Caos y dictadura

1

La «Guerra de los Pasteles» no impide que continúe la práctica de los pronunciamientos. En todos lados aparecen los «planes» contra Bustamante, contra la constitución centralista, contra el gabinete. El once de diciembre renuncian los ministros, quedando por tres días la nación sin gobierno, porque el sistema central establece que no es el presidente, sino el gabinete, el que rige al país. Dos nuevos ministros, Gómez Pedraza y Rodríguez Puebla, proponen reformas a la constitución, renovando la de 1824 y suprimiendo el «Poder Conservador».

En la capital, se suceden los motines. Una multitud pone libre a don Valentín Gómez Farías y hace irrupción en el Palacio de Gobierno y en el Congreso, gritando vivas a la federación. El Congreso integrado para conservadores de la más pura sangre, se niega obstinadamente a derogar el sistema central. Renuncian Pedraza y Rodríguez Puebla. La agitación crece en todo el país. El general Urrea, vencedor de los texanos en Presidio, y el general Mejía, que favorecía a los mismos texanos, se ponen de acuerdo y se pronuncian en Tampico. Bustamante decide salir personalmente a batirlos. El poder conservador llama al general Santa Anna para que ocupe interinamente la presidencia, afirmando que tal es la voluntad de la nación.

2

El trágico cómico, después de teatrales estaciones en varias ciudades, espera el domingo 17 de febrero para llegar a la capital. Día festivo. Otra entrada triunfal. Todo el mundo a la calle. Una legua de carretera, llena de coches. Toda la «gente decente» en espera de su protector. También la masa del pueblo, afecta a los desfiles. Gran desfile, ciertamente: batallones con sus músicas al frente, tocando un himno recién compuesto en honor del héroe de Veracruz, regimientos de artillería, regimientos de granaderos y gastadores, caballería suriana vestida de gamuza amarilla. Otra vez los repiques y las salvas, los arcos triunfales y los cohetes. El mutilado salvador de la patria, lánguidamente recostado en una suntuosa litera, pálido, dejando ver el pantalón vacío, la pierna tronchada por el cañón francés. Apenas tiene impulso para contestar, con lento ademán, las ovaciones del público. Nunca ha aparentado mayor sacrificio al aceptar la presidencia. Los poetas lo elevan a lo sublime; pero disimuladamente, ocultándose de los polizontes, los liberales hacen circular entre la muchedumbre sus impresos, recordando San Jacinto.

3

Ya Bustamante comienza a arrepentirse de salir a campaña dejando la presidencia. Se da cuenta de que el astuto don Antonio, con su mutilación y sus partes autobombásticos, ha recobrado la perdida popularidad. Es capaz de quedarse con el gobierno y no soltarlo. Todavía no toma posesión de la presidencia y ya se celebra en su casa una junta con diputados, senadores, ministros, obispos y generales para discutir las reformas a la constitución. Hay quien proponga que una vez el Benemérito en el poder, dicte la constitución a su gusto, bondadosamente, paternalmente, en un gran rasgo de desinterés «como Luis XVIII en 1814».

Don Anastasio cambia de parecer: no saldrá a campaña ni entregará la presidencia. Cuando va a anunciarlo a Santa Anna, éste se levanta de su lecho y en equilibrio sobre el pie que le queda, exclama:

—Yo no he llegado aquí para quitar a V. del puesto que ocupa. He sido traído sin pretenderlo. Pero le aconsejo como amigo que se vaya a Tampico, porque si no el mal tomará mucho cuerpo y cuando quiera V. no podrá remediarlo… Si V. no va, iré yo…

Bustamante se apena y se marcha al frente de las tropas. Y don Antonio, presidente por quinta vez, pretende demostrar que sí ha hecho un gran sacrificio en salir de su hacienda: el día de la toma de posesión se finge enfermo y son los ministros quienes se presentan en Congreso para prestar, en su nombre, el juramento.

4

Le han dejado un hueso duro. Gobierno sin fondos. Descontento por la paz con Francia. Descontento porque Bustamante se va. Descontento si Bustamante se queda, descontento porque sí y descontento porque no. Alegando que su herida está mal curada, el Benemérito gobierna desde su cama. Ha perdido un pie, pero le queda la mano, dura y pesada como de hierro. «Providencias terribles, pero eficaces.» Persecución y arresto de toda persona, sin distinción de fuero, que de palabra o por escrito turbe la tranquilidad pública. Clausura de El Cosmopolita, El Restaurador, El Voto Nacional y otros periódicos. Ningún circulador de noticias alarmantes se escapa. Aquel padre Alpuche, revoltoso en otra ocasión, sufre un encierro en el convento de Tepozotlán por hablar demasiado. Todo el mundo calla, pero como siguen llegando malas nuevas, se extienden por medio de caras pálidas y ojos asustados.

5

Urrea y Mejía no esperan a Bustamante, que marcha a batirlos con rapidez de caracol. Se embarcan, toman tierra cerca de Veracruz, y mientras don Anastasio los busca por Tampico, ellos aparecen cerca de Puebla. Rumbo a México, a marchas forzadas.

El presidente interino brinca del lecho. Se rodea de ayudantes. Expide una orden tras otra. En dos días reúne un ejército, dinero, provisiones. Nadie más que los militares se enteran de lo que está haciendo. Sin pedir permiso al Congreso, sin dejar la presidencia a pesar de que la constitución ordena que no se puede ser el presidente y actuar en mando de tropas, sale en su litera a todo galope rumbo a Puebla. Llega a tiempo: los presos han intentado fugarse para engrosar las filas de los rebeldes, la escasa guarnición está a punto de flaquear, la ciudad vive alarmada, las avanzadas de Urrea aparecen en los cerros. «Si tres horas después hubiera llegado, encontrara la ciudad pronunciada.»

Las tropas y el pueblo se aglomeran frente a la posada. Hay incertidumbre y temor. Para animar aquella multitud silenciosa, el aparatoso don Antonio hace acercar su lecho a la ventana, se incorpora, apoyándose en los hierros del balcón. Deja ver, al disimulo, su pierna trunca y habla del sacrificio de su vida y de la última gota de su sangre. El público se conmueve ante el espectáculo del inválido que arrostra las más grandes penalidades y peligros por salvar a la patria. Resuenan los vítores y los aplausos. La ciudad se vuelve santanista en un instante. Y las tropas salen a campaña, rápidas y entusiastas.

6

«Si con un compás hubiera trazado su plan de operaciones, no hubiera salido más exacto.» Tiene, además, el gran acierto de no dirigir personalmente la batalla. El general José María Tornel, como su segundo, la dispone; el general Gabriel Valencia, al mando de dos columnas, la realiza. Escenario, la hacienda de San Miguel «La Blanca». Cañoneo, fuego de fusilería, carga a la bayoneta, huida de los jefes rebeldes, rendición de la tropa.

Ha caído prisionero el general José Antonio Mejía. Nacido en Cuba, hizo toda su carrera en el ejército mexicano. Fue ayudante de Santa Anna en los días de la lucha contra Barradas. Fue su secretario en aquella campaña de Oaxaca; fue uno de los que se vistieron de monjes en el ardid del convento de San Francisco. Participó en otros tres o cuatro pronunciamientos, ayudó a los rebeldes texanos, estuvo desterrado. Y ahora, es prisionero de su antiguo jefe. Regala su reloj y ocho onzas de oro al capitán Montero, que lo capturó. Duerme dos horas y media bajo unos árboles.

Antes de la batalla, el ministro de Guerra había ordenado que todos los jefes que cayeran prisioneros murieran frente al paredón. La orden afecta a Mejía, que supone procede del Benemérito. Comenta:

—Santa Anna hace conmigo lo que yo hubiera hecho con él. Sólo que él me fusila tres horas después de la captura… Yo le hubiera fusilado en tres minutos…

Mal pensamiento, porque sus días de triunfo, sus galones, sus cruces, su prosperidad, se los debe a Santa Anna. Todavía tiene ocho pesos de plata para los soldados que lo van a ejecutar. Coloca su mascada de seda en el suelo y se arrodilla. Dos linternas lo iluminan, pues son las ocho y media de la noche cuando suena la descarga.

7

Salvas y repiques en México. Un capitán de cada cuerpo de la guarnición se adelanta a felicitar al victorioso general en jefe. Tras ellos se apresuran los comisionados del Congreso, que como triunfó, le disculpan que se haya ausentado sin su permiso. Otra entrada triunfal. Desfile y cañonazos, colgaduras de terciopelo en Palacio Nacional, en el Ayuntamiento y en los demás edificios públicos. Por la noche, gran iluminación.

«Santa Anna llegó en esos días al apogeo de su gloria. Su casa parecía la morada de un príncipe…» Entre banquete y sarao, entre b£amaños y homenaje, se va a solazar a San Agustín de las Cuevas, en la lid de gallos «que lo enajena», «y por cierto que hace un papel tan desairado, como brillante lo hace al frente de un ejército». Apuesta montones de oro, disputa con los galleros, se codea con los plebeyos, se torna iracundo cuando pierde, insolente cuando gana. Capaz de arrojar sus condecoraciones a las patas de los gallos, si no le quedan monedas en el bolsillo, y de jugar su gloria contra la fortuna, a un «giro» que aletea en el centro de la arena.

Tal es su amor por los gallos, que un día, celebrando acuerdo con su ministro de Justicia, el arzobispo Portugal, un ayudante interrumpe la conversación para decir unas palabras en voz baja al oído de Su Excelencia. Silencio angustioso. Santa Anna se pone en pie y se precipita hacia la salida. Apenas pierde un segundo en disculparse.

—Noticia grave… Perdone Su Ilustrísima que me ausente…

La noticia grave es que «Cola de Plata», el lidiador predilecto, está enfermo.

8

Pronunciamiento en Guadalajara. Pronunciamiento en Durango. Pronunciamiento en Coahuila. Urrea no quiere esperar la suerte de Mejía y se rinde. Preso al castillo de Perote, de donde después se escapará para encabezar otro pronunciamiento. Los bustamantistas claman por el regreso de su jefe a la presidencia, los federalistas insisten en que se reforme la constitución. El Congreso y los ministros entran en pugnas. El clero se agita misteriosamente. El poder conservador no sabe a punto fijo cuál es la voluntad de la nación. Sigue la penuria del Gobierno. El benemérito presidente ha perdido en los gallos. Lo abruman las comisiones, una que pide una cosa, otra que solicita la contraria. Él no quiere tomar determinación alguna, porque teme que al regresar Bustamante la rectifique.

«Su falta de salud y el abandono en que están sus intereses en Veracruz exigen que se retire a cuidar de ellos y mudar de clima. Hállase muy extenuado y se teme una tisis…» No es cierto. Para salir a campaña y ver pelear los gallos, está bueno y sano. Son los negocios públicos los que lo fastidian. Ni siquiera aguarda el regreso de Bustamante. Entrega la presidencia al general Nicolás Bravo, porque se le ocurre, y se marcha a su finca. Desfile, salvas, repiques…

9

Prevalece «una continua revolución, una constante inquietud». Los jefes de los diversos partidos, en lucha contra el que está en el poder. Finalidad: lanzar al que lo ocupa, para colocarse en su lugar. «Santa Anna, Bustamante, Gómez Pedraza, Bravo, Álvarez y otros, se hacen mutuamente una guerra sorda…» Multitud de programas políticos, de planes revolucionarios y de proclamas. «Espantoso caos, verdadera anarquía en que todos mandan y ninguno obedece.» Guerra civil en todas partes. «Bosque impenetrable de sucesos.»

10

Los texanos envían a Bernardo E. Bee para que gestione el reconocimiento de su independencia. «La única razón con que pretendió justificar el alzamiento, fue la de que a los colonos no se les permitía tener esclavos.» Fracasa y se retira, dando las gracias «por las atenciones con que se le había tratado».

Francia reconoce la independencia de Texas. Inglaterra, la que en sus bases para el reconocimiento de México estipuló la abolición de la esclavitud, la que había gastado inmensas sumas para extinguirla en sus dominios, la que emancipó a los esclavos de Jamaica pagando a los dueños la libertad de cada siervo a precio de oro, reconoce la independencia Texas, donde prevalecerá la esclavitud por veinte años más hasta que Lincoln la borre a fuerza de cañonazos.

11

Sublevación en Celaya. Sublevación en Tampico. Yucatán y Campeche se afirman independientes de México y conciertan una alianza con Texas, declarando, aunque sin realizar, el bloqueo de todos los puertos mexicanos del golfo.

1840. El 15 de julio se pronuncia en la capital el general Urrea. Con doscientos hombres, descalzados para no hacer ruido, llega al Palacio Nacional, donde el capitán de la guardia «duerme como un galápago». El presidente Bustamante brinca de la cama y empuña la espada.

—No tema V., mi general, yo soy Urrea…

—Es V. un pícaro ingrato. Si es V. hombre, bátase conmigo cuerpo a cuerpo…

El oficial Felipe Briones ordena a la tropa hacer fuego sobre el presidente. El oficial Marrón la contiene. Bustamante queda prisionero en Palacio.

Don Valentín Gómez Farías pasa a ponerse al frente del pronunciamiento. Pero el general Juan Nepomuceno Almonte, ministro de la Guerra, y el general Gabriel Valencia organizan las tropas para sostener al gobierno. Cañonazos de un punto a otro de la ciudad, escaramuzas en las calles, pláticas, conferencias. Gómez Farías y Urrea escriben su plan para restablecer la constitución de 1824 y reformarla de acuerdo con las tendencias liberales posteriores. Doce días de combate. Las balas cruzan la ciudad en todas direcciones, caen sobre las casas, matando a los pacíficos que en nada se meten. Cadáveres de soldados se pudren en las calles. La guarnición se refuerza con tropas de Puebla, Toluca, Cuernavaca, Chalco, Texcoco… Y Santa Anna comunica que sale de Veracruz con mil hombres. Se le espera «con ahinco» por ambos partidos. «Los alzados se prometían ponerlo a la cabeza de sus fuerzas para que concluyese su intentona; y los gobiernistas, para restablecer el orden». El Benemérito se decide en favor de Bustamante y los pronunciados capitulan. Gómez Farías se va al destierro, una vez más.

12

«El disgusto general crece y el gobierno, por su inacción, se desprestigia. El contagio separatista de Yucatán amaga a Chiapas y a Oaxaca. Gutiérrez Estrada predica, por un folleto bien parlado, la necesidad de la monarquía.»

Cada acto del Gobierno, sobre aranceles, sobre cultos, sobre educación, sobre lo que sea, produce una lluvia de quejas que caen sobre Manga de Clavo. Con tal de quitar a Bustamante, hasta los enemigos de Santa Anna acuden a Santa Anna. El Gobierno, para distraerlo, le encarga la reconquista de Yucatán y Tabasco, poniendo a sus órdenes un potente ejército.

La escuadra texana, en pacto de unión con Yucatán, se aprovisiona en sus puertos y prepara el bloqueo y desembarco en Veracruz. Ulúa está en ruinas, apenas desescombrado después del cañoneo de Baudin. Inútiles los cañones, «la guarnición cubierta con harapos, sin paga e incapaz de prestar el menor servicio». El incansable pone treinta mil pesos de su bolsillo para comprar dos bergantines y armarlos de guerra, organiza las tropas, concede descuentos a quienes paguen sus impuestos retrasados y queda listo para obrar en cualquier dirección a la primera noticia de hostilidades de los texanos. Pero…

13

1841. 4 de agosto. El general Mariano Paredes Arrillaga se pronuncia en Guadalajara, para que se haga cargo del gobierno «un ciudadano que merezca la confianza del Poder Conservador, facultado extraordinariamente». Si fuera él mismo, mucho mejor.

31 de agosto. El general Gabriel Valencia, que había salvado a Bustamante un año antes, se pronuncia, ocupando la ciudadela de México. Que se reúna el pueblo y en comicios «al estilo de Roma», elija al presidente de la República.

Bustamante, desconfiado de todo el mundo, concentra sus sospechas en Santa Anna, quien ha estado conjurándolo para que oiga «el grito penetrante de un pueblo generoso, cansado de sufrir» y que se ofrece como un «mediador pacífico» para evitar «la grande catástrofe que se anuncia», pero haciendo responsable al gobierno de la sangre que se derrame, «de un solo tiro que se dispare, de la más pequeña violencia que se cometa contra el general Paredes y demás jefes». No es la forma como un militar puede hablar al presidente de la República y éste, en vez de contestarle, envía oficiales de su confianza con instrucciones de ocupar la fortaleza de Perote, que retira de la jurisdicción de Veracruz para ponerla en la de Puebla.

El mutilado general se adelanta: ocupa Perote y declara al presidente culpable de haber violado la constitución. «En consecuencia, no reconozco al citado general como jefe del ejército ni como Presidente de la República…»

Curioso señor Santa Anna, que nunca hizo caso de la constitución y que ahora se duele tanto de que alguien le imite. Sus defensores alegan que todo ciudadano tiene el derecho inalienable de insurrección para el bien de la patria como lo afirma el rey don Alfonso el Sabio, en la Ley 25, Título 3 de la Segunda Partida, que ordena a todos los españoles «que non le dejen facer al rey cosas a sabiendas por que pierda el alma, sin que sea a grand daño de su reino» y que aquellos «que de estas cosas le pudieren guardar y non le quisieren facer, dejándole errar a sabiendas et facer mal su facienda… farían traición conoscida…».

14

Bustamante cree neutralizar la rebelión iniciando la convocatoria para un Congreso que realice las reformas a la constitución y que entretanto «continúe gobernando la República el actual Presidente, asociado con los Beneméritos de la Patria don Nicolás Bravo y don Antonio López de Santa Anna». Demasiado tarde. Aun el Poder Conservador rechaza su proyecto.

La falta de un pie no impide a Santa Anna avanzar de prisa. De Perote salta a Puebla, y como Bustamante se apresta a salir a combatirlo dejando como presidente a don Francisco Javier Echeverría, da una vuelta y se posesiona de Tacubaya. Otra vez cañonazos sobre la capital, de un extremo a otro. Se combate durante veintiocho días. Prácticamente, no hay gobierno, porque Echeverría se esconde sin despedirse de nadie y los ministros le imitan.

El caudillo veracruzano, hospedado en el palacio del arzobispo, en Tacubaya, asume el mando de todas las tropas sublevadas y formula este plan: cese de todos los poderes existentes en virtud de la constitución de 1836, excepto el judicial; nombramiento por el jefe de la revolución, de una junta que después designará «con entera libertad» a la persona que deba hacerse cargo del ejecutivo; y un nuevo congreso constituyente.

Entonces, don Anastasio, el gran jefe del centralismo, quien no tiene ya en quién apoyarse, se agarra de una brasa ardiendo: ¡se vuelve federalista! Forma sus tropas frente al Palacio Nacional y declara en vigor la constitución de 1824 y presidente al general Melchor Múzquiz, cabeza del poder conservador.

Al mismo tiempo, el general Almonte, ministro de la Guerra, se pronuncia por otro plan: también se ha vuelto federalista, mas propone para presidente de la República al que lo es de la Suprema Corte de Justicia.

A distancia de diez kilómetros, en una ciudad cañoneada por todos lados, tres ejércitos, con tres planes y tres presidentes distintos. Cinco días más de pelea por un rumbo y por otro. Por fin, Bustamante tiene que ceder y firma un convenio para establecer «las relaciones íntimas y cordiales que deben reinar entre todos los mexicanos» y deja las tropas al mando de Santa Anna, quien acepta el compromiso de que «ni ahora ni nunca podrán ser molestados por sus opiniones emitidas de palabra o por escrito, y por sus hechos políticos, tanto los ciudadanos militares como los no militares». Bustamante se marcha al destierro, siguiendo las huellas, aún frescas, de Gómez Farías.

Conforme a las bases de Tacubaya, Santa Anna nombra los miembros de la Junta, y esta Junta, obrando con «entera libertad», nombra presidente de la República ¡al general Antonio López de Santa Anna!…

Sexta vez.

15

Nueva entrada triunfal. El gobernador está tan impaciente por cumplimentar al victorioso caudillo, que se sale de las garitas, límites de la ciudad. El Ayuntamiento le hace pasar bajo un arco formado por los maceros. El arzobispo y todo el cabildo se aprestan a recibirlo a las puertas de la catedral, donde los tiene esperando media hora. Entra en el templo bajo palio rodeado de generales y ministros y seguido por un batallón de granaderos que conservan sus chacos puestos y que nacen retemblar las naves con el redoble de sus tambores y sus toques de trompetas. Durante el Te Deum, Santa Anna pide que lleven su sillón, alegando su invalidez, y se sienta con tranquilidad como si fuera el mismísimo arzobispo.

Cuando presta el juramento, tiene la hipocresía de afirmar que se inicia para el país una era gloriosa y brillante, porque el despotismo ha caído para siempre.

16

A los pocos días comienzan a llegar las protestas. Las asambleas departamentales de Jalisco, Guanajuato, San Luis y Aguascalientes, se indignan por la elección, sosteniendo que primero debe convocarse a un nuevo congreso. Santa Anna se encoge de hombros y ejerce la dictadura militar en forma absoluta, pues «no solamente hace desaparecer los principios radicales del federalismo, sino hasta las apariencias de legalidad, al destruir la constitución». ¡Y los federalistas, que habían aceptado formar en su gabinete, creyendo que podrían conquistarlo y dominarlo!

Su conducta es «enteramente desprovista de sentido común». Legisla a su antojo, sin plan ni método. Cada disposición suya remueve algún odio o provoca otro nuevo. Cesa a todos los empleados que no se han adherido al plan de Jalisco y las Bases de Tacubaya, manda realizar una leva de quince mil hombres sin distinción de personas. Por las noches, los soldados pescan a los parranderos y les encasquetan el chacó. De los campos llegan caravanas miserables de centenares de nuevos soldados, seguidos por sus mujeres y sus niños, hambrientos. Se acaba el dinero del Gobierno. Los empleados abandonan las oficinas para buscar el sustento en otro trabajo, los jueces se dedican a vender la justicia. Y Santa Anna selecciona mil doscientos hombres para formar una guardia de granaderos, que uniforma a todo lujo, con paño fino, correas de charol y gorros de medio metro de alto, forrados con piel de oso.

17

El único que tiene dinero es el clero. Que ayude a los gastos oficiales. Después de muchos regateos, Santa Anna obtiene de los prelados cincuenta mil pesos mensuales. No le bastan. Solicita un préstamo de un millón, del que no le dan sino doscientos mil pesos. Entonces, vende haciendas de propiedad eclesiástica, confisca la existencia de plata de los jesuitas, despoja a los juaninos de la Hacienda de Tepujaque para regalársela al general Valencia, a quien además concede la administración del fondo piadoso de las Californias, quitándola de manos del arzobispo.

De esta manera, en poco tiempo se pone mal con los federalistas, con los centralistas, con el clero, con el pueblo, con los empleados, con los católicos y con los capitalistas, a quienes constantemente exige dinero. No tiene otro apoyo que el ejército, brillante en la metrópoli, harapiento y muerto de hambre en las provincias.

En cierta ocasión que no tiene dinero para los gastos de Palacio, manda un recaudador con un piquete de soldados, a «pedir prestado» todo el dinero que haya en el más próximo convento de monjas.

18

Es un desequilibrado, pero genial. Con la misma cabeza piensa y con la misma mano firma errores y aciertos. Establece un tribunal mercantil y restaura los de minería. Reúne una junta de legislación que redactará nuevos códigos, otra junta que formulará el plan de estudios para la instrucción pública, concede el permiso para la construcción del primer ferrocarril en la República y mira iniciarse los trabajos. Construye un mercado y un teatro, al que se sirve otorgarle su nombre. Se apasiona por las obras materiales. Hace un concurso para decidir quién sabe empedrar mejor las calles y se pasa las horas viendo a los jornaleros trabajar. Por la tarde, sale en una carretela abierta, precedida de batidores, tirada por cuatro caballos blancos y rodeada de húsares uniformados de todos colores y armados de lanzas con largas banderolas, a inaugurar los nuevos pavimentos.

19

La sociedad rica se encanta con el boato que Santa Anna imprime a la vida oficial. A las peleas de gallos en San Agustín de las Cuevas van las damas con sombreros de plumas y con diamantes en todo el cuerpo. De diario, los militares andan uniformados de gala con todas sus condecoraciones. Carretelas traídas de Europa llenan los paseos. Los banquetes y saraos se suceden sin interrupción. Una compañía italiana de ópera canta noche a noche en el Teatro Santa Anna las últimas partituras y aplauden los señores vestidos de etiqueta y las damas de brazos enguantados y busto desnudo.

Terribles contrastes. Yucatán se ha declarado república independiente. Los Estados Unidos amenazan apoderarse de las Californias y hacen elevar las reclamaciones de sus ciudadanos, contra el gobierno de México, a la cantidad de $8.49l,603, ni un centavo menos. Reclaman indemnizaciones los ingleses, reclaman los franceses, reclaman los españoles, reclaman todos los países que tienen cuando menos un barco de guerra. El gobierno empeña los ingresos de las aduanas, aprieta los tornillos al clero para sacarle oro y deja de pagar sus cuentas. El excelentísimo señor presidente se va a la feria, a apostar a favor de sus gallos favoritos una pilas tan altas de monedas de oro, que a veces se pierde el equilibrio y ruedan los rubios discos por la arena ensangrentada por los emplumados gladiadores.

20

Mientras el general inválido juega a los gallos, se efectúan las elecciones de nuevos diputados y el gobierno las pierde: ganan los federalistas del partido liberal. Santa Anna hace como que no se da cuenta de que el Congreso es federalista y al inaugurarlo, le hace la recomendación de que no adopte el sistema federal. Habla precipitadamente, porque lo está esperando a la puerta la carretela dorada, con los piafantes corceles blancos, los batidores y los húsares. Todavía están los diputados asombrados con la audacia o la inconsciencia del presidente, cuando el cortejo galopa hacia San Agustín de las Cuevas.

21

El 13 de junio, onomástico de Su Excelencia, es día de grandes festejos: por la mañana, desfile y simulacro militar. El aeronauta Acosta sube en un globo adornado con la bandera nacional y el retrato de don Antonio. Tamborazos y salvas de artillería. Al mediodía, besamanos en palacio: el presidente, acomodado en un trono que Iturbide ordenó a París y que llegó mucho después de su caída, recibe los homenajes bajo un dosel cargado de galones dorados. Serenatas al pueblo en todos los parques, función de ópera para el alto mundo, con aglomeración de uniformes, diamantes, pecheras bordadas de oro y espaldas desnudas. Un gran banquete con los generales, los ministros, el arzobispo, los diplomáticos y frente a frente de Santa Anna, el hombre que subió en el globo.

22

Más fiestas el once de septiembre, aniversario de la rendición de Barradas. Desfile de uniformados, cañonazos y Te Deum. El dieciséis, aniversario de la independencia, otra fiesta. Te Deum, cañonazos y desfile. El veintisiete, en recuerdo de la entrada del ejército trigarante, otra fiesta. Desfile, Te Deum y cañonazos…

Y el gran suceso: el pie que cayó cortado por la metralla francesa en Veracruz, ha sido desenterrado de Manga de Clavo. Una comitiva de todos los ministros, todos los estados mayores, todas las tropas, los niños de las escuelas, la artillería, los cadetes del Colegio Militar, las músicas y curiosos de todas las clases sociales, lleva los venerables trozos de canilla y demás huesos al cementerio de Santa Paula. Un lujoso cenotafio los espera. Don Ignacio Sierra y Rosso, inspirándose en Milton, cubre su elocuencia de sombra y de luto, pero envidia a Quintana el sonoro y robusto acento, para hacer desfilar a los vencedores de Maratón y de Platea, a los manes de Tarsíbulo, Harmodio y Timoleón, Leónidas y Turena, y declarar que el nombre de Santa Anna durará hasta el día en que el sol se apague y las estrellas y los planetas todos vuelvan al caos donde durmieron antes.

El general, vanidoso, comprende que no se ve bien con pata de palo y se estrena una magnífica pierna postiza, calzada con bota napoleónica de lustroso charol.

Aumentan los impuestos: un real por cada rueda de coche, un real por cada perro, un real por cada ventana que se abra a la calle, un real por cada canal que arroja las aguas que la lluvia deja caer sobre las azoteas. La agricultura está gravada con el setenta y cinco por ciento del valor total de las cosechas.

El Congreso, preparando la nueva constitución, vota por el sistema federal.

23

La situación, brillante en aspecto, es desesperada. Ya es tiempo de enfermarse. Que las responsabilidades de lo que venga, caigan sobre otro. Se prepara la litera para emprender el viaje a Manga de Clavo. El consejo de gobierno, formado por un representante de cada provincia, opina que Santa Anna no debe retirarse mientras no esté lista la constitución, porque sobrevendría la anarquía. Pero él no hace caso del Consejo, como no hace caso de nadie. Y se limita a anunciarle que ha designado presidente sustituto al general Nicolás Bravo, aquel a quien aprehendió en Tulancingo, metiéndose en la plaza durante un armisticio. El Consejo se inclina. Todavía, antes de marcharse, deja firmados unos cuantos decretos descabellados para que Bravo los vaya poniendo en vigor paulatinamente.

24

Mientras don Nicolás deja correr los acontecimientos, Santa Anna gobierna, o más bien, intriga, desde Manga de Clavo. Le es imposible aguantar a ese Congreso federalista, que trata de quitar el poder de las manos de un solo hombre para dárselo por completo a la nación. Por conducto de Tornel, su fiel secretario de Guerra, el Excelentísimo dirige la maniobra. Salen enviados a preparar pronunciamientos en toda la República, en contra del Congreso, que trabaja rápidamente, febrilmente, para terminar la constitución.

Rebeliones en Huejotzingo, San Luis Potosí, Puebla, Querétaro… Pronunciamiento en la ciudad de México. Bravo disuelve el Congreso y convoca a la formación de una junta de notables que preparará otro proyecto de constitución, rigiendo mientras tanto las Bases de Tacubaya. El general Valencia preside la junta, que principia a trabajar el seis de enero de 1843, bajo la protección de los Reyes Magos.

Siguen llegando órdenes de Manga de Clavo: que sean disueltas las juntas departamentales que protestaron contra la disolución del Congreso; que se restrinja la libertad de imprenta; que continúe la leva; que se sigan confiscando bienes eclesiásticos. Y de nuevo, los descontentos con lo que Bravo dispone por indicaciones de Santa Anna, acuden a Santa Anna para que lo quite.

El desequilibrado genial vuelve a la presidencia. Cinco de marzo de 1843. Séptima vez. Recepción en la carretera, besamanos en Palacio, desfile. Un cometa que pasa brillante por el cielo de México da ocasión a nuevas adulaciones a Santa Anna. Símil certero.

25

Los federalistas continúan inquietos. Se descubre una conspiración en Tamaulipas. Por orden del presidente van a dar a la cárcel Gómez Pedraza y algunos de los jóvenes liberales: Riva Palacio, Otero, Lafragua. Nuevos cuerpos de tropas: coraceros de petos relucientes y cascos adornados con piel de tigre y largas crines de caballo. ¡Dinero, dinero! Santa Anna es insaciable. Suprime el colegio de Santa María de Todos Santos y adjudica fincas y capitales del clero a la hacienda pública. El negociante Escandón adquiere en doscientos mil pesos bienes que valen cinco veces más. Nada basta. Los Estados Unidos están exigiendo el pago de las reclamaciones. ¡Dinero, dinero! Sonsonete del dictador. Se decreta un préstamo de dos millones y medio de pesos, que tiene que estar cubierto en cuatro días.

Una junta calificadora señala las cuotas que corresponde pagar a los capitalistas, sin dar oídos a protesta alguna. Legiones de escribanos y alguaciles recorren la ciudad, cobrando la cuota. Al que no paga, se le embargan casa y muebles. En el patio de Palacio Nacional se remata todo lo confiscado: coches, sillones dorados, mesas de mármol, camas importadas de Francia, cortinajes, lámparas de fino cristal, vajillas de plata, alhajas…

Los calificadores cometen el error de imponer a don Antonio López de Santa Anna la cuota de cinco mil pesos. El Excelentísimo señor Presidente se indigna. Eso es un desacato, casi delito de lesa majestad. Y los infelices empleados van a dar con sus huesos al castillo de Perote, para que aprendan a respetar la hacienda del salvador de la patria.

26

El dictador sigue en plena locura de poder. Otorga títulos de abogado, médico o ingeniero a quien lo adula o le paga bien, aun cuando no haya abierto un libro en los días de su vida. Dispone a su antojo de la propiedad pública y privada. Eleva el ejército a noventa mil hombres. Cuerpos de zapadores con gorros de paño verde y pompones de seda roja sobre escudos dorados…

Cada vez que Su Excelencia se indispone, el gobierno lo comunica por circular a los gobernadores y comandantes militares, que contestan con tono quejumbroso, en largas comunicaciones. La salud del presidente ocupa a todos los pendolistas, que copian y copian informes llenos de aflicción.

En realidad, Santa Anna está hastiado, «aborreciendo todo lo que se relaciona con el gobierno. Trata con dureza a los que le rodean, y en tres meses y medio apenas sale del palacio una vez para visitar la Colegiata de Guadalupe. Taciturno y bilioso, claramente manifiesta que para él es una carga insoportable el gobierno». Pero no puede dejar de atender la marcha de la administración. Todos los partidos lo odian y lo procuran.

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La junta de notables forma las bases de una nueva constitución, que Santa Anna acepta sin vacilar. Ya no discute. Está harto de juntas y de constituciones. Las Bases establecen una forma republicana, representativa, popular. Aceptado. Se parecen en algo a las Siete Leyes centralistas, aunque más liberales. Aceptado. No son ciudadanos sino los mexicanos que tengan cuando menos doscientos pesos de ingreso anual. Aceptado. Nada de discusiones. Hasta el ejercicio de la tiranía llega a cansar. Y el tirano ya no puede ni con los pocos huesos que le quedan.

No obstante, el día de su santo, fecha en que se promulgan las Bases, hay desfile de seis mil soldados uniformados de todos colores, besamanos, música y fuegos artificiales.

Verdaderamente, aquella vida es insoportable. Todavía, es necesario buscar más dinero. El clero está espantado y simula haber quedado en la miseria. Comienza a retirar las alhajas de las iglesias, pero Santa Anna se da cuenta y decreta que esos bienes son propiedad de la nación, y que los religiosos no pueden ocultarlos ni venderlos. Manda hacer inventarios de todo lo de valor que hay en los templos. El arzobispo de Michoacán y otros prelados ponen el grito en el cielo. El conflicto arrecia. Y el Benemérito arroja de nuevo el poder. Ya no quiere servirle de instrumento el general Bravo, y sube a la presidencia el general Valentín Canalizo, con la obligación de gobernar con los ministros que don Antonio escoge y puede cambiar libremente. Se marcha a Manga de Clavo y a su nueva hacienda, El Encero, más lujosa y amplia. Cuando visita el puerto de Veracruz se le hacen «honores de monarca».

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Silencio del campo, grato al cerebro cansado. Aire salobre, vivificante. Sueño sin pesadillas, paseos a caballo durante la madrugada por el bosque aún húmedo. A veces, por la carretera de Veracruz a Jalapa levanta polvo alguna caravana de gratos visitantes. El marqués y la marquesa de Calderón de la Barca, enviados de España, pasan a presentar sus respetos al presidente y la presidenta. Doña Inés de la Paz (nombre sugerente y sedante, Paz toda ella), «alta y delgada, vestida de muselina muy clara, espléndidos aretes, prendedor y sortijas de diamantes», la pequeña doña Guadalupe López de Santa Anna, «miniatura de la madre en fisonomía y traje», y el Excelentísimo, de «indiscutible aspecto caballeresco, aire melancólico, pálido, de ojos negros, hermosos, suaves y penetrantes, y que parece un filósofo que ha andado mucho por el mundo y comprobado que en él todo es vanidad e ingratitud», hacen espléndidos honores a sus visitantes. Platillos exquisitos y vinos selectos. Paseo por el jardín, que es toda la hacienda; visita a las galleras y a la caballeriza, donde hay siempre un corcel blanco para el caudillo.

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No todos los visitantes son igualmente gratos. La hacienda comienza a llenarse de políticos, generales y altos clérigos. Comisiones para presentar quejas contra Canalizo e instar a don Antonio para que regrese al poder. Se aglomeran. Hablan sin parar. Leen documentos, pronuncian discursos que el general escucha con visibles muestras de aburrimiento. Comisiones por la mañana y por la tarde, aduladores incansables por la noche. Cartas de Canalizo quejándose de los ministros, cartas de los ministros quejándose de Canalizo. Los secretarios, escribe y escribe consejos, instrucciones, reprimendas, evasivas y proyectos que salen de la cabeza atormentada del dictador, que ya no soporta el fardo, pero que no se decide a arrojarlo lejos de sí de una vez para que lo recoja cualquiera.

Hasta que el mismo don Valentín urge su regreso. La litera emprende la marcha hacia la altiplanicie.

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Una vez más, todos van a recibir con genuflexiones y zalamerías al hombre detestado, pero al parecer indispensable. El programa no cambia: arcos triunfales, batallones equipados de gala, las corporaciones civiles y religiosas que se adelantan una legua más allá de las garitas, la artillería que truena, las campanas que vibran, las músicas, los coraceros y los húsares al galope, la plebe que aplaude todo lo que sea espectáculo.

En el banquete oficial, abundante en platillos que Santa Anna desprecia para tomar una cucharada de sopa y dos docenas de chícharos, seis coroneles uniformados de gala forman, de pie, un arco iris respetuoso tras el sitial del dictádor. Luego una función de ópera, en la que como adulación extrema se canta El Gran Capitán. Santa Anna llega en carroza dorada; filas de lacayos hacen valla hasta el palco, adornado de terciopelo. Fraques y sedas, albas pecheras y joyas deslumbrantes. Encogido en un sillón, con una banda tricolor que le cruza el pecho y un águila de diamantes que lo adorna, el gran capitán tiene un aire melancólico, grave, modesto y retraído, «como si hubiera perdido la costumbre de aparecer en público».

Pero los cortesanos parece que no lo notan. Todavía le siguen haciendo fiestas por dos días más. Como si quisieran que reventase de una vez. Poco le falta.

Es la octava ocasión que asume la presidencia: 4 de julio de 1844.

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Las relaciones con Estados Unidos se agravan por minutos. Cada correo que llega del norte habla de tropas americanas o texanas que se internan en territorio nacional. El dictador decreta otra leva de treinta mil hombres y un préstamo forzoso de cuatro millones de pesos. La nube de la guerra extranjera cubre el país como un dosel de plomo y de angustia. Uno a uno, los intentos de desvanecerla van fracasando. Nada puede satisfacer el profundo rencor que ha dejado la pérdida de Texas. No hay una fórmula diplomática que apague el sentimiento del honor. Una proposición del ministro americano Gilbert Thompson aviva la indignación y el deseo de revancha: que los Estados Unidos darían a México una indemnización en oro «para solucionar la diferencia de límites».

«Santa Anna se muestra inflexible en su determinación de que Texas no debe ser segregada.»

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El trece de junio, onomástico del Benemérito, se descubre su estatua. En bronce dorado, el «Villano de El Álamo», el cautivo de San Jacinto, el que tuvo por más de cincuenta días sus pies con grilletes, extiende la diestra amenazante hacia el norte, hacia Texas, hacia la venganza.

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Doña Inés de la Paz cierra los ojos y reposa para siempre. El viudo enmudece, aumenta su palidez, el pecho se le hunde. Sus fieles ministros, sus fieles generales, callan también. Los granaderos hacen la guardia a paso solemne, con la boca de los fusiles hacia tierra. Languidece la bandera a mitad del asta, como vela de navio sorprendido por la calma, y los tambores, batidos a la sordina, hacen ruido de tierra que cae a paletadas, sobre el ataúd. El Palacio entero es un sepulcro.

El Congreso grita contra Santa Anna. Si porque quiere la guerra, si porque no la quiere, si por los impuestos, si por la leva, si porque sí y si porque no. Lo que quiere es que se vaya. Y se va. A Manga de Clavo, «para enjugar las lágrimas de los hijos».

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«El jueves tres del presente septiembre, a las siete de la noche, se celebrará en el salón principal del Palacio Nacional, el matrimonio del Excelentísimo señor Presidente Constitucional de la República, general de División, Benemérito de la Patria, don Antonio López de Santa Anna, con la Excelentísima señora doña Dolores de Tosta. El Presidente interino, general de división don Valentín Canalizo, que tiene el honor de apadrinarlo, suplica a V. se sirva dar lustre a tan augusta ceremonia, con su personal asistencia.»

¿Cuándo ha regresado Santa Anna, que no se han oído salvas ni repiques?

No ha regresado. Le representa en la ceremonia don Juan de Dios Cañedo. Banquete, iluminación, música hasta el amanecer, cuando la Excelentísima emprende el camino hacia el esposo, que le dobla la edad. Dolores, Dolores de Tosta. Otro nombre sugerente. Profético.

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Paredes Arrillaga se levanta en armas en Jalisco. Ya una vez se le escurrió de las manos la presidencia, para caer en las de Santa Anna. Ahora, procurará hincarle bien la garra.

El recién casado sale del gineceo a campaña. No pide permiso al Congreso, porque está acostumbrado a hacer lo que le da la gana. ¡Violación a la constitución! Los diputados pretenden quitarle el mando y declarar que da lugar a formarle causa, con todo el ministerio, que nada ha tenido que ver con la determinación del impaciente general.

No es posible obedecer al Congreso, cuando Santa Anna está ya en camino hacia Jalisco. Y Canalizo escoge la ruta más corta: disuelve el Congreso. Menos hace falta para colmar a los federalistas y a los descontentos en general: se pronuncia la guarnición de México y la plebe, que iba a aplaudir al dictador cada vez que entraba o salía, arrastra su estatua, quema sus retratos, derriba al cenotafio de Santa Paula y hace desaparecer el pie arrancado del cuerpo por la metralla francesa.

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Los acontecimientos se desarrollan tan rápidamente que Santa Anna, a pesar de su clara comprensión, apenas puede darse cuenta exacta de lo que sucede. Retrocede hacia México, toma el dinero de las minas de Guanajuato, el dinero de la feria de San Juan de los Lagos, el dinero de aquí y el dinero de allá. Tiene doce mil soldados y cien cañones. Puede aplastar a la guarnición de la capital en una hora.

Pero los soldados se le desertan. Se van los húsares y los coraceros, los dragones y los sirvientes de la artillería. El ejército es un terrón de azúcar que se sumerge en agua. No es posible atacar México, y la ruta se cambia hacia Puebla. Todo el que tenía un caballo lo ha utilizado para marcharse por su rumbo. Todo el que tenía un rifle lo ha arrojado a un lado del camino.

Ha asumido la presidencia el ex-boticario don José Joaquín de Herrera, con amarga decepción de Paredes Arrillaga. El general Pedro García Conde, nuevo ministro de la Guerra, conmina a don Antonio a que entregue el mando del ejército. Ya no tiene ni ejército ni mando, pero se ase desesperadamente al poder. El hombre hastiado de ser dictador, el agobiado, el enfermo, es también el ambicioso insaciable. Cuando ve que la presidencia se le escapa, se quiere aferrar a ella, conservarla hasta el último instante. Ahora sí tiene un ferviente deseo de gobernar, de trabajar, de dirigir, cuando ya no es tiempo. «¡Soy el Presidente de la República!…»

Sólo dos ayudantes y el cocinero le obedecen ya. Abandona de noche el resto de su ejército, dejándole una despedida llena de lamentos. Y se interna en la boscosa serranía.

37

El guía se pierde. Los bosques de pinos en la sierra del Cofre de Perote no tienen un sendero. Montañas iguales al sur y al norte, atrás y al frente, a los flancos. Noche de invierno. Frío. Aullidos de fieras que rondan la fogata. El cocinero se ha traído la vajilla de plata que siempre usa Su Excelencia, cuando está en campaña, pero se olvidó de lo que hay que servir en ella. Hambre. Insomnio. Alba. Neblina. Marcha errante todo el día. El guía ha desaparecido. Cerros y bosque, bosque y cerros. Segunda noche. Lluvia que apaga las fogatas, frío, viento, fieras que rondan, graznidos lúgubres que interrumpen el silencio, pesado de misterio.

Al amanecer, otra vez la marcha. Deseo intenso de encontrar ser viviente, aun cuando sea el mismo Paredes Arrillaga. Son unos indios del pueblo de Xico los que aparecen. Y mientras saben si aquellos cuatro viajeros son amigos o enemigos, les disparan. El Benemérito de la Patria se rinde.

Va disfrazado: nada de sombrero emplumado de blanco, ni águila de diamantes, ni banda tricolor sobre el pecho, ni la cruz que recuerda la épica jornada contra los franceses. Un sombrero de paja de anchas alas y un gran sarape, con un agujero en el centro, por el que ha metido la cabeza. Como los arrieros que trafican por aquellos lugares.

—¿Quién es usted? ¿Qué quiere?

—Soy un comerciante que va a tierra caliente.

Saca del bolsillo unas onzas de oro y las muestra a los indios, ofreciéndoselas por que lo dejen seguir su camino. Fracasa. El que engañó a Dávila, el que engañó a Iturbide, a Barradas, a los españoles, los franceses y los texanos, a centralistas y federalistas, a generales y a obispos, no puede engañar a dos docenas de indios analfabetos. Son más ladinos que él. Lo miran, lo vuelven a mirar.

Al rumor de los primeros tiros se ha acercado el capitán de voluntarios Amado Rodríguez. Ronda y mira. ¡La pata de palo!

—Es el general Santa Anna…

Los indios se alborotan. Si Rodríguez no se arma de valor, acribillan a don Antonio sin darle tiempo a que se baje del caballo. Entonces, el gran actor reaparece. Arroja el sombrero lejos de sí, arroja el sarape y se muestra de uniforme, con la pierna cortada abajo de la rodilla. Su oratoria es fácil y alucinante. Hace desfilar los recuerdos de la guerra contra los franceses, el cañón invasor que vomita la muerte sobre Veracruz, la metralla que mutila su cuerpo.

—He derramado mi sangre por defender la religión y la clase indígena. Hermanos indios: ved en mí a vuestro más grande amigo…

Los hermanos indios bajan las carabinas. Pero encierran a su más grande amigo en el jacal de paredes más gruesas en todo el pueblo. Al día siguiente lo envían preso a Jalapa, de donde pasa a Perote. Ahí se le presentan jueces y escribanos a formarle juicio por traición, buscando un pretexto para mandarlo fusilar.

38

Se defiende habilidosamente; protesta por su honor que nunca ha sido «traidor a la independencia ni a la forma de gobierno establecida por las bases orgánicas». Interrumpe los interrogatorios para hablar de sus grandes servicios a la patria. Hace historia de sus hazañas, cuenta anécdotas, bromea, adula a los jueces con «frases lisonjeras». Los invita a visitarlo más tarde en Manga de Clavo. Sostiene su carácter de presidente constitucional de la república, exhibe sus condecoraciones y desnuda la pierna para que se le vean las huellas de la metralla de Joinville. Habla de su amor al pueblo y su horror al despotismo. Se declara padre del Congreso que funciona, educador de la juventud, protector de la industria y de las artes. Y afirma que el dinero que tiene es producto de sus ahorros.

El resultado es que pasa el tiempo. El odio contra él se va enfriando, porque habiendo ya otro presidente, la gente ahora lo censura y comienza a dolerse del prisionero. Una vez más, el ladino se aleja del cadalso.

39

7 de abril de 1845. El reloj de catedral, en su carátula dorada, marca las cuatro y media de la tarde. La gente transita con lentitud, entra en los comercios, asiste a los servicios en las iglesias, tramita sus asuntos en las oficinas. De pronto, todos los rostros palidecen de angustia. Las mujeres se hincan en medio de la calle, elevando al cielo sus brazos suplicantes. Los hombres gritan, los niños lloran, los caballos de los carruajes se detienen y abren las patas lo más que pueden. Es que la tierra tiembla. Parece que la ciudad entera está sobre la cubierta de un bergantín. La cúpula de un templo se derrumba con estrépito. Los capitalinos se aglomeran en las plazas, lo más lejos posible de los edificios tambaleantes.

Nuevos terremotos aumentan, en los días siguientes, el pánico. El Gobierno excita a la Mitra para que haga rogaciones públicas en demanda de quietud. Y el ministro de Gobernación se apresta a mandar traer la virgen del santuario de los Remedios para que haga cesar la danza de la tierra.

Los santanistas dicen que todo aquello se debe a que el Benemérito de la Patria está preso para ser fusilado. Y por si acaso fuere cierto, el Congreso se apresura a dictar una ley de amnistía, en la que está comprendido Santa Anna, a quien se aplicará únicamente la pena del destierro, por diez años.

Aún se le teme: 800 hombres lo van custodiando de Perote a la Antigua, donde se embarca; 3 de junio de 1845.

La Mitra celebra una gran función, que dura desde las nueve de la mañana hasta las dos de la tarde, en acción de gracias por la caída del dictador. Asisten todos los ex amigos, los ex ministros, los generales de Santa Anna, los que fueron sus aduladores y los negociantes que le compraron a la quinta parte de su valor, bienes del clero.

40

Cuatro días lleva don Antonio navegando en el vapor inglés Midway, cuando se pronuncia en México el general Rangel al grito desconcertante de «¡Federación y Santa Anna!». El motín fracasa, pero el santanismo ha renacido.

41

El Morro. Habana. El hombre que quiso escalarlo y conquistarla hace veinte años, llega hoy a la sombra de sus muros y de sus palmeras en demanda de asilo.

Destierro…

¿Amargo?

¿Tranquilo?