannah? —volvió a preguntar—. No me hace ninguna falta que tú también me ocultes secretos.

—Por favor, Chris, no puedo hablar de ello.

—¿Es que no entiendes lo que está ocurriendo? Olivia se enfrenta a un cargo de asesinato en primer grado.

—Lo entiendo, créeme.

—Entonces habla conmigo.

—Te estoy diciendo que ignoro a qué se refería Tanya. Por lo que yo sé, Olivia consideraba a Ashlynn una enemiga. No existía ninguna relación entre ellas.

—Tú sabes algo —insistió Chris—. ¿Qué secreto podría ser tan importante cuando la vida de Olivia está en juego?

Hannah se cruzó de brazos al tiempo que respiraba pesadamente. Parecía estar sufriendo un dolor físico, y tal vez fuera así. Tal vez fuera el cáncer. Chris suavizó el tono y le puso una mano en el hombro.

—¿Te encuentras bien?

Ella habló en voz tan baja que apenas pudo oírla.

—Cuando una chica viene a verme, juro respetar su privacidad.

—¿Cuando una chica viene a verte? ¿De qué demonios estás hablando?

Hannah guardó silencio. Entonces Chris lo entendió.

—Oh, me cago en la puta. Ashlynn.

Hannah no dijo nada.

—Ashlynn fue a verte al centro, ¿verdad? ¿Qué le pasaba?

—No puedo decírtelo.

—Hannah, por favor —insistió Chris—. Es posible que lo que le ocurriera fuera la causa de su muerte.

—No voy a traicionar su confianza.

—Lo haces permaneciendo en silencio —insistió Chris—. Ashlynn ya no tiene privacidad; está muerta. Alguien le metió una bala en la cabeza. Un forense la ha diseccionado sobre la mesa de autopsias. Ya no tiene secretos.

—¿Autopsia?

—Por supuesto.

Hannah se cubrió la boca con las manos.

—Entonces lo saben.

—¿Saber qué?

Esperó a que ella respondiera pero, mientras la pregunta pendía en el aire, cayó en la cuenta de que ya sabía la verdad. Tres días; había estado ausente tres días. Sola. Deprimida. Pensó en lo que le había dicho Maxine Valma: «La vi llorar varias veces… Si me hubiera dicho usted que se había suicidado no me habría sorprendido». Chris sabía por qué iría una chica de diecisiete años a ver a Hannah y por qué ésta haría todo lo que estuviera en su mano para proteger su intimidad.

Porque estaba embarazada. Y porque había tomado la decisión de interrumpir el embarazo.

—¿Dónde la enviaste? —preguntó con delicadeza.

Hannah le dirigió una mirada afligida; Chris vio en su rostro lo que representaba acudir a su despacho todos los días, escuchar aquellas historias y compartir el dolor.

—Conozco a una doctora en Nebraska —contestó Hannah—. Es discreta y profesional. Ashlynn no quería que sus padres se enteraran; no quería tener que ir al juzgado para obtener una autorización.

—¿Quién es la doctora?

Hannah negó con la cabeza.

—No puedo decírtelo. Trabaja al margen de la ley, sin permiso de los padres. Si la gente supiera lo que hace, estaría en peligro de muerte. Si la inhabilitan, muchas chicas desesperadas se quedarán sin opciones. No lo permitiré.

—¿Quién más lo sabía?

—Por lo que yo sé, nadie. Ashlynn y yo, eso es todo.

—¿Olivia?

—No veo cómo podría haberse enterado.

—¿Quién era el padre?

—Ashlynn no me lo contó. No creo que él lo supiera.

—¿Te dijo si había sido consentido?

—No mencionó que la hubieran violado. En realidad no dijo demasiado, y yo no indagué más en las circunstancias, pero no creo que eso fuera lo que sucedió.

—Olivia sabe más de lo que cuenta —señaló Chris—. No sé si se trata del embarazo o del aborto, pero aquí está pasando algo más, y quiero saber qué es.

—A mí no me lo explicará.

—Tal vez nos lo cuente a los dos.

—Ojalá fuera cierto —deseó Hannah—, pero será mejor que hables con ella a solas.

—Tú puedes entenderla mejor que yo —señaló Chris—. Os parecéis mucho. Ven conmigo.

De forma instintiva, hizo lo que siempre había hecho en el pasado: extendió el brazo para coger la mano de Hannah.

Ese gesto había constituido un ritual en su matrimonio. Se sentaban en el porche con vistas al lago, hablaban, reían y a veces lloraban. En el momento de entrar en la casa, él tendía su palma, ella la tomaba y ambos subían las escaleras cogidos de la mano. El gesto encerraba una sacralidad que ambos reconocían: cogerse de la mano significaba que estaban enamorados.

Hannah se estremeció y él apartó la mano como si hubiera tocado un fogón encendido. Sabía que había cometido un error. Hay algunos recuerdos que es mejor no remover. Había que dejarlos tal como estaban.

—Lo siento —se disculpó.

Hannah no dijo nada, pero entró con él en la casa.

Las escaleras hacia el piso superior quedaban a la izquierda. Dejó que Hannah subiera primero, y luego la siguió. El descansillo estaba a oscuras. Chris reconoció el aroma del perfume de Hannah. Todo lo que había allí olía a ella y resultaba desorientador, como si hubieran vuelto al pasado. Ella llamó a la primera puerta cerrada de la izquierda.

—¿Olivia?

Desde la habitación de su hija sólo les respondió el silencio. Hannah volvió a llamar, pero no hubo respuesta. Acercó la oreja a la puerta para intentar oír la voz de Olivia al teléfono o el sonido del televisor. No oyeron nada.

—Olivia —repitió Hannah en un tono más cortante.

Giró el pomo para entrar a pesar de no haber recibido respuesta. La puerta no estaba cerrada con llave. Ambos entraron en la habitación de Olivia y Chris tuvo la sensación de estar cometiendo un allanamiento de morada. Reconoció los recuerdos de la infancia de su hija de un solo vistazo: los osos de peluche sobre la cómoda y un calendario azteca de piedra comprado en unas vacaciones familiares en Acapulco, aunque la mayoría de los trastos de la desordenada habitación pertenecían a una joven que él no conocía.

El cuarto estaba vacío. La ventana que daba al río por encima del fangoso jardín trasero estaba abierta.

Olivia se había marchado.