Christopher Hawk condujo hacia el oeste por la carretera 7, adentrándose en el vacío de la Minnesota rural; con cada kilómetro que lo alejaba de la ciudad iba dejando más atrás la civilización. Si miraba al horizonte entre los limpiaparabrisas, habría jurado que el mundo era llano, y esperaba que hubiera una señal de advertencia antes de precipitarse a toda velocidad por el borde de la Tierra. Entre los pueblos se extendían kilómetros y kilómetros de vacío. No había edificios, aparte de alguna que otra granja abandonada de vez en cuando. Avanzó con el coche junto a campos interminables propiedad de King Corn, pero aún no había llegado la época de la siembra y la tierra semejaba un paisaje lunar lleno de surcos. No se sentía bienvenido.
El tiempo lo empeoraba todo. Marzo se estaba despidiendo como un cordero, imprevisiblemente cálido y húmedo. Había empezado a llover apenas cruzó el límite occidental de la I-494, y el monótono repiqueteo había continuado sin cesar durante unas dos horas y ciento cincuenta kilómetros. Pasó junto a acequias rebosantes en las que el agua parecía a punto de desbordarse e invadir los carriles de la carretera. Las nubes grises semejaban una capucha por encima de su cabeza.
Un cartel destartalado que se levantaba en mitad de las tierras de cultivo llamó su atención. En el mensaje, pintado con letras negras sobre un fondo blanco, se leía: «MI LLEGADA SE ACERCA. ¿ESTÁS PREPARADO?», y lo firmaba «Jesús».
Chris no se encontraba a gusto en un lugar donde Dios experimentaba la necesidad de anunciarse. Aun así, al preguntarse si estaba preparado, la respuesta surgió con claridad: no lo estaba. En absoluto. El viaje lo ponía nervioso, pues suponía el regreso a la vida de dos personas desconocidas.
La primera era su exmujer. La segunda, su hija.
Esa mañana, a las seis, la llamada de Hannah lo había despertado. Llevaba meses sin hablar con ella, aunque podía ver su cara con tanta nitidez como si hubiera dormido a su lado. Seguía habiendo días en los que extendía el brazo en la cama para buscarla, con la esperanza de cogerla de la mano, de atraerla hacia sí y abrazarla. Seguía teniendo sueños en los que los tres vivían juntos, como una familia. Chris. Hannah. Olivia.
Hannah no le dio la oportunidad de seguir soñando.
—Han detenido a nuestra hija por asesinato —anunció.
Así de simple, sin preámbulos. Hannah nunca perdía el tiempo. Le gustaba ir al grano, ya fuera en la universidad cuando él quiso acostarse con ella (ella dijo que sí), como hacía tres años, cuando le pidió el divorcio (él dijo que no, pero eso no la hizo cambiar de opinión).
Olivia.
Chris no preguntó por los detalles del crimen que se suponía que había cometido. No quería saber el nombre de la víctima o lo que había ocurrido, ni oír cómo Hannah le aseguraba que en realidad su hija era inocente. Para él, aquello estaba fuera de discusión. Su hija no lo había hecho. Olivia no. La niña que le enviaba mensajes de texto y tuits todos los días («Mándame una foto del café con leche de Dunn Bross, papá. Lo echo de menos») no era una asesina.
—Llegaré esta misma tarde —contestó.
El silencio al otro lado de la línea le confirmó que su respuesta la había sorprendido.
—Necesita un abogado, Chris —dijo Hannah al final.
—Yo soy abogado.
—Ya sabes a qué me refiero. Un abogado criminalista.
—Todos los abogados son criminales.
Era un viejo chiste que solían compartir, pero Hannah no se rió.
—Chris, esto va en serio. Estoy asustada.
—Ya lo sé, pero está claro que se trata de una equivocación. Solucionaré el asunto con la policía.
El titubeo de Hannah le sentó como un puñetazo en el estómago.
—No estoy segura de que sea tan sencillo —señaló. Volvió a quedarse en silencio y luego añadió—: Esto pinta mal. Olivia está en apuros.
Hannah le describió brevemente los hechos y Chris se dio cuenta de que tenía razón. Pintaba mal. En la madrugada del sábado, una preciosa adolescente había muerto a causa de un disparo; Olivia había estado en el escenario del crimen, borracha, desesperada y apuntando a la cabeza de la chica con una pistola. La policía no había tardado demasiado (estaban a martes) en concluir que su hija era culpable.
—¿Qué te ha contado Olivia? —preguntó Chris—. ¿Qué pasó entre ellas?
—No quiere hablar conmigo. Quería que te llamara.
—De acuerdo, dile que pronto estaré ahí.
Hannah no protestó.
—Vale. Tienes razón, te necesita. Pero recuerda que no la conoces, Chris. Ya no.
—Hablamos mucho.
—No es lo mismo, créeme. Sólo ves a la chica que ella quiere que veas.
Después de que su exmujer colgara, se preguntó si eso sería cierto.
Había pasado una eternidad (tres años) desde que Hannah lo abandonara para regresar al pueblo de St. Croix, donde se había criado. Veía a su hija cada pocos meses, pero para él siempre sería una niña, no una mujer. No sabía nada acerca de las confusas emociones que experimenta una adolescente, y ella no le había contado nada de lo que le pasaba por la cabeza. Hablaba de cosas sin importancia, trivialidades. Él debería haberse dado cuenta de que era algo más que una niña que echaba de menos a su padre.
Pero eso no cambiaba lo que tenía que hacer. Olivia le necesitaba, y él tenía que acudir.
Ahora, transcurridas unas pocas horas, se encontraba en la profundidad de los campos del oeste de Minnesota, mientras la lluvia caía y Jesús, desde un cartel, le preguntaba si estaba preparado. Podría haber estado en la Antártida, o en Marte. Cada kilómetro era idéntico al siguiente. Aquella parte del mundo constituía una tierra ignota para él, que prefería el ruido, el asfalto y las multitudes del centro de Minneapolis. Tenía un piso en propiedad de dos habitaciones cerca de Loring Park, al que iba principalmente para dormir. No cocinaba, así que solía comer pescado y patatas fritas acompañados de una Guiness en The Local o pedir pho a domicilio en Quang. Se pasaba el día y la noche negociando contratos para polígonos industriales y centros comerciales. El acero y el hormigón eran cosas reales, cosas que podía tocar y medir.
En la ciudad era uno más. Pero aquí no. Aquí era un extraterrestre.
Más adelante, a través de la cortina de agua, Chris vio la señal de la carretera que indicaba el desvío hacia la presa de Spirit. El pueblo de Barron, sede de la cárcel del condado donde mantenían a Olivia retenida, se encontraba en la parte baja de la presa, unos cinco kilómetros al sur. Dirigió su Lexus plateado, el coche que había conducido durante los últimos diez años, hacia el desvío, pero se detuvo en el centro de la presa. Por alguna razón, descubrió que vacilaba. Salió del coche y cerró la puerta tras él. La lluvia le azotó la cara y él entrecerró los ojos. No le importaba mojarse.
Chris miró hacia abajo, donde las aguas salvajes se arremolinaban para caer a través de una docena de compuertas. Corriente abajo, el río Spirit se asentaba en una calma amarronada y sucia a medida que serpenteaba hacia Barron y alimentaba una red de estrechos riachuelos, incluido el que fluía por detrás de la casa de Hannah en el pueblecito de St. Croix, unos pocos kilómetros al sureste. Al norte de la presa, el agua se extendía como un enorme pulpo en un pantano de muchos kilómetros. El río empujaba hacia el valle, y la presa lo hacía retroceder y le decía: «Detente». Eso era exactamente lo que Chris tenía que hacer. Ésa era su misión. Olivia se encontraba en el cauce de una riada, y él debía contenerla.
Aun así, Chris permaneció en mitad del puente, mirando el agua.
Era un hombre alto, de más de metro ochenta de estatura. A los cuarenta y un años, su pelo seguía siendo grueso y castaño, sin ninguna cana que le recordara su edad. Sus ojos oscuros necesitaban ahora lentillas: tantos años examinando contratos inmobiliarios habían acabado por pasarle factura a su vista. Desde el divorcio, no había tenido excusa para evitar el gimnasio, así que había perdido nueve kilos y había añadido varios centímetros de músculo a su torso. Era atractivo; así se lo decían las mujeres que iban tras él y que no se sentían atraídas sólo por su billetera de abogado. Aun así, no había accedido a tener una cita en siete meses, y no se había acostado con nadie en un año. Se decía a sí mismo que se debía a su apretada agenda de trabajo, pero la verdad era otra, más compleja.
La verdad era Hannah. No había dejado de amarla. Su voz al teléfono bastaba para despertar en él antiguos sentimientos. Ella era lo que lo retenía.
Estuviera o no preparado, Chris cruzó la presa en su coche y giró al sur, hacia Barron. El río discurría junto a la carretera y aparecía y desaparecía entre los árboles que crecían en la orilla. Vio las primeras casas y un autobús escolar que aparcaba delante de él. En la señal con el nombre del pueblo se indicaba su población: 5383 habitantes. Por aquellos lares, eso era una metrópoli, el núcleo del condado. Al acercarse, tuvo la sensación de haber regresado a los años cincuenta, como si varias décadas de progreso hubieran olvidado dejar su huella en aquel rincón. A lo mejor era algo bueno. A lo mejor aquel lugar no era tan intimidante como parecía.
La vida en la ciudad era trepidante y compleja; la vida en el campo transcurría con lentitud y sencillez.
Un kilómetro y medio más adelante, se dio cuenta de que estaba equivocado.
Ya en las afueras de Barron, pasó junto a las instalaciones de una empresa agropecuaria construida en la ribera oeste del río. Se trataba de un edificio de una sola planta, blanco, limpio y sin apenas ventanas. Parecía más una cárcel que un emplazamiento industrial, acaso porque estaba protegido por una valla de casi tres metros de altura coronada con alambre de espino para impedir la entrada de intrusos en sus terrenos. La única puerta de la valla, estrecha y con el espacio justo para permitir el paso de los camiones, estaba custodiada por dos agentes de seguridad uniformados y armados con pistolas. Mientras avanzaba lentamente junto a la planta, notó que sus ojos lo seguían con suspicacia.
Chris se fijó también en otra cosa. En la parte exterior de la valla había un impresionante cartel de mármol de tres metros de altura en el que se leía el nombre de la empresa en letras doradas: Mondamin Research. El logo consistía en una mazorca de maíz dorada dentro de una hélice de ADN multicolor. Dos trabajadores con chubasquero amarillo se afanaban bajo la lluvia para borrar con un chorro de arena el grafiti que alguien había pintado con letras irregulares sobre la piedra blanca. A pesar de sus esfuerzos, Chris aún pudo distinguir lo que habían escrito: «Nos estáis matando».
Chris encontró el motel Riverside unos cuatrocientos metros más allá de la sede de Mondamin. Desde el aparcamiento disfrutaba de una vista perfecta de la valla de alambre de la planta, que relucía bajo la lluvia. Más allá vio la calle principal de Barron y, entre ambas, la cinta marrón chocolate del río.
El motel era un edificio de una sola planta en forma de «u», con dos docenas de habitaciones. La pintura blanca había empezado a desconcharse y los canalones se combaban desde el techo de tejas negras. Las puertas eran de color rojo cereza. Después de aparcar y coger su bolsa, cruzó bajo la lluvia hasta la puerta mosquitera de la recepción del motel. En el interior, inusualmente húmedo para ser marzo, un ventilador giraba sobre el mostrador. En la pared de la izquierda se alineaban un dispensador de hielo y dos máquinas expendedoras llenas de tentempiés y refrescos. Chris se acercó al mostrador.
—Soy Chris Hawk —anunció al hombre sentado tras el tablón—. He llamado esta mañana para reservar una habitación.
El dueño del motel asintió con amabilidad.
—Bienvenido a Barron, señor Hawk.
Chris aventuró que debía de tener cincuenta y pocos años. Su piel era de un tono aceitunado, seguramente era italiano, y llevaba el pelo, entrecano e hirsuto, cortado al rape. Lucía un bigote negro azabache, un lunar en lo alto de la mejilla y una cadena plateada medio oculta entre la espesa maraña de pelo del torso. Sacó un formulario de admisión y se lo tendió a Chris junto con un bolígrafo.
—Estoy buscando el juzgado del condado —comentó Chris mientras rellenaba el impreso con sus datos personales.
—Sí, claro. Bueno, no tiene pérdida. Está en el centro; un bonito edificio antiguo de ladrillo rojo.
Chris dejó de escribir y alzó la vista.
—¿Por qué ha dicho «claro»?
—Oh, todo el mundo sabe quién es usted, señor Hawk, y por qué está aquí.
—¿Ya?
El dueño del motel se encogió de hombros. Era bajo y fornido, con abultados antebrazos. En la pechera de su ceñida camiseta se anunciaba uno de los locales de Dreamland Barbeque.
—Éste es un pueblo pequeño. Si te tiras un pedo en la habitación, los vecinos empiezan a cotillear sobre lo que has cenado.
Chris se rió.
—Bueno es saberlo.
El hombre le tendió la mano. Su apretón tenía la fuerza de un torniquete.
—Me llamo Marco Piva.
—Ya que sabe por qué estoy aquí, Marco, ¿podría contarme qué dice la gente acerca de lo sucedido el viernes por la noche?
El dueño del motel resopló ostentosamente y se sonó la bulbosa nariz por encima del bigote.
—Créame, no quiere oírlo.
—Creen que mi hija mató a Ashlynn Steele.
—Oh, sí, todo el mundo opina que lo hizo ella. No hay nadie que crea que se tratara de un accidente o un juego. Lo siento. Sabía que algo así iba a ocurrir. La violencia engendra violencia, y luego alguien muere. Es lamentable que dos chicas tan jóvenes se vieran involucradas.
Chris le entregó el formulario y se volvió hacia la puerta mosquitera, que se había cerrado con un golpe a su espalda. De pie, en el umbral, había un adolescente, un chico con un saludable rostro de escandinavo luterano del tipo que Chris esperaba encontrar en esa parte del estado. El pelo, rubio y ondulado, se le había aplastado contra el cráneo por efecto de la lluvia, y tenía la constitución sólida de un jugador de fútbol americano. Sus ojos eran de color azul cielo. Llevaba una camiseta blanca ajustada que resaltaba sus músculos, unos tejanos oscuros y botas de vaquero. Chris calculó que debería de tener unos diecisiete o dieciocho años.
—Johan —le llamó Marco—, éste es el señor Hawk.
El chico no pareció sorprendido.
—Hola —saludó.
—Johan vive en St. Croix —añadió Marco.
—¿Ah sí? —dijo Chris—. Entonces conoces a mi hija.
—Vive al otro lado de la calle.
A Chris le resultó extraño que su hija adolescente viviera tan cerca de un chico con aspecto de dios noruego y que nunca lo hubiera mencionado. Ni una sola vez. Pensó en la advertencia de Hannah: «Sólo ves a la chica que ella quiere que veas».
—Marco dice que mucha gente cree que Olivia es culpable, Johan. ¿Tú qué opinas?
El chico pareció incomodarse.
—Supongo que nadie sabe qué ocurrió en realidad —contestó, pero su cara decía lo contrario: «Todos sabemos qué ocurrió».
—Estoy aquí para ayudarla —explicó Chris—. Y tal vez tú podrías ayudarme a mí.
—¿Cómo?
—Contándome de qué va el mal rollo que hay entre los chicos de Barron y los de St. Croix.
Johan frunció el ceño.
—Intento mantenerme al margen. Es como un veneno.
—Muy listo.
—Sí, eso es lo que le dije a Olivia, pero no me escuchó.
—¿No?
—No, es muy tozuda. No podía dejarlo.
Marco les interrumpió, como si no quisiera que la disputa se trasladara al interior de aquellas paredes.
—¿Está lista la habitación del señor Hawk, Johan?
El chico asintió.
—Lleva la maleta dentro, ¿quieres?
Johan agarró la maleta y la levantó sin esfuerzo. Al salir, saludó a Chris con un gesto de cabeza; su rostro esculpido representaba el más puro estilo de Minnesota: educado, guapo, pero sin desvelar ningún secreto.
—Johan es un buen chico —comentó Marco una vez se hubo ido—. Se preocupa por su hija.
—Me ha mirado como si yo fuera de otro planeta —observó Chris.
—Por supuesto, señor Hawk. Es usted un forastero.
—¿Y eso constituye un crimen por aquí?
—Oh, no —repuso Marco soltando una risita—. Es peor. La mayoría de la gente de por aquí elegiría antes a un criminal local que a un forastero honesto.
Chris sonrió ante la rechoncha cara italiana del hombre.
—Usted también parece un forastero.
—Sí, así es. Compré este sitio en diciembre. ¡La nieve y el frío me horrorizan! Odio el invierno, pero tenía que marcharme de San José. Mi mujer murió el año pasado y todo lo que me quedaba era mi pensión y una casa llena de recuerdos. Le pedí a un agente inmobiliario que me buscara moteles, y este sitio me pareció un negocio agradable en una zona bonita. Me dije: «Es para mí».
—¿Y la gente lo ha aceptado?
—No, podría pasarme aquí veinte años y seguiría siendo un recién llegado. La gente es muy amable, pero no van más allá. No me importa; no vine aquí para hacer amigos, sólo para encontrar algo de paz. Para usted será peor, señor Hawk.
—¿Por qué dice eso?
—Porque un hombre que intenta detener una pelea de perros suele acabar recompensado con un mordisco.
—He venido sólo por Olivia —observó Chris—. No tengo ningún interés en saber qué ocurre entre St. Croix y Barron.
—Se ponga o no de parte de uno de los dos bandos, nadie confiará en usted, y no le contarán las cosas que necesita saber. Lo único que querrán es que se largue de aquí. Vaya con cuidado, ¿de acuerdo?
—Gracias por el aviso —contestó Chris.
Marco se encogió de hombros.
—Es gratis. De forastero a forastero. —Y añadió—: Si quiere saber más, hable con el padre de Johan. Glenn Magnus es el pastor de la iglesia de St. Croix. Era uno de los demandantes en el pleito contra Mondamin Research.
Chris notó una pesadez en el corazón. Sabía lo que significaba eso: una muerte.
—¿A quién perdieron? —preguntó.
—A la hermana de Johan —respondió Marco, al tiempo que meneaba la cabeza—. Se llamaba Kimberly. Johan me ha enseñado fotos de ella; una chica adorable. El dolor puede conducirte a sitios muy oscuros, señor Hawk. Cuando se dan varios casos de cáncer en un lugar como St. Croix, en especial entre los jóvenes, el pueblo se queda irremediablemente sin corazón. La gente se vuelve loca. Y clama venganza.