La Guerra de los Pasteles

1

Allá por el año de treinta y cinco, desembarcaron frente a Tampico los aventureros contratados por el general José Ignacio Mejía. El coronel Gregorio Gómez los derrotó, capturó a veintitantos, los fusiló. Bien hecho. Dos de ellos, Demoussent y Saucien, eran franceses.

En Atencingo, cuando transcurría el año de treinta y tres, el cólera morbo hizo tremendos estragos. Cinco buhoneros franceses que se habían internado en la región de los poblados indígenas para vender mercancía, fueron culpados (como alguna vez en España los jesuitas) de ser los transmisores de aquella enfermedad desconocida e implacable. Los rústicos se amotinaron. La ignorancia realizó el crimen de adelantarse a la obra destructora de la peste.

Un francés, Pilse le Morgue, pasó a los calabozos de San Juan de Ulúa a cumplir una condena por diez años, dictada por el juez Tamayo, a causa de haber cometido un homicidio delante de veinte testigos, entre ellos los franceses Fossey y Mangin.

El alcalde de México, don José Mejía, mandó matar unos marranos que engordaba el francés Duval para hacer chorizotes y carnitas, por estar enfermos, como otros sacrificados anteriormente, con los que se envenenaron varios artilleros glotones y confiados.

Y en el restaurante que había abierto en Tacubaya monsieur Remontel, varios oficiales que una noche andaban de juerga, después de silenciar las protestas del propietario encerrándolo en su cuarto, se comieron todos los pasteles que había en el establecimiento, empalagosos de cremas y de mermeladas.

2

El barón Deffaudis, ministro del rey Luis Felipe de Francia, trepa en el puente de la fragata Herminia, anclada frente a Veracruz, y con voz iracunda truena el siguiente ultimátum:

Destitución del coronel Gregorio Gómez. Destitución del juez Tamayo. Veinte mil pesos para los deudos y las deudas de los dos aventureros. Quince mil pesos para los familiares de las víctimas de Atencingo. Cinco mil pesos por los marranos triquinosos de monsieur Duval. La libertad y dos mil pesos de indemnización al asesino Pilse le Morgue. Ochocientos pesos por los pasteles de monsieur Remontel. «Picos, palas y azadones», quinientos cincuenta y siete mil doscientos pesos. Total, seiscientos mil pesos, «cuya liquidación, el Gobierno de S. M. el Rey se reserva».

Y bajando la voz iracunda, haciéndola amable, Deffaudis habla en clausulillas secretas, de ciertos bonos, de ciertos créditos, de ciertos impuestos de exportación…

México no le hace caso y viene la guerra. El pueblo, entre indignado y burlón, la llama «La Guerra de los Pasteles».

3

Para apoyar las pretensiones de Deffaudis, una escuadra de Luis Felipe de Orleáns se ha situado frente a Veracruz, buscando la guerra «para añadir un nuevo florón a las armas francesas y exaltar la gloria de un príncipe de la sangre, Joinville, enviado en la expedición». Y como el gobierno de México, aun cuando está en la miseria, puede reunir seiscientos mil del águila antes de que comiencen los cañonazos, se añaden en el ultimátum otras pretensiones que impiden todo arreglo satisfactorio:

Que México dé «al comercio y a la navegación de Francia, el tratamiento de la nación más favorecida». Que se comprometa a no necesitar nunca de empréstitos de guerra de los súbditos de S. M. Que no ponga coto para que los comerciantes franceses vendan al menudeo, «en los mismos términos que los nacionales». Y que todas las autoridades judiciales tengan en consideración la nacionalidad francesa en los pleitos por dinero.

Si la respuesta «fuese negativa en un solo punto, si aún ella fuese dudosa en un solo punto», «el asunto quedará en manos de M. Bazochet, comandante de las fuerzas navales de S. M.».

México responde: «Nada podrá tratar el gobierno sobre el contenido de ese documento, mientras las fuerzas navales de Francia no se retiren de las costas de la República».

Bazochet declara el bloqueo de todos los puertos, de todos los litorales, el lunes, 16 de abril de 1838.

4

El Ministro de Relaciones de México, al Encargado de Negocios de Francia: «Habiéndose sabido la llegada de algunos buques de guerra franceses a Veracruz, es indispensable que la Legación de S. M. se sirva dar desde luego las explicaciones que el caso demanda» (13 de marzo).

El Encargado: «El viento norte impide la comunicación entre la División Naval y el Cónsul del Rey en Veracruz. La Legación ofrece explicarse cuando esté a su alcance hacerlo» (14 de marzo).

El Ministro: «Han transcurrido muchos días. El Gobierno de la República vuelve a pedir las explicaciones necesarias, a fin de que el silencio que ha guardado la Legación, no comprometa en manera alguna las relaciones que existen entre los dos países» (19 de marzo).

El Encargado: «Continuamos en la imposibilidad» (20 de marzo).

El Capitán de Puerto en Veracruz: «Hace una semana que no sopla viento norte».

El Ministro: «Los muchos días que han pasado obligan al gobierno a pedir explicaciones con exigencia» (22 de marzo).

El Encargado: «Tengo el honor de enviar al señor Cuevas, Ministro de Relaciones, la nota del señor barón Deffaudis, y como es necesario que el correo esté en Veracruz en la mañana del 15 de abril, partiré el viernes 13 de abril a las nueve de la mañana, a lo más tarde, con o sin la contestación del gobierno mexicano» (25 de marzo).

El Ministro: «Las fuerzas navales situadas en nuestras costas dan a las reclamaciones del gobierno francés carácter de odiosidad y violencia tal, que el Presidente de la República no ha podido dudar ni un momento que nada podría concederse, aun suponiendo muy justas y racionales sus pretensiones, mientras se exijan con la fuerza» (30 de marzo).

El Encargado: «De un conflicto, por grave que pueda llegar a ser entre los dos gobiernos, no puede hacerse un conflicto de nación a nación» (31 de marzo).

El Ministro: «Para el Presidente de la República es sobremanera satisfactorio que la nación francesa no tome parte en las medidas hostiles ni en las pretensiones de su gabinete. La República Mexicana, por el contrario, apoya fírme y únicamente a su Gobierno, y me atrevo a afirmar que no ha habido causa alguna más nacional, desde la independencia» (3 de abril).

El Encargado: «¿Podrá la Legación del Rey continuar sus funciones? Si la respuesta es negativa o dudosa, el infrascrito pide desde luego sus pasaportes» (14 de abril).

El Ministro: «La respuesta del Presidente es que la permanencia de la Legación no está en conformidad con la intervención del señor Bazochet… México va a recibir de las fuerzas navales de S. M. los perjuicios que puedan causarle. Por graves que sean, el Presidente de la República jamás se arrepentirá de haber considerado el honor nacional como el más precioso de los bienes de un pueblo independiente» (19 de abril).

El Encargado: «Me voy».

Bazochet: «Lo que la Francia esperaba obtener de los sentimientos de justicia y equidad del gobierno de la República, lo exige hoy por la fuerza». «Confiada en su buen derecho, no quiere desde luego aniquilar a México con el peso de su poder»; mas «si algún insulto, algún nuevo atentado, viniera a aumentar los ultrajes por los cuales reclama reparación, ella no vacilará en exigir por la vía de las armas, el ejemplar castigo de los culpables».

Santa Anna, desde Manga de Clavo: «Derramaré hasta la última gota de mi sangre…».

5

El bloqueo se prolonga por siete meses; y como los derechos de importación y exportación constituyen el principal ingreso del gobierno, éste pasa por terribles apuros económicos, los puertos sufren la paralización completa del comercio, las industrias declinan, las condiciones del ejército son lamentables.

Al principiar el bloqueo había en Veracruz y en Ulúa cuatrocientos treinta y ocho hombres, con haberes muy retrasados; las murallas estaban cubiertas con arena de las dunas que el viento hace cambiar de posición; los baluartes muy deteriorados, la artillería desmontada en gran parte, el parque escaso, las puertas de la ciudad, especialmente la del muelle, viniéndose al suelo, remendadas con tablas de cajón de mercancía. Una parte del castillo de Ulúa amenazaba desplomarse, socavados sus cimientos por el mar y hacía muchos meses que no se izaba en sus torreones la bandera nacional, porque no la había. No se hacía pólvora en el molino de Santa Fe a causa de estar descompuesta la máquina principal y de no haber dinero para remendarla. El mismo presidente Bustamante vio que los ingredientes estaban inservibles y que producirían una pólvora útil nada más para hacer humo y arrojar las balas fuera de las armas con el impulso de un escupitajo.

Sin embargo, el gobierno expide un decreto aumentando el ejército a sesenta mil hombres. El general Manuel Rincón, nombrado jefe de las tropas en Veracruz, limpia y repara las murallas, hace cureñas, fija nuevas baterías en Ulúa, afianza las puertas y se adelanta setenta y cinco años a las alambradas de púas de la guerra moderna, mandando rodear los baluartes con talas de espinosa nopalera. Construye parapetos en el interior de la ciudad, pone sacos de arena en las azoteas de los edificios más altos, iglesias, capillas, conventos… arma seis lanchas rápidas para hostilizar a los barcos de la escuadra, envía baterías a los puntos distantes de la costa para evitar desembarcos; recibe más tropas, levanta voluntarios…

Pero nada más cinco centavos le han dado para hacer todo eso, y se le acaban: el destacamento en la posición de Antón Lizardo la abandona por no recibir sus haberes; el boticario que provee de medicinas al hospital suspende las remesas por falta de pago; los practicantes se marchan por igual causa… Para colmo de males, el 17 de noviembre alguien roba mil cartuchos de cañón de varios calibres…

6

El gobierno insiste en no tratar mientras no se retire la escuadra. Por el contrario, se la refuerza: varias fragatas, dos bombarderas, barcos chicos y grandes de todos tipos. Deffaudis se va a Francia, y viene el contralmirante Charles Baudin a bordo de su fragata Nereida. Es el jefe de la división y al mismo tiempo plenipotenciario. Se abren las pláticas en Jalapa: el ministro Cuevas, por México; el contralmirante, por Francia.

Baudin pide: los seiscientos mil pesos; las destituciones; compromiso de pagar puntualmente las deudas a franceses; trato igual al de la nación extranjera más favorecida; excepción en favor de los franceses residentes en México, de todo impuesto de guerra o contribuciones semejantes; la renuncia de parte del gobierno mexicano a reclamar los daños y perjuicios ocasionados por el bloqueo. «Artículo adicional y secreto»: Pago de ciertos bonos que andan por ahí. Y, por último, doscientos mil pesos más por los gastos de la división naval que mantiene el bloqueo: gastos en bananos, piñas, papayas y mulatas.

Cuevas ofrece: seiscientos mil pesos como saldo definitivo; cero por los gastos de la división naval; que el gobierno mexicano resolverá por sí sobre las solicitadas destituciones; que ya que el gobierno está resuelto a no imponer más contribuciones de guerra, no cabe el convenio sobre ese punto; que los demás serán sometidos al arbitraje de S. M. británica…

Baudin: Ochocientos mil pesos…

Cuevas: Seiscientos mil…

Baudin: Ochocientos…

Cuevas: Seis…

Baudin: Son las doce de la noche. Me iré mañana a las cinco de la mañana. Ochocientos mil…

Cuevas: No tengo tiempo de estudiar su proposición «definitiva».

Baudin: De Francia me informan que no ha sido aceptada la mediación de Inglaterra. No se admitirá ninguna nueva dilación después del 27 de este mes, al mediodía. A falta de un acta que satisfaga las demandas de Francia, comenzarán inmediatamente las hostilidades. Ya hemos discutido el larguísimo tiempo de tres días…

El 27 de noviembre, una tarde soleada y fresca por el viento del norte, verde de cocoteros, olorosa de sal y hierbas, Baudin levanta su espada y comienzan los cañonazos.

7

Se han situado frente a Ulúa las fragatas Nereida, Ifigenia, Criolla y Gloria, las corbetas Náyade y Cerceta y las bombarderas Cíclope y Vulcano. Los bergantines Voltigeador y Cebra se mantienen a la vela para acudir adonde sea preciso. El comandante del castillo, general Antonio Gaona, espera a que le tiren primero.

Y le tiran. Ciento cincuenta cañones y morteros cubren San Juan con sus bombas. Por cuatro horas y media, barcos y castillo se baten, envueltos en una humareda que los oculta a la vista de la costa. Durante las primeras tres, todo artillero que cae en la fortaleza es sustituido. Mas los reemplazos se acaban y las baterías comienzan a quedar en silencio. La infantería, lista para evitar un desembarco, permanece rifle en mano, sin disparar, recibiendo el fuego de los cañones franceses. El repuesto de municiones de la batería baja de San Miguel, vuela y destruye todo a su rededor. El repuesto de municiones del Caballero Alto vuela con todo el mirador, y los cañones de la batería van a hundirse en el mar, mientras quedan sepultados en los escombros cuarenta y un servidores de las piezas y muchos de la vecina batería de San Crispín. Muere ahí el coronel de Zapadores don Ignacio de Labastida. A las cuatro horas y media, la mitad de la artillería está desmontada, principalmente la de la línea exterior, abandonada ya. Los muros destrozados. Ciento cuarenta heridos sin curación y entre las ruinas. Municiones para una hora más.

El general Gaona pide una tregua para atender a sus heridos. El fuego se suspende. Cuando el humo que se eleva va dejando al descubierto el castillo, de tierra se le ve aspecto de moribundo. El jefe defensor y sus oficiales se reúnen a conferenciar.

8

Su Excelencia el general Santa Anna ha terminado su comida del mediodía. En una hamaca tendida a la sombra de grandes árboles, dormita en espera del momento en que habrán de comenzar las peleas concertadas con unos galleros de Guanajuato. Entre el murmullo de las frondas y de las aguas en corriente, de los ganados y de los peones, en medio de su somnolencia, don Antonio percibe un rumor diferente: como si el mar embravecido hubiera entrado a tierra.

Se incorpora, trata de captar los detalles de ese temblor sonoro que llega envuelto en viento de mar. No le es desconocido, aunque casi lo había olvidado. Le basta medio minuto para identificarlo y para comprender lo que sucede. Es el cañón que truena.

Mientras el temblor arrecia, coro de doscientas voces de cañón, el Excelentísimo hace un balance de sí mismo: el Gobierno lo posterga y lo humilla; el presidente, los ministros, los generales, los políticos o le odian, o le desprecian, o le envidian. El pueblo, entretenido con la serie de sublevaciones que tienden a mejorarlo, pero que lo empeoran, ha olvidado ya Tampico y El Álamo. Los periódicos, de vez en cuando, hincan el diente en su vida privada, sus gallos, sus aventurillas. Parece que la nación entera le ha vuelto la espalda.

Es feliz entre los suyos: la esposa, doña Inés de la Paz, «mujer de la costa, mañanera y sencilla, hecha para recibir el rocío tempranero, bajo el fulgor de los luceros en fuga de las tibias madrugadas»; los cuatro muchachos, dos hombrecillos y dos mujercillas que corren por toda la finca, inquietos e incansables, como el padre. Su hacienda próspera, sus sirvientes afectuosos y fieles, sus gallos y algún que otro placer que no logra, por más que procura, que ignore su mujer. Tranquilo, olvidado, general de división, millonario, medio enfermo…

Ni quien haya tenido interés en anunciarle que Veracruz estaba en peligro. Ni quien le haya pedido un consejo para la mejor defensa. Ni quien le haya ordenado que desenvaine su espada. Es el cañoneo el que le avisa de la batalla, el que le dice el peligro, el que lo llama.

Vuelan varios minutos de silencio. Se cierra el balance. El viento sigue y el rumor del cañoneo. Las bombas francesas deben estar cayendo sobre el castillo, sobre el puerto… Se acerca la hora en que comenzará la partida con los galleros de Guanajuato. Los niños, de paseo a caballo, no regresarán hasta las primeras sombras… ¡Ese cañoneo!…

—¡Un caballo! ¡Mi caballo blanco!…

Mientras se lo enjaezan, corre a ponerse las botas. Al minuto brinca sobre la silla. Sale del patio de la hacienda a todo galope. Solo, dejando todo lo que tiene. Sigue su primer impulso, como siempre. Galopa hacia la metralla. Hacia la gloria o al ridículo. Jugador empedernido, se arroja él mismo como apuesta, en el más emocionante de los albures.

Apenas tiene ocasión para decir adiós, con el brazo en alto, a doña Inés de la Paz, que montada a la amazona, vuelve del campo al trote corto, tras de vigilar la faena de los peones humildes, que la veneran.

9

Al verlo acercar, devorando el camino en su corcel de nieve, los centinelas le abren la puerta sin saber quién es, pero adivinándolo. Apenas traspone la muralla, los vítores acompasan el choque de las herraduras con el empedrado. El general Rincón, su viejo contrincante de Perote, de Tolomé, de Oaxaca, lo recibe afectuosamente cuando el cañoneo acaba de suspenderse, y el humo que todo lo ocultaba se va desprendiendo del mar hacia las nubes.

—¿Soy útil para algo, general Rincón?

—Si Su Excelencia quisiera molestarse… Tengo interés en saber qué pasa en Ulúa…

Es comisión como para un teniente. Menos aún: para un cadete. Santa Anna la acepta sin vacilar.

El voluntario (millonario y general de división) embarca en una cáscara de nuez con sólo dos remeros. Sin bandera blanca. Sin más protección que la insignificancia y la penumbra. Pasan como a doscientos metros de una fragata. Marinos y artilleros asomados a la borda, los miran, escupen, los dejan pasar. Llegan a los arrecifes que rodean el peñón de Ulúa y Su Excelencia brinca, llenándose las botas de agua.

En el castillo, el general Gaona está en junta con sus oficiales. Se ha pasado lista, se ha hecho el recuento. Tres jefes, trece oficiales y doscientos siete hombres fuera de combate. Ni cañones útiles, ni artilleros. Infantería con fusil, nada más. Todos firman la capitulación.

Santa Anna se excusa de firmar el acta, por no haber participado en la defensa. No reprueba la capitulación, pero tampoco la acepta. Su idea es que la guarnición evacúe durante la noche la fortaleza y la haga volar por los aires, dando fuego, en una sola carga, a toda la pólvora que resta. Así estaban instruidos de obrar los virreyes, por Madrid, en caso semejante. Pero la entrega está pactada. Don Antonio regresa a tierra, portador de malas nuevas.

A Rincón se le presenta esta disyuntiva: exponer la plaza al fuego de la escuadra o evacuarla para hostilizar después al enemigo que la ocupe. Está decidido a salir cuando Baudin habla. Está satisfecho con el triunfo sobre Ulúa. Quizá en su interior, aquella guerra le repugna. Propone: que las tropas y las autoridades mexicanas conserven el orden en la ciudad, limitándose la fuerza a mil hombres, y que se suspendan las hostilidades por ocho meses, dando tiempo a negociaciones que puedan llevar a la paz. Rincón acepta después de una Junta de Guerra que el Excelentísimo preside, pero en la que no opina, ni aprueba, ni reprueba, ni firma.

Después, don Antonio monta a caballo y recorre el camino a Manga de Clavo, ahora al trote corto, seguido por cuatro lanceros, que le hacen escolta silenciosamente.

10

David Farragut, años después uno de los marinos más distinguidos de la Unión Americana, se encontraba en su barco, fondeado frente a Veracruz. En sus notas, expresa así sus impresiones de aquella jornada: «Visité el castillo para darme cuenta de las causas de su rendición y una simple mirada me convenció de que hubiera sido imposible para los mexicanos seguir al lado de sus cañones. La misma construcción destinada a protegerlos se había convertido para ellos en un peligro, en un elemento destructivo, pues el castillo está hecho de cal y canto, que parece coral. Una bomba explota y esparce la piedra en grandes masas que matan o hieren a los artilleros. A veces, hiende la muralla desde la cornisa hasta los cimientos. Estoy perfectamente convencido de que en unas horas más hubiera quedado reducido a un montón de ruinas. ¡Imaginad una regadera de doscientas granadas cayendo sin cesar!…».

11

El treinta de noviembre, el presidente de la República desaprueba la capitulación de Ulúa y el convenio Rincón-Baudin. El pueblo se agita, gritando ¡traición! Los moderados hablan de impericia y de cobardía. Los defensores de Ulúa y los jefes de Veracruz son llamados a someterse a un consejo de guerra. Por la noche, un decreto de Bustamante anuncia que se declara la guerra a S. M. Luis Felipe, rey de los franceses.

Y un correo extraordinario sale al galope rumbo a Manga de Clavo, con una orden para el general de división Antonio López de Santa Anna, a fin de que se encargue del mando de las tropas mexicanas. Deberá tomar la ofensiva, como pueda, pero inmediatamente.

12

Sale de la hacienda muy de madrugada, en un «quitrín» o calesa pequeña. Le escoltan los cuatro lanceros y un mozo de estribo conduce el caballo blanco. En Vergara se detiene a tomar una taza de café, encontrándose con el antiguo oficial español Manuel María Jiménez, quien se pone a sus órdenes. Desde ese instante, Jiménez le acompañará en los trances difíciles, hasta el supremo de la muerte.

—Vamos a combatir —le dice—. El gobierno desaprobó las capitulaciones y ahora soy yo el comandante general en el Estado…

Rápidamente, desde el calesín que se ha puesto en marcha por el camino abundante en hoyancos y pedruzcos, dicta sus primeras órdenes: que se cierren todas las puertas de la ciudad y que no se deje salir a nadie, «sin distinción de personas». De esta frase depende todo lo que va a suceder.

«Los jefes de la escuadra, ignorantes de la declaración de guerra, bajaban a la ciudad y se paseaban por ella, como enemigos que esperan dejar de serlo muy pronto.» Esa mañana pisa tierra el príncipe de Joinville, con el vicealmirante Le-Roy y varios oficiales; nota ciertos movimientos extraños y a paso apresurado se encamina al muelle, donde ha dejado su lancha esperándole. Instantes después se cierra tras él la vieja puerta que ha traspuesto. Cuando llega con Baudin está temblando de indignación en la creencia de que el cierre de la puerta tendió a cogerlo en ratonera. Como buen príncipe, vanidoso, considera que todo lo que se hace en torno a él es por su causa. Además, hay que presentar como un mérito ante Luis Felipe el haber estado en medio de horrendos peligros.

Santa Anna llega a las once. Enfermo y cansado. Inmediatamente dicta para Baudin un oficio comunicándole que el Gobierno de la República ha reprobado las capitulaciones y que la guerra a Francia está declarada. Reúne a jefes y oficiales para darles igual informe y se encuentra con que todos son partidarios de que subsista la tregua, que alegan la imposibilidad de defender la ciudad, que han visto llegar más barcos enemigos, que no consideran suficiente para una batalla el parque existente en almacén.

Su Excelencia se pone en pie, echa la cabeza atrás, levanta la diestra, ahueca la voz:

—¡Se defenderá la ciudad a todo trance!…

13

Baudin recibe la noticia con tranquilidad. Sabe bien lo poco que pueden hacerle los cañones de Veracruz, cargados con pólvora vieja, que es más lo que apesta que lo que explota. No es irascible ni valentón. Puede comenzar el cañoneo de la ciudad inmediatamente, puesto que la guerra está declarada, mas prefiere enviar al vicealmirante Le Roy con un jefe de ingenieros, portando una comunicación en la que dice encontrarse en aptitud de emplear la fuerza para obligar a los mexicanos a retirarse, peco que sólo hará tal cosa si los franceses residentes en el puerto son molestados. Don Antonio ofrece que no lo serán y que enviará respuesta por escrito, la mañana siguiente.

A las ocho de la noche, que se despide de Baudin el cónsul inglés, recibe el encargo de visitar a Santa Anna y protestarle que «no tiene la intención de dirigir sus tiros a la plaza, a menos que se le obligase por vía de represalia». Tácitamente, existe un armisticio.

El general Mariano Arista, que se aproxima con un refuerzo de mil hombres, lo detiene en el camino y se adelanta a la ciudad. Hace seis años que los dos generales no se encuentran, después de haberse enemistado profundamente, cuando aquella farsa del presidente prisionero. Don Antonio, que es además de hipócrita, meloso y melodramático, se comprende primer actor ante la nación expectante. No descuida un solo detalle de su papel. Quiere aplausos, ovaciones, triunfo. Abre sus brazos a Arista, le palmotea en los hombros, le habla de la patria, del sacrificio y de las gotas de sangre. Y le ordena que los mil soldados fuercen la marcha durante la noche hasta llegar a la plaza.

Arista, resentido aún, se guarda la orden bajo la casaca y no la obedece. A las tres de la mañana, Su Excelencia se acuesta y se duerme componiendo algunas frases sonoras que le escribirá a Baudin al día siguiente.

14

Joinville ha triunfado en el ánimo del comandante de la escuadra: le convence de que Santa Anna pretendía apoderarse de él y luego anunciar la declaración de guerra para retenerlo como prisionero. El parentesco del príncipe con Luis Felipe resuelve una breve controversia. Y Baudin dicta, a las nueve de la noche, sus disposiciones para que una columna de desembarco, fuerte en mil hombres y con artillería, se dirija a la ciudad al asomar el alba. Las órdenes son: desmantelar los baluartes, clavar la artillería, aprehender a Santa Anna y llevarlo a bordo. Joinville acepta gustoso dirigir esta parte de las operaciones.

Cae la niebla y se va espesando, espesando…

15

—¿Ha oído usted? ¿Qué fue eso?

—No sé señor… No creo que sea el cañonazo de diana, porque esta detonación fue más fuerte… y por el rumbo de la bahía…

El general mira su reloj: las cuatro y media de la mañana. Tiene mucho sueño. «Este Arista, tan platicador…» No vuelve a oír otro ruido y trata de dormirse nuevamente. Pero un fuego de fusilería le hace brincar de la cama. Se acerca a una ventana. Gritos confusos por la distancia: «¡Vive le Roi! ¡Vive la France!».

Un sargento del baluarte de La Concepción, que ha venido a la carrera, rinde su parte con palabras entrecortadas por la fatiga: «Los franceses… desembarcaron… volaron la puerta del muelle…».

Ya los tiros se oyen en la puerta de casa. Los marineros de Joinville se baten con los centinelas de Santa Anna. Hay dentro cuarenta personas, vistiéndose precipitadamente en medio de una confusión terrible. Santa Anna comprende que aquella maniobra va dirigida contra él. No puede perder tiempo, ni en vestirse: hace un bulto con su uniforme, su espada, sus botas, su sombrero y se lo echa a la cabeza. En paños blancos baja la escalera a brincos. Los centinelas están muertos. Los marinos le detienen antes de que llegue a la puerta.

—¿Ou est le général Santa Anna?

No entiende, pero adivina.

—Allá arriba… contesta, haciendo una señal con el pulgar, para que le comprendan y le dejen pasar. Se va por las calles del Coliseo, Santo Domingo… Los tiros siguen por todos lados. Mientras Joinville lo está buscando otras dos columnas atacan los baluartes de Santiago y La Concepción. En un portal oscuro se viste, se ciñe la espada.

Los franceses han detenido al general Arista, creyéndolo Santa Anna. Joinville descubre su error, se indigna por el fracaso, deja a sus marineros que destruyan los muebles, que maten a la cocinera y que se lleven, como botín de guerra, una cajita con dos mil cuatrocientos pesos que después Baudin, espléndido, distribuye entre los heridos del día.

—¡Se escapó de ir a educarse en París! —dijo el príncipe refiriéndose a don Antonio. Y para su consuelo, cargó con el general Arista, prisionero, al bergantín Cuirassier.

16

Se ha presentado uno de esos casos en que Su Excelencia sabe lucirse: corre de cuartel a cuartel, excita a los soldados, ordena rápidas movilizaciones con un tono que se hace obedecer, levanta la moral de todos, toma un rifle y lanza un disparo, acomoda un saco de arena, envía media docena de oficiales con órdenes a todos los baluartes, saca la espada, la blande en alto, la envaina… Hace un reconocimiento, solo, rumbo al baluarte de Santiago; otro, también sin compañía alguna, hacia el baluarte de La Concepción. Tiroteos fuertes por ambos lados. Los soldados mexicanos están resistiendo y Santa Anna confía en que no cejarán.

Lo que él debe hacer, entonces, es buscar a Joinville. Príncipe de la sangre en Francia, es enemigo de categoría, con quien da gusto batirse. Si lo captura, lo llevará a Manga de Clavo para educarlo… en el difícil arte de pelear gallos.

Alteza y Excelencia se encuentran, buen sitio, en la calle de las Damas. Levantan sus barricadas con bultos de mercancías, colchones, tablas, macetas, mesas, jaulas. Joinville manda emplazar un pequeño obús. Santa Anna contesta a fusilería. Por tres horas se echan balazos de un extremo a otro de la calle.

Santa Anna protege sus flancos, refuerza su barricada, va para un lado, va para otro, dispone llevar a los heridos a tal parte, recoger municiones de tal otra. Asoma por entre las rendijas de su improvisado parapeto, se procura una bandera, hace que el corneta toque diana a pleno pulmón… Una bandera blanca aparece sobre los colchones de Joinville. El príncipe quiere explicar que no se pretende ocupar la ciudad por la fuerza. Santa Anna no quiere oír explicaciones, y cambia el toque por «fuego» sin que cese un momento. La bandera blanca se oculta y el obús vuelve a hablar. Las diez de la mañana. La niebla se ha disipado. Los soldados continúan agazapados tras las barricadas. Joinville no ha podido hacer retroceder a Santa Anna ni ha dado un paso atrás. Balas van y vienen, calle arriba y calle abajo. El príncipe recuerda que no se ha desayunado. El general comienza a aburrirse.

Un cañonazo lejano, único y grave, trae a los expedicionarios la orden de reembarcarse. No va a ser posible capturar a Santa Anna, ni arrasar los baluartes. Don Antonio se envalentona en cuanto ve que los marineros se van retirando, sin dejar de protegerse con fuegos escalonados. Organiza una columna de trescientos soldados con la intención de cortar la retirada cuando menos a un grupo de franceses, traspone la muralla y por el lado de fuera, se dirige rumbo al muelle, donde el enemigo está ya embarcado.

Monta su corcel blanco. Viste su uniforme de pantalón crema y casaca azul, con gran pechera roja orlada de laureles. Sombrero adornado con plumas de gallo peleador. «Un poco antes de llegar a la puerta del muelle, manda formar por cuartas de compañía, armas al hombro, y marcha redoblada a los tambores que venían a la sordina.» Desnuda la espada, se levanta sobre los estribos y grita:

—¡A la bayoneta!

Pero los franceses protegían su retirada con un cañón de a ocho, colocado en el extremo del muelle y cargado con metralla. Suena el disparo a cien pasos, cae el caballo blanco con el pecho destrozado. Muere el capitán Campomanes, muere el alférez Solís, mueren siete soldados… Otros nueve están heridos. Y bajo el bridón caído, don Antonio yace en tierra, rota la pantorrilla izquierda. Sangra de la mano del mismo lado, porque ha perdido uno de los dedos. Las heridas y el golpe al desplomarse el caballo lo dejan desmayado.

Los soldados retroceden a protegerse tras la muralla y disparan sus fusiles hasta que los marineros se embarcan y las lanchas se alejan.

Baudin, en represalia de que Santa Anna no se dejó capturar y que resistió, ordena que cuatro fragatas y las piezas colocadas en San Juan de Ulúa, hagan llover granadas sobre la ciudad, por dos horas. El sangrante general, al recobrarse, ordena la evacuación hasta Pocitos, a una legua.

17

Tendido en una camilla, Su Excelencia dicta el parte al presidente de la República. Informa de lo sucedido con desvergonzada exageración y tono heroico. «Vencimos, sí, vencimos.» Cree que es la última victoria que va a ofrecer a su patria. No está gravemente herido, puesto que puede dictar una parrafada de casi quince hojas, pero aparenta la certeza de que va a morir de un momento a otro. «Al concluir mi existencia no puedo dejar de manifestar la satisfacción que también me acompaña, de haber visto principios de reconciliación entre los mexicanos. Di mi último abrazo al general Arista, con quien estaba desgraciadamente, desavenido, y desde aquí lo dirijo a S. E. el Presidente de la República, por haberme honrado en el momento de peligro; lo doy asimismo a todos los compatriotas…» «Pido también al gobierno de mi patria que en estos mismos médanos sea sepultado mi cuerpo para que sepan todos mis compañeros de armas que ésta es la línea de batalla que les dejo marcada…» «Los mexicanos todos, olvidando mis errores políticos, no me nieguen el único título que quiero donar a mis hijos: el de buen mexicano…»

Mientras dicta, con tono patético de paladín agonizante, los oficiales lloran a su rededor. Va a llorar también el presidente de la República cuando reciba el parte, creyendo que ya para entonces Santa Anna estaría muerto.

Pero el gran actor está vivo. Todavía tiene alma para afirmar que los franceses se echaron al agua, Baudin en punta, y que se supone que éste ha perecido.

¡Qué conocimiento tiene de la psicología del hombre de su época! Con una precisión admirable se da cuenta de que aquellas gotas de su sangre, no las últimas ciertamente, van a lavarle de culpas pasadas. Adivina la reacción que va a producirse entre el pueblo cuando se lea su parte, cuando se le crea en agonía, cuando se le vea mutilado. Perderá el pie, que le ha quedado colgando como badajo. Pero sus soldados conquistaron el cañón ofensor, sobre el que trepará, cojeando, a la ambicionada, inolvidable y dulce presidencia.

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Doña Inés de la Paz recibe la noticia esa misma noche. Apenas duerme, impaciente en la espera del sol. Antes de que asome, ya va ella seguida por dos fíeles criados, al galope hacia Pocitos. Llega cuando cinco médicos están en consulta, revisando sus cuchillos. A las once de la mañana operan sin anestésico, amputando abajo de la rodilla. El párroco de Veracruz, que ha venido a impartir sus auxilios al herido, se lleva el pie lívido, a sepultarlo en Manga de Clavo.

Días después, el cojo emprende el regreso a su hacienda, recostado sobre los muslos de la abnegada, en el quitrín que escoltan diez lanceros silenciosos.

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Por intervención del ministro de Inglaterra Packenham, se firma «una paz constante y una amistad perpetua» entre México y Francia. El tratamiento de nación más favorecida, es recíproco. México pagará seiscientos mil pesos a plazos. El coronel Gómez y el juez Tamayo no entran en el convenio, ni Pilse le Morgue.

Los franceses se llevan sesenta y un cañones de San Juan de Ulúa, entre ellos una batería regalada por Felipe Quinto. Pero devuelven solemnemente, por medio de una comisión brillantísima, las charreteras de don Antonio, encontradas en su recámara por los marineros de Joinville.

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El mutilado se queja. Tiene fiebre. Los médicos observan, preocupados, pequeñas manchas moradas en la pierna y algunos puntos de pus en las costuras. En toda la hacienda, familiares y ayudantes, médicos y galleros, sirvientes y peones, caminan sobre las puntas de los pies y hablan en voz baja. Doña Inés pasa días y noches al pie de la cama en que yace su marido.

Un caballo se detiene frente al gran portón, baja el jinete y entrega un pliego. Un ayudante lo lee en voz alta a Santa Anna, que parece no escuchar, amodorrado, quejumbroso. «Decreto. —El General en jefe, oficiales y tropa a su mando, que el día 5 de diciembre de 1838 repelieron a las fuerzas francesas que invadieron la plaza de Veracruz, han merecido el bien de la Patria…» «El General en jefe llevará en el pecho una placa y cruz de piedras, oro y esmalte, con dos espadas cruzadas, una corona de laurel entrelazada en ellas, en el punto de intersección y por orla el lema siguiente: Al general Antonio López de Santa Anna, por su heroico valor en el 5 de diciembre de 1838, la Patria reconocida. La placa sobre el corazón y la cruz pendiente de un ojal de la casaca, en listón azul celeste…»

—Lee otra vez, más despacio…

Don Antonio ha abierto los ojos, brillantes, negros, profundos. Y escucha atentamente la segunda lectura: «El General en Jefe llevará en el pecho…». Se incorpora a medias en su cama, pide un buen tabaco, lo enciende, sonríe, platica, dobla y desdobla, mira y remira el decreto. «Oro, piedras, esmalte, laureles, heroico valor, la Patria reconocida…»

Desaparecen los dolores, se va el pus, las manchas moradas se borran, las cortadas van cerrando en firme…