Capítulo 2

La calle principal de Barron parecía el estereotipo hollywoodiense de una ciudad de provincias. Chris condujo junto a escaparates nostálgicos: el de la farmacia, con un enorme mortero y una mano en el rótulo; la ferretería, donde se anunciaba la reparación de cortacéspedes; la panadería suiza con filas de pastelitos kringles recién horneados en los expositores. Las paredes de ladrillo se veían brillantes y limpias, y las tiendas, recién pintadas. La decadencia económica que Chris esperaba encontrar no se veía por ninguna parte. En unos tiempos en que oleadas de jóvenes emigraban de las zonas rurales hacia la ciudad, las calles de Barron bullían de actividad. El olor del dinero lo impregnaba todo, y hacía mucho que en la mayoría de los pueblos no se aspiraba ese olor.

Resultaba fácil entender por qué la empresa de biotecnología, que llevaba diez años instalada en las afueras del pueblo, les parecía una bendición a las gentes de Barron. Su prosperidad tenía un nombre: Mondamin Research.

Quince kilómetros al sur siguiendo la carretera, en la vecina población de St. Croix, las familias tenían una opinión más sombría acerca de Mondamin. Echaban la culpa de la muerte de sus hijos a los pesticidas que empleaba la compañía. Habían presentado una demanda para demostrarlo, pero el tribunal la había desestimado; y durante el año siguiente, se había desatado una oleada de violencia y vandalismo en las calles. Los adolescentes de St. Croix atacaron la población de Barron, y los de ésta devolvieron el golpe. Ambos pueblos, lo bastante cercanos para que la mayoría de la gente que vivía en St. Croix trabajase o estuviera escolarizada en Barron, de mayor extensión, se habían convertido en enemigos.

Ahora todo había empeorado. Se había cruzado una línea. Se había derramado sangre.

Chris percibió las pruebas del enfrentamiento incluso entre los esmerados escaparates y las cestas con flores que colgaban de las farolas: a la estatua de cemento de uno de los pioneros fundadores erigida en la rotonda le faltaba la cabeza, la puerta de una tienda de ropa mostraba las cicatrices negras de un reciente incendio, y descubrió pequeñas constelaciones de estrellas diseminadas en las ventanas de los segundos pisos. Agujeros de bala.

Los disparos se habían centrado en un edificio en particular. Las grandes letras blancas pintadas en las ventanas picadas de viruela que daban a la calle anunciaban que se trataba del Grohman Women’s Resource Center. El centro estaba ubicado en Barron, pero la mujer que lo dirigía vivía en St. Croix, donde habían vivido sus padres y sus abuelos, donde sus bisabuelos se habían instalado tras emigrar desde Uppsala. Chris la conocía. Tenía un máster en Psicología por la Universidad de Minnesota y una peca en el pecho izquierdo que él había besado un millar de veces.

«Hannah, Hannah, ¿qué estás haciendo aquí?».

Chris cayó en la cuenta de que Hannah estaba donde siempre había querido estar: en el corazón de la tormenta.

Avanzó a lo largo de otras dos manzanas hasta llegar al final de la calle principal de Barron y dar con los juzgados del condado. Tenían el aspecto de una catedral salida de la Edad Media, con una arquitectura extrañamente elaborada para tratarse de una zona rural. Se componían de un majestuoso edificio de tres plantas con gabletes de ladrillo y una enorme torre de reloj en el centro. Chris aparcó y subió por la escalinata. Al llegar a las puertas de roble, se volvió para mirar el pueblo desde lo alto. El río discurría justo por detrás de las tiendas del centro, y distinguió un puente peatonal que cruzaba sobre las aguas para desembocar en una franja de zona verde y arbolada en la orilla opuesta. Alejada del centro, vio una cuadrícula de casas cuidadosamente dispuesta y construida entre el agua y el rocoso risco que bordeaba el valle.

Desde su posición, Chris pensó que Barron mostraba un aspecto pacífico. Sin rastro de violencia.

Chris entró en los juzgados, barnizados en roble reluciente. Consultó el directorio y descubrió que la oficina del sheriff y el calabozo del condado estaban enterrados en el sótano. Se dirigió escaleras abajo, donde el entorno era más institucional y nada ornamental. El dispositivo de seguridad era modesto; no se trataba de un lugar que albergara a criminales reincidentes.

—Me gustaría ver a Olivia Hawk —comunicó al agente uniformado que había tras el mostrador—. Soy su abogado.

Su padre. Su abogado. No importaba qué disfraz asumiera: el policía, al igual que el resto del pueblo, sabía quién era.

Chris entregó su permiso de conducción, le tomaron la fotografía de rigor y pasó por un detector de metales. El agente lo guió a través de una puerta de acero hasta una sala de entrevistas no mucho más grande que una cabina telefónica. Chris se sentó a un lado de la mesa y el agente lo dejó solo. Cuando cerró la puerta, el cerrojo emitió un chasquido y Chris esperó.

Dos minutos después, la puerta volvió a abrirse.

Chris se dijo que estaba preparado, pero no era cierto. Se había preparado para no desfallecer en ese momento, pero el corazón se le aceleró, se le hizo un nudo en la garganta y los ojos se le anegaron de lágrimas. Olivia entró en la sala con su larga melena castaña sucia y pegada a la cabeza y las muñecas rodeadas por esposas, como si estuviera rezando. No vestía el mono carcelario, sino una camisa de franela arremangada y unos vaqueros desgastados. La había visto en Acción de Gracias pero, incluso en ese breve espacio de tiempo, su hija había cambiado. Había crecido y entrado en la adolescencia. Su figura era más grácil y esbelta. Olivia siempre había bromeado diciendo que heredaría sus rasgos, no los de Hannah, y en ese momento se parecía más a él de lo que se había parecido nunca. Su nariz afilada y sus pómulos altos. Su boca. Su expresión.

Por todo ello, a Chris le asustó lo que vio reflejado en su cara. Sus ojos pardos eran tan profundos y herméticos como un agujero negro, y pensó que podría pasarse días buscando en ellos sin encontrarla. La hija que conocía, la niña que recordaba, nunca habría disparado a otro ser humano. Pero se había convertido en una persona distinta. Era una mujer. Una desconocida.

Cuando el policía le quitó las esposas, Olivia se frotó las muñecas irritadas y sacudió las manos. El agente se marchó y echó el cerrojo. Estaban solos. Padre e hija.

En silencio, Chris apartó la silla y rodeó la mesa para abrazarla. Ella le devolvió el abrazo con fiereza y él se aferró a Olivia mientras le acariciaba el pelo. Cuando la ayudaba a sentarse, Olivia le lanzó una mirada y luego cerró los ojos, dejando que el pelo le cayera sobre la cara. La vergüenza que reflejaban sus mejillas rojas como la grana era la de una niña de diez años que ha roto una figurita que le estaba prohibido tocar. Ésa era la Olivia que conocía.

—Supongo que la he fastidiado —dijo ella.

Él se sentó a su lado y le acarició la mejilla con el dorso de la mano.

—Lo primero es lo primero. ¿Estás bien?

Olivia se removió en la silla.

—Llevo dos días tomando chocolatinas Hershey’s. ¡Puaj!

Chris sonrió.

—Me aseguraré de que te traigan algo de comer.

—Aparte de eso, supongo que estoy bien.

—Bien.

—La cárcel es una mierda.

—Sí, así es.

Su hija se recogió el pelo por detrás de las orejas.

—¿Qué tal te fue en el Matt’s?

—¿Qué?

—El sábado estuvimos enviándonos mensajes, ¿te acuerdas? ¿No tenías pensado ir a Matt’s esa misma noche?

—Sí.

—Me encantaría comerme una hamburguesa con queso Juicy Lucy.

Él no respondió. Olivia estaba detenida y hablaba de hamburguesas como si se tratara de su nuevo estado en Facebook. Se preguntó si no se daba cuenta de la gravedad de la situación o si bien sólo pretendía mantener el tipo. «El sábado me envió un mensaje», pensó Chris. El día después del asesinato.

—¿Por qué no me dijiste nada?

—¿A qué te refieres?

—Me enviaste un mensaje el sábado para preguntarme qué iba a hacer esa noche. Ashlynn estaba muerta. Acababas de pasar una de las peores noches de tu vida y no dijiste una sola palabra al respecto, Olivia. ¿Por qué?

El labio inferior de Olivia tembló.

—No lo sé, papá. No podía creer que fuera real, ¿entiendes?

—Tu madre dice que no quisiste contarle lo ocurrido.

—No podía. Ahora mismo no puedo enfrentarme a mamá; me resulta más fácil hablar contigo.

O tal vez le resultara más fácil mentirle. Chris apartó aquel pensamiento de su mente.

—De acuerdo —dijo en voz baja—. Aquí estoy. Hablemos.

Olivia se quedó en silencio, paralizada.

—No sé qué decir, papá —dijo al final—. No sé qué pasó.

Él había temido que le diera una excusa. Una disculpa. Que suplicara perdón. «Fue un accidente. El arma se disparó; no era mi intención». Esperó a que prosiguiera, pero ella no lo hizo.

—Cuéntame lo que sepas —le pidió.

—¿Qué sentido tiene? Nadie me creerá.

—Eso no es cierto. Yo te creo.

Olivia meneó la cabeza y él volvió a ver sus oscuros, hermosos y misteriosos ojos.

—No estoy tan segura, papá. Tienes miedo de lo que vaya a decirte, ¿a que sí? Por eso no me has hecho la pregunta más importante. Si lo hice. Si la maté. Crees que voy a decirte que sí.

Era buena. Chris se había sentado frente a negociadores que se pasaban la vida entera perfeccionando sus dotes para el enfrentamiento psicológico. Eran abogados que se dedicaban a estudiar a su oponente como si se tratara de un rival político, que sabían qué teclas pulsar y conocían todas las debilidades que podían explotar. Chris se había forjado una armadura para ese tipo de enfrentamientos que no le había fallado nunca, pero frente a aquella adolescente se sentía indefenso. Ella veía en su interior como si su corazón estuviera abierto sobre una mesa de autopsias.

—Por lo general, los abogados no preguntan a sus clientes si lo han hecho —contestó—. No es así como funciona.

—Porque das por hecho que soy culpable, ¿no?

—No, porque doy por hecho que eres inocente.

Su hija apartó la silla, se puso de pie y cruzó los brazos.

—Si lo hice, ¿de qué sirve todo esto? Deberían encerrarme.

—Sirve de mucho —explicó Chris—. Tienes dieciséis años. Habías bebido. Estabas muy afectada por la muerte de tu mejor amiga. Hay varias circunstancias atenuantes. Si un jurado comprende lo que sucedió en realidad, puede concluir que no eras responsable de tus actos.

—Si la maté, soy responsable.

—No necesariamente. No desde un punto de vista legal.

Olivia clavó la vista en el techo en un intento por ocultar que los ojos se le estaban llenando de lágrimas y sacudió la cabeza en un gesto de desesperación.

—¿Lo ves? Tú también crees que soy culpable.

—Yo no he dicho eso.

Ella le dirigió una mirada inexpresiva.

—¿No te das cuenta? No quiero un abogado que haga triquiñuelas por mí. Quiero un padre a quien le preocupe si lo hice.

—Me preocupa, Olivia. Sólo quiero que entiendas que nada de lo que me cuentes cambiará lo que siento por ti. No importa lo que digas, estoy aquí para ayudarte.

—Pregúntamelo —dijo ella.

—¿Qué?

—Pregúntamelo —repitió ella con la voz rota—. Por favor.

Ella necesitaba decírselo, y él supo que necesitaba oírlo. Se levantó y apoyó las manos sobre los hombros de Olivia.

—Olivia, ¿lo hiciste? ¿Disparaste a esa chica?

Ella aspiró hondo.

—No.

Como si diera por sentado que su padre dudaría de ella, como si pensara que en lo más hondo de su corazón él se preguntaría si le estaba mintiendo, repitió con calma, para que Chris pudiera oír cada palabra:

—No lo hice, te lo juro. Tienes que creerme.

Olivia se echó a llorar otra vez y lo abrazó. No importaba lo que Chris supiera o no supiera de la chica que tenía entre sus brazos. Pero sí sabía una cosa: era su hija, y era inocente.

—Cuéntame qué ocurrió.

Chris tenía el maletín abierto y una libreta amarilla nueva frente a él. Le había dado a Olivia un pañuelo de papel y pedido al agente de guardia una botella de agua, que ella se bebió a pequeños sorbos. Había recuperado la compostura y, al escucharla hablar, Chris recordó lo inteligente y apasionada que era. En lo físico se parecía a él; en lo emocional, era la hija de Hannah.

—Tanya y yo nos vimos en el pueblo fantasma el viernes por la noche —explicó—. Ella fue en coche desde la casa de su padre, en Barron, y yo, desde St. Croix. Las ruinas quedan al oeste de ambos pueblos, a unos ocho kilómetros. Debían de ser más o menos las ocho cuando llegamos.

—Hannah dice que solías ir allí con Kimberly.

Olivia miró la pared como si estuviera viendo un fantasma. El dolor por la muerte de su amiga rozaba la superficie.

—Sí.

—Sé que era el aniversario de su muerte —comentó él—. Y que estabais muy unidas.

—No estoy segura de que lo sepas realmente, papá.

—De acuerdo, cuéntamelo.

Una pequeña arruga surcó su frente.

—Mira, cuando mamá y yo nos marchamos hace tres años, me jodió mucho, ¿vale? Muchísimo.

—Lo siento, cariño. A mí también.

—Estaba cabreada con mamá. Estaba cabreada contigo. Odiaba este lugar y quería marcharme. Si no hubiera conocido a Kimberly, no sé qué habría hecho. Llegué a pensar cosas horribles, papá. Ella me salvó.

Odiaba imaginarse a su hija como una marginada.

—Me alegro de que la encontraras —dijo, y añadió con delicadeza—: ¿Ya le habían diagnosticado la leucemia?

Olivia luchó contra sus emociones.

—Sí, le estaban dando quimio. Estaba segura de que iba a vencer la enfermedad, aunque ya habían muerto otros tres chicos. Fue terrible, papá.

—Estoy seguro.

—En cierto modo, Kimberly se convirtió en mi misión, ¿sabes? Mamá dice que debo tener misiones, como ella.

Él volvió a sonreír.

—Lo sé.

—En fin. Los primeros meses, mientras tuvo energías para salir, nos gustaba ir a explorar. El pueblo fantasma era uno de sus lugares favoritos; le gustaba lo escalofriante que era, los edificios en ruinas… Decía que oía el eco de las personas que habían vivido allí, sobre todo por la noche. Así lo llamaba: eco. Supongo que eso la hacía sentir mejor. Quería creer en los fantasmas, los aparecidos y cosas de ese tipo.

—Vale.

—Tanya también venía con nosotras —prosiguió Olivia—, la mayoría de las veces éramos sólo Kimberly y yo, porque vivíamos muy cerca, pero en esa época Tanya pasaba mucho tiempo en la iglesia. Su padre era el encargado de presentar la demanda y el padre de Kimberly, uno de los querellantes, así que empezó a salir con nosotras.

Chris esperó.

—Cuando Kimberly murió… —continuó Olivia, pero se interrumpió y volvió a secarse los ojos—. A veces vuelvo allí, por si oigo el eco, ¿sabes?

Chris cubrió la mano de Olivia con la suya.

—Lo entiendo.

—Es una tontería.

—No lo es.

Entendía la pesadumbre en la que debía de estar sumida su hija esa noche, pero temía que un jurado pudiera pensar que una chica en un estado de ánimo tan frágil querría vengarse en cuanto se le presentara la oportunidad.

—¿Qué te parece si nos centramos en la noche del viernes? ¿Qué hiciste?

—No mucho —contestó ella—. Entramos en un par de edificios viejos y caminamos por las vías del tren.

—¿Viste a alguien más?

—No, estábamos las dos solas.

—La policía encontró botellas de cerveza. ¿Estabas bebiendo?

—Sí, Tanya cogió algunas Miller Lite de casa de su padre a escondidas.

—¿Cuántas?

—Un paquete de seis.

—¿Os las acabasteis?

—Sí. Yo me bebí cuatro y Tanya, dos. Estaba bastante mareada. No lo hago muy a menudo, pero me sentía muy disgustada.

—Lo entiendo.

—Ashlynn apareció alrededor de medianoche. Cuando oímos que se acercaba un coche, nos escondimos; pensamos que podían ser chicos de Barron, y lo mejor en ese caso es no cruzarse en su camino, ¿sabes?

Su expresión se endureció.

—Pero era ella. Esa zorra rubia.

Chris dejó de escribir y colocó el bolígrafo sobre la mesa.

—Olivia, escúchame. Ashlynn está muerta. Era una adolescente como tú, y había gente que la quería. Tenía toda la vida por delante y alguien se la robó. Hablar así de ella te deja en muy mal lugar.

Olivia pareció disgustada consigo misma.

—Sí, lo sé. Lo siento.

—¿Qué pasaba con Ashlynn? ¿Por qué la odiabas?

Olivia se pasó un mechón despeinado por los labios.

—Mondamin —contestó—. ¿Qué iba a ser? St. Croix se está muriendo y nadie va a hacer nada para evitarlo.

—Pero es su padre quien dirige Mondamin. ¿Por qué culpas a Ashlynn?

—Porque estaba allí.

—¿Eso es todo?

—Mira, papá, no estoy orgullosa de lo que hice. Iba borracha y me comporté como una estúpida. Sólo quería asustarla.

Esperó a que dijera algo más, pero ella bajó la vista y jugueteó con los botones de su camisa. Chris notó como se retraía. Había una desconexión entre lo que decía y lo que él veía en su rostro. Por primera vez, tuvo la sensación de que le ocultaba algo.

De que le mentía.

—Me han dicho que tenías una pistola —comentó, cambiando de tema.

Ella asintió.

—Sí.

—¿De dónde la sacaste?

—Me la dio uno de los chicos de St. Croix. Hace cuatro meses que la tenía.

—¿Por qué?

Olivia le dirigió una mirada de exasperación.

—Tú no sabes lo que significa vivir aquí, papá. Sí, vale, los chicos de St. Croix hicieron algunas tonterías, pero los de Barron subieron el nivel de violencia. Empezaron a actuar como si se tratara de una guerra de bandas. Quería estar protegida.

—¿Has disparado el arma alguna vez? —preguntó él.

—Un par de veces, en el campo.

—¿La disparaste el viernes?

Ella se mordió el labio y asintió con gesto triste.

—Sí.

—¿Por qué?

—No lo sé. Estaba fanfarroneando. Disparé al tronco de un árbol.

—La policía dice que metiste una bala en el tambor para jugar a la ruleta rusa con Ashlynn. La usaste para aterrorizarla.

—Supongo que sí. Todo sucedió muy deprisa. Empecé a gritarle a Ashlynn y disparé y, sí, empecé a hacer el tonto como si jugara a la ruleta rusa. Tanya se asustó y echó a correr.

—¿Qué hiciste a continuación? ¿Cuando Ashlynn y tú os quedasteis solas?

—Nada. Te lo juro.

—¿Le apuntaste a la cabeza con el arma?

—Sí, sí, pero…

—¿Apretaste el gatillo?

—No.

—¿Jugaste a la ruleta, Olivia? ¿Disparaste la bala?

—No apreté el gatillo —insistió ella, elevando el tono de voz—. No lo hice.

Chris dejó que su hija permaneciera sentada en silencio, mientras su pecho subía y bajaba con cada respiración. Garabateó algunas notas en su libreta amarilla, pero en realidad pensaba en Olivia declarando en el estrado y en cómo sobreviviría su historia a un contrainterrogatorio.

La respuesta: no demasiado bien.

—De acuerdo —continuó con calma—, ¿qué hiciste después?

—Dejé caer el revólver y me marché. Estaba enfadada conmigo misma; no podía creer lo que estaba haciendo. Así que me fui.

—¿No te llevaste la pistola?

—No, no quería volver a tocar un arma en la vida. La verdad es que casi lo hice, papá; estuve muy cerca. Me daba demasiado miedo.

—¿Qué hay de Ashlynn? ¿Qué hizo ella?

—Nada.

—¿Hablaste con ella?

—No, no hablamos. La dejé allí; eso es todo… Chris contempló su mirada esquiva. Le estaba mintiendo otra vez. Había algo más, algo que Olivia estaba decidida a ocultarle. Llegados a ese punto, un jurado podría pensar que omitía el hecho de que había disparado el revólver.

—Vale —dijo.

Guardó la libreta en el maletín y lo cerró. Olivia le miró con una media sonrisa nerviosa, y él supo lo que cualquiera pensaría al observar su expresión.

Parecía culpable.

—¿Y ahora qué? —preguntó ella.

—Mañana por la mañana se celebra una vista por el arresto, y espero que te dejen en libertad. Voy a hablar con el fiscal del condado sobre la investigación y los cargos. Están actuando con rapidez; tenemos que frenarlos.

—Yo no apreté el gatillo, papá —repitió ella—. No la maté.

—Ya lo has dicho. Sé que no lo hiciste.

Chris pensó en una pregunta que no le había hecho. Una pregunta importante.

—¿Sabes quién mató a Ashlynn? ¿Sabes qué le pasó?

—Me marché, papá. Cuando me fui, estaba viva.

—Eso no es lo que te he preguntado.

Su hija le miró y él deseó poder creer cualquier cosa que le dijera.

—No, no sé lo que pasó.

—Vale.

Chris se puso en pie y le dio un beso en la cabeza.

—Cuídate y no tengas miedo. Regresaré por la mañana.

Se volvió para hacerle un gesto al guardia, pero Olivia lo detuvo agarrándolo de la manga.

—¿Has visto a mamá?

—Aún no. Pasaré por su casa esta noche.

—Hay algo que deberías saber.

—¿El qué?

Olivia vaciló.

—Le dije que tenía que contártelo, pero no lo hizo.

—¿Contarme qué?

—Mamá lo tiene.

Él la miró sin entender. O tal vez no quería entenderla. Se quedó en silencio, inmóvil, como si pudiera posponer eternamente el momento en que aquellas palabras salieran de la boca de su hija. Olivia también se dio cuenta, y siguió agarrándole el brazo con fuerza.

—Mamá tiene cáncer —dijo.