Capítulo 3

—¿Señor Hawk?

Chris oyó que alguien lo llamaba por su nombre, pero la voz no bastó para despertarlo. Estaba sentado en un banco de madera de la planta baja de los juzgados, cerca de la puerta de salida. El tamborileo de la lluvia tenía una cadencia hipnótica que lo arrullaba hasta alejarlo de la realidad. Pensó en su exmujer, Hannah, la infatigable atleta, corredora, jugadora de tenis. Hannah, obsesionada con la comida orgánica y sin gluten. Hannah, delgada como un palillo, puro músculo, sana, apasionada.

Hannah no tenía cáncer. No era posible.

—¿Señor Hawk? —repitió la voz.

Se obligó a volver al presente. Un hombre mayor envuelto en una gabardina negra se hallaba de pie frente al banco. El agua goteaba del bajo de la gabardina hasta el suelo. Llevaba un sombrero Fedora gris, que se quitó para alisarse el ralo pelo plateado, unas gruesas gafas negras salpicadas por la lluvia y lucía una barba cortada con tanta precisión que se diría que había usado unas pinzas para definir las líneas. Era bajo, de poco más de metro setenta.

—Lo siento —se disculpó Chris—. Sí, soy Christopher Hawk.

—Michael Altman. Soy el fiscal del condado de Spirit. Tengo entendido que deseaba hablar conmigo.

—Sí, señor Altman, así es. Se trata de Olivia.

—Por supuesto. Mi despacho está en el piso de arriba. ¿Le parece bien que hablemos allí?

Chris siguió a Altman, compacto y eficiente como una locomotora. El fiscal del condado debía de rondar los sesenta años, pero subió las escaleras del juzgado con el ímpetu de un soldado, sin perder el aliento. Cuando llegaron a la primera planta guió a Chris hasta su despacho en la esquina sur del edificio, con vistas al río, y cerró la puerta tras ellos.

Altman se quitó la gabardina y la colgó detrás de la puerta. Vestía un traje azul marino, no caro pero sí perfectamente planchado, una camisa blanca almidonada y una corbata con estampado de cachemira. Aunque los zapatos no eran nuevos, los llevaba bien lustrados. Señaló la silla que había frente al escritorio y Chris se sentó. Luego sacó un pañuelo del bolsillo y secó las gafas con él. A continuación volvió a ponérselas, tomó asiento, consultó la hora en su reloj y cruzó las manos. No había papeles ni material de oficina sobre su mesa.

—Sé que no me ha pedido ningún consejo, señor Hawk —empezó Altman—, pero ¿le importa si le doy uno?

—En absoluto.

—He hecho mis deberes y he descubierto que es usted un hombre listo, lo bastante para darse cuenta de que no le conviene llevar este caso. Mi consejo es que contrate a un buen abogado de Twin Cities y deje que él se ocupe del trabajo duro.

—Agradezco su franqueza.

—Yo también soy padre. De cuatro chicas. Si se tratara de una de mis hijas, sé que no sería capaz de separar mis emociones de mi criterio legal. Y usted, tampoco. No ejerce como abogado defensor y, aunque lo hiciera, cometería un error al representar a su propia hija. Honestamente, si insiste en llevar el caso, podría pedirle al juez que lo recusara.

—Entiendo su preocupación, señor Altman —contestó Chris—. Todavía no he tomado ninguna decisión acerca de la necesidad de contratar a otro abogado. En este momento, sólo trato de averiguar qué ocurrió durante la noche del viernes.

—Por desgracia, la cadena de acontecimientos está bastante clara —señaló Altman.

—Yo no estoy tan seguro.

Altman se dio la vuelta sobre su sillón de cuero y se atusó la barba gris.

—Es usted un negociador, señor Hawk. Eso es lo que he descubierto. ¿Está buscando alguna clase de trato? ¿Está pensando en negociar un acuerdo si su hija se declara culpable?

—No.

—Entonces ¿qué es lo que me está diciendo?

—Estoy diciendo que el departamento del sheriff y usted han decidido ya cómo murió Ashlynn, pero yo creo que se equivocan. Mi hija dice que es inocente.

—¿Inocente?

—Ella no apretó el gatillo. No disparó a Ashlynn Steele.

Altman sacudió la cabeza en un gesto cortante de rechazo.

—Su cliente le está mintiendo. No hará falta que le diga que los defendidos mienten todo el tiempo, ¿verdad? Los clientes mienten a los abogados y, sin duda, las hijas mienten a los padres.

—Yo la creo.

—Claro que la cree, razón de más para que contrate a un abogado sin vínculos emocionales con la acusada. Mire, señor Hawk, cualquier abogado hará hincapié en la edad de su hija, en el consumo de alcohol, en su estado emocional y en el hecho de que jugar a la ruleta rusa, en caso de que tal juego existiera y no estemos frente a una ejecución a sangre fría, es obra de una mente trastornada. Me parece lógico, son cuestiones adecuadas para exponerlas ante un juez y un jurado. Pero si cree que no tenemos pruebas abrumadoras de que Olivia Hawk mató a Ashlynn Steele, entonces se está engañando.

—Nadie la vio apretar el gatillo —señaló Chris—, y no encontraron el arma en el escenario del crimen.

—Su hija dio positivo en las pruebas para la detección de restos de pólvora.

—Tanya Swenson vio a Olivia disparar un arma; pero disparó al tronco de un árbol, no a Ashlynn.

—Tanya vio a su hija sacar un arma y amenazar con matar a Ashlynn Steele en un lugar desierto horas antes de que encontraran su cuerpo en ese mismo sitio. Y el móvil se desprende de su propia declaración: su antipatía hacia la víctima y su padre. Tal vez no tengamos el arma, pero tenemos una bala en un árbol y otra en la cabeza de Ashlynn, y le aseguro que coincidirán. No hemos llegado a una conclusión precipitada, señor Hawk. Si hemos actuado con rapidez es porque las pruebas lo justifican.

—Es posible —aceptó Chris—, pero la víctima era también la hija de uno de los hombres más ricos e influyentes del condado.

—¿Cree que su hija está en la cárcel debido a presiones por parte de Florian Steele?

—Digamos que se me ha pasado por la cabeza.

Altman suspiró y abrió el cajón central de su escritorio, sacó una tarjeta de visita y la deslizó hacia Chris con la yema del dedo índice.

—¿Sabe? Llevo veintiséis años sin hacerme tarjetas nuevas, señor Hawk, el mismo tiempo que llevo sentado tras esta mesa. He visto de todo: laboratorios de metanfetaminas, alcaldes que venden contratos del ayuntamiento a cambio de un soborno, grupos medioambientales alternativos que hacen saltar por los aires el tendido eléctrico, inmigrantes ilegales hacinados en camiones… En este momento, el fiscal del estado de Minneapolis insiste en que tiene pruebas concluyentes de que existe una red que distribuye pornografía infantil desde mi condado. Con franqueza, tengo demasiadas cosas entre manos para preocuparme por las presiones políticas.

—Me alegra oírlo, señor Altman, pero los hombres como Florian Steele saben cómo salirse con la suya. Si Florian está convencido de que Olivia asesinó a su hija, no se arredrará a la hora de exigir acción.

—Como haría usted si se tratara de su hija.

—Yo no soy el director ejecutivo de Mondamin Research —observó Chris.

Altman le contempló en silencio durante un buen rato.

—Comprendo su situación, señor Hawk —contestó finalmente—. A mí me costaría mucho imaginar que una de mis hijas le ha quitado la vida a alguien. Resulta más fácil creer que la han obligado a confesar para satisfacer a un hombre poderoso como Florian. Por desgracia, yo vivo aquí y usted no. He visto a demasiados jóvenes adorables, jóvenes como su hija, que han radicalizado sus posturas debido a esta disputa sin sentido. En este condado hay mucho odio injustificado hacia Mondamin.

—¿Injustificado, dice? —repitió Chris—. Cinco adolescentes de St. Croix han muerto de leucemia.

—Soy consciente, pero se trata tan sólo de una trágica coincidencia.

—¿En un pueblo de cuatrocientos habitantes? ¡Menuda coincidencia!

—En realidad no. La gente se asusta cuando oye hablar de casos de cáncer concentrados en una misma zona, pero la mayoría de ellos no son más que anomalías matemáticas. Si lanza una moneda al aire un millón de veces, en algún momento le saldrá cara cien veces seguidas. Sucede. La pérdida de esos jóvenes es devastadora, pero las familias culpan a Mondamin basándose en emociones y especulaciones, no en hechos. Yo soy abogado, no epidemiólogo, así que no puedo explicarle nada acerca de la evidencia científica. Lo único que puedo decirle es que una experta independiente no halló ninguna prueba de la relación entre Mondamin Research y la muerte de esos jóvenes en St. Croix.

—Usted es abogado. Sabe que la falta de pruebas no significa que no haya una relación.

Altman alzó la vista al techo.

—Sí, lo entiendo, señor Hawk, de verdad. La gente es desconfiada por naturaleza. No sé con exactitud qué sucede detrás de las paredes de esa empresa; sin embargo, una de las compañías agropecuarias más importantes del mundo adquirió Mondamin el año pasado, así que algo deben de estar haciendo bien. Tengo entendido que fragmentan cadenas de ADN y crean nuevas cepas de semillas y pesticidas. Organismos modificados genéticamente. Nanopartículas. Si cree lo que dice la publicidad, forman parte de una revolución que terminará con el hambre en el mundo. Si escucha a los activistas medioambientales, son monstruos que juegan con cosas que no entienden y que crean mutantes que nos matarán a todos. Usted elige. Crea lo que crea, el hecho es que las familias de St. Croix perdieron su pleito y decidieron no dejarlo ahí. Desde que el juez rechazó la demanda, he tenido que enfrentarme a actos de violencia terrorista por parte de adolescentes de ambos pueblos. Tiroteos, bombas incendiarias, tortura de animales…

—Olivia no estaba involucrada en nada de eso.

—Por lo que yo sé, no, es cierto. Por otra parte, su hija ha sido una de las voces más críticas con Mondamin en el instituto.

—La libertad de expresión no es un delito —señaló Chris.

—No, pero la tenencia de un arma sin permiso sí lo es. El asesinato sí lo es. Yo conocía a Ashlynn Steele, señor Hawk. Solía verla los domingos en la iglesia. A pesar de lo que pueda usted pensar sobre Florian, Ashlynn era una joven hermosa e inteligente. Me ocuparé de que se le haga justicia; es lo que haría por la hija de cualquier hombre.

—A veces los hijos pagan por los pecados de sus padres —observó Chris.

—¿Qué quiere decir con eso?

—«La destrucción se abatirá como una tormenta sobre todo lo que has creado. Nadie se librará».

El fiscal del condado se ajustó con cuidado las gafas y se llevó los dedos a la barbilla.

—Veo que ha leído los periódicos.

Chris asintió.

—Sí, estamos investigando a ese hombre que se hace llamar Aquarius —le informó Altman—, aunque todavía no sabemos si representa una amenaza real.

—Sea quien sea, está claro que alberga un amargo rencor contra Florian.

—¿Qué sugiere? ¿Que Aquarius siguió a la hija de Florian y la mató?

—No lo sé, tal vez. ¿Puede descartarlo?

Altman sacudió la cabeza.

—Señor Hawk, sé que quiere ayudar a su hija, pero será mejor que lo haga centrándose en su estrategia legal y no poniéndose unas gafas con cristales de color rosa para no ver más que su inocencia. En este momento, un buen abogado estaría buscando la forma de hacer que un jurado empatizara con su hija, y no soñando con improbables teorías conspirativas.

—Olivia no es culpable —insistió Chris.

Altman extendió las palmas en un gesto de resignación.

—De acuerdo. Allá usted.

—Me gustaría revisar todo el material que ha reunido la policía hasta ahora con respecto al caso. ¿Supondrá un problema?

—No, me aseguraré de que reciba una copia cuanto antes —contestó Altman, y añadió—: Tal vez eso le abra los ojos.

Chris ignoró la puya.

—Mañana por la mañana hay una vista por el arresto. ¿Cuál es su postura al respecto?

—Debo oponerme a que la dejen en libertad, aunque no tengo muchas probabilidades de ganar. Olivia no tiene un historial delictivo, pero si la liberan existe el riesgo de que ese hecho genere más violencia.

—Ella no va a hacerle daño a nadie, señor Altman —dijo Chris—. Usted lo sabe.

—De hecho, estoy pensando en su propia seguridad. Y usted debería hacer lo mismo.

—¿Qué quiere decir?

Michael Altman frunció el ceño.

—Quiero decir que, si la dejan en libertad, estará en peligro. En este momento, ésa es la realidad de este condado, señor Hawk. Tal vez el lugar más seguro para su hija sea la cárcel.