Destierro y apogeo

1

La Habana le parece ahora demasiado próxima. Hace falta mucho mar de por medio para que la indignación se aplaque. Si queda cerca, puede creérsele atisbando en espera de una nueva oportunidad; lejos, se le perderá y se le olvidará. Mejor refugio es la isla de Jamaica, donde cría gallos y redacta su respuesta definitiva a la acusación de Gamboa. Quiere sincerarse, quedar bien con el Congreso, adular de nuevo al pueblo, limpiarse de toda mancha. Quizá se pueda, más tarde…

El carácter británico que predomina en Kingston es poco agradable a los Santa Anna, parlanchines, ademaneros, tropicales. El idioma es otro inconveniente. Dos años, en lugar de acostumbrarlos, les desesperan. Nuevo viaje, hacia los trópicos, hacia el lenguaje castellano y la llaneza de costumbres.

Colombia. Cartagena, amurallada centurias ha para resistir embestidas de piratas, es ahora un pequeño puerto frutero; todavía es mucho. Turbaco. «Miserables chozas y solares desiertos», casas deshabitadas y medio derruidas, baratas, porque no hay quien las compre. La casona que habitó Simón Bolívar, el aposento en que durmió, las argollas empotradas en la pared, de las que colgaba su hamaca… Don Antonio compra la casona y cuelga su lecho de aquellos mismos hierros, se tiende a descansar y sueña. Napoleón pasando los Alpes en su caballo blanco… Bolívar… Santa Anna… Un genio que conquista Europa, dos genios que libertan las Américas… Después, los destierros: Napoleón a la Isla de Elba, de donde regresa al trono imperial… Santa Anna a Turbaco… ¿Regresará?

Cuando despierta, requiere sus redondos cepillos de cabeza y vuelve a peinar su cabellera, ya un poco rala, ya un poco canosa, de atrás para adelante, untando a las sienes los mechones alborotados, como si los impulsara el viento hacia el triunfo.

2

México está tan lejano, que ha dejado de ser, por el momento, una tentación. Don Antonio se aplica al trabajo, renacen las energías, el vigor, la movilidad incansable. Reedifica la iglesia adonde devotamente concurre doña Dolores, adorna los altares, completa los ornamentos, da caridad, atiende con igual sencillez a los escasos ricos y a los numerosos pobres de Turbaco que van a saludarlo, impulsa el cultivo de la caña de azúcar instalando trapiches, planta tabaco, inicia la cría de ganados, cultiva la tierra «no por la utilidad que le reporta, sino para dar ocupación a centenares de proletarios que vagaban por estos alrededores, hundidos en la miseria por no tener en qué ocuparse».

No había cementerio y S. E. lo costea, haciéndole un recinto de material. Y construye una capillita para dormir eterna y profundamente, cuando el corazón descanse.

3

Peña y Peña deja la silla presidencial a José Joaquín de Herrera, quien cobra, gasta y aprovecha los millones que Estados Unidos dan como indemnización por el territorio que la guerra les produjo. Cuando sale, ya no queda un centavo. Y el general Mariano Arista entra a gobernar, en medio de un «torbellino de dificultades», sin apoyo de las Cámaras ni del ejército, mantenido en la presidencia por inercia, en medio de un país que no le hace caso. Pronunciamientos santanistas en todas partes. Arista, que no se decide a disolver el Congreso ni a combatir la rebelión, renuncia. Le sucede el magistrado presidente de la Corte Juan B. Ceballos, que sí se atreve a disolver el Congreso. Convoca a elecciones y antes de la fecha de éstas renuncia. Los generales Uranga, Lombardini y Robles Pezuela se reúnen y deciden que ellos son quienes pueden designar presidente provisional. Lombardini, santanista puro, herido en La Angostura, jefe de la evacuación en septiembre del 47, se sienta en el sillón que encargó Iturbide, para calentárselo a Santa Anna.

Y parten para Turbaco, comisionados para llamar a Su Excelencia, el coronel Manuel María Escobar, el doctor Alfonso Hegewich y don Salvador Batres. El país entero queda con la vista fija en las velas que el viento impulsa hacia el sur.

4

El pueblo ha reaccionado. La propaganda santanista le ha hecho pensar en que con los elementos que tuvo don Antonio cualquier otro hubiera perdido la guerra, quizá con menos honra. El destierro adquiere perfiles de enorme sacrificio. Se le cree arando la tierra para obtener el pan del día. El ejército recuerda que siempre se preocupó por vestir y pagar al soldado, por ascender al oficial, por condecorar al jefe; y comienza a desear su regreso, a pedirlo con exigencia. La debilidad de Arista ha sido la mejor propaganda en favor de una dictadura. Se piensa que sólo una mano fuerte puede dominar el caos. Y para mano fuerte, la de don Antonio.

Los santanistas sacan a luz y desempolvan los retratos del Excelentísimo, arrumbados en las bodegas después del desastre. Vuelven a dar su nombre al Teatro Nacional y buscan con ahinco la venerable osamenta de su extremidad, para restaurarla a la urna dorada… La rueda de la historia ha dado otra vuelta.

5

Los tres comisionados, que se espían unos a los otros, lo encuentran recostado entre las argollas de Bolívar. «Su faz se ha endurecido visiblemente… sus blancos dientes brillan aún intactos, pero la boca ha caído, el labio inferior sobresale y la nariz, antes estatuariamente heroica, se ha vuelto boluda y vulgar… Sus ojos brillan aún con formidable resplandor… y conserva aquella prístina nota de mando en su voz musical, tan admirablemente modulada…»

Uno de los comisionados escribe: «Muchas veces he preguntado el porqué de su poder de sugestión… y he llegado a creer que su prestigio surge quizá de su conocimiento de pronunciar frases que suenen bien en los oídos del pueblo…».

Pregunta por sus amigos, se interesa por las condiciones del país. Y después sube a la azotea. Con amplio ademán muestra su propiedad, La Rosita, donde verdea la caña y pace el ganado. Con «frases melifluas» pinta la belleza del paisaje, afirmando la felicidad de su vida pacífica lejos del alborotado México.

Los enviados creen haber fracasado. Mas don Antonio va cediendo lentamente, hábilmente. Por fin, con un gesto de resignación, de intenso sacrificio, les manda partir y anunciar su regreso. «No quiero que la historia diga que cuando fui llamado a ser la felicidad de mi pueblo, fui indiferente a su destino.»

6

1853. Primero de abril. Los cañones de Ulúa rugen cuando entra en el puerto el paquebote inglés Avon. Resuenan los repiques, los aplausos, los vítores; un arco de triunfo diseñado a semejanza del napoleónico de París, mira pasar entre sus enfloradas columnas al hombre que perdió un pie y un dedo de la mano en aquel muelle próximo. Las campanas de la parroquia llaman al Te Deum, la oratoria forense recuerda a Roma y a Grecia. Y en El Encero, donde Su Excelencia reposa las fatigas de la navegación, un ejército se presenta para darle escolta. La hacienda se llena de generales, de prelados, de políticos, de comisiones, de negociantes y aduladores, que en espera de que don Antonio los reciba, departen alegres bajo las arboledas, disfrutando de las brisas del Golfo y del perfume de las gardenias.

Un general dice a un obispo:

—Su Ilustrísima podrá muy bien decir un sermón sin mencionar a San Agustín, pero nosotros no podemos participar en una revolución en la que no se hable de Santa Anna…

7

En El Encero, don Antonio se da cuenta del laberinto en que se ha metido. Conflictos políticos en cada uno de los Estados, conflictos de dos o más Estados entre sí, conflictos de la Federación con cada uno de ellos. Tiranías locales insoportables, tarifas aduanales diferentes de un puerto a otro, de una fracción de frontera a otra, tributos diferentes, alcabalas entre un Estado y el vecino, egoísmos y competencias interiores, fuerzas de los Estados riñendo entre sí…

Lombardini ha dejado correr la situación, ocupándose solamente en restablecer los uniformes de lujo y el uso de las condecoraciones, creando la dignidad de capitán general exclusivamente para Santa Anna, facultándole para recibir condecoraciones extranjeras que vengan a aumentar su ya abundante colección. Y para darle un gran ejército realiza la leva a todo vuelo.

Los liberales, creyendo que el hombre indispensable se acuerda de que treinta años antes fue federalista y que no destruirá su propia obra; creyendo que «amaestrado por las duras lecciones, vendrá ahora a ser amigo y sostén de las libertades públicas», votan por él en las elecciones presidenciales. Y para ellos será el primer estacazo que tire Su Excelencia.

8

Después de otra entrada triunfal con el acostumbrado programa de mojiganga, Santa Anna se aplica febrilmente a poner orden en la única manera en que él puede hacerlo: la tiranía. Los conflictos entre los poderes de los Estados los resuelve de un golpe, quitando a esos poderes y colocando en los veintitrés departamentos a veintitrés dictadores pequeños, que a su vez ponen otro más pequeño con la denominación de jefe político, en cada ciudad o villa. Limita a su persona las facultades legislativas y dicta leyes amordazando a los escritores, favoreciendo la delación y el espionaje, clausurando periódicos. Dejan de aparecer El Monitor Republicano, El Orden, El Universal, El Español, La Voz de la Religión

Forma su gabinete exclusivamente con clericales y conservadores. Dicta a su antojo las bases de organización del gobierno, centralizando todo el poder en el presidente, y se echa en brazos del partido retardatario, único cuyas ideas e intereses se identifican con el poder absoluto.

El partido progresista, inmediatamente desilusionado, se prepara a hacerle la guerra. Y él se prepara para hacer la guerra al partido progresista: disuelve las guardias nacionales, tradicionalmente federalistas; forma una división de Supremos Poderes, encargada de darle escolta, protección y boato; quiere elevar el ejército a noventa mil hombres y la leva se sigue en forma más brutal y arbitraria que nunca. Uniforma a todo el personal del gobierno, concede condecoraciones especiales a los ministros de la Corte, a los magistrados, jueces y empleados.

Todos los puestos importantes están en manos de militares. Los civiles en el gobierno pueden contarse con los dedos. Concede ascensos a todos los jefes, ordena que de diario se use el uniforme de gala, vuelve a pasear en carrozas de lujo, rodeado de un séquito imperial. Adula al clero pidiendo al Papa que nombre un obispo para Veracruz y otro para San Luis. Proscribe a don Mariano Arista, a liberales como Melchor Ocampo, Benito Juárez y Santos Degollado y reprime con soldados los motines populares.

El ministro de Su Majestad española le ensarta en la pechera, en un hueco que le ha quedado, la Gran Cruz de la Orden de Carlos Tercero.

9

Reverso. Crea el Ministerio de Fomento y la Administración Nacional de Caminos, reglamentando la conservación de éstos. Construye la carretera de México a Cuernavaca, comienza la construcción del telégrafo entre Veracruz y la capital, prohibe la circulación de moneda extranjera, amnistía a los miembros del ejército que se rindieron a los americanos. Declara que hay demasiados abogados mientras la agricultura y el comercio están desatendidos, y suspende el otorgamiento de nuevos títulos de doctores en leyes. Unifica las disposiciones hacendarías de Estados y Municipios. Telégrafo a Guanajuato, bibliotecas, más caminos. Convoca a postores para la construcción de la vía férrea de México a Puebla. Richards comienza la construcción del ferrocarril a Veracruz.

Convoca a un concurso para letra y música del Himno Nacional, que es oficial hasta la fecha; crea el panteón, para reunir los restos de los prohombres, el cuartel de los inválidos, almacenes militares, campos militares… Reorganiza el Colegio Militar y adquiere maquinaria nueva para las fábricas de pólvora.

Trabaja catorce y dieciséis horas diarias. El retorno al poder le ha restituido el impulso desordenado de la juventud.

10

La mala racha principia cuando el poderoso gabinete de que se había rodeado se desintegra. Primero es Lucas Alamán, cerebro clarísimo y brazo enérgico del Partido Conservador, que muere. Después fallece el general José María Tornel y Mendívil, escritor culto, diplomático hábil, militar de carácter e intrigante de primerísima categoría. Al cementerio les sigue Lombardini, de fidelidad perruna para con don Antonio, de poca inteligencia, pero mucho valor personal. Y salen del gabinete, uno por una causa otro por otra, el audaz Haro y Tamariz y el viejo amigo Suárez y Navarro.

Santa Anna se va haciendo viejo. Se cuenta entre los pocos supervivientes de la guerra de la independencia. Sus amigos de la juventud y de la madurez van desapareciendo antes que él, que siempre se ha fingido enfermo cuando le conviene. Y lo van dejando solo, en manos de hombres de diversa época, de menos obligaciones personales para con él, que tienen ya otras ideas sobre lo que debe ser un gobierno. Y estos nuevos consejeros se encargan de hacer todas las barbaridades que no se le ocurren al presidente.

11

Aumentan los impuestos, aumentan las delaciones, aumenta la leva, aumenta la inconsciencia, el lujo, el descontento. Comienzan a aparecer sobre los caminos partidas de hombres de armas. Secretamente, el partido liberal escoge a los descontentos, los atrae, los compromete, los prepara para una revolución que termine con la tiranía. El gobierno, a pesar de su extensa policía y del pago de delaciones, parece no darse cuenta de ello, preocupado en una labor legislativa que ha entrado en la locura ridicula.

Un decreto señala las ocasiones en que pueden usar bastón los consejeros de Estado. Otro prohibe a los militares que no pertenezcan a los «cuerpos de preferencia», que se dejen crecer la barba. Un siguiente concede permiso a la Compañía de Jesús para actuar nuevamente en el país. Otro más concede título de consejeros honorarios a los arzobispos y obispos de la República y los faculta para usar bastón. Un reglamento establece que solamente los miembros del gabinete pueden vestir a sus lacayos de amarillo. Las ropas de los universitarios, de los empleados y de los clérigos son reglamentadas cuidadosamente. Diposiciones escritas ordenan la preferente circulación de los carruajes de los ministros. Sesenta y tantos artículos de un reglamento se refieren a la etiqueta durante los banquetes.

Su Excelencia se rodea de aristócratas, de negociantes y de la casta militar. Reaparecen en escena los condes y los marqueses que voluntariamente se constituyen en gentiles hombres de cámara; los negociantes compran el monopolio del tabaco y el del azúcar, otros prestan sobre bienes del clero y se quedan con ellos, otros sobre los futuros ingresos de las aduanas, cobrando réditos elevadísimos. Hay compradores de grados militares y de condecoraciones, de gobiernos de los Estados y de comandancias militares. Entre todos los negociantes, Escandón es el más hábil y el más aprovechado. Santa Anna le envidia su carruaje francés tirado por cuatro caballos árabes, y se lo pide prestado para salir de paseo.

Pero nada le preocupa como el ejército. Entrega nuevas banderas a los cuerpos, llamando al arzobispo para que las bendiga. A su guardia le agrega dos baterías de artillería y a don José Ramón Pacheco, ministro en Francia, lo instruye para que contrate tres regimientos de suizos que le vengan a dar una guardia semejante a la del Papa. Quinientos mil pesos le envía, encareciéndole actividad. Y mientras llegan esas tropas, que en fin de cuentas no llegan, manda poner barbas postizas negras, relucientes, rizadas, a los más corpulentos de sus soldados, porque ha visto unos grabados del Zar de todas las Rusias rodeado tan sólo de militares barbones.

12

Todavía su esplendor no iguala al que tuvo Iturbide. Santa Anna quiere superar al hombre que lo humilló y cada uno de sus actos a eso tiende. Restablece la Orden de Guadalupe, de la que él es el Gran Maestre, con derecho a vestir uniforme blanco y manto azul bordado caprichosamente; de un grueso collar con veintitrés águilas de oro fino, pende la cruz, del tamaño de la mano. Reparte las grandes cruces sin límite: cada prelado tiene una, cada general tiene otra; entre el conde de Santiago y el marqués de Salvatierra, Nicolás Bravo y Juan Álvarez, soldados de la guerra de independencia. Y para hacer menos a Iturbide, que ha muerto hace treinta años, lo hace Gran Cruz, entre los que tienen que prestarle obediencia ciega. Condecora a O’Donojú, que murió hace treinta y tres años, a Vicente Guerrero y Guadalupe Victoria, que tienen cuando menos dos décadas de tranquilidad en el sepulcro. Como cruzados guadalupanos, todos los grandes hombres que México independiente ha tenido, son inferiores a él y le deben pleitesía.

De Francia llegan las insignias de la Orden, centenares de cada clase, en grandes cajones que don Antonio tiene siempre al alcance de su pródiga mano. Y los guadalupanos se pasan el tiempo en grandes ceremonias religiosas, procesiones, bailes, asambleas secretas, con cónclaves misteriosos en los que no se tratan sino problemas de etiqueta y se discuten los colores de las libreas, el largo de los mantos y el sitio en que cada quien debe sentarse durante los banquetes.

13

Ingenieros del gobierno de los Estados Unidos buscan la ruta para ferrocarril que vaya de la costa del Atlántico a la del Pacífico. Atravesar las montañas rocallosas es difícil. Mejores ingenieros realizarán más tarde el paso, pero por el momento, hay que buscar una ruta cómoda. Y se encuentran con que la mejor atraviesa un valle mexicano denominado La Mesilla.

Sin más trámite, el general Lane ocupa ese territorio en nombre de los Estados Unidos. Almonte, embajador en Wáshington, protesta. La situación se atiranta hasta recordar el año de 45. Pero el gobierno americano tiene demasiados problemas dentro para desear otra guerra. Y envía a míster Charles Gadsen a parlamentar con Santa Anna.

—Excelentísimo señor: mi gobierno insiste en que el territorio de La Mesilla debe de pertenecer a Estados Unidos. Daríamos a México una indemnización espléndida…

Don Antonio aparenta disgusto. Queda silencioso. Un rato después, ya teniendo su plan, se torna irónico. En cuanto puede negociar, ya sabe que él sacará la mejor parte…

—¿Espléndida ha dicho su señoría? Sería cualquier insignificancia, como la que dieron ustedes a Herrera por un millón y un tercio de kilómetros cuadrados…

—Insisto en que será espléndida, excelentísimo señor…

—De todos modos, es conveniente buscar la manera de evitar el escándalo que causaría ver a dos repúblicas vecinas y hermanas en discordia a cada rato …

Gadsen se precipita.

—¿Qué valor da Su Excelencia al valle de La Mesilla?…

—Pues… cincuenta millones de pesos…

El diplomático brinca de su asiento. La Mesilla es un llano árido donde no hay un caserío, ni un árbol, ni un río, ni un charco de agua. No tiene más valor que servir de paso fácil al ferrocarril.

—Es mucho dinero, señor presidente…

—Señor mío: cuando el poderoso tiene interés en poseer lo ajeno, lo paga bien…

Gadsen ofrece veinte millones. Santa Anna acepta. Después el Senado americano rebajará la suma a diez millones y dará únicamente siete, de los cuales apenas seis llegan a la Tesorería. Si Santa Anna ha pedido los siete millones al principio, le dan un plato de lentejas.

14

Está en la cumbre del absolutismo, en la ebriedad del poder. Cuando un gobernante vende territorio al extranjero y no lo asesinan al salir a la calle, ya puede hacer lo que se le antoje. Nadie le detendrá. Excepto los liberales, nadie tiene interés en detener a Santa Anna.

Pero el tiempo de su poder absoluto va a terminar. Cuando lo llamaron, le pusieron el plazo de un año para que convocara a reunión del Congreso y se dictara una nueva constitución. Y el tirano no quiere ya congresos ni constituciones, e inventa una farsa: que las tropas se pronuncien suplicándole que acepte la dictadura vitalicia y aun el derecho de designar su sucesor. La guarnición de Guadalajara inicia la acción proclamando el mando único e ilimitado. Los demás aduladores de Su Excelencia se ingenian para encontrar propuestas más serviles: en Puebla, «ciudad de las exageradas pasiones», se le pide que no sea presidente nada más, sino que tenga la categoría de «Gran Elector», y en el ramo militar sea «Gran Almirante y Mariscal de los Ejércitos», con el título general de «Alteza Serenísima». Los tlaxcaltecos claman porque gobierne «según su inspiración y voluntad». En Santa María Tlapacoyan y en San Juan del Mezquital las actas del pronunciamiento piden para él el título de «Emperador Constitucional».

Generosamente, con un gesto abnegado de costumbre, don Antonio rechaza el trono imperial, el título de Gran Elector, la capitanía general y el mariscalato, declarando que desea conservar el grado que obtuvo al rendir la expedición de Barradas. Acepta la denominación de «Alteza Serenísima», «no por complacencia personal, sino para dar mayor carácter al Presidente de la República», y aun cuando no responde categóricamente a los de Tlaxcala, se propone continuar gobernando «según su inspiración y voluntad».

15

La venta de La Mesilla y el título de Alteza Serenísima, colman a los liberales. Ya no hay esperanza de que un Congreso electo libremente, venga a contener los ímpetus imperialistas de don Antonio. No hay más esperanza que dominarlo por la fuerza. No hay más medio que las armas. ¡Pues a tomar las armas!

El primero de marzo, en el pueblo de Ayutla, el coronel Florencio Villarreal lanza un plan declarando que la permanencia de Santa Anna en el poder es un amago para las libertades públicas y que por lo tanto, cesa en su ejercicio. Es el artillero que acerca la mecha al cañón cargado de metralla.

16

El cuatro de marzo. El conde de la Cortina extrema sus adulaciones dando un baile en honor de Sus Altezas Serenísimas. Una espléndida decoración floral cubre los muros en los huecos que dejan los espejos de suelo a techo; candeleros de gas, última palabra en iluminación, se alternan en las paredes con grandes escudos de yeso dorado, con las iniciales «SS. AA. SS.». Lanceros de uniforme verde hierba, con sus picas en alto, se alinean inmóviles a lo largo de las escaleras y en los rincones de los vestíbulos. Discurren los diplomáticos y los generales, el nuncio y el primado, los negociantes enriquecidos y los aristócratas condecorados. Para bailar la pavana, forman pareja «La Flor de México», doña Dolores de Tosta la Serenísima, que luce una túnica de seda negra bordada con perlas, y Doyle, ministro de Inglaterra, de casacón azul cargado de bordados y cruces y blanco calzón corto. Con champaña se brinda por la larga vida de Sus Altezas Serenísimas y por la perpetuidad de una situación que permite tales fandangos.

Son las dos de la mañana. Un oficial cubierto de polvo baja del caballo frente al portón del palacio condal. Los lanceros lo detienen, pues su indumentaria no es la adecuada para asistir al festejo. Con gesto resuelto los aparta y sube a saltos las escaleras. Los edecanes de Santa Anna lo escuchan y lo conducen a un saloncillo. A poco rato se presenta Su Alteza, sorprendido por la interrupción.

—¿Qué motiva esta sorpresa?

Con voz rápida el recién llegado informa: el día primero se ha pronunciado en Ayutla, del departamento suriano de Guerrero, el coronel Florencio Villarreal. Le secundan Comonfort y Juan Álvarez.

—¿Comonfort? ¿Juan Álvarez?

Dos emociones diversas experimenta el Serenísimo. Comonfort es un ingrato a quien él ha llevado de puesto a puesto en las aduanas, para que se enriqueciera, pero al que tuvo que separar hace poco de la de Acapulco, porque trabajaba demasiado aprisa. ¿Juan Álvarez? Sí, aquel general que con cuatro mil jinetes permaneció a la expectativa mientras en el Molino del Rey, Echegaray, León y Balderas se batían heroicamente contra los americanos. Como hombre está muy cerca de ser un cobarde, como militar puede ser un regular sargento, y como director de una revolución, es tan inteligente y activo como una piedra. Don Antonio se indigna contra Comonfort, se mofa de Juan Álvarez. No teme a ninguno.

—Está bien, capitán… Siento mucho que se haya molestado usted en informarme a estas horas… Lo hubiera dejado para mañana, o para pasado… ¡Señores, a bailar!

17

Más por exhibición que por necesidad, anuncia que saldrá personalmente a batir a los sublevados. Es un error, pues ya está demasiado viejo para tales andanzas. Pero aún tiene la vanidad de ser invencible y le ofuscan las ansias de gloria militar. Los sublevados serán mil y sale él con seis mil: lanceros uniformados de gala, gastadores de barbas postizas, granaderos y artilleros de Supremos Poderes… Se adelantan los cazadores, anunciando en los pueblos la aproximación de Su Alteza y ordenando se eleven arcos triunfales, que toquen las músicas, que salga la gente a rendir pleitesía al dictador. A veces, grupos de indígenas bien aleccionados desuncen las mulas del carruaje serenísimo y tiran de él por las calles. En Iguala, las autoridades le presentan el crucifijo y el misal ante los cuales juró Iturbide su plan de independencia.

Chilpancingo. Las tropas están formadas. Su Alteza les pasa revista, cuando se oye un rumor que hace que todos vuelvan los ojos a la altura: una enorme águila imperial viene descendiendo en círculos, como si buscara el mejor sitio para posarse. La ceremonia de revista se interrumpe… el águila se detiene en un árbol, luego en un poste. Algunos soldados quieren capturarla, mas a todos evita. Revolotea sobre el grupo que forman Santa Anna y sus edecanes. Todos la miran. Todos la admiran. ¿Se detendrá? ¿Dónde? Se detiene. Precisamente en el hombro del Benemérito de la Patria, del dictador, del dueño de México, del hombre de América. Posa sus garras sobre las charreteras de oro, mira con mirar de dominio, de poder, de fuerza. Y no huye cuando don Antonio levanta el brazo lentamente y la acaricia.

Aquello se interpreta como un feliz augurio de la providencia. Es el destino que quiere señalar a su hombre. Aplauden las gentes sencillas de la ciudad, aúllan de júbilo los soldados, comentan regocijados los jefes… Y cuando el suceso se divulga, cantan los poetas, suenan las campanas, se abrazan en las calles los santannistas, se dan gracias al Altísimo por esta señal precisa de su favor. Y únicamente los liberales discrepan, afirmando que el águila estaba amaestrada.

18

El terreno es hostil. Asperas montañas y clima insalubre. Los uniformes de gala se rasgan, los soldados se fatigan en inútiles marchas forzadas. Porque los rebeldes no esperan a Santa Anna. Antes de verlo, ya han huido. Abandonan la fuerte posición de Los Cajones, sin un solo disparo. Cuando intentan resistir en Coquillo, sus posiciones son tomadas a la bayoneta. Juan Álvarez, fortificado en el cerro del Peregrino, se marcha antes de que Su Alteza aparezca en el horizonte.

Los correos de México traen noticias inquietantes. Al grito de «¡Viva la Federación!» ha habido levantamientos en muchos lugares. Los ministros tratan de contenerlos con energía rayana en crueldad: confiscación de las propiedades de los alzados, incendio de los pueblos hostiles, fusilamiento inmediato de los capturados con las armas en la mano. Pero Santa Anna no confía mucho en esas medidas, porque tampoco confía en los hombres. Él medía a sus enemigos por el seso; ahora mide también a sus amigos, y a todos encuentra cortos. ¿Qué podrán hacer los ministros? ¿Detendrán la revuelta donde él no se encuentre? ¿Qué tropas le son fieles? ¿Qué amigos le quedan y cuánto tiempo le habrán de durar? Se reconoce culpable de tantos errores, de tantos abusos, de tanta tiranía, que comprende que la República se agite para repudiarlo. Para colmar su intranquilidad, en cuatro semanas ni uno solo de sus correos puede trasponer la zona que el ejército ha dejado atrás y que los rebeldes señorean. El camino se marca por correos ahorcados de los árboles.

¿Qué ha pasado en la capital? ¿Qué en los Estados? ¿Es aún el presidente de la República? ¿Algún otro plan lo ha lanzado del poder? Hace un mes que no tiene una noticia de lo que pasa más allá de Iguala. Y frente a él, en un viejo fuerte español de gruesas murallas y anchos fosos, se han refugiado quinientos hombres de Comonfort, dispuestos a sostenerse hasta la muerte. Su Alteza carece de artillería gruesa, carece de noticias, carece de decisión. Lo que le importa es regresar a la capital para ver qué ha sucedido.

Novecientos soldados atacan el fuerte de San Diego durante cuatro horas. Mantenidos a raya, se retiran. Santa Anna levanta su campo con cinco mil hombres que no han peleado, y emprende el regreso a marchas forzadas. Ahora sí lo hostiliza Álvarez, creyéndolo derrotado, pero el general fuerza el paso en el cerro del Peregrino, se abre camino por las montañas y cuando reanuda la comunicación con México, se entera de que el resto de la rebelión está aplacado, que el ejército le es fiel, que sus amigos lo esperan ansiosos por aclamarle. Ya es demasiado tarde para regresar sobre Acapulco a aplastar a Comonfort y prefiere mentir, anunciando que la rebelión está hecha trizas.

19

¡El retorno del vencedor! Ocasión solemnísima, que los cortesanos se aprestan a celebrar con extraordinaria pompa. Un ceremonial regio queda trazado después de varias horas de conferencia entre todos los ministros. Se imprime y se decreta. En Tlalpan, primera población que toca el camino del sur, estarán desde las siete de la mañana las comisiones del gobierno, vestidas a toda gala, para presentar a S. A. S. con profundas inclinaciones, la ofrenda de admiración de la patria. El pueblo será debidamente organizado para ovacionar al héroe. Camino adelante, cuando la comitiva llegue a la vista de la garita de La Piedad, comenzarán las salvas de la artillería, saldrán los grupos de batidores y los maceros del Ayuntamiento, los grandes cruces y caballeros de la Orden de Guadalupe con sus mantos azules y todas las músicas de la ciudad entonarán el Himno en honor de Su Alteza.

Así se realiza, punto por punto. Las ovaciones y las salvas de artillería, las inclinaciones y los aplausos, se suceden al paso del dictador. Los ministros se regocijan de verlo, después del gran temor que pasaron cuando ignoraban de él. Y don Antonio trae para todos un gesto duro: la expresión del hombre que no tiene nadie en quien confiar, que sabe que sus subordinados son pusilánimes, inútilmente crueles, sin más lealtad que la del interés, ambiciosos y tontos. A ninguno llama a su lado, pasa desdeñosamente entre las comisiones, contesta con frialdad el saludo de los consejeros y mantiene para ellos cerradas las portezuelas de su carruaje. Solo en él, penetra en la ciudad, silencioso y ceñudo. Y le siguen, preocupados y serviles, los cortesanos a quienes desprecia.

En honor suyo han erigido en la gran plaza un arco de triunfo. Su estatua, en yeso dorado, está en lo más alto, en medio de un bosque de palmas y de laureles. Contempla el arco, contempla su estatua. Se detiene, desparrama con lentitud, haciendo girar la cabeza, el frío reproche de su mirada. Cojeando, apoyándose en un bastón, pasa por bajo el arco. Nadie se atreve a seguirlo. Penetra en la catedral donde medita largamente, indiferente al Te Deum que le canta el arzobispo. Y todavía tiene que soportar una ceremonia de felicitaciones en Palacio, escuchando las bajezas de aquella gentuza a la que es indispensable su presencia y su desprecio.

Cuatro días después un huracán derriba el arco. La estatua de yeso se estrella en el empedrado. Su Alteza, más serenísima que nunca, no se inmuta ante el augurio. Sonríe con un rictus de amargura. En momentos parece desear el fin de tanta farsa.

20

Los federalistas incitan en todas partes a la rebelión. El ejército no responde. Son masas improvisadas las que combaten al dictador. Les falta disciplina, cohesión, plan militar, resistencia. En realidad, la rebelión es más ideológica que militar. Santa Anna la desprecia. Sigue bailoteando y bebiendo en los festines. Su preocupación es ignorar los sentimientos del pueblo. Simula que los desconoce, ríe y bromea, pero nadie mejor que él los adivina y comprende su justificación. No tiene armas para combatir esos sentimientos. Sería necesario arrojar lejos de sí al partido conservador, llamar al Congreso, respetarlo, obedecerlo, suprimir la pompa de sus actos, gobernar con austeridad y con apego a la ley. Así creyeron los liberales que podía hacerlo, pero íntimamente está convencido de que hasta es inútil intentarlo. Entonces, conservar la dictadura mientras se pueda.

La rebelión no se aplaca ni progresa: se alarga como si no fuera a terminar nunca. Combatirla militarmente casi no tiene objeto: los alzados se retiran siempre, atacan de improviso, se dispersan, se rehacen, atacan de sorpresa y se van.

Su Alteza comienza a perder la serenidad y la paciencia. Sus conferencias con los prohombres del partido conservador son cada vez más agrias. Les reprocha que le engañen, presentando un cuadro de apoyo popular que no existe. Les amenaza con irse cualquier día, a cualquier hora, y dejarlos solos frente a la situación. Y para retenerlo los conservadores preparan una nueva farsa: el plebiscito. El día 1° de diciembre los ciudadanos deberán votar si «el actual Presidente de la República ha de continuar en el mando supremo de ella con las mismas facultades que hoy ejerce».

En las casas consistoriales de cada municipio se pone una mesa con un libro para las firmas por la afirmativa, y otros para las de la negativa. Los gobernadores coaccionan al pueblo, los jefes militares lo oprimen, y para que no vote con libertad, lo amedrentan los jefes políticos, los comandantes de policía, los esbirros y los soldados. Los libros de la negativa quedan cerrados y en blanco.

Cuatrocientos mil votos falsos son el presente del Partido Conservador a Su Alteza Serenísima.

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Comonfort ha ido a Estados Unidos a obtener dinero. Obtenido, ha comprado armas y ha vuelto. La rebelión crece. Las llamaradas del sur, las de Michoacán, las de Tamaulipas, forman sobre el palacio de Su Alteza un toldo de peligro. Los jefes del ejército no pueden contener el incendio, unos por ineptos, otros porque comienzan a alejarse de la dictadura. El general Zuloaga cae prisionero de los federalistas, de manera casi voluntaria. Y Santa Anna, que desconfía de todo el mundo, vuelve a salir a campaña. Ha cumplido los sesenta años y está inválido, pero no tiene más salvación que la que él mismo se procure.

Primero a Iguala, con tropas. Marchas inútiles tras un enemigo que no da la cara nunca. Comonfort está en Michoacán. ¡A buscarlo! Igual táctica: nada de batallas, nada de sitios. Sorpresas, albazos, dispersión, nada más. En Morelia esperan al dictador arcos triunfales, pueblo que desunce los caballos y tira de su carruaje, repiques y vivas a «Antonio Primero». No es eso lo que él busca. Ya está harto de ello. Busca a ese enemigo que es como humo, asfixiante, pero impalpable. Comonfort está en Ario y Santa Anna se dirige a Ario. Tempestades, aguaceros y neblinas es todo lo que encuentra. Se aplica el comentario real sobre «La Invencible»: «He venido a combatir a los hombres y no a los elementos».

Cuando llega de regreso a la capital, rehuyendo todo homenaje, fastidiado y colérico, no ha recogido un solo triunfo en el campo extensísimo de la rebelión. Está convencido de su fracaso. No puede ya imponerse sobre el pueblo ni puede engañarlo. La tiranía no trae la calma ni la mano de hierro la felicidad.

Y la gente comienza a hablar de que Santa Anna se va.

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Su Alteza ha convocado al Consejo de Gobierno. Van llegando los ministros, los prelados, los generales, los Grandes Cruces de la Orden de Guadalupe. Cuando están reunidos, inquietos, ignorantes de los deseos del dictador, éste se los explica con voz apagada. Renunciar o dictar una constitución. Irse o llamar al Congreso.

Uno a uno, los consejeros van hablando. Todos parecen haberse puesto de acuerdo. Y es Bernardo Couto el que precisa, opinando que se debe combatir a la rebelión federalista hasta vencerla o sucumbir. Todo antes que la constitución, todo antes que el Congreso. Y Su Alteza tiene que continuar donde está. El partido lo trajo, lo puso y lo sostuvo. Ahora, él debe sostener al partido. Santa Anna ya no es un individuo: es una bandera, un símbolo. Ya no puede hacer su voluntad. Está ligado, atado, encadenado a un partido que es peor que él mismo.

Los movimientos de cabeza de los demás consejeros, las voces de aprobación, algún aplauso, demuestran que la opinión es unánime. Que don Antonio no puede irse, que está obligado a caer junto con todos, que no se transija con los federalistas ni en una línea. Luchar hasta el fin.

Porque los conservadores no han encontrado todavía otro brazo militar. Mientras surge un caudillo más joven, necesitan de Santa Anna más de lo que en estos momentos Santa Anna necesita de ellos. El quiere irse, él puede irse, pero el partido no. Tiene mucho que defender aquí. Por eso se pretende obligarlo a que se bata hasta el fin, cuando ya él no tiene ganas.

Retira su renuncia. No insiste sobre la constitución. Y todavía, con la pompa usual y una sonrisa un poco rígida, pone la primera piedra del ferrocarril de México a Tampico.

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Turbaco… los plantíos de caña… el ganado que pace, indiferente a la lluvia monótona… Su Alteza piensa, sueña… Los ministros le llevan decretos para aplicar toda la crueldad de las leyes militares, no sólo a los rebeldes capturados, sino a los enemigos sospechosos. Su Alteza firma y piensa en La Rosita, en su hamaca, que se balancea suavemente entre las argollas de don Simón. Le llevan el informe de que se ha agotado en combatir la rebelión, el dinero que Estados Unidos dieron por el Valle de La Mesilla. Su Alteza mueve la testa en señal de enterado y piensa en las buenas monedas que le deja su cosecha de tabaco. Le relatan las derrotas de sus tropas en Michoacán y San Luis Potosí, y recuerda la capilla que mandó construir para que en ella repose para siempre su incompleta osamenta.

—¡Hay que resistir! ¡No hay que transigir! ¡Su Alteza debe continuar en el poder hasta el triunfo o la muerte!

—¡Vayan al infierno!

A las cuatro y media de la mañana del 9 de agosto el hombre del destino sale del Palacio en su carruaje, en medio de cincuenta lanceros. ¡Al galope!

Cuando el Consejo se da cuenta, don Antonio va muy lejos, dormitando medio hundido en los almohadones de su litera.

Veracruz, el vapor de guerra Iturbide, el mar… Turbaco…