—¿Tengo que decirle al juez que no soy culpable? —preguntó Olivia.
Chris negó con la cabeza.
—Todavía no.
—Entonces ¿qué digo?
—Por ahora, nada. Déjame a mí.
—Pero la gente debería saber que yo no lo hice —protestó su hija—. ¿Por qué no puedo decírselo?
—Lo harás. Más adelante. Esto es sólo una vista por el arresto. Si dura cinco minutos, será mucho. En caso de que el juez te deje en libertad, cosa que espero que haga, resolveremos el papeleo y luego te llevaré a casa.
—Genial. La cárcel es una mierda.
—Lo sé.
Chris no añadió que pasar una noche en la cárcel no era nada comparado con la perspectiva de estar veinticinco años encerrado.
—Lo más probable es que Florian Steele se haya metido al juez en el bolsillo —comentó Olivia—. No dejará que me vaya.
—Sí, lo hará. Todo irá bien, pero tienes que mantener la calma ahí dentro. No digas nada, no hagas nada y no sueltes tacos. ¿Lo has entendido? Si pierdes los nervios, le darás una excusa al juez para mantenerte encerrada.
—Sí, ya lo sé.
—El fiscal del condado cree que deberíamos considerar la opción de que te quedes en la cárcel por tu propia seguridad —añadió Chris.
—Ni hablar.
—No he dicho que vayamos a hacerlo, pero en parte tiene razón. Contrataré a alguien para que vigile vuestra casa y, una vez lleguemos a St. Croix, no te moverás de allí.
—Vaya, ¿así que ahora también seré una prisionera en casa? —preguntó Olivia—. Puedo cuidar de mí misma, papá.
—No, no puedes.
Su hija le dedicó una mueca, pero no discutió.
—¿Le has explicado a mamá que yo no lo hice? —quiso saber.
—Sí.
—¿Y qué dijo ella? ¿Me cree?
—Claro que sí.
No tenía ninguna intención de compartir las dudas secretas de Hannah con su hija; no le hacía falta escucharlas. Chris consultó el reloj: tenían que estar en el juzgado en menos de un cuarto de hora.
—Escucha, yo no creo que tú dispararas a Ashlynn, pero también pienso que no me estás contando todo lo que sabes. No puedes ocultarme cosas, Olivia. Te han acusado de asesinato.
—No sé lo que pasó, papá. De verdad.
—Empecemos por el principio. ¿Quién sabía que esa noche habías quedado con Tanya en el pueblo fantasma?
—Nadie.
—¿Viste algún otro coche? ¿Viste u oíste algo que sugiriera que había alguien más allí?
—No, no oímos a nadie. No había nadie hasta que apareció Ashlynn.
—¿De dónde venía?
—Nos dijo que volvía a Barron y que se le había pinchado una rueda.
—¿Dijo dónde había estado?
—No. —Tras una pausa, añadió—: Ashlynn nos contó que llevaba horas conduciendo.
—¿Horas? —preguntó Chris.
—Eso es lo que dijo. Pensé que mentía, pero…
Olivia se interrumpió y se mordió el labio.
—¿Por qué pensaste que mentía?
—Creí que tal vez hubiera estado en St. Croix.
—¿Y por qué iba a querer ir a St. Croix?
—Así es como han sido las cosas durante el último año: asaltos y ataques por sorpresa entre los dos pueblos.
—¿Ashlynn tomaba parte en eso?
—No lo sé. Era de Barron, y harían cualquier cosa para hacernos daño.
Chris seguía sin estar convencido de que su hija le estuviera proporcionando la historia completa.
—¿Qué hiciste después de tirar la pistola y dejar a Ashlynn en el parque?
—Me fui a casa y me metí en la cama.
—¿Hablaste con tu madre?
—Estaba durmiendo. Desde que le dan quimio, tiene un sueño muy profundo.
—¿Así que no te oyó marcharte ni volver?
—Supongo que no.
—¿Hablaste de Ashlynn con alguien? ¿Mandaste a alguien en su ayuda?
—No.
—¿Por qué no? Has dicho que había pinchado y no podía volver a casa.
Olivia se encogió de hombros. Siempre que hablaba de Ashlynn, su expresión era fría.
—Porque no quería ayudarla —dijo.
—¿A qué hora dejaste a Ashlynn en el pueblo fantasma y a qué hora llegaste a casa?
—Eran más o menos las doce y media cuando me fui, del parque, y debí de llegar a casa unos diez o quince minutos más tarde. No está lejos.
Chris ordenó mentalmente la secuencia de los hechos. Olivia dejó a Ashlynn media hora después de la medianoche, viva, sin posibilidad de volver a casa, a varios kilómetros tanto de Barron como de St. Croix y con un arma a sus pies en un parque desierto. Cinco horas más tarde, antes de que amaneciera, Tanya Swenson le confesó a su padre lo que había pasado esa noche y Rollie Swenson llamó a emergencias. Los agentes del departamento del sheriff encontraron a Ashlynn en el parque, muerta de un solo disparo en la frente. El revólver había desaparecido y el Mustang de la chica estaba aparcado en la calle principal del pueblo fantasma, con un neumático pinchado, exactamente como lo había dejado.
La estimación inicial establecía el momento de la muerte varias horas antes del descubrimiento del cuerpo; en otras palabras: la habían matado poco después de que Olivia la dejara allí.
«O antes», se dijo a sí mismo.
Olivia le leyó la mirada.
—No me crees, ¿verdad? Crees que yo la maté.
—No, no lo creo, pero en un juicio se dirimen hechos positivos y hechos negativos. En este momento, tenemos sólo una sucesión de hechos negativos. Tú estabas allí y tenías una pistola. Amenazaste a Ashlynn, y Ashlynn está muerta. Lo que nos hace falta son hechos que apoyen tu versión de lo sucedido: que tú no apretaste el gatillo, que lo hizo otra persona.
—No sé qué decirte, papá. Pudo ser cualquiera.
—Háblame de Tanya —le pidió Chris.
—¿Qué pasa con ella? ¡No estarás pensando que regresó al parque para cargarse a Ashlynn!
—¿Cómo lo sabes?
—¿Tanya? Imposible.
—Si no estabas allí, no puedes saberlo. Nuestro trabajo es establecer dudas razonables acerca del hecho de que tú mataras a Ashlynn. Tanya sabía que había una pistola y que Ashlynn no tenía modo de marcharse. No se lo dijo a su padre ni llamó a la policía hasta cinco horas después.
—Ya, pero Tanya no…
—Es una sospechosa, Olivia.
Su hija frunció el ceño.
—Lo que tú digas.
Chris abrió la boca para reprenderla, pero se contuvo. Se recordó que su hija era joven. Los chicos de dieciséis años podían hacer cosas de adultos: fumar, beber, mantener relaciones sexuales e incluso matar. Pero aquello carecía de importancia: aún era una niña, una niña que no se daba cuenta de que las reglas del juego habían cambiado, que no entendía que el resto de su vida pendía de un hilo.
—Es hora de acudir a la vista —le anunció—. Vamos a sacarte de aquí.
Tras la vista, de apenas tres minutos de duración, el juez decidió que no iba a mantener a Olivia en prisión preventiva y la dejó en libertad, a la espera de la siguiente fase del procedimiento criminal. A Chris no le sorprendió, pues lo habitual en un caso de menores, incluso en uno de asesinato, era que el acusado quedara en libertad. Se trataba de una victoria fácil, pero más adelante la batalla sería mucho más dura.
Fuera de la sala, mientras Olivia se hallaba en el baño, Michael Altman se acercó a Chris. La cara del fiscal del condado reflejaba preocupación.
—Me han informado acerca de los incidentes ocurridos en el motel y en la casa de su exmujer. El sheriff quiere hablar con usted sobre lo sucedido.
—No vimos a los responsables.
—Tal vez no, pero no quiero que los adolescentes de ninguno de los dos pueblos crean que pueden salir impunes de estos ataques.
—Lo entiendo —dijo Chris, y añadió—: Supongo que ha pensado en presentar una moción para una audiencia previa.
La audiencia previa determinaría si Olivia iba a ser juzgada en un tribunal de menores o en un tribunal ordinario, con la pena correspondiente. Por desgracia, en un caso de asesinato, los precedentes legales apuntaban en su contra. La única forma de conseguir que el caso se dirimiera en un juzgado de menores consistía en formular una argumentación sólida en la que los factores atenuantes jugaran en favor de Olivia. Y los jueces no solían aceptarla.
—Es posible que la audiencia sea un puro trámite —le advirtió Altman.
—¿Disculpe?
—Tengo intención de presentar una acusación por asesinato en primer grado ante el gran jurado, y su hija no tendrá la posibilidad de ser juzgada en un tribunal de menores.
Chris se sintió como si le hubieran propinado un puñetazo en el pecho.
—¿Asesinato en primer grado? No puede hablar en serio.
—Lo hago.
—Aunque crea que Olivia apretó el gatillo, es imposible que crea que su intención era matar a Ashlynn.
La expresión de Altman era grave.
—Hable con su hija.
—¿Qué demonios significa eso?
—Significa que no se trató sólo del juego perverso de una adolescente que no pensó en las consecuencias. Se trató de un asesinato por venganza.
—¿Venganza por qué? ¿Por la muerte de Kimberly?
Altman, con la mano apoyada en la puerta de roble de la sala del juzgado, vaciló.
—Me temo que la cosa va más allá, señor Hawk —contestó.
El fiscal del condado se dio la vuelta y desapareció en el interior de la sala de vistas sin esperar la respuesta de Chris.
Chris se quedó solo en el pasillo, aspirando el mohoso olor del viejo edificio. Recordó lo que Marco Piva, el propietario del motel, le había dicho al llegar al pueblo: «Nadie confiará en usted, y no le contarán las cosas que necesita saber». La advertencia acababa de hacerse realidad. Supo que en aquella historia había un trasfondo que todos conocían. Todos menos él.
«Hable con su hija».
Olivia apareció tras el cristal esmerilado de la puerta del lavabo de mujeres, se secó los labios y se frotó los dedos en los vaqueros. Se la veía pálida y frágil. Su melena castaña caía en mechones largos y sucios.
—¿Estás bien? —le preguntó él.
—He vomitado.
—Lo siento.
Su hija se sentó en un banco y apoyó la cabeza en la pared. Chris tomó asiento a su lado y le pasó un brazo por la espalda; estaba tan delgada que pudo notar los huesos. El olor dulzón y nauseabundo del vómito se le había quedado pegado al cuerpo. Olivia se acurrucó contra su hombro del modo en que solía hacerlo cuando era pequeña y alzó la mirada con expresión vacía. Permanecieron sentados juntos y en silencio, como si no pudieran hacer nada más que esperar a que una riada se los llevara.
Asesinato en primer grado.
La puerta de la sala volvió a abrirse. Los pasos de dos personas sobre el suelo de madera resonaron bajo los altos techos. Chris los reconoció y se puso tenso, esperando una confrontación que no deseaba. No en ese momento.
Era Florian Steele. Al director ejecutivo de Mondamin Research lo acompañaba su esposa, Julia.
Chris conocía bien a Florian. No eran amigos, pero ambos habían sido alumnos de la Facultad de Derecho de la Universidad de Minnesota con dos años de diferencia y habían trabajado juntos en el consejo editorial de la revista de la facultad. Llevaba quince años sin hablar con él. Recordaba a Florian como un estudiante al que le interesaba el derecho corporativo: oferta pública y privada, valores, fusiones y adquisiciones. Ya por entonces su principal objetivo era el mundo de los negocios, lo cual lo convertía en una rareza. La mayoría de los estudiantes de derecho eran o bien idealistas como Chris, que creían en la ley como una forma de cambiar el mundo, o bien fiscales en potencia que esperaban hacer carrera en los juzgados. Florian Steele, sin embargo, veía el derecho como un medio para alcanzar un fin: poner en marcha un negocio, adquirir capital, crecer, acumular dinero y vender.
Había seguido sus planes punto por punto.
Los ojos de Florian recorrieron el pasillo como los de un cauteloso tigre hasta topar con Chris y Olivia, que seguían sentados en el banco. Al ver a Chris reaccionó del modo en que lo haría cualquier padre: había dado con un enemigo para su familia. Su expresión, iracunda y suspicaz, se ensombreció. Miró a Olivia y Olivia lo miró a él, y Chris agarró a su hija por el hombro al tiempo que notaba que los músculos se le endurecían como nudos y enseñaba los dientes.
Florian no era un hombre especialmente guapo, pero tenía el carisma que conllevan la riqueza y el éxito. Era tan alto como Chris, con una calva brillante y unas prominentes orejas que crecían a ambos lados de su cabeza como las dos mitades de un corazón cercenado. Sus cejas negras parecían dos manchas gruesas y rectas, su mandíbula era angulosa y su cara, alargada. Mostraba el aspecto enjuto de un fanático del jogging, alguien que controlaba cada miligramo de sal y grasa y mantenía el colesterol a raya. Todo su ser emanaba autodisciplina, y Chris recordó que Florian había mantenido una rígida ética de trabajo incluso en la facultad, cuando las fiestas de la cerveza de los miércoles eran tan importantes para la mayoría de los estudiantes como el libro de derecho constitucional de Morrison.
Su esposa Julia era otra historia completamente distinta; rubia y menuda, como una muñeca dorada. A partir de las fotos que había visto de Ashlynn, Chris pensó que Julia era un retrato más maduro de su hija. Parecía haber nacido para el lujo: lucía su vestido de seda gris como si fuera una modelo de pasarela, el pelo recogido y el rostro perfectamente maquillado. Una hilera de perlas negras rodeaba su cuello y colgaba de sus orejas. Era la clase de mujer que siempre había desconcertado a Chris, inalcanzable como una escultura de museo protegida tras un cristal. Hannah era todo lo contrario. Su exmujer exteriorizaba siempre sus sentimientos y nunca censuraba lo que le pasaba por la cabeza, ya fuera furia o pasión. Julia Steele era hermosa, aunque no irradiaba sexualidad, y sus emociones estaban cuidadosamente enmascaradas. Ni siquiera su dolor se filtraba a través del maquillaje.
Chris le apretó el hombro a Olivia para que se quedara sentada en el banco y él se puso en pie.
—Hola, Florian.
—Chris.
Florian no le tendió la mano. No iban a mantener ninguna charla intrascendente. Una vez habían sido compañeros de clase, y ahora eran adversarios y padres, uno con una hija muerta y el otro con una hija acusada de asesinato.
—Ésta es mi mujer, Julia —añadió Florian.
Chris no sonrió ni fingió que se alegraran de verse.
—Siento mucho lo de Ashlynn —le dijo a Julia.
Los gélidos ojos de la mujer no revelaron ninguna emoción. Su mirada, que fue de Chris a Olivia, tenía la dureza de un diamante. Guardó silencio y Olivia se removió en el banco. Al igual que su madre, era incapaz de ocultar lo que sentía. Florian cogió a su mujer de la mano, como si quisiera protegerla, aunque no parecía la clase de mujer que necesitara protección.
—Te agradecería mucho que me dedicaras unos minutos de tu tiempo, Florian —le pidió Chris—. ¿Podemos vernos hoy, más tarde?
—¿Con qué propósito?
—Me gustaría saber más cosas acerca de tu hija.
Florian se tomó su tiempo para elaborar una respuesta.
—No esperarás que te ayude, ¿verdad, Chris?
—No.
No se molestó en defender la inocencia de Olivia ante dos personas que nunca iban a creerle.
—Somos abogados. Se trata de comprobar algunos datos. Haré todo lo que pueda para que, a pesar de las circunstancias, sea lo menos doloroso posible.
Florian aceptó al tiempo que miraba a su mujer.
—A las tres en Mondamin.
—Allí estaré.
Florian tiró de la mano de su mujer para llevársela, pero ella permaneció clavada en el suelo. Olivia y ella se miraron. Su expresión era inescrutable. Al hablar, su voz reveló un tono triste y sombrío, lo cual suponía el primer atisbo de sus emociones.
—¿Hay algo que quieras decirme, Olivia Hawk? —preguntó.
Chris alzó las manos de inmediato.
—Olivia, no digas una palabra. Señora Steele, lo siento, pero mi hija no puede hablar con usted.
Julia Steele lo ignoró. Sostuvo la mirada de Olivia como un imán mientras el silencio caía sobre ellos. Chris temió que su hija no fuera capaz de controlarse y que soltara lo que estaba pensando o sintiendo, pero al final se apartó el pelo de la cara y bajó la vista al suelo. La mujer de Florian se lo tomó como un triunfo, como si hubiera avergonzado a Olivia hasta el punto de hacerle apartar la mirada, y dejó que su marido la condujera hacia la puerta de los juzgados sin volver la vista atrás.
Chris les miró mientras se marchaban y pensó que Florian y Julia Steele parecían tan fuera de lugar en Barron como él mismo. Como si pertenecieran a la realeza, elevados por encima de la multitud. El rey con su reina. Se trataba de un título que Chris nunca había deseado: había gente que se inclinaba ante el rey, pero había también muchos otros que querían cortarle la cabeza.
Debía de ser una posición solitaria. Florian tenía su trabajo para llenar el vacío, y se preguntó qué tenía Julia Steele. Grupos de arte. Reuniones de la junta del hospital. Eventos para recaudar fondos. Chris no creía que eso fuera suficiente para una mujer como ella, y la respuesta le vino a la mente de inmediato.
Había tenido una hija. Una niña que diera un sentido a su vida.
Pero ya no la tenía.