La guerra de Texas

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Texas perteneció a Nueva España sin disputa, hasta que los Estados Unidos compraron a Francia la Luisiana, en 1803, suscitando con Madrid la controversia de que el territorio adquirido llegaba hasta al Río Grande (hoy Bravo del Norte). Mientras se discutía, Texas fue escenario de guerras y desastres. La insurrección contra el poder español se había iniciado. Crueles represiones contra los insurgentes, a los que se habían unido colonos y aventureros. Matanza de americanos en El Atascoso por las tropas realistas de Arredondo. Depredaciones de piratas. Presión, abuso, mano militar.

En 1819, España y los Estados Unidos celebraron un tratado de límites que mantuvo el dominio del rey en Texas. Muchos americanos no quedan conformes y tratan de realizar la ocupación por su cuenta. El general Long intenta tomar Nacodoches. Se le derrota y se le obliga a regresar a su país. Organiza otra expedición y ocupa el presidio de la Bahía del Espíritu Santo. Nueva derrota, ahora con captura. Conducido a México, queda preso en el cuartel de los Gallos.

La independencia. La reclusión subsiste, hasta que un día, un centinela a quien Long ultraja, le dispara y lo deja muerto.

Un doctor, Juan Dwins Hunter y un tal Hayden Eduards, formulan un plan para integrar, con todos los colonos americanos que se han establecido en Texas, la «República de Freedonia». Cuentan con aventureros, con indios cheroquis y con algunos, muy pocos, colonos. El jefe de éstos, Esteban F. Austin, que había obtenido la concesión de tierras y que tenía el designio de llevar a Texas a formar parte de la Unión Americana, delata a Hunter y Eduards ante el comandante de escuadrón Mateo Almada. Doscientos infantes, cien dragones. Austin se incorpora y guía. Los creadores de Freedonia, americanos e indios, son derrotados y muertos.

En 1832, el coronel José Antonio Mejía, con el objeto de extender la revolución de Veracruz, pasa a Texas a invitar a los colonos a desconocer la administración de Bustamante. Los americanos aceptan. Son federalistas, pues su nación ha adoptado ese sistema. Su número ha crecido considerablemente. Muchos de ellos no tienen permiso para instalarse en territorio mexicano. Y cuando el gobierno comprende que ha incurrido en un error al poblar todo Texas con extranjeros, es tarde. Los texanos están dispuestos a independizarse.

El 3 de octubre de 1834, el Presidente Santa Anna reúne a sus secretarios de Estado, a tres generales, tres diputados, a Esteban F. Austin y a Lorenzo de Zavala, para discutir la situación de Texas. Tres horas de debate. Austin propone e insiste en que Texas debe ser independiente. Y el excelentísimo don Antonio lo manda encerrar, por tres meses.

Un año después, Santa Anna, que había sido federalista, deroga la constitución de 1824 y establece el sistema central. Los colonos americanos se levantan en armas y declaran la independencia de Texas. David G. Burnett es presidente de la República. Samuel Houston, el generalísimo. Su bandera es verde, blanca y colorada, como la mexicana, sólo que en vez de águila, lleva en el centro la fecha de 1824, en recuerdo de la Constitución.

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José Antonio Mejía es ya general. Se había opuesto al Plan de Cuernavaca y salió desterrado. Concibe el proyecto de sorprender Tampico, aliado con el coronel Martínez Peraza. Reúne doscientos extranjeros en Nueva Orleáns y los monta en tres buques americanos. Desembarca y ocupa el fortín de La Barra. El coronel Gregorio Gómez lo ataca, le toma veintiocho prisioneros y lo obliga a hacerse a la vela. Los aventureros son fusilados.

El presidente Barragán, que gobierna mientras el caudillo «cuida de su salud» en Manga de Clavo, decreta que los extranjeros que entren en el país con armas, en actitud bélica, serán tratados y castigados como piratas.

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Las pequeñas guarniciones mexicanas en Texas son atacadas por amotinados colonos, a los que se han unido centenares de aventureros de los Estados Unidos, llamados «voluntarios». El general Cos es sitiado y obligado a capitular en San Antonio de Béjar. No hay más remedio que emplear la fuerza. Y el Presidente interino vuelve los ojos a Manga de Clavo. El vencedor de Tampico es el hombre para someter a los rebeldes texanos.

Santa Anna, que había afilado cuidadosamente su espada, «siempre la primera en descargar el golpe sobre el cuello de los osados enemigos de la patria», la blande y marcha a la guerra.

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Situación endemoniada. Descontento por la abolición de la constitución federalista. Ejército reducido al mínimo. Los batallones son apenas cuadros. El tesoro en la miseria. Temor de decretar nuevos impuestos que producirían revueltas. Crédito agotado, aduanas empeñadas. Cuando Santa Anna se instala en San Luis Potosí, para organizar con aire un ejército, se encuentra con que, durante los primeros cinco días, los soldados no tienen paga, ni qué comer.

Hay necesidad de concertar un préstamo, casi insignificante, al cuatro por ciento… mensual. De nuevo, el gran organizador se muestra en toda su actividad, fértil en recursos de imaginación, incansable, autoritario. Reúne dinero, reúne hombres, fabrica pertrechos, requisa armas y caballos, uniforma, disciplina. A fines de 1835, un ejército de seis mil inexpertos reclutas se lanza al desierto, a cruzarlo en una longitud de mil seiscientos kilómetros.

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Lentitud. La impedimenta va en carretas tiradas por bueyes. Penalidades. «Los árboles suplen las tiendas de campaña y los animales silvestres completan el rancho de soldados». Los oficiales tienen que pagar sus comidas sin aumento de presupuesto. Vientos nortes barren el llano día y noche, fríos intensos causan la muerte de algunos caballos. Invierno. A veces, la caballería pasa la noche a campo raso, sobre media vara de nieve. Mueren los animales, la carga se pierde en la costra helada. Los bueyes perecen o se dispersan. Los carros con provisiones quedan abandonados. Ríos. Hay que hacer balsas frente a cada uno, porque el ejército no lleva equipaje de puente. Carros volcados sobre las aguas, soldados que se pierden en la corriente. Pólvora que se moja. Tiempo que corre. El ejército deja una estela de cadáveres y despojos.

Y cuando pasa por alguna población, don Antonio se entera de que sus enemigos están tramando una revuelta. Hay que salir inmediatamente, otra vez al desierto, para que la tropa no oiga las malas noticias.

6

A los dos meses de marcha, llega la expedición al Río de Medina, lugar de la sangrienta batalla de «El Atascoso», veintidós años antes. Santa Anna hace recuerdos: aquellos arroyos donde se parapetó la fuerza de Arredondo, aquella pradera por donde los insurgentes se presentaron, aquella loma donde los prisioneros fueron fusilados…

—Si su Excelencia me permite…

Un sacerdote se ha acercado.

—Diga vuestra merced…

—Allá, en San Antonio de Béjar, señor… Los insurrectos texanos son doscientos cincuenta. No esperan fuerzas mexicanas. Creen que han triunfado definitivamente. Ahora están de fiesta, abusando de licores… Una sorpresa…

Preciosa oportunidad. Hay que organizar inmediatamente una columna. Santa Anna dicta órdenes precipitadamente y mira todos los preparativos, impaciente por salir. Los caballos de los oficiales de infantería se destinan a los dragones, para remuda. Se forma la columna, la marcha va a principiar de un momento a otro. Pero todo el día ha sido de lluvia. Una tormenta que venía del norte se deshizo en el valle. Crece el Río de Medina. Aguas rápidas, bullentes, amenazadoras. Se suspende el paso hasta que baje el nivel. La sorpresa no puede realizarse.

El 26 de febrero, el ejército entra en San Antonio de Béjar. Logra un botín que se vende en tres mil quinientos noventa y cuatro pesos y seis reales, que se distribuyen entre la tropa. Los rebeldes americanos se refugian en El Álamo.

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El Álamo. Vieja y pacífica misión de San Antonio de Valero. Álamos gigantes dan sombra a sus gruesas murallas, a sus amplios patios. Los franciscanos se fueron hace largo tiempo, entraron los militares. Hace muchos años que la misión se ha convertido en fortaleza. Muro exterior de ocho pies de alto y tres de grueso, formando un cuadrángulo de 450 pies de largo y 150 de ancho. Dentro, el convento, con paredes de seis pies de espesor, la iglesia, de muros de cuatro pies de grueso, un recinto de 200 pies de largo con otra «robusta pared» y un ancho foso. Catorce cañones enfilados desde las esquinas, en las puertas, en los ángulos. De frente y de flanco. Y ciento ochenta y tres hombres dispuestos a todo.

Su Excelencia decide esperar a que llegue el resto de su ejército y pone sitio a El Álamo.

8

Los colonos son esclavistas. Hombres y mujeres, viejos y niños de color de ébano, trabajan en los campos y grilletes al pie, hostigados por el látigo del blanco. Para burlar la constitución mexicana, que prohibe la esclavitud, aquellos infelices traídos del África han «firmado» contratos para prestar «voluntariamente» sus servicios por cincuenta, por ochenta o por noventa y nueve años…

Santa Anna se pregunta: «¿Toleraremos por más tiempo que esos infelices giman en cadenas en un país cuyas leyes benéficas protegen la libertad del hombre sin distinción de color ni casta?». Cuando encuentra alguno, personalmente da un martillazo en su cadena. Todos los jefes de las columnas laterales tienen órdenes estrictas de libertar y dar protección a los esclavos.

9

Conforme llegan más tropas el sitio se va estrechando. El turbulento río San Antonio se lleva varios soldados que tratan de cruzarlo. Hay que hacer un puente. Como no se encuentra otra madera, se desmantelan algunas casas de la población. En una de ellas aparecen una mujer de mediana edad y una linda señorita, por la que el alegre caudillo se interesa inmediatamente. Su asedio fracasa. Hay que tomar la posición por la fuerza o por un ardid. Y el general escoge el segundo medio, su favorito: viste a un oficial de sacerdote, le tonsura la coronilla, llama a la madre y se casa con la hija. El oficial se quedó para siempre con el opodo de «el padre Arce».

10

El comandante Travis, jefe de los sitiados, se dirige a todos los demás texanos pidiéndoles refuerzos. Todos se los prometen, mas nadie se los envía. Samuel Houston, el generalísimo, le escribe: «Ánimo y sostenerse a todo trance, pues ya voy en camino en su auxilio con dos mil hermosos hombres y ocho cañones bien servidos». Santa Anna intercepta el correo y lee la carta.

Los rebeldes quieren hacer tiempo en espera de refuerzos. Pretenden parlamentar. Envían un emisario, al que Su Excelencia dice:

—No les queda más recurso, si quieren salvar sus vidas, que ponerse inmediatamente a las órdenes del gobierno.

Y como le contestan con algunos disparos, manda clavar frente a la puerta de El Álamo una bandera roja. No dará cuartel.

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La noche del 5 al 6 de marzo se prepara el asalto general. No hay suficiente artillería para abrir brechas en los muros; pero el caudillo no quiere esperar a que Samuel Houston se presente, si es cierto que se aproxima. Pasa la noche en vela, tomando café muy cargado. Nervioso, impaciente. Dos mil infantes van rodeando el fuerte. A rastras, se colocan a trescientos pasos de la muralla exterior y esperan…

Domingo, 6 de marzo de 1836. A las cinco y media, en vez del toque de diana, el toque de «ataque». Las sombras de la noche se han despejado ya. Los americanos, cazadores, tiradores certeros, están rifle al pecho. Los asaltantes llegan bajo el muro bajo una rociada de balas. No pueden escalarlo, y con el mismo muro se protegen. Truenan los cañones de dentro y de fuera. Aquéllos con metralla, éstos con bala rasa, tratando de abrir brechas en la gruesa pared. Varios jefes mexicanos están heridos y dentro, Travis lleva la cabeza vendada con un paño ensangrentado. «Joven de veintisiete años, pelirrojo, de temperamento vehemente, valeroso, impelido quizá a la resistencia desesperada por el recuerdo de su esposa ausente».

Otro asalto por diferente rumbo, se detiene también al pie de la muralla esperando que los cañones abran brechas. El tercer asalto toma el muro exterior y la mayor parte de los cañones. Los texanos se retiran al convento, la iglesia y el recinto interior, protegidos por barricadas de sacos de arena. Todo lo conquistan los mexicanos, aposento por aposento, rincón por rincón, barricada por barricada. Lucha cuerpo a cuerpo, a bayoneta, a culatazos, a cuchilladas. Una carnicería brutal, rapidísima. Cada disparo de americano es un asaltante muerto. Después, una bayoneta le impide cargar de nuevo. Cae el convento, cae el recinto, cae, por fin, la iglesia, donde está el hospital de sangre de los sitiados.

Un corneta es el primero en entrar. Mira a un hombre herido entre las plumas de un deshecho colchón. Le apunta con su arma. El herido suplica en español: «No me mates… tengo mucho dinero…». Y ofrece al corneta un grueso fajo de billetes de Banco. Entran los generales Amador y Cos, el sitiado y vencido meses antes en el mismo lugar. Y Santa Anna, a quien Cos dice:

—Señor presidente, aquí tiene usted este prisionero. En el nombre de la República, le suplico le conceda la vida.

Su Excelencia mueve la cabeza en sentido negativo. Una mirada es orden para varios soldados. El herido cae atravesado por las bayonetas. Travis, el jefe. Su heroísmo le falló en el último momento. La oferta de dinero a cambio de salvar la vida no concuerda con la defensa de la muralla.

El segundo en jefe, Bowie, «antiguo negrero y pirata», «terrible en el uso del cuchillo en un combate mano a mano», está oculto con otros cuatro en un pajar. Los soldados mexicanos, que buscan enemigos en todas partes, los encuentran, frente al general Castrillón, que pide para ellos clemencia a su jefe. Éste le responde volviéndole la espalda. Está cumpliendo su amenaza de la bandera roja plantada frente a la puerta. Cinco muertos más. «En menos de una hora acabó todo. Las cornetas mexicanas no habían cesado de tocar…»

Bajas mexicanas, cuatrocientas. Americanas, todos los hombres, ciento ochenta y tres. Sobrevivientes y libres, la viuda del capitán Dickinson, muerto en la defensa, y su hijita. Varias otras mujeres y los esclavos negros.

Santa Anna mandó hacer una pira para los cadáveres de americanos. El fuego ardió todo el día y toda la noche, hasta que Travis, Bowie, Dickinson y sus compañeros, se volvieron ceniza.

Cuando Sam Houston y sus dos mil hermosos saben la noticia, dan media vuelta y echan carrera.

12

El primero de marzo ha muerto el general Barragán. Curiosa disposición testamentaria distribuyendo su cuerpo: los ojos a Río Verde, por haber visto ahí la primera luz; el corazón, a Guadalajara, por cierto motivo romántico; las entrañas a la Colegiata de Guadalupe y capilla de Santa Teresa, en testimonio de su devoción; la lengua al Castillo de Ulúa, en recuerdo de haber tomado posesión de él en 1825, cuando capitularon los últimos soldados del rey de España. Y el resto del cadáver, a sepultura en la Catedral de México. Sin esperar sugestiones del presidente constitucional, que por otra parte, tardarían dos meses, el Congreso nombra presidente interino al licenciado José Justo Corro, «el abogado más devoto de la República».

13

El seis de marzo, al mediodía, cuando ya está ardiendo la pira de cadáveres Su Excelencia escucha los relatos de sus oficiales sobre diversas fases de la lucha. Llevan a su presencia un grupo de esclavos negros que servían a los defensores de El Álamo y con gesto teatral, don Antonio echa mano al bolsillo y regala a cada negro, dos pesos y un sarape. La viuda y la niña de capitán Dicknson son llevadas ante él. Quiere ser galante: se pone en pie, saluda inclinándose, acaricia amablemente a la niña y le pregunta si tuvo miedo durante el combate. Pide a la madre permiso para adoptar como hija a la pequeña, ofreciéndole llevarla con su familia para educarla y velar por su futuro. La señora rehusa con la mayor cortesía posible.

Entonces, el general ordena que un escolta especial proteja a las dos hasta las proximidades de la población de González, donde muchos colonos y rebeldes se han congregado. Cuando menos, madre e hija podrán estar entre gente de su propia nacionalidad. Las despide con grandes cortesías haciendo caricias a la niña y diciendo a la madre:

—Si tiene usted, señora, oportunidad de hablar con el señor Houston, preséntele mis cumplimientos y anúnciele que lo que sucedió en El Álamo, sucederá en el resto de Texas…

Todavía está celebrando el triunfo, muchos días después, cuando un jinete cubierto de polvo pone en manos de Su Excelencia el pliego en que le informa de la muerte de Barragán.

14

Es mala noticia, la peor que puede llegar de México, excepto la esperada de una revuelta. Barragán era el depositario de las instrucciones y de los secretos. Mientras él viviera, Santa Anna podía estar tranquilo. Pero Corro es un hombre de «poca experiencia y falta de conocimiento del mundo, rodeado de parásitos que pueden hacerlo cometer muchos absurdos». ¿Qué nuevos conflictos aparecerán? Don Antonio conoce demasiado bien a cierta gente y comprende que en esos momentos están tratando de sustituirlo en el poder, sin tomar para nada en cuenta el desarrollo de la guerra. El problema es grave. Su frente se nubla. En momentos, su nerviosidad toma caracteres de verdadera locura.

Durante toda la campaña, Su Excelencia ha presentado continuamente señales de desarreglo mental. «Los testigos presenciales de la marcha lo pintan como poseído, gesticulando, maldiciendo, golpeando a los soldados.» A todos los generales reprende, a veces con violencia, a veces con amargura. Va creando una situación tensa, de desagrado e injusticia. Muestra «un desarreglo en las funciones cerebrales que se manifiesta por las oscilaciones de la atención: no la mantiene fija ni un instante».

Y para colmo de males, la muerte de Barragán. Dilema: ¿seguir la campaña hasta el fin?, ¿regresar a México? Al frente, los rebeldes texanos. Atrás, a distancia que los hace más peligrosos, los políticos criticones, revoltosos y egoístas.

Decide la guerra. Acabarla cuanto antes. Aplastar primero a los rebeldes, después a los políticos. La tensión nerviosa es intensa. «Muestra profundo abatimiento, despecho, aspereza, desvío.» Con la preocupación de lo que puede ocurrir en México, tiene que dirigir la guerra hasta el más mínimo detalle. Las órdenes absurdas se suceden. Las contraórdenes son frecuentes. No hay un plan definido, nada está previsto para el evento de una derrota. Las provisiones son escasas y cada quien las toma de donde puede. El general está cada momento más nervioso, más impaciente. Quiere terminar pronto, a todo trance. Se precipita por las praderas asoladas por los texanos en retirada, con un deseo loco de alcanzarlos y darles fin. Su desequilibrio le lleva de la incertidumbre a la confianza excesiva, de la depresión de ánimo a la alegría absurda. Cuando monta a caballo y sale en busca de Sam Houston hay tal carencia de normalidad en su mente, que los generales que le rodean y que tienen que obedecerlo, confían, para triunfar, únicamente en la resistencia, el sacrificio, el valor de los soldados. Su Excelencia se convierte en el más grande estorbo. Es, más que nunca, «El Anormal».

15

La estación favorable para la campaña es apenas de cuatro meses. Después, lluvias y nieve. El ejército se divide en tres columnas: una que limpia de enemigos la zona de la costa, otra a la izquierda, Santa Anna y mil hombres por el centro. La carnicería en El Álamo ha producido, en unos texanos, indignación; en otros, desaliento y temor. Las tropas mexicanas avanzan rápidamente sin encontrar enemigo. Los rebeldes se retiran, obligando a todos los colonos a hacer lo mismo, a incendiar sus granjas, a destruir sus siembras, a llevarse todo lo que puedan. El ejército se encuentra siempre en medio del desierto, sin otra cosa que comer que lo que trae en sus carros. Ni un techo, ni un granero, ni una res, ni una gallina.

Y tiene que seguir adelante, adelante, tras un enemigo que no da la cara nunca. Aquello no es una guerra, es una cacería.

16

La columna que opera por la costa, al mando del general José Urrea, se presenta frente al presidio del Espíritu Santo (Goliath). Otra antigua misión, como El Álamo. Pero el jefe texano, James W. Fanning, no quiere esperar la suerte de Travis y se sale. Lleva más de trescientos hombres y nueve cañones. Urrea los sigue, los alcanza en el Llano del Perdido, «sobre el Coleto». Fuerzas iguales. Toda la tarde disputándose a cañonazos un encinal, en el que los mexicanos pasan la noche. Al amanecer, dos piezas de Urrea están colocadas a ciento sesenta pasos del enemigo. Bandera blanca. Comandante Wallace y ayudante Chadwick, parlamentarios de Fanning. Urrea dice: «Rendios a discreción». Y se rinden.

Su Excelencia sostiene que «los soldados de Travis en El Álamo, los de Fanning en Presidio, el mismo Houston y sus tropas, con pocas excepciones, es notorio que vinieron de Nueva Orleáns, y de otros puntos de la República vecina exclusivamente para sostener la rebelión de Texas, sin haber pertenecido antes a las empresas de colonización». Además, «los prisioneros embarazan sobremanera al comandante de Presidio. Habían incendiado antes todas las habitaciones. No había más que la iglesia, convertida en hospital. Las tropas nuestras eran inferiores en número a los prisioneros…». Ya no es el Santa Anna «que prefería la fama de humano a la de valiente».

Fanning y los demás prisioneros son sacados al llano y tiroteados descuidadamente. Como quince escapan, pero más de trescientos quedan en tierra. Para siempre.

De nada sirve en disculpa de don Antonio, invocar el decreto que declaró piratas a los aventureros, ni el perdón de otros ochenta y tres prisioneros capturados en Copano: El Álamo y Presidio le atraen el apodo de «El Villano».

17

¡Adelante! ¡Adelante! Santa Anna se confía. Su columna tiene solamente setecientos hombres y un cañón. Se interna al norte, sin esperar al resto de sus tropas. El general Antonio Gaona, con una columna de caballería, se pierde en el desierto. ¡Adelante! Granjas incendiadas, casas destruidas, animales sacrificados, en putrefacción. ¡Adelante!

En ocasiones, Su Excelencia deja confusos a los oficiales, con órdenes, contraórdenes y repetición de las órdenes. No sabe qué hacer, no sabe adónde ir. Manda construir lanchones para cruzar un río, y cuando están casi listos, abandona el trabajo y se va bordeando el cauce. Pantanos traicioneros donde se hunden los hombres, matorrales espesos, arroyos profundos. Los soldados se cansan. Marchas y contramarchas. Pocos combates. De la villa de San Felipe de Austin no quedan sino cenizas. ¡Adelante!…

Ciento cincuenta rebeldes protegen el Paso Thompson, en el Río Brazos. Santa Anna lo cruza en otra parte y derrota a los texanos. Harrisbourg, la capital de Texas, donde reside el presidente Burnett con todo el gobierno, está próxima. ¡Qué golpe sería su captura! Marcha forzada durante la noche. Dieciséis leguas…

Don Antonio, que es el primero en llegar con quince dragones únicamente, encuentra en toda la ciudad sólo tres tipógrafos que preparan una edición del Texas Register and Telegraph. Ellos le informan que Burnett y su gabinete han embarcado en un lanchón de río, rumbo a Galveston. Han escapado precipitadamente. En la habitación del presidente encontró Santa Anna cartas a medio escribir, ropas en desorden, archivos. Una carta de Sam Houston, llegada el día de la fuga, dice: «Las catástrofes de El Álamo y Llano del Perdido, con la deplorable pérdida de los bravos Travis y Fanning, han desalentado a mi gente, que deserta en pelotones creyendo la causa de Texas perdida…»

Huida tan precipitada la de los texanos, que ni siquiera quemaron la ciudad.

18

Otros días de incertidumbre. Santa Anna pierde tiempo en ir de un lado a otro. Con toda su columna se mueve «a proteger» ¿contra quién? algunos víveres capturados por una patrulla en Nueva Washington. A veces se encamina hacia la costa, en otras la deja a la espalda.

Las otras columnas están lejanas. Y Sam Houston próximo, con ochocientos «hermosos hombres». Don Antonio pide al general que debe estar más cerca «quinientos hombres escogidos» que pueden llegar a tiempo.

19

Una mañana, el general charla con sus oficiales en la estrecha callejuela única de Nueva Wáshington. Llega al galope el capitán Marcos Barragán con la noticia de que Houston está en las cercanías y que ha capturado unos correos mexicanos. «El Cuervo», como le llaman, tiene en sus manos la felicitación del gobierno a Santa Anna por el triunfo de El Álamo.

El general brinca sobre su caballo y galopa por la callejuela de un extremo a otro, derribando y pisoteando a quien obstruye su camino, provocando gran confusión con gritos de «¡El enemigo está cerca! ¡El enemigo está cerca!»…

¿Qué le sucede? ¿Es ésa la manera de dar órdenes? Provoca un desconcierto de todos los demonios. Sus oficiales dan cada uno una disposición, diferentes o contradictorias. Santa Anna ordena a los soldados que arrojen sus mochilas al suelo, que estén listos para marchar en un minuto, aun cuando sea tan sólo con el rifle. «¿Es miedo? ¿Temor de pagar la cuenta de El Álamo y Presidio?» se pregunta un escritor americano. No es miedo por una razón sencilla: cuando la tropa puede marchar, aunque sea en desorden, sin bagajes, sin esperar los pedidos refuerzos, sale a cazar al «Cuervo».

20

A través de bosques y pantanos, por la orilla del río San Jacinto, las tropas mexicanas van hacia el enemigo. A las dos de la tarde encuentran una pradera, ligeramente inclinada hacia el río, cubierta de pasto. En un bosquecillo en la margen de las aguas, están agazapados Sam y sus hombres. Ochocientos del «Cuervo». Setecientos del «Villano». Suenan las trompetas. Los mexicanos extienden sus líneas en tiradores. En medio, su único cañón, de «defectuosa cureña». Sam tiene dos cañones de a cuatro, llamados Twin Sisters o hermanas gemelas. Un intento de los texanos para capturar el cañón es rechazado. Las cinco de la tarde. Santa Anna decide esperar y se retira mil yardas. Acampa en una meseta, ligeramente elevada sobre el bosque donde se abriga Houston. Malas posiciones las de los dos. Un movimiento envolvente de cualquiera, dejaría al otro metido en una botella.

En la noche se presenta el general Martín Cos, con los refuerzos. Quinientos reclutas que no han disparado un tiro en toda su vida.

21

Un día texano, de calor ardiente. Su Excelencia no puede conformarse con los reclutas y pide otros soldados. Espera durante toda la mañana. Las tropas están acampadas, haciendo comida en una sucesión de pequeñas fogatas. Los húsares y los lanceros llevan sus caballos, desensillados, a tomar agua en el río, los infantes lavan su ropa y la tienden a secar sobre las jarillas. Los centinelas dormitan, agobiados por el calor. El general en jefe duerme la siesta, a la sombra de un encino. El segundo, general Castrillón, ha hecho traer agua del río y se está afeitando cuidadosamente. ¿Es esto campamento frente al enemigo?

Las tres y media de la tarde. Houston sale del bosque con todos sus hombres formados en columna. Su recomendación es: «No disparen». Avanzan por la suave pendiente cubierta de pasto que sube a la meseta. Caminan inclinados, para presentar menos blanco a las balas. Al primer quién vive, al primer cañonazo, ¡adelante y al ataque!… No hay grito ni disparo. Los texanos brincan sobre una baja barricada y caen sobre el campo. Griterío, tiroteo, confusión, desastre. Espantosa carnicería. Un arroyo profundo, hacia donde escapan los mexicanos, queda lleno de cadáveres, que sirven de puente a centenares de locos empavorecidos. Batalla no, asesinato en masa. Los oficiales texanos en vano ordenan que cese el fuego. Nadie los obedece. El general Castrillón cae muerto. Santa Anna puede tomar un caballo y escapar al galope. Sólo Juan Nepomuceno Almonte queda en pie. Reúne algunos cientos de hombres, desarmados, desmontados, despavoridos. Alza bandera blanca. Cuando menos, esa gente no es sacrificada. El encuentro con Houston, la campaña entera, la provincia de Texas, la fe en los jefes de la nación, se pierde en menos de sesenta minutos. En lo que podía haber durado la siesta de Antonio López de Santa Anna.

Los texanos, tres muertos y dieciocho heridos. Los mexicanos, cuatrocientos muertos, doscientos heridos, setecientos prisioneros.

Tal es el desastre de San Jacinto, la tarde del caluroso día 21 de abril. Año, el de 1836.

22

Santa Anna ha perdido todo. Campaña, honor, valor, decoro. Galopa desaforadamente. El puente sobre un arroyo está destruido. Deja el caballo y cruza las aguas a pie. No sabe dónde está, no sabe a dónde va. Le falta decisión y vergüenza para pegarse un tiro. Huye toda la noche, con el uniforme empapado. Una casucha que los colonos han incendiado. Penetra, encuentra ropas viejas y sucias que le vienen muy ajustadas; pero que prefiere a su uniforme, cubierto de galones. A la mañana siguiente, vestido con una chaqueta azul y pantalones blancos de algodón, echa a andar en busca de tropas mexicanas, sin saber el rumbo. Comienza a pensar en la revancha.

Patrullas americanas recorren la pradera, buscando fugitivos. Cuando ve venir una de ellas, se tumba entre el matorral, creyendo que no lo han notado. Pero lo encuentran y lo levantan.

—¿Dónde está el general Santa Anna?

—Allá va delante…

—¿Quién es usted?

—Un sargento.

Las patrullas han recibido órdenes de no matar más prisioneros. Lo montan en un caballo, porque se queja de que le duelen las piernas, y lo llevan a presencia de Sam Houston. Al verlo, los prisioneros le hacen el saludo militar. Delación involuntaria. Cuando se sabe que es Santy Anny, todos los rebeldes prorrumpen en exclamaciones.

«El Cuervo» está tendido en el suelo, sobre un cobertor y bajo un álamo de cuyas ramas penden grises crenchas de heno. Un cirujano le acaba de vendar el pie izquierdo, herido. Le rodean algunos de sus hombres, de anchos sombreros y largos fusiles; y varios prisioneros, entre los que se destaca Almonte, con la pechera roja de la casaca azul. Santa Anna se acerca. Rápidamente dice en español su nombre y sus títulos. Moisés Bryan traduce. Y Sam responde.

—Ah… general… siéntese, siéntese…

Platican. «El Cuervo» quiere que su cautivo dicte órdenes para que todas las fuerzas mexicanas en Texas se rindan a discreción. Es demasiado pedir, aun cuando sea a Santa Anna. Negativa, rotunda. Houston se conforma entonces con la retirada general.

Un tal Rusk, texano, no se siente satisfecho. Quiere fusilar al prisionero ahí mismo. Sus hombres gritan, embravecidos por la fácil victoria. Se aglomeran, aprestan sus fusiles. Pero nadie se atreve a lanzar el primer disparo, que hubiera sido la señal para acabar con los prisioneros. Y Sam se impone. Otros son sus planes. Defiende a los cautivos, hace callar a la chusma. Un instante de flaqueza, y el desastre de San Jacinto hubiera tenido el final que se merecía. Acobardado, Su Excelencia acepta escribir y firma tres cartas:

A Filisola, su segundo: «Prevengo a V. E. ordene al general Gaona contramarcharme a Béjar a esperar órdenes, lo mismo que verificará V. E. con sus tropas, previniendo asimismo al general Urrea se retire con su división… pues se ha acordado con el general Houston un armisticio, ínterin se arreglan algunas negociaciones que hagan cesar la guerra para siempre…».

Al mismo: «Inmediatamente dispondrá V. E. que el comandante militar de Goliath ponga en libertad a los prisioneros hechos en el campo…».

Al mismo: «Ordene a los comandantes de las tropas que en la retirada no se cause daño alguno en las propiedades de los habitantes de este país…».

Las tropas mexicanas evacúan Texas. No quedan en el territorio sino los prisioneros, oyendo todas las noches a los texanos gritar en demanda de su ejecución. «Parecen fieras aullando en la sombra.»

23

Houston, que no es un aventurero como los otros, evita el fusilamiento. Su finalidad es más práctica. Santa Anna es una buena pieza para rescate. Hay que sacarle provecho. Voces sensatas le dicen que la ejecución del presidente de México atraería sobre los texanos el desprecio de los Estados Unidos y de Europa. Que siga prisionero, y si después de exprimirlo no es mucho lo que se obtiene de él, siempre será tiempo de entregarlo a los iracundos filibusteros. Armisticio, pláticas. Los leguleyos formulan proyectos de tratado, en los que el prisionero figura como presidente de la República Mexicana, en plena libertad para contratar. Libertad garantizada por Rusk y sus lobos.

Que reconozca, sancione y ratifique la completa, entera y perfecta independencia de Texas; que marche a México a obtener la confirmación del pacto; que los prisioneros texanos sean puestos en libertad inmediata, pero que los mexicanos permanezcan en rehenes, y si el gobierno de México no ratifica el tratado, el de Texas dispondrá de ellos según sea «conveniente y equitativo, relativamente a la conducta que las fuerzas mexicanas han observado con los voluntarios y soldados de Texas que han caído hasta ahora en sus manos».

El cautivo se niega a firmar tal oprobio. No se reconoce en libertad para aceptar la independencia de Texas. Pero en cuanto se le abre la puerta para debatir, para regatear, para prometer, se encuentra en su elemento. Discute cada palabra, habla sin cesar, hace ademanes, se pone en pie y camina de un lado para otro, como centinela. Las negociaciones se alargan. Houston no mejora de la herida de su pie. El 5 de mayo, el gobierno texano, en masa, con su prisionero, se embarca en el Yellowstone hacia Galveston. No hay buenos alojamientos. A Velasco, el primer puerto de la República.

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Un americano, compañero de viaje, lo describe: «Aparenta cierta desilusión sobre su propia infalibilidad. Pero atribuye siempre los reveses de fortuna a un ciego y variable destino, un tiránico “Ya estaba escrito”. Cuando puede confiar en que se respetará su vida, su conversación se torna animada y frívola, increíble en quien había sufrido tan triste derrota. Despliega gran habilidad diplomática, oponiéndose firmemente a todo acuerdo que perjudique a México. Después, su plática pasa a otros asuntos indiferentes, en los que demuestra la versatilidad de su mente y una cultura histórica y política muy amplia. Hace muchas observaciones sobre el paisaje a lo largo del río, extasiándose ante la hermosura de la naturaleza. Por invariable costumbre, todas las mañanas envía sus saludos al general Houston y pregunta sobre el estado de su herida».

Pintura exacta: indiferente a la derrota porque ha salvado la vida, parlanchín, afecto a encontrar siempre una disculpa para cada una de sus barbaridades, zalamero, negociante.

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Se llega a un acuerdo. Habrá un convenio público para satisfacer a los gritones. Y uno secreto para garantizar, a espaldas de ellos, la libertad inmediata de Su Excelencia, quien promete no tomar las armas ni influir para que se tomen «durante la actual contienda». (Claro que puede afirmar, si las toma, que ya se trata de «otra contienda».) Que las tropas mexicanas abandonarán todo el territorio al norte del río Grande, libertando a los prisioneros texanos, para que sean libertados prisioneros mexicanos en igual número y rango. (Ya no hay rehenes, que serían tratados como los hombres de Fanning en Presidio.)

Además, ¡cuándo lo habían de olvidar!, ¡los esclavos! «Artículo 5o Toda propiedad particular, incluyendo ganado, caballos, negros esclavos o gente contratada de cualquier denominación, que haya sido aprehendida por el ejército mexicano o que se hubiere refugiado en él… será devuelta».

Los negreros están satisfechos.

El tratado secreto estipula sobre don Antonio que «el gobierno de Texas dispondrá su embarque para Veracruz sin pérdida de más tiempo».

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Ya está Su Excelencia sobre el puente de la goleta de guerra Invencible. Pocos detalles faltan para la partida cuando la plebe se da cuenta de que su presa se le escapa. Ciento treinta hombres al mando de Thomas J. Green arman un escándalo y obligan al presidente Burnett, al gabinete y al generalísimo a cometer la primera violación a los convenios. Son aventureros que acaban de llegar de Nueva Orleáns, y que al momento logran que se haga su voluntad. El presidente firma la orden de que Santa Anna sea bajado de la Invencible. La plebe se aglomera en la orilla del agua, alborotando en demanda del prisionero.

Éste responde por escrito: «No puedo obedecer dicha orden si no se emplea la violencia, para lo cual necesito cerciorarme si V. se halla decidido a usar de ella». El presidente es incapaz de usar violencias ni contra la chusma que se le insubordina para hacerlo faltar a su palabra. Confiesa que ha tenido que obrar «bajo la influencia irresistible de una opinión popular predominante». Y envía «una comisión de caballeros de alto y honroso carácter», que pasan a «asegurarle la perfecta inviolabilidad de su persona». Detrás de los caballeros de alto y honroso carácter asoma Green con unas cadenas en la mano: grilletes listos para cerrar sobre tobillos y muñecas. Santa Anna tiene que ceder. No es posible atenerse a los tratados con cierta clase de gente.

Ese mismo día llega a Velasco la noticia de que el general Filisola, segundo en jefe del ejército mexicano, ha cumplido exactamente con los arreglos, letra por letra.

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Ante la multitud que espera en la playa, la lancha que lleva al prisionero cambia de rumbo. Hacia Quintana, mal sitio hasta para los negros, donde lo tienen tres días. La chusma alborotadora se ha calmado. Se comienza a olvidar de Santy Anny. Y entonces, se presenta en Quintana la lancha de la Invencible, montan cautivo y custodios y los remeros hunden sus palas en el agua.

—¿Volvemos a la goleta? ¿Podré marcharme ya a Veracruz?

—No. Vamos a Velasco. A la cárcel.

Airosa es la protesta «ante el mundo civilizado» «por habérseme tratado como a un reo de delitos comunes, más que como un prisionero de guerra, jefe de una nación respetable». Porque no se cumple con el convenio en lo que respecta al canje de prisioneros, pues los texanos están libres y los mexicanos no. «Por la violencia que se me sigue haciendo, manteniéndome en una estrecha prisión, rodeado de centinelas y con todas las privaciones que hacen la vida insufrible.»

La respuesta consiste en agregar a la escolta que lo vigila cuatro «desesperados» que han jurado matarlo. Uno de ellos hace fuego con su pistola hacia el interior de la prisión. Y como no logra blanco, Rusk y su partido fuerzan la presión para que se les entregue el prisionero. Quieren llevarlo a Goliath, a ejecutarlo donde cayeron Fanning y sus trescientos. El general Urrea se ha retirado ya, y Rusk puede ir por ahí sin peligro.

Además, las «naciones civilizadas» están muy lejos.

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Hombres que tienen decoro abogan por que se cumpla lo convenido y se deje al presidente de México en libertad: Burnett, Houston, Austin. Ellos lo salvan de la muerte, que por momentos hace sombra sobre su cuerpo pequeño y debilitado. Pero no se atreven a arrostrar la cólera de los aventureros, dejándolo libre. Esteban Austin concibe una idea: que el cautivo escriba una carta al presidente de los Estados Unidos de América, general Andrés Jackson, en cierta forma que calme los ánimos de los vengativos texanos.

El espíritu batallador y altivo de otras épocas está empequeñecido por la derrota y el cautiverio. Es ya capaz de todo por salvar la vida, con el pretexto de que su muerte en nada favorecerá a la patria. Pero es hábil y busca no comprometerse. De palabra, puede llegar a las complacencias más rastreras; por escrito, se cuida. Busca palabras ambiguas, retuerce los giros, retoca las frases, hilvana los párrafos, aparenta una dignidad que el solo hecho de escribir la carta a Jackson ha desmentido.

Dice: «La continuación de la guerra y sus desastres serán inevitables si una voz poderosa no hace escuchar oportunamente la razón. Me parece, pues, que V. es quien puede hacer tanto bien a la humanidad, interponiendo sus altos respetos para que se lleven a cabo los citados convenios, que por mi parte, serán exactamente cumplidos». Como los convenios expresan que él debe quedar libre, si Jackson interviene, podrá Santa Anna salir del círculo amenazante de los texanos. Es lo que le interesa.

Luego, unas frases que tampoco lo comprometen, pero que pueden amenazar a sus enemigos: «Entablemos mutuas relaciones para que esa nación y la mexicana estrechen la buena amistad y puedan entrambas ocuparse amigablemente en dar ser y estabilidad a un pueblo que desea figurar en el mundo político y que con la protección de las dos naciones alcanzará su objetivo en pocos años». Nada de mencionar la independencia con la palabra categórica. Vaguedades, sutilezas, frases complicadas. Que surten efecto.

Antes de que la carta llegue a manos de Jackson, pasa por las de los campeones de la venganza. No entienden muy bien lo que quiere decir, y quizá por eso mismo se aplacan.

El capitán Guillermo Patton, que tiene el mando de una escolta que va a fusilar a Santa Anna donde Fanning cayó, recibe, en marcha por la pradera texana, antes de llegar a Goliath, la orden de que se regrese con el cautivo.

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Están prisioneros también don Juan Nepomuceno Almonte y un tal Caro, que era amanuense del general en jefe y que sirve las mismas funciones en el cautiverio. Cobarde y mezquino, Caro es el que más sustos lleva con los desplantes de los texanos. Un día don Antonio le atribuye la desaparición de un diamante montado para botón de camisa y Caro toma venganza; habla con Patton y le anuncia que Santa Anna y Almonte están preparando la fuga. Patton informa a Rusk. ¡Precioso pretexto para usar aquellos grilletes que Green había aprestado!

Cincuenta y dos días pasan el presidente de México y el coronel Almonte con una cadena sujeta a cada tobillo, y al otro extremo una bala de cañón del tamaño de la cabeza. El convenio secreto se sigue cumpliendo con puntualidad texana.

30

Jackson contesta evasivamente. Dice tener comunicaciones del ministro mexicano en el sentido de que el gobierno no reconoce ningún arreglo a que el presidente llegue mientras se encuentre prisionero. Y declina intervenir por el momento. Para otro cualquiera es una mala respuesta. No para Santa Anna, que sabe aprovecharse de todo. Afirma que el presidente Jackson no le ha entendido bien, atribuye errores a la traducción de su carta y, por lo pronto, logra que le quiten las cadenas. Ya era tiempo: tiene los tobillos pelados hasta el hueso.

Después obtiene que lo envíen a la ciudad de Wáshington para hablar personalmente con su colega el presidente norteamericano. Lo que él quiere es salir de Texas. Con mucha razón.

A pesar de que los gritones han llegado ya hasta la convención texana que se celebra en la villa de San Felipe de Austin, donde un tal Everett llama a Santa Anna «perro demoníaco, calientito del infierno», los tres hombres sensatos evitan que lo despachen a los llameantes dominios de Satán. El 25 de noviembre, con más de siete meses de cautiverio sobre su cuerpo extenuado, se pone en marcha hacia la ciudad de Wáshington.

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En estos meses mucho han cambiado las cosas en México. El Congreso, bajo la influencia de Corro y los prohombres de su partido, ha dictado las siete leyes de que se compone la nueva constitución que habrá de regular el sistema central. «Obra acabada del partido retrógrado o estacionario, en la que además de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, se creaba un cuarto poder, llamado conservador, que tenía la misión de cuidar de la fiel observancia de las leyes y declarar cuál era la voluntad de la nación en los casos extraordinarios que se presentaran.»

El mismo partido retrógrado que se apoyaba en Santa Anna, lo abandona a su suerte. Cree que no lo volverá a necesitar más, que es políticamente un cadáver. Y entre los cuervos que acuden al festín, Anastasio Bustamante, desterrado en 1833, regresa entre salvas y repiques.

32

Su Excelencia el cautivo va en camino. De Texas a Luisiana, rumbo a Louisville, en un bote que surca las quietas aguas del Mississippi. En todos los embarcaderos la gente se aglomera a verle. Sensacionalísimo. Los notables se empeñan en saludarlo. Y aunque enfermo, esta vez de veras, recibe a todos «con el gran talento de su cortesía». Se le prodigan cálidas atenciones. Se abalanzan a entrevistarlo los periodistas. El corresponsal del New York Times en Louisville escribe: «Imaginad un hombre de estatura ordinaria, cuarenta años de edad, pesando como ciento sesenta libras, de caminar y aspecto gracioso, redondo de hombros, de lustroso pelo negro, tez blanca y frente ancha, nariz cuadrada y pequeña, ojo redondo y oscuro, medio hundido… pasaría bien por un inteligente y activo comerciante… Lo he observado, sin encontrar nada de villano ni desagradable en su apariencia…».

Conforme marcha hacia el norte, mayor es la diferencia en el trato que recibe. «Los antiesclavistas consideraban que la guerra de Texas había sido parte de una conspiración para incluir otro Estado partidario de la existencia de siervos en la Unión Americana.» Llega hasta ser considerado como un paladín de la libertad humana, como una víctima de los negreros. El periódico Patriot de Woonsocket, R. I., escribe: «¡Santa Anna! Cómo podríamos considerar como tirano… a quien se opone a rebeldes, y los trata con la severidad que merecen…, a esos que propugnan por el horrible sistema de la esclavitud».

33

En Louisville comienza la jornada por ferrocarril, que don Antonio ve y usa por primera vez. En todas las estaciones grandes multitudes se reúnen para verlo. Sin hostilidad, aunque con más curiosidad que simpatía. Y el 18 de enero de 1837 llega a la capital de los Estados Unidos, ensabanada de nieve.

Jackson lo recibe en audiencia privada. Santa Anna es de nuevo el hombre de amable superioridad, de sonriente altivez, que ha pasado cuatro veces por el Palacio de los Virreyes de Nueva España como amo y señor. Como nada va a quedar escrito, suelta la lengua, escucha cosas que no debiera atender. Igual situación que cuando estaba con Barradas, encerrado en el consulado francés de Tampico. Promete lo que sabe que no podrá cumplir; pone oído a las ofertas, como si mucho le interesaran; se hace el convencido por las razones que Jackson le expone. Cuando se le habla de una indemnización a México por reconocer la independencia de Texas, no salta de su asiento, indignado, sino que evasivamente refiere el asunto al Congreso. Aparentemente, él no se opondrá a tal componenda. Es, ha sido y será siempre el mismo: dispuesto a prometer y aceptar todo, con tal de salir de una situación apurada.

Pero no le sacan ni una palabra por escrito.

Consigue que se ponga a su disposición la corbeta de guerra Pioneer y se hace a la vela rumbo a Veracruz.

La trampa de Rusk queda vacía.

34

Tiene todavía partidarios. Muchos partidarios que aumentan con los descontentos del gobierno interino. Ellos han establecido la costumbre de que los miembros del ejército lleven crespones negros al brazo y que las banderas nacionales ondeen a media asta, como si el presidente de la República hubiera muerto. Su cautiverio en Texas es comparado con el martirio de los apóstoles.

Cuando la Pioneer llega a la vista de Ulúa, Veracruz está de fiesta. Otra vez las salvas y los cohetes, los repiques y los arcos triunfales, las aglomeraciones de gente que quiere admirarlo y ovacionarlo. En el hotel donde se hospeda se le brinda un gran banquete. Sus amigos están impacientes por colocarlo de nuevo en la presidencia.

Pero Su Excelencia advierte, adivina, el sentimiento popular. No se atreve a desafiarlo colocándose en la silla simbólica del mando. Prefiere permanecer olvidado, ignorado, «agachado», mientras pasa el descontento. Y anuncia el viaje a su hacienda, refugio en todos los vendavales. Antes de partir se presenta a don Antonio de Castro, comandante militar de Veracruz:

—He tenido conocimiento de que durante mi ausencia el Soberano Congreso ha dictado una nueva constitución, y deseo jurarla para evitar toda duda sobre mis propósitos, pues he de retirarme a la vida privada…

Ante las autoridades civiles, militares y eclesiásticas, el ayuntamiento, los notables y el pueblo aglomerado, presta juramento, todavía con la faz estragada y la voz llorosa. Ha vuelto a ponerse en actor, en actor de tragedia. Dice: «Al volver a mi patria constituida de nuevo, he debido acatar su voluntad y acabo de jurarlo. Dios y mi honor, cuanto es más grande en los cielos y en la tierra, atestigüen siempre un deber tan grato para mí. Séalo para todos los mexicanos, y el Código constitucional afirme así la paz y felicidad de la nación…».

En Manga de Clavo se dedica febrilmente a dictar: un parte de la campaña y un manifiesto tratando de justificar su conducta. Explicaciones detalladísimas sobre cada uno de sus planes y de sus órdenes. Cargos a Urrea por el fusilamiento de Fanning, cargos a Filisola por haberle hecho caso cuando le ordenó, prisionero en San Jacinto, que se retirara; cargos a Castrillón, cargos a todo el mundo. Él no ha tenido ninguna responsabilidad. De lo que no puede culpar a nadie, fue causante el destino. A todo le encuentra una excusa. Todo lo que ha hecho le parece justificado y aun meritorio. Se humilla: «El término de mi carrera política ha llegado». No quiere sino vivir tranquilo en su «pacífico retiro». Hojas y más hojas. Razonamientos repetidos hasta el fastidio. Conciencia intranquila.

No convence. Todas las aguas del mar no lavarán las manchas que trajo de los pantanos de Texas.

35

Nueva elección presidencial. Anastasio Bustamante sube al poder el 19 de abril, para ver si puede sostenerse durante los ocho años que abarcará ahora el periodo presidencial. Centralistas y federalistas siguen agarrados del pelo. Centralistas en la capital y los Departamentos «donde el clero tiene influencia». Federalistas en el resto. Pronunciamientos en San Luis, Río Verde, Ixtlahuaca, Nuevo México, Sonora. Los federalistas llaman a Gómez Farías, quien desembarca en Veracruz en febrero de 1838. Lo aclaman. Vítores y cohetes, como a Bustamante. Pero don Anastasio no lo quiere en el país. No pudiendo desterrarlo, lo manda encerrar. Por principio de cuentas.

36

Santa Anna atisba. No pierde detalle. No se mueve, no habla. Es un perfecto cazador. De cuarenta y dos años, puede ser paciente. Ha leído en un libro raro que «el que sabe esperar, verá el cadáver de su enemigo, que pasa frente a su tienda…».