1
Los españoles residentes en México y los criollos borbonistas han bombardeado por años las oficinas del gabinete español presentando la situación del nuevo país como caótica y favorable a su reincorporación a la metrópoli europea. Fueron tantas y tan repetidas esas instancias, que el rey se decidió a enviar una vanguardia que diera los primeros pasos para la reconquista. El brigadier Isidro Barradas, que había realizado frecuentes y misteriosos viajes de España a Cuba, llega a La Habana en 1829, presentando al capitán general, don Francisco Dionisio Vives, las reales órdenes para que le preparara un cuerpo de ejército con el cual desembarcar en algún punto de la costa mexicana.
Noticias de esos preparativos vuelan a Veracruz. Una carta con amplia información la recibió don Joaquín Muñoz y Muñoz, otra semejante don José María Pasquel, apresurándose ambos a poner los valiosos informes en manos de Santa Anna. Éste los trasmite al presidente, general Guerrero, con todo secreto, y obtiene autorización para salir a batir a los españoles, cualquiera que sea el punto del litoral en que desembarquen. El gobierno está en la más completa miseria. No tiene almacenes militares, ni víveres, ni provisiones; el ejército está casi desnudo. Y deja a Santa Anna que arregle todo, como pueda, bien o mal. Así, al mismo tiempo que se organiza en Cuba la expedición, se prepara en Veracruz la defensa.
No se conoce a punto fijo el lugar de desembarco. Barradas lo dirá cuando la flota que lleva su expedición se despida de La Habana. Puede ser Yucatán, Campeche o Tabasco, Veracruz o Tamaulipas. Santa Anna tiene que prepararse para salir por mar, única ruta por la que se puede ir a cualquier punto del litoral. Todos sus aprestos los hace en el misterio. Los españoles de Veracruz, que pueden informar al capitán general de Cuba, no se dan cuenta de nada. Sólo el presidente de la República y el comandante militar saben el secreto. Y éste, cosa rara en él, lo guarda.
2
Barradas es fanfarrón y crédulo. Toma al pie de la letra los informes enviados de México, en el sentido de que el país entero está suspirando por la dominación española. En La Habana, dice a su secretario: «En el momento en que pise las playas, con la infantería que voy a llevar y con la bandera de España en la mano, marcharé sin obstáculos hasta la capital del reino». En otra ocasión, agrega: «Los españoles residentes en La Habana me han asegurado que cuando desembarque, la mayoría de las tropas y el pueblo, movidos por el clero, se pasarán a las banderas del rey». No vale la pena, pues, de llevar cañones en la expedición: «Bastará con los que se tomen al enemigo», y con distribuir dos mil proclamas del capitán general.
La reconquista se realizará como un paseo.
Amanece el 5 de julio de 1829. De La Habana parte una flotilla, al mando del almirante Laborde. El navío Soberano, las fragatas Lealtad y Restauración, cinco bergantines de guerra, cuatro goletas mercantes y otro barcos pequeños de auxilio. A bordo, poco más de tres mil hombres. Además, el padre Bringas y ocho misioneros que habían estado en Querétaro y Orizaba: espada y cruz.
El mar es enemigo de las flotas de España. Así como destruyó «La Invencible» quiere destruir «La Vanguardia de la Reconquista». Un temporal dispersa los barcos en la costa de Campeche. Una fragata, con quinientos soldados, se extravía y va a dar a Nueva Orleáns. Barradas se pone de tan mal humor, que durante una comida arroja los platos a la cabeza del almirante Laborde.
Por fin, he aquí a la escuadra frente a Cabo Rojo, muy cerca de la desembocadura del río Pánuco. Con la mar picada se inicia el desembarco. La infantería tiene que caminar quinientos metros con el agua a la cintura. Pierde morriones, armas, paquetes de víveres, cartucheras, cantimploras llenas de vino. Un desastre. Barradas llora, sentado sobre un tronco. «—Me han engañado —dice a su secretario, el astuto e intrigante Aviraneta—; éste es un país desierto.» Quiere matarse, pero el confidente le infunde ánimos: Tampico está cerca.
3
El primero de agosto, Santa Anna recibe la noticia del desembarcó. Ya tiene todo listo y no necesita más que un poco de «nervio de la guerra». En tres días consigue veinte mil pesos de préstamo forzoso, principalmente entre comerciantes españoles, y embarca a toda su infantería: granaderos, «cívicos» o milicias irregulares, una sección de artillería. Doscientos cincuenta jinetes se van por tierra. Quizá poco más de tres mil hombres.
La partida. Cuatro de agosto. El jefe, en la goleta mercante Luisiana, con un gran estado mayor y la banda de música. Las tropas, en el bergantín Trinidad, las goletas Iris, Félix, Ursula y Concepción, los bergantines goletas americanos William y Splendid, tres lanchas, una obusera, un bongo, dos piraguas y tres botes pescadores. Aquello puede ser cualquier cosa menos una flota de guerra. En cuanto el Soberano dispare una andanada, desgracia a todo el ejército. Y todavía cien años después los enemigos de Santa Anna le censuran que haya hecho la expedición por mar, como si hubiera una ruta mejor o pudiera esperarse a que México reuniera una flota de guerra. Pero el astuto general dice que él nunca mide al enemigo por la fuerza, sino por el seso. Además, tiene fe en su suerte, en la casualidad. Ningún problema futuro, próximo o lejano, le preocupa. Cuando se le presenta, busca la manera de resolverlo. Es un gran improvisador. De ejércitos, de planes, de programas, de ardides y de disculpas.
En ocasiones, improvisar le sale bien. En otras, de todititos los diablos.
4
El almirante Laborde desembarca a Barradas y regresa a Cuba, sin cuidarle las espaldas. Resultado de aquellos platos que volaron sobre su cabeza.
Una mañana, el grumete del Luisiana avista un barco de guerra. Santa Anna toma su catalejo: «Navío español sin duda alguna…». Da órdenes de acercarse a la costa y desembarcar a toda prisa. No sabe dónde está, pero a un general como él no le hace falta. Es la playa de Tecolutla.
El navío, quizá el último de la cadena de Laborde, se pasa de largo, sin averiguar qué significa aquella revoltura de barcos de todos tamaños y tipos. Barradas ha quedado abandonado a sus propias fuerzas.
5
Cuando se sabe en México que el comandante militar de Veracruz ha exigido un préstamo forzoso de veinte mil pesos y está organizando un ejército, don Carlos María Bustamante escribe en La Voz de la Patria: «La invasión es un cuento, una invención del general Santa Anna para reunir tropas a fin de pronunciarse». Consecuencias de la mala fama.
6
Barradas se interna en el país. Por cuatro días, los soldados caminan por un «arenal seco, recalentado al sol, hundiéndose hasta la rodilla». Ven moverse sobre los cerros de arena «unos hombres vestidos de blanco»: son cien «cívicos» de infantería y veinte jinetes, al mando del coronel Andrés Ruiz de Esparza y de don Juan Cortina. Un tiroteo hace a los españoles cuatro muertos y treinta y cinco heridos, pero no los detiene. Llegan frente al río Pánuco, y de Pueblo Viejo pasan al otro lado. Seis artilleros mexicanos, que atienden un cañón en La Barra le meten un clavo en el oído y se van.
En una lancha que lleva bandera de parlamento, Barradas se presenta frente a Tampico. Sube a verlo el comandante de las fuerzas mexicanas, general Felipe de la Garza, a quien dice el brigadier español: «Vengo de parte del rey de España y con la vanguardia del ejército real, a tranquilizar al país, que vive en la mayor anarquía».
Ofrece un olvido absoluto del pasado y ascensos a los jefes y oficiales que se le unan.
Le presenta una caja de condecoraciones de las grandes cruces de Carlos III y de Isabel la Católica, diciéndole que iban a servir para adornar su pecho, e iba a entregarle la caja y un mazo de proclamas, cuando el general Garza dio un paso atrás y respondió en alta voz: «Vive usted muy equivocado si ha creído quebrantar mi fidelidad y el juramento que he prestado a la República, después de haberme batido contra las armas españolas en la guerra de independencia. No tengo más que hablar con el jefe de las tropas que han invadido a la República y me retiro a mi campamento».
No puede don Felipe sostenerse en Tampico y lo abandona. «La Vanguardia» se instala en la ciudad, encontrando todas las casas vacías. Los habitantes se han marchado con la tropa. Menos los comerciantes españoles y los cónsules.
El invasor lanza una proclama al ejército: «Cuando servíais al rey nuestro señor, estabais bien uniformados, bien pagados y mejor alimentados; ese que llaman vuestro gobierno os tiene desnudos, sin rancho y sin pan. Venid a las filas y banderas del ejército real».
Y a los «vecinos honrados» este aviso: «Venimos de paz, somos hermanos y cristianos como vosotros. Venid a la plaza con gallinas y demás comestibles, que se os comprará todo. Asimismo, con los caballos y mulas que necesitamos, las que pagaremos con dinero al contado. Confiad en que os quiere y os tratará bien, según lo ha mandado el rey nuestro señor, Isidro Barradas». Pero al repartir su proclama y aviso, olvidó que el «rey nuestro señor» había descuidado que se enseñara a leer al pueblo. Y no hubo soldados, ni gallinas, ni mulas.
7
Santa Anna se presenta en Pueblo Viejo, al otro lado del río, con un tren de caballos y mulas que arrastran pequeñas embarcaciones traídas quién sabe desde dónde. Con catalejos, ven los españoles cada uno de sus movimientos. No puede caberles duda de que trata de pasar la corriente.
Sin embargo, Barradas expediciona en seguimiento del general Garza.
En Tampico queda, como gobernador, el coronel José Miguel Salomón, anciano de ochenta años, que apenas puede tenerse en pie. Y quinientos hombres, de los cuales doscientos están enfermos.
El jefe mexicano prepara lo que él cree que va a ser una sorpresa. En Tampico, todos lo esperan. El secretario Aviraneta envía un jinete a Barradas, llamándole con urgencia. Cuando las piraguas, cargadas de soldados mexicanos, cruzan la corriente, toda la guarnición española está sobre las armas. Los disparos comienzan a sonar a los cuarenta y cinco minutos de nacido el 21 de agosto.
Las casas de las afueras están abandonadas y los mexicanos las ocupan rápidamente. En el centro de la ciudad, los españoles se han fortificado. El anciano gobernador está tirado en un colchón, en el suelo, con dolores reumáticos y un sueño que le cierra los ojos. Un cañón español inicia el combate, cuando los bultos atacantes están a quince pasos de distancia: «Las azoteas de todas las casas se convierten en balcones de fuego». Una cañonera española barre con metralla las avenidas que desembocan en el río Pánuco. Los mexicanos van acercándose a la aduana, donde está Salomón, con sus almacenes de pólvora y cajones con fusiles. El cañón defensor revienta. Aviraneta, el secretario, hace salir bajo el fuego a otro jinete con un angustioso recado para Barradas y un croquis para que sepa dónde dejó Santa Anna sus embarcaciones y las capture.
Toda la mañana trascurre sin que cese el fuego. Al cruzar Santa Anna una avenida, dispara la lancha cañonera y un hierro de la metralla lleva al general un pedazo del cuello de la casaca. Por poco lo degüella. El sombrero queda con el agujero de una bala de fusil. Aquello es un combate, no una broma.
Pasa ya el medio día, cuando el anciano Salomón, «que cree que han pasado el río más tropas y teme que todos los españoles sean pasados a cuchillo», ordena izar bandera de parlamento y cesa el fuego. Una entrevista entre los dos jefes es concertada y se efectúa en el consulado inglés.
El cónsul es hospitalario. Prepara jamones, lenguas frías, dulces, conservas, jerez y oporto, café, anisete de Burdeos, cigarros habanos. Salomón llega casi arrastrándose. Santa Anna, con un estado mayor de treinta oficiales, que comen y beben ansiosamente, excitados por el asalto.
Don Antonio «come poco y bebe sólo agua y vino claro». Cree que Salomón va a capitular. Se confía. Goza en decir todas las mentiras que se le ocurren, sobre los refuerzos que le han llegado y los que vienen en camino, sobre el aumento de su artillería y la magnífica calidad de las tropas. Y mientras el senil gobernador cabecea, con más sueño que ganas de reanudar la lucha, el mañoso Aviraneta retarda la plática. Así transcurre hora y media.
Santa Anna: «Se hace tarde. Vamos a extender la capitulación en los términos más favorables para ustedes».
Aviraneta: «Capitulación, no, señor. Suspensión de hostilidades es todo lo que venimos a pedir, para recoger nuestros heridos».
Santa Anna: «¡Toma! Haberlo usted dicho desde un principio…».
Aviraneta: «El coronel Salomón no tiene facultades para capitular. Si V. E. quiere iremos su ayudante Castrillón y yo a ver a Barradas…».
Los dos comisionados están alistándose, cuando un capitán mexicano de caballería llega «gritando a toda voz»: «¡Mi general, el enemigo está encima: marcha a la izquierda de la laguna, a apoderarse del embarcadero!».
Santa Anna abre los ojos tan desmesuradamente, que parece que se le van a saltar. La situación es seria: sus tropas, cansadas, el parque disminuido considerablemente, la retirada imposible, sus barcas casi en las manos del enemigo. Por un instante siente el deseo de echar las manos al cuello de Aviraneta y retorcérselo, como si fuera gallina.
—«¿Qué es esto? ¿Qué significa esto?»
—«Lo natural, nada más. Nos hemos batido ocho horas largas. El fuego de cañón se oiría en Altamira. Si el general Barradas ha ocupado el embarcadero, son ustedes prisioneros…»
En los segundos en que Aviraneta dice estas palabras, don Antonio concibe un plan para salir del atolladero. Siempre es así, rápido, vivaz, ingenioso. Le pasan los deseos de torcerle el pescuezo. Seguro del resultado de la treta que va a poner en práctica, el júbilo interior se le desborda en una sonrisa. Llega a despedirse de Aviraneta estrechándole la mano cortésmente. Y desaparece por las callejuelas.
El brigadier Barradas, con una pequeñísima escolta llega a la plaza a gran trote. Ve a su secretario y le grita:
—«¿Qué pasa?».
—«Mi brigadier, que son prisioneros Santa Anna y su tropa…».
Un desconocido, en traje civil, se acerca a Barradas y le habla. El brigadier voltea su caballo y sigue al civil, apresuradamente. Las tropas mexicanas permanecen en sus posiciones y los españoles en las suyas, sin hacerse fuego, sin avanzar ni retroceder. ¿Qué ha sucedido?
Que el astuto Santa Anna fue al consulado francés con varios de sus jefes y por medio del Cónsul llamó a una entrevista a Barradas. Los dos jefes se encierran en el despacho. Ninguno tiene ganas de decidir la situación por las armas. Barradas viene cansado por una jornada de ocho leguas, y el otro está exhausto por una lucha de ocho horas. Don Antonio ofrece a Barradas un buen tabaco y le anuncia que Salomón ha capitulado, y que, conforme a las leyes de la guerra, la plaza le pertenece. Barradas discute que un subordinado no puede capitular. Santa Anna insiste, mintiendo que, con facultades o sin ellas, Salomón le ha entregado la plaza. La plática se desarrolla con suavidad. El jefe mexicano es sonriente, afable y a cada rato repite que no tiene motivos personales de rencor para España y que perteneció al ejército del rey.
El jefe invasor, que ya no tiene mucha fe en llegar a la capital con la infantería y la bandera como única fuerza, ensaya de nuevo la seducción que le falló con Garza.
—En realidad, señor general, tampoco España está resentida con V. E. Me ha dicho el rey que todo está olvidado, que todos los jefes mexicanos que se unan a nuestro ejército serán ascendidos y condecorados.
Don Antonio se deja llevar a la tentación. No hace un solo gesto de repugnancia. Abre los ojos, mostrando interés, como si le sedujera la oferta. Barradas extrema la seducción: dice poder ofrecerle el título de Duque de Tampico, si le agrada la denominación, o de cualquier otra. Y cuando se restablezca el dominio español, ya no vendrá de Madrid un virrey que ignore la Nueva España, sino que se preferirá un súbdito que haya prestado aquí servicios importantes… Quizá el señor Duque de Tampico…
—Mi querido señor brigadier…
Santa Anna está salvado. En ese instante, cualquier cosa que pida la obtiene. Y solicita nada más que un plazo para pensar y decidir. Además, tiene que conocer el estado de ánimo de sus oficiales, de su tropa. Unos cuantos días, nada más…
—Los que usted guste, mi querido general…
Se saludan, toman un copa de espumoso Borgoña que el cónsul les ofrece y el resultado de la plática es que las tropas mexicanas se reúnen, se forman, salen de Tampico a tambor batiente y banderas desplegadas, llegan al embarcadero, se montan en sus piraguas y se regresan a Pueblo Viejo.
Lo primero que hace el general es echarse a dormir. Tres días después toma la pluma y escribe parte al general Guerrero, presentándole los sucesos como le da la gana. Dice que «fueron tan reiteradas las súplicas del general Barradas para que volviese a mi cuartel del Pueblo Viejo y le dejara libre su cuartel general, que logré vender como un favor lo que exigía mi situación comprometida».
El presidente lo premia con el ascenso a general de división.
8
Los alojamientos españoles están llenos de enfermos. Cuando menos, quinientos soldados tienen fiebre y doscientos han muerto. El doctor en jefe, González Pérez, y otros cirujanos, hacen algunas autopsias: demasiado tocino, que provoca una sed insaciable, agua mala. «Peste oriental». Barradas mismo se siente enfermo de su marcha forzada y de encontrarse con una situación más forzada todavía. González Pérez le da un sudorífico y lo manda acostar.
Durante su sueño, de constantes pesadillas y sobresaltos, jefes y oficiales conspiran. Comprenden la situación difícil y consideran preferible embarcarse rumbo a La Habana. ¿Pero en qué? Pues hacer un arreglo con los mexicanos para que los dejen retirarse…
9
Santa Anna coloca dos obuses en El Humo, al otro lado del río. El primer bombazo cae en la calle, frente a la casa en que se hospeda Barradas, el segundo en el dintel de una ventana de la recámara, y hiere a dos soldados. El brigadier tiene que cambiar de casa, a otra más lejana: «Deseo tener una entrevista con usted en “El Humo”, acompañado de mi secretario don Eugenio Aviraneta, para tratar asuntos que interesan a V. S. y a todos en general». Aviraneta acompaña algunos renglones y es más explícito: «Conviene que nos veamos, hablemos con franqueza solos los tres y arreglemos algo que redunde en provecho de usted y de todos en general». ¿Qué irán a ofrecerle, después del ducado de Tampico y el puesto de virrey?
Pero la situación es muy distinta de cuando Santa Anna estaba en la trampa. Le han llegado refuerzos del interior. Las tropas de Tamaulipas amagan «La Vanguardia» por el norte y occidente, haciendo un total de siete u ocho mil hombres contra tres mil. Condecoraciones, ducado y título de virrey han perdido su poder de seducción. Lo que en verdad quería el general era escapar. Y ahora rehusa la plática diciendo una mentira del ancho del río: «Me prestaría gustoso, como ofrecí a V. S., a la entrevista»…; pero «un extraordinario que me llegó anoche de la capital, con fecha 22 del que corre, me trajo una nota, previniéndome que no oyese a V. S. si no era para capitular o evacuar el territorio nacional». «Debo obedecer …» «Si V. S. quiere manifestarme oficialmente esos asuntos interesantes… los elevaré al alto conocimiento de S. E. el general presidente, y apoyaré con la pequeñez de mi influjo cuanto conozca conveniente a los intereses públicos».
Y se queda muy tranquilo. Después de todo, no había ofrecido aceptar, sino pensar y decidir. Al rehusarse a la entrevista, expresaba claramente que no aceptaba el soborno. Además, «hacía resaltar que en vez del estado anárquico preconizado por los borbonistas, el ejército obedecía fielmente al Gobierno», aun cuando éste no le hubiera ordenado cosa alguna.
Barradas ve esfumarse su última esperanza. El cerco de las tropas mexicanas se va estrechando, se terminan los comestibles, aumentan los enfermos de las fiebres. Según parte de Salas, jefe de estado mayor, hay novecientos cinco de tropa y diez oficiales. La expedición no se ha vuelto a Cuba porque no tiene en qué.
10
Tampico no está a la orilla del mar, sino del navegable Pánuco. Barradas, para asegurarse la salida, cuando menos hasta la costa, ha dejado una guarnición de quinientos hombres en la desembocadura, llamada «La Barra», donde existía un fortín. Hay varios kilómetros entre una posición y otra. Y el general Manuel Mier y Terán, que sí entiende de estrategia, se coloca en medio, exactamente frente al punto fortificado por Santa Anna, El Humo. La tenaza se ha cerrado en rededor de Barradas. El río al sur, dominado por los cañones de Pueblo Viejo y el embarcadero. Al occidente, norte y oriente, tropas. La boca del río cerrada para él. Ahora, aunque tuviera en qué, no podría salir si no es abriéndose paso a cañonazos.
11
«He determinado evacuar el país» comunica a Santa Anna. Éste, crecido, contesta con arrogancia. «El territorio de la opulenta México ha sido invadido por V. S. tan sólo por el ominoso y bárbaro derecho de la fuerza.» «Un puñado de aventureros… ha puesto en conflagración y alarma… a ocho millones de hombres libres, que han jurado mil veces morir antes que ser esclavos…» «Mis numerosas divisiones se arrojarán sobre su campo sin dar cuartel a ninguno, si V. S. no se rinde a discreción…» Y le da un plazo de cuarenta y ocho horas, que comienza a contarse el 8 de septiembre, a las ocho de la mañana.
El brigadier español se niega a rendirse a discreción. Propone «una transacción con honor o los efectos de que es capaz una división de valientes». El jefe mexicano insiste en su dilema. «O rendirse a la generosidad mexicana, a fin de que vuelvan a su tierra natal esos desgraciados que comanda, o resignarse V. S. a una inminente catástrofe.»
12
En medio de las negociaciones, la noche del 9, se vuelca sobre la zona de guerra la tempestad. En Doña Cecilia, la posición de Mier y Terán entre Tampico y La Barra, el huracán arrasa casas y árboles. «Las tiendas de campaña volaron, ni vestigios quedaron de las barracas, las obras de fortificación fueron derribadas, las provisiones y alimentos se deshicieron, el gran parque se redujo a la mitad. Un retroceso de la marea por la caja del río, hizo subir las aguas a seis pies sobre el campamento.» El embarcadero de El Humo ha desaparecido, también inundado. En Pueblo Viejo, los soldados están refugiados en las azoteas. «Todo el país hasta formar horizonte, es un mar.» Flotan las chozas, el ganado, cadáveres.
Los mexicanos evacúan el eslabón que cerraba la cadena y trepan al bosque. Cuando regresan, la tarde siguiente, hay medio metro de fango en todo el campo. Santa Anna cruza el río, diciendo haber tenido noticias de que los españoles evacuaron el fortín de La Barra. Trae refuerzos y decide ocuparlo antes de que la guarnición regrese.
—V. E. es dueño de la expedición española —le dice el general Mier y Terán—. Sitiados, cortados de su base, sin alimentos, enfermos, sin esperanza, el tiempo solo los hará capitular.
Pero un triunfo así no debe satisfacer a un soldado. Santa Anna lo es, aun cuando le nieguen que también es un general. No le interesa que sea la peste la que rinda a Barradas. Quiere ser él. «Sacrificó soldados inútilmente», dicen después. Muy lamentable. Mas toda gloria militar descansa sobre cadáveres.
13
En las sombras de la noche se prepara el avance. Los soldados van en el lodazal metidos hasta la rodilla. Imposible llevar cañones. El que se cansa tiene que sentarse en el suelo como en una tina, con el fango hasta los sobacos. Y no es exacto que el fortín hubiera sido evacuado. Está en altura y no resintió la inundación. Consta de una palizada exterior, como de tres varas de alto, y en el centro, sobre un montículo que tiene cuatrocientas varas de circunferencia y paredes como de ocho varas de alto, están asentados los cañones de sitio.
Cuando Santa Anna se da cuenta de que hay enemigo al frente, es preferible atacar a retroceder. A las dos menos cuarto de la madrugada comienza este hecho de armas «a la par honroso para las tropas mexicanas y las españolas, iniciado con brío, empeñado con denuedo, sostenido con heroísmo». El primer parapeto es conquistado, después de una lucha cuerpo a cuerpo. La guarnición se retira al segundo, a las tres horas de combate sangriento. Amanece, cesa el fuego. Mier y Terán organiza un segundo asalto con mil hombres que le han llegado de refuerzo.
Pero en el campamento de Barradas se levanta la bandera blanca.
14
La guarnición de Tampico había pasado una noche de angustia. Oyendo las explosiones incesantes, temiendo que se tratara de un falso ataque para hacer salir a Barradas en auxilio de La Barra y mientras ocupar Tampico. No había fuerzas suficientes para auxiliar y para defender. El comandante de «La Vanguardia» esperó. No podía hacer otra cosa.
Y cuando vio pasar de Pueblo Viejo a Doña Cecilia, las piraguas cargadas de soldados de refresco, a las primeras luces del amanecer, comprendió que había llegado el momento. Y capituló.
«En el Cuartel General de Pueblo Viejo, a los once días del mes de septiembre de 1829, reunidos…»
Se pacta la rendición de las tropas expedicionarias, que entregarán armas, banderas y cajas de guerra, excepto las espadas de los jefes y oficiales. Serán todos reembarcados a La Habana, «comprometiéndose solemnemente a no volver a tomar las armas contra la República mexicana».
Poco a poco van saliendo. Las fragatas Leónidas y Edámus y el bergantín Noble se llevan los últimos seiscientos cincuenta y seis españoles, el 11 de diciembre. Mil trescientos no regresan. Metralla y peste. Bayoneta y plomo.
Ninguno de los borbonistas que bombardeaban al ministerio de Madrid pidiendo el envío de una expedición, resultó muerto. Ni herido. Ni enfermo. Ni se manchó de fango. Ni perdió el sueño de una noche, sobresaltado por el cañoneo. Como siempre.
15
La noticia llega a México el 20 por la noche. El presidente Guerrero está en el teatro y un ayudante le lleva el parte a su palco. Se interrumpe el espectáculo, se lee el convenio de capitulación. Un gozo extraordinario se desborda del coliseo a toda la ciudad. Suenan los repiques y las salvas de artillería, estallan los cohetes, se abren todas las tiendas, se iluminan todas las avenidas y todas las plazas. Los capitalinos pasan la noche tras las músicas militares y las improvisadas, aplaudiendo y vitoreando a Guerrero, a Santa Anna, a Mier y Terán.
Las fiestas continúan varios días. El 27, aniversario de la entrada del ejército trigarante, Guerrero asiste a una gran misa solemne en la Basílica de Guadalupe, escoltado hasta las puertas por un largo tren de carros triunfales, cubiertos de flores, tripulados por bellas muchachas vestidas de alegoría. Más repiques y más salvas.
Es el resultado del tono de los partes de Santa Anna, melodramático y plagado de mentiras. Su popularidad nace y se desarrolla entre falsedades y exageraciones, frases rebuscadas y fanfarronerías que halagan la sensibilidad del pueblo. Ningún homenaje se le escatima: Veracruz y Puebla lo declaran benemérito, Jalisco y Zacatecas, su ciudadano predilecto. Guanajuato le obsequia una espada con puño de oro. El Congreso Nacional le concede una cruz con la inscripción de «Abatió en Tampico el orgullo español», y después lo declara benemérito de la patria. Su nombre quedará grabado en una pirámide levantada en el lugar donde los españoles rindieron sus armas, con esta leyenda: «En las riberas del Pánuco afianzó la independencia nacional el 11 de septiembre de 1829».
Cuando llega a Veracruz, al mediodía del 25, la población entera lo está esperando a la orilla del mar. Y desde los brigadieres hasta los soldados, los marineros y los comerciantes, los estibadores y los aristócratas, se disputan el honor de pasearlo en hombros por la ciudad, hasta las once de la noche que lo dejan en su posada. Medio muerto, pero satisfecho.