Capítulo 4

Chris había visitado por última vez el pueblo de St. Croix cuatro años atrás, cuando la madre de Hannah murió a la edad de setenta y dos años. Le parecía un sitio donde los niños nacían, crecían, se marchaban y nunca regresaban. Los viejos eran los únicos que se quedaban y vivían largas existencias a través de las rigurosas estaciones de Minnesota hasta que, al final, iban vaciando el pueblo uno tras otro. A medida que pasaban los años, la población del cementerio había acabado superando la de las casas y las granjas.

Ahora, en St. Croix morían más rápido. Más rápido y más jóvenes.

Salió de Barron por la carretera en dirección al sur, siguiendo la ribera del río Spirit. Ocho kilómetros más adelante, la vía giraba hacia el este y seguía un estrecho arroyo a lo largo de varios kilómetros antes de dirigirse de nuevo hacia el sur, hacia Iowa. Si ibas por la autopista, era fácil pasar de largo el pueblo de St. Croix. Varios kilómetros más allá de la bifurcación del río la velocidad máxima se reducía a cincuenta por hora, y Chris giró a la izquierda y se adentró en la cuadrícula de calles. El campanario blanco de la iglesia luterana asomaba por encima de los tejados de las casas. Las amplias manzanas estaban vacías. Anochecía, y los cuatrocientos habitantes de St. Croix se disponían a bendecir la mesa antes de cenar.

El apellido de soltera de su exmujer era Grohman. Hannah Grohman, hija de Josephine y Cornelius Grohman. Tras el divorcio había conservado el apellido Hawk, porque decía que se adecuaba más a su personalidad[1]. Y era cierto: Hannah tenía una vista muy aguda para los problemas, y afrontaba las situaciones sin miedo y con una fuerza endiablada. Sin embargo, para sus vecinos era Hannah Grohman, la mujer que vivía en la casa donde había nacido. En St. Croix la consideraban una heroína local por haber regresado al hogar después de pasar algunos años fuera. Había renegado de la ciudad para volver al campo, y había traído a su hija con ella. Nadie más lo hacía.

Chris aparcó cerca de la casa de los Grohman, en el cruce que se encontraba justo enfrente de la iglesia, al otro lado de la calle. Vio luces encendidas dentro de la casa de dos pisos y vislumbró una figura que se movía por detrás de las cortinas. Reconoció la silueta y el corazón le dio un vuelco. Era demasiado pronto para entrar. Demasiado pronto para verla.

Salió del coche y avanzó a grandes zancadas hasta detenerse en mitad del césped, embarrado por la lluvia. Las parcelas aquí eran mucho más grandes, con un amplio terreno. Los árboles se extendían a lo lejos, proyectando grandes sombras mientras la luz del sol se filtraba entre los huecos. La casa, que llevaba en pie casi un siglo, estaba revestida de madera blanca; tenía un espacioso porche delantero, amueblado con cuatro sillas Adirondack, y el tejado negro se inclinaba en un ángulo agudo sobre las ventanas de la segunda planta.

La serpenteante ramificación del río Spirit corría justo por detrás, tan cerca que Olivia podría haber saltado al agua desde la ventana de su dormitorio, en el piso de arriba. Parecía una estampa salida de Huckleberry Finn, con árboles en la orilla que hundían sus ramas desnudas en la perezosa corriente. El agua, terrosa, se abría paso hacia un puente ferroviario de metal gris, a unos doscientos metros. Al otro lado del arroyo, los campos de maíz en barbecho esperaban el deshielo primaveral.

Chris se quedó de pie junto a la orilla, inmóvil, contemplando la tranquila población de St. Croix mientras caía la noche. Por encima de la mohosa oscuridad del agua distinguió los aromas procedentes de las cocinas del pueblo. Pollo asado. Galletas. Dos docenas distintas de guisados. Unos pocos habitantes habían dejado lucecitas encendidas, que titilaban en líneas blancas al borde de los tejados. Finalmente oyó el tañido del campanario de la iglesia. Eran las ocho. Tras el octavo y último toque de la campana, el silencio cayó sobre el pueblo como un sudario. No se veía un alma.

Todo aquello, aquel decorado solitario arrancado de una postal navideña, constituía la razón por la que Hannah lo había abandonado.

Sabía que estaba siendo injusto, pues un matrimonio de quince años no termina en un abrir y cerrar de ojos, no termina sin que ambas partes se olviden de cuidarlo. En aquel momento, el hecho de que su hermosa mujer le diera la espalda y se llevara a su hija lo había pillado desprevenido. Había trabajado durante muchos años para construir una vida para los tres, para mantenerlos a salvo en un mundo que ofrecía pocas seguridades. Había asumido que eso era lo que su esposa quería, y en lugar de eso ella le había dicho: «No puedo seguir siendo esa mujer».

Esa mujer. Su mujer.

Todo empezó con la muerte de la madre de Hannah. Josephine Grohman, cuya voluntad era tan férrea como la de su hija, había fundado el Grohman Women’s Resource Center en Barron para reparar lo que ella definía como una vergonzosa desatención de los servicios sociales y de salud destinados a las mujeres de las zonas rurales. Durante décadas se había erigido en el pararrayos de la polémica, y su muerte había dejado un enorme vacío en la política del suroeste de Minnesota. A lo largo de su lento declive había manifestado su deseo de que Hannah llenara ese vacío. Que regresara a casa y continuara con su legado.

Chris nunca había creído que su mujer fuera capaz de hacerlo; ella nunca le abandonaría. Estaba equivocado. Durante un año, Hannah había permanecido en silencio mientras luchaba con su destino, pero un día salió de la ducha llorando, le cogió de las manos y le dijo que volvía a su hogar. Así de sencillo. A él le llevó mucho tiempo liberarse de su amargura. Le llevó dos años darse cuenta de que el fin de su matrimonio no había empezado con la muerte de Josephine, sino mucho antes, mientras se alejaban lentamente el uno del otro y contemplaban lo que sucedía como dos espectadores, sin hacer nada por evitarlo.

No era culpa de ella. No era culpa de él. Era culpa de los dos.

Pensó en lo que Olivia le había dicho en la cárcel: «Mamá lo tiene». Cáncer, la misma enfermedad que había terminado con la vida de Josephine. La noticia lo había destrozado y le dolía que Hannah hubiera querido afrontarlo sola, como si diera por hecho que él no podría soportarlo. Probablemente estaba en lo cierto. Se quedó allí de pie, invisible entre los árboles, mientras intentaba armarse de valor para verla y encontrar un modo de no derrumbarse al contemplar su rostro.

Chris emprendió finalmente el camino hacia la casa, pero se detuvo al oír el estrepitoso motor de una camioneta que interrumpía la soledad de St. Croix. A menos de cuatrocientos metros, la goma de unos neumáticos chirrió cuando el vehículo frenó y giró con brusquedad para tomar la carretera. Vio los haces de luz de los faros, pero mientras miraba, éstos se apagaron. La camioneta era oscura y atravesó la cuadrícula de calles, acercándose. Pasó junto a la iglesia y se dirigió al cruce. Chris no pudo distinguir las caras a través de los cristales tintados.

La camioneta redujo la velocidad frente a la casa de Hannah.

Y entonces comenzaron los disparos.

Chris se echó al suelo mojado mientras las ráfagas de humo y luz relampagueaban como bombas. Seis sonoras explosiones se sucedieron con rapidez. El cristal se hizo añicos cuando al menos una bala alcanzó una de las ventanas de la planta baja, y Chris oyó que alguien chillaba. Reconoció el timbre de la voz; era Hannah.

Se puso en pie de un salto y echó a correr al tiempo que gritaba su nombre. Desde la camioneta le llegaron gritos de alegría y risas; eran voces adolescentes, que se interrumpieron sobresaltadas al oírle. Los faros se encendieron y le cegaron, y él se agachó, consciente de que representaba un objetivo fácil. La furgoneta salió disparada marcha atrás y zigzagueó mientras se perdía calle arriba. La luz de los faros se desvaneció y los neumáticos chirriaron cuando dio un giro de 180 grados; a continuación, aceleró a través del jardín de una de las casas en dirección a la carretera. Chris oyó el rugido del motor: la furgoneta tomaba velocidad y se movía hacia el norte.

De vuelta a Barron.

Corrió hacia los escalones de entrada de la casa de Hannah y golpeó la puerta. Volvió a llamarla, pero no obtuvo respuesta. La casa estaba en silencio, un silencio que llenaba sus oídos. Justo cuando estaba a punto de colarse a través de la ventana rota, vio como la puerta se entreabría unos pocos centímetros y la hermosa cara de su exmujer lo contemplaba.

—¿Chris?

—Se han ido —dijo él.

Hannah encendió la luz del porche y abrió un poco más la puerta. Chris tuvo deseos de abrazarla, pero ella pasó junto a él de camino hacia los escalones. Él miró por encima de su hombro y vio que ya había una docena de vecinos congregados cerca de la casa; habían venido corriendo en su ayuda. Ella les hizo un gesto con la mano.

—Estoy bien —informó—. Todo está bien. —Y añadió dirigiéndose a él—: Entra, Chris.

Como si el tiempo no hubiera pasado.

Él la siguió al interior de la casa; ella apoyó las manos en las caderas y examinó el cristal roto sobre el suelo del comedor. Suspiró, desapareció en la pequeña cocina y regresó con una escoba y un recogedor, se arrodilló y empezó a barrer metódicamente las esquirlas de cristal. Aquélla era Hannah. Sin pánico. Sin dramas. Haciendo lo que tenía que hacer.

—Deberíamos llamar a la policía —observó Chris.

Hannah se interrumpió y alzó la vista, como si acabara de percatarse de su presencia. No habían vuelto a verse desde que Olivia y ella dejaron Minneapolis y se marcharon a la otra punta del estado. Hacía tres años, tres años en los que su único contacto con la mujer con la que había compartido su vida durante casi dos décadas se había limitado a un puñado de tensas llamadas telefónicas.

—Deberíamos —contestó ella—, pero no serviría de nada.

—No pude ver sus caras ni identificar el coche. Lo siento.

—Eran chicos de Barron. En realidad, no importa quiénes en concreto.

—De todos modos, deberíamos llamar a la policía. Deberían asignar a alguien para que te protegiera.

Hannah terminó de barrer en silencio y, una vez hubo concluido, se puso en pie con una sonrisa cansada y dejó el recogedor sobre una mesa antigua.

—Nadie quiere protegernos; lo que quieren es que nos vayamos. O que nos muramos.

Chris oyó que llamaban a la puerta. Hannah pasó por su lado para abrir y sus brazos se rozaron. Él vio a un hombre atractivo esperando en el porche, de su misma altura y edad. Tenía el pelo rebelde y rubio y una cara pálida y de rasgos marcados, con una frente alta y salpicada de pecas; en sus ojos azules había una mirada de preocupación. Vestía una camisa blanca y pantalones negros.

—Hannah, ¿estás bien?

Su exmujer puso una mano sobre el hombro del visitante.

—Oh, sí, ha sido sólo más de lo mismo. Nunca termina.

—¿Quieres que mande a Johan cuando regrese del motel? Puede quedarse a pasar la noche en tu casa.

—Te lo agradezco, Glenn, pero no hace falta.

Cuando Hannah y el desconocido se fundieron en un abrazo, Chris sintió una extraña punzada de celos. No cabía duda de que eran íntimos, y se preguntó si habría algo más. Tres años era mucho tiempo. Parecía una estupidez, pero nunca se le había ocurrido que Hannah pudiera mantener una relación con alguien, y Olivia nunca había dicho una palabra al respecto.

Al reparar en Chris, el hombre se separó de Hannah con gesto incómodo y le tendió una mano a través de la puerta.

—Soy Glenn Magnus, el sacerdote de la iglesia local.

Hannah miró a uno y a otro, turbada.

—Lo siento. Glenn, éste es Christopher Hawk, mi exmarido.

—¿Cómo está Olivia? —quiso saber el pastor.

—Tan bien como se puede esperar —respondió Chris.

—Es bueno que os tenga aquí a los dos.

El pastor era cordial y sincero, pero Chris quería que se marchara. No deseaba que la presencia de otra persona estropeara los primeros momentos de su encuentro con Hannah. Magnus llegó claramente a la misma conclusión: era el tercero en discordia.

—Bueno, sólo quería asegurarme de que no estabas herida —le dijo a Hannah.

—Gracias.

—Hablamos mañana —se despidió, y con una sonrisa dirigida a Chris, añadió—: Por favor, si puedo ayudaros a Olivia o a ti en algo, házmelo saber.

Chris no respondió, pero le devolvió la sonrisa. Hannah cerró, se volvió, se apoyó en la puerta y cruzó los brazos por encima de su delgado pecho. Siempre había sido capaz de leerle el pensamiento, y eso no había cambiado.

—No me acuesto con él —espetó—. Es lo que te estabas preguntando, ¿verdad?

—No —mintió él.

—Glenn es un amigo muy querido —prosiguió ella—. Durante los últimos tres años, hemos pasado por muchas cosas juntos. Vida, muerte…

Se dirigió en silencio a la cocina y echó los cristales rotos en el cubo de basura que había debajo del fregadero. Luego cogió dos tazas desconchadas del armarito situado sobre la encimera y sirvió café para ambos. Él se sentó a una vieja mesa de formica y ella hizo lo propio. Durante unos minutos se limitaron a beber en silencio. Las paredes de la cocina estaban empapeladas con motivos florales desvaídos y los electrodomésticos eran de los años ochenta, pero la estancia estaba impecablemente limpia. La casa olía a popurrí de lilas.

Hannah era una mujer menuda; medía algo menos de metro sesenta, y estaba más delgada incluso de lo que la recordaba. Delgada, aunque no frágil: aún se la veía fuerte. No llevaba maquillaje, pero el óvalo de su cara era perfecto, como un camafeo. Dos sombras en forma de media luna debajo de sus enérgicos ojos castaños delataban su cansancio. A pesar de ello, no parecía haber envejecido, como si el tiempo se hubiera detenido. Sólo su cabello oscuro era distinto, más corto y sin los reflejos rojizos y dorados que él había amado siempre.

Hannah se dio cuenta de que Chris la observaba.

—Es falso.

—¿Qué?

—El pelo.

La realidad le golpeó en la cara.

—Oh.

—Supongo que Olivia te lo ha contado.

—Sí, lo hizo.

Hannah bebió de la taza y apartó la mirada, como si viera cosas en la habitación que no existían.

—¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó él.

Ella se rió en silencio.

—¿Qué podías hacer, Chris? ¿Has aprendido a curar el cáncer desde la última vez que nos vimos?

—Podría haberte prestado apoyo. Habría hecho cualquier cosa para ayudarte.

—Lo sé. Te gusta solucionar problemas; eso es a lo que te dedicas. Pero hay cosas que no puedes arreglar.

—Tal vez no, pero me gustaría haberme enterado por ti.

—Sí, tienes razón —reconoció ella—. Debería habértelo contado, pero estaba asustada. No sé por qué.

Chris apretó los labios en una fina línea.

—Háblame de ello.

—Es cáncer de ovario.

—Lo siento mucho.

Ella alzó una mano para interrumpirlo.

—No quiero tu compasión, por favor.

Él buscó algo que decir.

—¿Qué tratamiento sigues? ¿Qué opinan los médicos?

—Me estoy sometiendo a un tratamiento de quimioterapia neoadyuvante. La idea es reducir el tamaño del tumor antes de operarlo. Cuando lo hayan conseguido, me intervendrán.

—¿Cuándo?

—El mes que viene.

Él se pasó una mano por la cara. Estaba sudando.

—¿Cuál es el pronóstico?

—Depende de si crees en el oncólogo o en mí. Yo digo que mi hija todavía me necesita, al igual que muchas otras mujeres de por aquí.

Hannah cambió de tema, como si no hubiera nada más que discutir.

—¿Cómo está Olivia?

—Es como tú —contestó él—. Fuerte y tozuda.

Aquellas palabras hicieron que sonriera.

—¿Qué te ha contado?

—Dice que no lo hizo. Que no disparó a Ashlynn.

—¿La crees?

Era una buena pregunta. ¿La creía? Michael Altman tenía razón al afirmar que los clientes mienten a sus abogados y que las hijas mienten a sus padres. Hacerlo era más fácil que admitir que te emborrachaste y que, en el momento en que metiste una bala en el cerebro de aquella chica, arruinaste tu vida. Llevaba mucho tiempo separado de Olivia, y no sabía en qué basarse para decidir si estaba siendo honesta con él. A pesar de ello, como abogado, y como padre, sólo podía confiar en su instinto, y su instinto la creía.

—Sí —contestó, y añadió—: ¿Y tú?

Hannah pasó un dedo por el borde de la taza.

—Quiero creerla.

—¿Pero?

Ella se frotó los ojos, y Chris pudo ver con más claridad hasta qué punto llegaba su agotamiento.

—Las cosas no han sido fáciles por aquí. Ella y yo, las dos solas.

Él no dijo nada.

—Tiene secretos que no me cuenta, se escapa por las noches. Nos hemos distanciado. Sé que los últimos tres años han sido duros: el divorcio, la mudanza, mis largas jornadas de trabajo en el centro. Y ahora el cáncer. Cuando llegamos, Kimberly, la hija de Glenn, se convirtió en su amiga del alma; al perderla, Olivia se quedó desconsolada y optó por hacer lo mismo que los demás adolescentes: dejar que todo ese dolor y esa frustración se convirtieran en odio.

—¿Sabías que tenía una pistola? —preguntó él.

—Claro que no; nunca se lo hubiera permitido. Sigue siendo una niña, Chris. Se deja arrastrar por las emociones, y le falta madurez para gestionarlas. Eso es lo que me asusta. Si esa noche estuvo a solas con Ashlynn y tenía una pistola, me preocupa lo que pudo haber hecho.

—Hannah, de verdad, no creo que la matara.

—Espero que estés en lo cierto. Tengo la sensación de que es culpa mía.

—¿Culpa tuya? ¿Por qué?

—He estado obsesionada con Mondamin. Ese sitio es una cámara de los horrores. Son unos imprudentes; desconocen los riesgos reales, y no les importa. Le supliqué a Rollie Swenson que presentara la demanda y trabajé con los padres que habían perdido a sus hijos. No se trataba de dinero, sino de focalizar la atención sobre la compañía para sacar a la luz lo que de verdad está ocurriendo allí. El problema es que, cuando la desestimaron, los chicos del pueblo se negaron a aceptarlo y empezaron a ocurrir cosas terribles. Vandalismo. Fechorías.

—¿Olivia tomaba parte en eso?

—No, creo que no, al menos no de forma directa, pero ella es un pararrayos, como yo. Los chicos de St. Croix la escuchaban hablar de Mondamin y de cómo la gente de Barron sacaba provecho del veneno de la empresa. Algunos de ellos llevaron su rabia demasiado lejos. Al principio no eran más que altercados sin importancia, pero entonces los chicos de Barron contraatacaron y se produjo una escalada de violencia. Un chico en particular, un matón llamado Kirk Watson, se erigió en una especie de cabecilla en Barron, y convirtió la disputa en una guerra. Todos sabíamos que el hecho de que alguien resultara muerto era sólo cuestión de tiempo.

—Suena como si hablaras de pandillas callejeras.

—Se trata exactamente de eso.

—¿En una zona rural?

Hannah frunció el ceño.

—Esto no es Mayberry[2], Chris. Tenemos los mismos problemas que en la ciudad, y aquí es aún peor porque no disponemos de los recursos para enfrentarnos a ellos. Todos nos encontramos en medio del fuego cruzado.

Hannah dirigió la mirada hacia el comedor, donde las cortinas rasgadas ondeaban a través de la ventana rota, y añadió:

—Literalmente.

—Olivia pagará los platos rotos por esta guerra; Michael Altman se le va a echar encima sin miramientos. Si no lo hizo, tengo que averiguar qué ocurrió en realidad esa noche.

—Ojalá lo supiera.

—¿La viste salir el viernes?

—No, se ha convertido en una experta en escabullirse sin que yo me entere. Con la quimio es aún peor; me acuesto y duermo como si estuviera muerta.

Era un comentario desafortunado, pero Chris lo dejó pasar.

—Has dicho que guarda secretos. ¿Tienes alguna idea de lo que esconde?

—No, se ha alejado de mí. Está metida en un océano muy, muy profundo, Chris. Ya no es una niña.

—¿Alguna vez hablaba de Ashlynn Steele?

Le sorprendió que Hannah vacilara, como si la pregunta la incomodara. Su exmujer se tomó un tiempo antes de contestar.

—A veces. Para los chicos de este pueblo, Ashlynn era el enemigo.

—¿Qué chicos?

—Haz la lista tú mismo. En St. Croix hay al menos cuarenta chicos entre los trece y los diecinueve años; cualquiera de ellos habría culpado a Ashlynn por los actos de su padre. Era muy injusto.

Chris no pudo evitar pensar: «¿Te estás poniendo de parte de Ashlynn cuando acusan a nuestra hija de haberla asesinado?». Entonces se dio cuenta de que Hannah tenía razón. Al igual que los demás, Chris estaba siendo injusto. Ashlynn estaba muerta: la víctima era ella.

Hannah se puso en pie con brusquedad e interrumpió la conversación. Cogió las tazas de café, las metió en el fregadero, las enjuagó y las secó con un trapo.

—Lo siento —se disculpó sin mirarle—, sé que no estoy siendo de mucha ayuda. Te agradezco que hayas venido a ocuparte del caso de Olivia.

—No se me habría ocurrido no hacerlo.

Ella se volvió, y su mirada era más cálida. Lo examinó de arriba abajo.

—Tienes buen aspecto, Chris. Has perdido peso. Me alegro por ti.

—Gracias.

—¿Sales con alguien?

—No.

Hannah pareció genuinamente triste.

—Sigues siendo adicto, ¿eh?

—¿Qué quieres decir?

—Hay muchos tipos de drogas que controlan a la gente. Algunos se dan a la cocaína o el alcohol; tú, a la adrenalina. Dinero.

Trabajo. Tratos. No importa lo que te inyectes, sigue siendo una adicción.

Chris sintió que empezaba a enfadarse. Había escuchado aquello antes, pero trató de no devolverle la puya como habría hecho en el pasado.

—Ya hemos pasado por esto, Hannah —dijo con suavidad.

Ella se contuvo y se mordió el labio, como si se hubiera dado cuenta de que caer en los viejos hábitos resultaba demasiado tentador.

—Sí, tienes razón —convino—. Ya hemos pasado por esto.

Chris regresó a Barron a las diez de la noche y encontró la habitación del motel patas arriba.

La puerta, astillada en el punto donde la habían pateado para entrar, estaba entornada. Dentro, habían hecho trizas su ropa con un cuchillo y la habían desparramado por la habitación como si fuera confeti. Habían metido los papeles que Chris había reunido sobre el caso en una papelera y los habían quemado. La habitación apestaba a plástico derretido y la alfombra tenía un agujero chamuscado, a través del cual se veían las tablas del suelo carbonizadas. Las paredes y las sábanas chorreaban pintura de espray multicolor.

Alguien había utilizado un rotulador negro para escribir sobre el espejo del lavabo.

«Jódete, Olivia Hawk. Jódete, St. Croix».

Trató de ponerse en el lugar de aquellos adolescentes, de sentir semejante rabia visceral, pero fue incapaz. No lo entendía. Lo único que veía era la obra de una panda de animales.

El propietario del motel, Marco Piva, estaba junto a él.

—Lo siento mucho, señor Hawk —se lamentó—. Mi casa está a unos doscientos metros detrás del motel. No oí nada hasta que la alarma de incendios empezó a sonar. Vine corriendo, pero los muy cabrones ya se habían marchado.

—No es culpa suya, Marco —lo tranquilizó.

—He llamado a la policía.

Chris pensó en la displicente actitud de Hannah hacia la policía y se dio cuenta de que tenía razón. No había protección posible. No se podía hacer nada.

—Hablaré con ellos por la mañana. En este momento, lo único que quiero es dormir.

—Claro, por supuesto. Tengo otra habitación para usted. ¿Necesita algo? Puedo traerle lo que quiera.

—Tal vez un cepillo y pasta de dientes.

—No hay problema.

El dueño del motel apoyó las rollizas manos en sus caderas y su cara olivácea se torció en un gesto de disgusto.

—St. Croix ataca a Barron. Barron ataca a St. Croix. ¿Dónde acabará esto? En desgracias para ambos bandos, sin duda. Me pasé tres años en San José rodeado de tristeza. Vi esta clase de odio en la ciudad, y esperaba no volver a verlo nunca.

—Quien se detiene primero pierde —señaló Chris—, así que nadie se detiene.

—Es una lástima que se encuentre usted en medio, señor Hawk.

—Es Olivia la que está en medio, y tengo que sacarla de ahí —replicó Chris—. ¿Ha dicho que tenía otra habitación para mí?

Marco se metió la mano en el bolsillo y sacó una llave.

—Es la última habitación, la de la esquina. El viernes pasé media noche despierto reparando las cañerías, así que está perfecta. El lavabo va como la seda y ya no gotea. Le traeré algunas cosas, ¿de acuerdo?

—Gracias.

Chris salió sin examinar los restos de su equipaje y pasó junto a las otras habitaciones del motel, mientras las gotas de lluvia caían a su lado desde el tejado y formaban pequeños charcos. La nueva habitación era aséptica y estaba vacía, justo lo que él deseaba, y olía a productos de limpieza con aroma a limón. Se dirigió a la pila del baño, se echó agua fría en la cara y se pasó las manos mojadas por el pelo.

Luego se miró en el espejo y pensó en Hannah.

«No importa lo que te inyectes, sigue siendo una adicción». Uno podía ser adicto a la adrenalina. Y a la violencia.

Oyó que llamaban a la puerta; era el siempre eficiente Marco, que le tendió una bolsa de plástico con artículos de aseo. Volvió a darle las gracias al propietario del motel y cerró con llave. A continuación, vació la bolsa sobre el mármol del baño: cepillo y pasta de dientes, champú, enjuague bucal, bolsas de M & M’s y galletas saladas, palomitas para el microondas, una Biblia y un par de calzoncillos talla XXL limpios y doblados. Así era la vida en un pueblo: si no tenías ropa interior, alguien te prestaba la suya.

De vuelta en el dormitorio, se desvistió y se tendió en la cama. El cuarto estaba a oscuras y el colchón era una tabla dura. Clavó la vista en el techo, sin dormir. No había vuelta de hoja; estaba muy lejos de casa. Era un forastero, y el pueblo de Barron ya le había mandado un mensaje claro.

«Márchate mientras puedas».