El Imperio

1

Al día siguiente de la triunfal entrada del Ejército Trigarante en México, se instala la Regencia del Imperio, compuesta por Iturbide, don Manuel de la Bárcena, don José Isidro Yáñez, don Manuel Velázquez de León y don Juan O’Donojú, quien posteriormente es sustituido por el obispo de Puebla, Antonio Joaquín Pérez, ex diputado a Cortes en Madrid y uno de los sesenta y nueve «persas» que pidieron a Fernando VII que aboliera la Constitución española. Cuando llegó a Nueva España, este prelado hizo circular una pastoral «cuyo objeto era probar, con textos de la Escritura, que la Constitución conducía a la herejía y al libertinaje y que la independencia de las Américas era contraria a la religión y a la voluntad del Altísimo».

En Veracruz, Santa Anna se considera el libertador de la provincia. Posa para los pintores, que disimulan el defecto de su nariz chueca, retratándolo de perfil. Se manda hacer nuevos uniformes y nerviosamente espera el título de brigadier.

Decepción. La Regencia publica un decreto conteniendo la lista de los jefes del Ejército Imperial. Don Antonio pasa los ojos rápidamente por los nombres de los mariscales, pues comprende que el suyo no ha de estar ahí «todavía». Después, repasa con más cuidado los de los generales y se disgusta de que estén muchos que se unieron al plan de Iguala después de él, y Orbegozo, a quien hizo capitular en Jalapa. El suyo no está. Hay que buscarlo entre los brigadieres: Andrade, Antonio, Bustamente, Anastasio, Cortázar; Luis… y López de Santa Anna, Antonio, se ha quedado en el tintero. «¡Cuando menos se me reconocerá el grado de coronel que me ofreció Herrera!» Tampoco.

Se encoleriza, bufa, destroza entre sus manos el papel en que está impreso el decreto. Pero se contiene. Sabe que posee muchos medios para obtener lo que desea. Se traga la afrenta que le produce el olvido o la omisión intencional de Iturbide. Para completar su desagrado, don Domingo Loaces, español, que, como jefe realista, defendió Querétaro contra Iturbide mucho después de que Santa Anna se había adherido al plan de Iguala, es designado capitán general de las provincias de Oriente, entre ellas Veracruz. Y el general don Manuel Rincón, gobernador de la provincia.

El despecho envenena a don Antonio. Se siente humillado profundamente y acude a Iturbide, melosamente, en queja discreta, pidiendo por favor lo que considera merecer en justicia.

«Pido a su notoria generosidad, en obvio de que continúe representando el papel desairado que en el día hago, se digne nombrarme segundo del señor Loaces. V. A. daría asimismo otra prueba de su bondad al concederme el grado de brigadier, para con esa investidura desempeñar aquel cargo.» No se conforma con el grado y el puesto, sino que hace instancias a la regencia para que se le conceda la comandancia general y el gobierno de la provincia. «El objeto de promover esta instancia es lo duro que ha de serme la oscuridad en que me hallo, puntualmente en la parte del Imperio que he mandado en las más críticas circunstancias y hecho independiente.» Para terminar, no olvida decir a Iturbide que es «su apasionado súbdito, que lo ama mucho».

Insiste: «Me es indiferente tener o no mando y si algo se picó mi delicadeza, fue por haber venido a esta provincia, donde otras veces tuve la primera voz». «Pido el grado inmediato, no por orgullo, sino para que el público se satisfaga de que no estoy desconceptuado con el Gobierno, como dicen algunos.»

El regente remolonea. No cree en el amor de Santa Anna. En todas sus cartas le participa que «el cargo de brigadier lo tendrá en breve» y le recomienda que se entere y le informe de todo lo que pueda interesarle. Porque está considerando ya la posibilidad de coronarse emperador, siguiendo el consejo que tantas veces le han dicho al oído el obispo Antonio y oyendo a todas horas la voz de su propia ambición. Y logra que Santa Anna le informe mal de Rincón el gobernador, Rincón mal de Santa Anna, Loaces mal de los dos, y los tres mal de otros muchos.

Rincón, en cuanto se entera de que Santa Anna pretende el gobierno, le señala como «hombre embriagado por una ambición que no cabe en su cerebro; que dio margen y consintió que su hermano Manuel López de Santa Anna y otros de su viciosa pandilla, propalasen especies sediciosas en los jarochos y en las tabernas, gritando: ¡Viva Santa Anna y mueran todos los demás!».

2

Guadalupe Victoria, insurgente limpio de corazón, no está conforme con sustituir el virreinato por un régimen imperial, y decide «irse a vivir entre las fieras antes de ser ingrato y perjudicial para la patria». Don Domingo Loaces trata de convencerlo, pues Victoria es amado en Veracruz, cuenta con opinión y mucho podría significar su distanciamiento. Pero nada se obtiene de él y un día desaparece: se ha ido a las cuevas donde vivió oculto antes de que se lograra la independencia.

Loaces aboga ante Iturbide para que no se hostilice al decepcionado insurgente. Invoca «la grandeza de alma con que ha dotado a V. A. la naturaleza». Pero el regente no tiene tal grandeza de alma. La abstención de Victoria en el imperio, es para él un insulto personal, una ofensa. Se siente el genio de la América del Septentrión, el indiscutible, el admirable. La sola pasividad de los que valen algo, le encoleriza.

Entonces se acuerda de Antonio López de Santa Anna, ese «ambicioso de gloria, con una sed insaciable de distinguirse» y quien poco antes le había ofrecido en una carta: «Estoy dispuesto a hacer gustoso cuanto V. A. me prevenga». Es de Veracruz, ahí hizo la campaña final de la independencia, conoce todas las sierras, todas las cañadas, todas las cuevas. Puede llegar hasta donde Victoria se oculte, ponerle la mano encima y castigarlo por haber desafiado el gran poder del Imperio.

Iturbide dicta a su secretario, para Santa Anna, frases tan afectuosas como nunca le había dirigido. Comienza por ofrecerle que el cargo de brigadier le llegará de un momento a otro. Mas a la siguiente línea, impaciente, descubre rápidamente sus intenciones: «V. está bastante persuadido de que interesa a la tranquilidad y el bien de la patria, la aprehensión de Victoria, por lo cual digo con esta fecha al Sr. Loaces comisione para su persecución a un jefe de conocimientos en el país y otras circunstancias, indicándole que puede ser V. y un oficial que le acompañe, y en este caso, convendría que fuese el que entregara a V. esta carta. Nada tengo que recomendar a V. la eficacia en el desempeño de esta comisión; V. está persuadido del interés general que encierra y yo estoy demasiado satisfecho de los sentimientos de V. y de su audacia, para dictar que sea bastante bien cumplida».

¿Quién es el oficial que lleva la carta y que debe acompañar a Santa Anna hasta que don Guadalupe sea aprehendido? ¿Qué instrucciones verbales lleva del hombre implacable que durante toda la guerra de independencia paseó su crueldad por la Nueva España? No se sabe. Ni va a la persecución ni se logra la captura.

Porque Santa Anna estima a Victoria. En la sima de su alma, donde la sinceridad triunfa, comprende ser inferior al veterano insurgente, recto y leal, valiente, desinteresado. La pretensión de Iturbide para que aquel oficial le acompañe en la persecución, le hace sospechar algún designio oculto. Él desea ardientemente ser brigadier y comprende que el regente le pone como condición la captura de Victoria. Ambiciona el gobierno de la provincia y la comandancia general. Pero ¿tendrá que ejecutar a Victoria por satisfacer a Iturbide, el que lo desprecia, que lo busca y lo halaga sólo cuando lo necesita?

Domina su ambición. Tiene un rasgo. No presentará a Victoria en holocausto, a cambio del ascenso. No quiere subir sobre cadáveres de sus amigos. Y cuando Loaces le comunica que debe ir a la costa de Sotavento, «en solicitud del prófugo», con aquel incógnito oficial y doscientos hombres de caballería, Santa Anna declina y escribe a Iturbide: «Mi desgracia me ha proporcionado continúen mis males con tanta fuerza que me hacen persuadir dilatará mucho mi restablecimiento. Deseoso de corresponder a la distinción con que se me ha honrado, consulté con el doctor Pérez, que me asiste, si podría emprender cualquier movimiento, mas me lo prohibió en absoluto». Y «para que el movimiento no se atrase» propone que vaya otro a dirigirlo. Todavía es un apasionado súbdito, pero ya no ama mucho.

Y se pasea, perfectamente sano, por las calles del puerto.

3

La noche del 18 al 19 de mayo de 1822, un sargento llamado Pío Marchá reúne a otros sargentos, cabos y soldados, les distribuye dinero y sale a pasear por las calles de México, gritando vivas a «Agustín Primero, el Emperador». Se le unen algunos cientos de hombres del pueblo y ocupan el local del Congreso, instalado apenas tres meses antes, pidiendo la declaración de Iturbide como emperador. Entre la hostilidad de una turba que insulta a quienes contrarían sus deseos, hay setenta votos en pro y quince en contra. La proclamación está hecha.

El nuevo emperador quiere formar su casa a imitación de los soberanos de Europa. A su padre, don José Joaquín, le otorga el título de Príncipe de la Unión. A su hijo mayor, Agustín Jerónimo, Príncipe Imperial y Heredero del Trono. Todos los hijos nacidos y venideros, príncipes. Todos altezas. Doña María Nicolasa, su hermana, como de sesenta años, se convierte en Princesa de Iturbide. Y luego, se forma la corte, entrando en ella todos los títulos españoles que hasta hace pocos meses han servido en los ejércitos del rey Fernando.

Es «mayordomo mayor» el Marqués de Aguayo; «caballerizo mayor», el Conde de Regla. El albino don Miguel de Cervantes, sexto Conde de Salvatierra, «capitán de la guardia». Media docena de tenientes generales y brigadieres, «ayudantes de Su Majestad», «gentiles hombres de cámara con ejercicio», «mayordomos de semana», «caballeros pajes», «ujieres de Palacio», «ayudantes de cámara»… Hay una abundancia de marqueses y de condes, que marea: el mariscal de Castilla y Marqués de Ciria, el Conde de San Mateo de Valparaíso, los de la casa de los Marqueses de Santa Fe de Guardiola, el Marqués de la Cadena y el Conde del Valle de Orizaba, el Caballero de los Olivos y el señor de la Villa de Yecla… En otra serie, el Marqués de Uluapa, el Conde de Casa Real y el yerno del Conde de la Valenciana y el hijo del Marqués de San Juan de las Rayas…

Alrededor de la emperatriz, doña Ana Huarte, andan las marquesas y las condesas, las hermanas de las marquesas y las primas de las condesas, en calidad de camareras y camaristas, peinadoras y perfumistas, damas que lo son de verdad y otras nada más honorarias.

Y como si faltara gente, a veces con el emperador, a veces con la emperatriz, vienen y van, adulando e intrigando, humillándose ante unos, despreciando a otros, el «limosnero mayor», obispo de Guadalajara, don Juan de la Cruz Ruiz de Cabañas y Crespo; el «capellán mayor», obispo de Puebla, don Antonio Joaquín Pérez Martínez y el teniente del limosnero con el teniente del capellán, seis capellanes menores, diez honorarios, tres confesores, el maestro de ceremonias, el ayo de los príncipes, cuatro predicadores, diez predicadores honorarios, el sumiller del Palacio, el gran peluquero y el gran guardarropa, el gran cocinero y el lavadero secreto de la ropa interior de Sus Majestades…

4

Poco antes del motín de Pío Marchá, Iturbide, que quiere conquistar simpatías, envía a Santa Anna su despacho de «brigadier con letras» (grado que había por aquel tiempo en España y que consiste en que los bordados de la casaca sean de oro en vez de plata) y el nombramiento de comandante general de la provincia de Veracruz.

El agraciado no esperaba tales mercedes, porque Victoria continúa prófugo, y está a punto de enloquecer de satisfacción. Como en esos días llega la noticia de la proclamación del «Emperador Agustín Primero», el flamante brigadier vuelca su elocuencia en esta carta:

«Su próxima elevación al trono será una digna recompensa al mérito más sublime y un dique poderosísimo que oponer a las pasiones más exaltadas. Viva Vuestra Majestad para nuestra gloria, y esta expresión sea tan grata que el dulce nombre de Agustín Primero se transmita a nuestros nietos, dándoles una idea de las memorables acciones de nuestro libertador. Ellas por la Historia se eternizarán como es justísimo, y yo, en unión del regimiento de infantería número 8, que mando, y que bajo mi dirección estaba prontísimo a dar tan político como glorioso paso mucho antes de ahora, sintiendo que no hayamos sido los motores de tan digna exaltación; mas sí los primeros en esta provincia que atribuimos a V. M. nuestros sumisos respetos, sí los primeros que ofrecemos nuestras vidas y personas por conservar la respetable existencia de V. M. y corona que tan dignamente obtiene, lo que cumpliremos exactamente y nos complacemos gustosos en repetir: somos constantes súbditos que verterán su sangre por el más digno emperador…».

Se le hace poco escribir tal sarta de adulaciones, que irá a parar en el cesto de los papeles inútiles, y lanza al pueblo de Veracruz esta proclama:

«No me es posible contener el exceso de mi gozo por ser esta medida la más análoga a la prosperidad común por la que suspirábamos y estábamos dispuestos a que se efectuase, aun cuando fuese necesario exterminar algunos genios díscolos y perturbadores, distantes de poseer las verdaderas virtudes de los ciudadanos. Anticipémonos pues, corramos velozmente a proclamar y a jurar al inmortal Iturbide por emperador, ofreciéndole ser sus más constantes defensores hasta perder la existencia; sea el regimiento que mando el primero que acredite con esa irrefragable prueba, cuán activo, cuán particular interés toma en ver recompensado el mérito y afirmado el gobierno paternal que nos ha de regir. Multipliquemos nuestras voces llenos de júbilo y digamos sin cesar, complaciéndonos en repetir: ¡Viva Agustín Primero, Emperador de México!».

Así demuestra que, además de adulador, es ignorante y disparatero.

5

Antes de la proclamación, Iturbide ha propuesto a la Junta Provisional gubernativa, que decreta de acuerdo, la creación de la «Orden Imperial de Guadalupe», con la cual premiar los servicios hechos a la nación en todos los ramos. Para ser agraciado con la condecoración no se exigen pruebas de nobleza, pero sí «gozar del concepto público». Los «Grandes Cruces» pueden llegar a cincuenta y serán «Excelencias», y «Grandes del Imperio». Los «De número», que pueden llegar a cien, son nada más títulos del Imperio. Los «supernumerarios», de número ilimitado, son nobles comunes y corrientes.

Iturbide entra a saco en las Grandes Cruces: se lleva una para su padre, otra para cada uno de sus hijos, otra para su suegro, otras para los gentiles hombres de cámara y mayordomos de semana, media docena para los obispos y arzobispos y muchas más para todos los dignatarios de la casa imperial. Todavía queda una para don Domingo Loaces, pero no para el brigadier con letras don Antonio López de Santa Anna, que se considera libertador de Veracruz.

Después, en la segunda lista de los «De número», entre marqueses y condes, generales, predicadores y limosneros, aparece por fin el nombre del adulador, inquieto y ambicioso don Antonio. Llevará pendiente del cuello una cruz de oro, dividido cada uno de sus brazos en tres partes, con piedras rojas, blancas y verdes; en el centro, la imagen de la Virgen de Guadalupe, protectora del Imperio, rodeada por la leyenda «Religión, Independencia, Unión». Al reverso, la inscripción «Al Patriotismo Heroico». Pende la cruz de una corona de tres diademas, adoptada para el Imperio Mexicano, y la corona de un águila rampante. Y en las ceremonias de la Orden el caballero de número portará un manto carmesí moteado de plata, anudado con dos largos cordones tricolores y cerrado el cuello por un collar con eslabones de oro con su imagen de la Virgen de Guadalupe. Por último, sombrero blanco de anchas alas, levantada la del lado derecho, adornado con plumas de los tres colores nacionales.

Santa Anna no puede resistir más. Está vencido. Su vanidad se satisface con título, cruz, capa, sombrero de plumas. Va corriendo a ver al señor Loaces para pedirle permiso de asistir a la coronación de Iturbide e irle a besar la imperial mano.

6

Los cañonazos comienzan a retumbar a las cinco de la mañana, veinticuatro cada hora. Las campanas de todos los templos cantan y cantan con metálico son. Es el día señalado para que las coronas imperiales ciñan por primera vez las sienes de Agustín de Iturbide y Ana Huarte.

Domingo, 21 de junio de 1822.

Todas las calles, barridas y regadas; tiestos con flores en las ventanas; cortinas de terciopelo, seda, encaje, cuelgan en los balcones; flámulas y gallardetes de los colores nacionales ondean en los postes. Y desde el palacio de Moncada, donde vive Iturbide, hasta la puerta de la Catedral, el toldo o vela que se usa el día de Corpus para dar sombra a la procesión.

En la catedral, un ciprés de plata y otro ciprés sobredorado; candelabros, blandones, atriles y lámparas de plata; los cuatro perfumadores de tres varas de alto, y el crucifijo de oro, adornado con esmeraldas, rubíes y topacios. En todas las columnas colgaduras de damasco y terciopelo carmesí, con galones, flecos y borlas de oro. Un trono mayor cerca del presbiterio; junto al coro, otro menor. La plataforma desde donde todo lo vigilarán el maestro de ceremonias y sus ayudantes. Y más cortinajes y más candelabros, más oro y más plata. Millares de cirios encendidos, como si hubiese caído dentro del templo un pedazo de sol. Y «en una estancia contigua, una mesa provista de viandas y licores para los que quisieran gustarlos».

La nave central se llena con los parientes del emperador y doña Ana, los ministros, los marqueses, condes, marquesas y condesas, los mariscales y los generales, los diputados y los consejeros. Para obtener un buen sitio es menester, cuando menos, la mitad del pecho cubierta de dorados.

A las nueve en punto voltean otra vez sus repiques las campanas, y se descargan en salvas de veinticuatro cañonazos las bocas de fuego de la Ciudadela. El cortejo imperial se pone en marcha; caballería e infantería en gran uniforme, indios con sus músicas de tamboriles y flautas de caña, las órdenes religiosas, los maceros y todos los funcionarios del Ayuntamiento, los ujieres, los reyes de armas, los pajes, los ayudantes de ceremonias, tres generales que llevan el anillo y la corona de la emperatriz y el manto en una canastilla. La emperatriz con sus dos hijas, doña María Nicolasa y las camareras. Las insignias del emperador, corona, cetro, anillo y manto, en manos de cuatro generales. El congreso y los príncipes… Iturbide con el uniforme de coronel del Regimiento de Celaya. Tras él, el peliblanco capitán de la Guardia, el limosnero mayor, los ministros, los edecanes, los generales, los capellanes, el médico de cámara, los caballerizos, los veterinarios, los cocineros y al final, una escolta vestida de amarillo. El maestro de ceremonias olvidó señalar sitio para los comandantes generales y gobernadores de las provincias. El de Veracruz no tiene colocación: no es marqués, ni mayordomo, ni limosnero. Vestido de gran uniforme, con peto rojo cubierto de bordados y charreteras de grueso fleco de oro, no encuentra medio de colocarse en la comitiva y se presenta a don Luis Quintanar, capitán general de la ciudad de México:

—¿Tendría inconveniente V. E. en que yo forme entre los oficiales superiores de su séquito?

—Ninguno, mi querido señor brigadier… Su presencia dará mucho brillo a mi modesta comitiva.

Se ha encontrado quien le haga caso. Llenando los pulmones, taconeando recio sobre las alfombras que tapizan la calle, a la sombra del toldo para la procesión del Corpus, don Antonio López de Santa Anna entra en la Catedral. No ve gran cosa de la ceremonia, porque hay cuando menos cuatrocientos que tienen mejor lugar que él; pero está satisfecho. Algo ha subido desde que el indio Rafael le dio un flechazo en la mano izquierda, que ahora sostiene el alto sombrero emplumado de negro.

* * *

Suenan los himnos litúrgicos y las letanías; suben las volutas de incienso, dispersándose lentamente bajo las naves. Los obispos y los coros se cambian latines, las campanillas tintinean y de la concurrencia se desprende murmullo de oraciones. El gran limosnero unge a los emperadores en el brazo izquierdo, entre la mano y el codo. El presidente del Congreso, señor Mangino, coloca la corona de tres diademas sobre la testa de Agustín de Iturbide. Debe haberle quedado mal, quizá muy chica, porque Mangino se preocupa por su estabilidad y dice:

—No se le vaya a caer a Vuestra Majestad…

—Yo cuidaré de que no se me caiga…

* * *

Imposición de insignias a la emperatriz. Nuevas preces del consagrante, voz solemne de los coros. Tedeum. Misa. El obispo de Puebla sube al púlpito para decir un gran sermón. La independencia de América ya no contradice los deseos del Altísimo. Ahora es «Dios mismo quien ha inspirado la elección del emperador», «Certe videtis quem elegit dominus», recaída en el hombre más idóneo de la nación, «quonian non sit similis illi in omni populo».

En el sermón, Santa Anna comienza a sentirse mareado: mucho incienso, mucho perfume de las damas, muchas apreturas impulsadas por los que están más atrás que él. Y todavía, Iturbide y doña Ana tienen que dar un paseo por toda la iglesia, tirando de los mantos extendidos, seguidos por las camareras, capitanes de guardias, tenientes de limosneros, reyes de armas, pajes y obispos. Disimuladamente, el brigadier con letras echa un paso atrás, cede su puesto a alguien más curioso o menos aburrido que él, y así, poco a poco, se va retirando. Ya cerca de las puertas, donde la multitud baja en categoría y sube en aglomeración y fuerte olor, tiene que dar uno que otro codazo y más de dos empellones, para salir al aire fresco.

Son las tres y media de la tarde.

* * *

Después, concurre al besamanos en Palacio. Otra vez la gente aquella de nombres raros y títulos sonoros. Cuando llega a besar la diestra de Iturbide, éste tiene los ojos entrecerrados, está cansado, aburrido y no se da cuenta de nadie. Ni un saludo para el comandante general de Veracruz, ni siquiera una sonrisa. Menos aún, ni una mirada.

Santa Anna se marcha a su hospedería, y cuando se desabrocha el casacón pesado de bordados y se quita el cuello almidonado que con las puntas le lastima bajo la oreja, medita que él es muy poca cosa en aquella comparsa.

7

Puede entrar y salir libremente en Palacio y en la residencia del emperador: centinelas, ujieres y demás gente menuda saludan y se inclinan ante su uniforme cargado de bordados, medallas, cruces, escudos. Pero los ministros están muy ocupados para recibirlo, y el emperador se pasa días enteros encerrado en su despacho y la recámara. Al lado del brigadier pasan indiferentes los mayordomos de semana, y algún gentilhombre de cámara se permite verlo con desprecio. Le saluda con amable superioridad el marqués de Vivanco, y sin una sonrisa el general Echávarri, ayudante del emperador. Las camareras de la emperatriz no se dignan contestar a su saludo. Don Antonio Joaquín Pérez Martínez, que pasa por los salones sobando con la diestra su cruz de amatistas, lo obliga a dejarle el paso.

Sintiéndose humillado por todos, no se declara vencido. Tiene que encontrar alguna manera… alguna manera…

¡Ya está!

A veces pasa por las galerías, arrugada la faz y cansados los ojos, doña María Nicolasa, princesa de Iturbide. Todos se inclinan ante ella en reverencias solemnes. Las damas de la emperatriz ponen una rodilla en el suelo. Los ayudantes del emperador humillan la testa todo lo que pueden, el obispo de Puebla no le permite que bese la piedra pastoral de su anillo. Doña María Nicolasa tiene sesenta años y es soltera. Don Antonio López de Santa Anna es soltero también, pero tiene nada más veintiocho. ¡Qué importa! Él encuentra la manera de llegar hasta la princesa. Primero se inclina con todo respeto, después sonríe suavemente y entrecierra los ojos, que parecían no tener párpados. Al besarle la mano, la oprime entre sus dedos con cierta intención.

Es bastante fea doña María Nicolasa y los años se le notan. Pero el que se case con ella será príncipe, Gran Cruz de la Orden Imperial de Guadalupe, Excelentísimo y Grande del Imperio. Las damas de honor de la emperatriz tendrán que contestar a su saludo con una reverencia y los mayordomos de semana o gentiles hombres de cámara no podrán pasar altaneros o indiferentes a su lado. Santa Anna determina arrostrar el ridículo.

Cada vez se insinúa más, retiene por mayor tiempo la mano de doña María Nicolasa, al besarla. Cuando encuentra ocasión, le ofrece el brazo para pasear por los salones y la invita a ver la ciudad o la noche, desde algún apartado balcón. Ella no se muestra del todo desagradada. A veces, alguna frase picante de su joven galán la obliga a cubrirse el rostro marchito con el abanico. No es ya la edad para sentir rubores, pero hay que fingirlos, cuando menos.

La Corte murmura. Se comienza a perder el respeto a la princesa de Iturbide. Las damas, que antes no ponían la mirada en el brigadier con letras, se fijan en él irónicamente. Y alguien, quizá el obispo don Antonio Joaquín, habla al oído del emperador. Primero risa. Después, indignación. Orden terminante sobre el desvergonzado galanteador:

—Que se vuelva a Veracruz ¡inmediatamente!

Camino de cien leguas.

8

Cuando Santa Anna, hundido en los asientos de la diligencia, abandona la capital del Imperio, va echando lumbre por todos los poros. Si en esos momentos encontrara a Iturbide, le brincaría a apretarle el pescuezo. Pero el camino es largo y lo enfría. Al llegar a Veracruz y relatar a Loaces las ceremonias de la coronación y el lujo de la Corte, en fervientes elogios habla de la prestancia del emperador y la belleza de la emperatriz, temporalmente afectada por el niño que está por llegar. Oculta su despecho perfectamente, y Loaces sigue convencido de que su segundo es un fiel servidor de la corona.

Poco después, como el clima del puerto le es desfavorable, don Domingo se marcha, dejando a Santa Anna con el mando y haciéndole la recomendación de no intentar nada contra los españoles, posesionados aún del castillo de Ulúa.

Ahí, en el peñón que surge de las aguas verdosas del golfo, permanece refugiado con fuerte guarnición don José Dávila, postrer gobernador del dominio español. Último punto que permanece bajo la bandera de Fernando VII, es un alfiler que clava la punta en la piel del imperio independiente. No mata, pero molesta: impone contribución a los barcos que hacen el comercio con Veracruz, amenazando bombardearlos si no la pagan; amaga la ciudad con las bocas de sus cañones; alberga a las fragatas que vienen de Cuba con hombres y elementos, para regresar con los dineros colectados en la aduana.

El deseo del país es acabar con aquel último resto de la dominación de tres siglos. Pero Loaces era español y establece con Dávila un «modus vivendi» de no agresión. Por eso, cuando se va a Tehuacán a curar sus males con las aguas que en ebullición brotan de la tierra, encarece a su segundo la paz con el castillo. Pero como ahí está Dávila, lo primero que Santa Anna discurre es alguna manera de apoderarse de la fortaleza y del defensor. Las órdenes, sólo las cumple cuando le conviene.

9

Rendir a Ulúa en duelo de cañón es casi imposible. Antes de sufrir daño, sus 150 bocas de fuego arrasarían la ciudad completamente. Asaltarlo está igualmente fuera de la posibilidad. Santa Anna rumia su deseo mañana y tarde, cuando va a pasear por la playa y cuando sale en bongo a visitar las guarniciones de la costa. Ulúa se ha convertido en la ilusión más grande de su vida. Por el momento, y mientras puede capturarlo, para mantener la situación de paz tan favorable a la ciudad, escribe cartas a Dávila, su antiguo jefe, en un tono de subordinado respetuoso que lamenta la situación impuesta por las circunstancias.

A veces, oficiales y soldados del castillo, cambiando sus uniformes por prendas de paisano, bajan a tierra, visitan las tabernas, se embriagan con los milicianos, escandalizan con las mulatas. Y cuando algunos riñen, casi siempre provocados por agentes del comandante militar, son llevados a presencia de éste. Les habla afectuosamente, les reprime con benevolencia un tanto paternal, les da algunos reales y los invita a que vuelvan a tierra y lo visiten. A un oficial español que deja al descubierto su pasión por la juerga y el juego, le propone abiertamente la entrega del castillo. El dinero representa papel importante en las negociaciones. Santa Anna obtiene primero tres mil pesos, luego dos mil más, que Iturbide envía a pesar de sus limitaciones económicas, para conquistarse voluntades entre la guarnición de Ulúa. Hay momentos en que el emperador desconfía de Santa Anna y piensa que éste se guarda las onzas de oro. Nadie puede decir a punto cierto si estaba equivocado.

10

Las aguas de Tehuacán no pueden curar los males de don Domingo Loaces, quien termina en el balneario su larga y agitada vida. Iturbide nombra capitán general de las Provincias de Oriente, a uno de sus ayudantes, José Antonio Echávarri. Antiguo oficial de los ejércitos del Rey, más cruel que inteligente, altivo con los inferiores hasta llegar a la insolencia, vanidoso exaltado al máximo con el nombramiento de edecán imperial. Entrecejo poblado de gruesos cabellos, largas patillas que al unirse con las guías del bigote le dan aspecto de perro de presa; gritón y mandón, es tan poco agradable de aspecto como de espíritu.

Resentido aún de sus desaires en la corte, Santa Anna no puede congeniar con él. Le prepara saraos y paseos en bongo, fiestas de jarochos y tentaciones de esas a las que casi todos los hombres sucumben. Echávarri permanece retraído en los festejos, rechaza «por el momento» las tentaciones e, impaciente, pide informes sobre lo que se está haciendo para capturar San Juan de Ulúa.

El comandante le informa con maña, sin dar nombres de sus agentes, sin precisar el dinero que se ha gastado, disimulando los fracasos, exagerando las posibilidades de éxito. Lo único que hace falta es un poco más de dinero… unos cientos de onzas de oro. Porque es el momento oportuno para intentar la captura: el general Dávila ha sido promovido por el rey a teniente general, y en espera de la fragata que habrá de conducirlo a La Habana, está entregando el mando de la fortaleza al brigadier don Francisco Leamur.

11

Santa Anna dice a Echávarri haber engañado a Leamur, prometiéndole entregar la ciudad. Vendrán de Ulúa doscientos hombres, para desembarcar silenciosamente a la media noche y apoderarse de la plaza, confiando en que no habrá resistencia. Pero que él lo tiene todo preparado para dar el golpe contrario: al desembarcar los españoles, que serán del Regimiento de Cataluña, los mexicanos los apresarán, ocuparán las mismas lanchas y llegarán al castillo, sorprendiendo al resto de la guarnición. Las demás tropas mexicanas partirán inmediatamente a completar la conquista.

El brigadier es tan hábil y el capitán general tan ingenuo, que cree en la exactitud del plan. Santa Anna perfecciona su exposición: cuatro oficiales sobornados vendrán entre las tropas de desembarco, para llevarlas precisamente a los lugares donde serán sorprendidas. Se les harán señales secretas, los soldados están ya uniformados a la española; se conocen santo y seña y todos los detalles del interior de la fortaleza, para no encontrar gran resistencia.

—¿Y si los españoles dan voces?

—Ya tenemos listas doscientas mordazas, Excelencia…

—¿Qué es lo que yo tengo que hacer?

—Nada. Seré yo el último en permitir que la persona de V. E. corra el riesgo más insignificante. V. E. me hará el honor de presenciar todo desde el baluarte de La Concepción, donde encontrará cincuenta de mis soldados escogidos, dispuestos a dar su vida por defenderle, en el remoto caso de que se ofrezca…

Un último argumento hace en el capitán general el efecto de golpe de mazo: lo atonta y vence toda resistencia.

—Además, si fracasa el intento, V. E. puede informar al emperador que siendo plan mío, me corresponda la vergüenza. Si tiene éxito, no reclamaré otra cosa que el mayor afecto de V. E.…

Santa Anna es fecundo en ardides de guerra, que a veces tienen aspecto de verdaderas felonías. Y más aún: en los instantes en que el resultado de su treta está por decidirse entre dos bandos, uno y otro se consideran traicionados. Sólo el hábil intrigante sabe el secreto. Y de todas sus maquinaciones, la del 26 de octubre de 1822 ha sido la de concepción más perfecta: pierda quien pierda, Santa Anna saldrá ganando. O cae Ulúa, o cae Echávarri.

El capitán general se encamina al baluarte, acompañado por su secretario, por el coronel Gregorio Arana y por doce soldados, y un oficial que don Antonio López ha escogido personalmente para su escolta. En el camino, encuentra medio destruido un punto de la muralla, cubierto apenas por una empalizada a medio caer, y ahí deja de guardia a los soldados. Se da prisa por llegar, porque los españoles deben estar desembarcando ya.

De los cincuenta soldados escogidos que estarían dispuestos a dar la vida por defenderlo, por el baluarte de La Concepción no ha pasado ni la sombra. Comienzan a sonar los tiros, con frecuencia nada tranquilizadores, y los gritos de ¡Viva el Rey! Las mordazas no han dado resultado.

Echávarri se inquieta. Varios oficiales se le han reunido; reconcentra los soldados que dejó cuidando la estacada, arma algunos civiles y, cuando menos lo espera, ya tiene encima a los españoles. Por un portillo abierto en la muralla, entran, guiados por Castrillón, un habanero ayudante de Santa Anna. A los primeros tiros cae herido al lado del capitán general, el comandante Pedro Pablo Vélez, y muertos tres hombres. Defensa rápida y vigorosa. Cuatro realistas caen atravesados. Y Castrillón, que no sabe con qué objeto había recibido órdenes de guiar a los catalanes a La Concepción, se asusta ante el peligro en que está Echávarri. Es un mal subordinado: no comprende las verdaderas intenciones del jefe. Va en busca de refuerzos, y encontrándose al teniente Eleuterio Méndez con un piquete de caballería, vuela en socorro del capitán general. Los atacantes se retiran dejando heridos y prisioneros un capitán, un sargento y ocho soldados.

En el baluarte de Santiago, los realistas se baten con la tropa de Santa Anna, quien los hace retroceder hasta la costa y tomar sus lanchas. Y cuando viene a explicar lo sucedido, diciendo que las tropas de desembarco habían sido más que las esperadas y que los uniformes eran distintos a los prevenidos, Echávarri tiene ganas de comérselo vivo.

Pero uno y otro rinden parte de haber resistido una rápida y furiosa sorpresa del enemigo. E Iturbide manda el ascenso para Echávarri a mariscal del Imperio, y de brigadier para el coronel Arana, limitándose, en lo que respecta al comandante de la plaza, a elogiar su bravura.

13

Los enemigos de Agustín I, republicanos unos, borbonistas otros, están trabajando por derribarlo. El influjo que los insurgentes antiguos y los republicanos ejercen en el Congreso exacerba el odio entre ese cuerpo y el emperador. No hay una identificación completa entre los partidos; por el contrario, antipatías invencibles; pero todos se unen momentáneamente contra Iturbide. Una gran conspiración tiene por escenario la ciudad de México con ramificaciones en Valladolid y Puebla. Quince diputados, entre otros comprometidos, van a prisión. El gobierno expide decreto de expulsión contra el ministro de Colombia, don Miguel Santa María, por ser republicano, dándole seis días de plazo para que salga a Veracruz y se embarque.

Nuevos rozamientos sobrevienen con la prisión de los diputados. Iturbide niega todo lo que el Congreso pide, y el Congreso rechaza todo lo que propone Iturbide. Éste pretende reducir el número de diputados, alegando que por ser considerable, hace embarazosas y turbulentas las discusiones y lentos los trabajos legislativos. El Congreso se opone, exigiendo en respuesta, que se cumpla rígidamente con la constitución, de la que el emperador hace poco caso.

La situación es insostenible y en ella triunfa momentáneamente el que tiene la fuerza. El 31 de octubre, Iturbide disuelve el Congreso. Decreta: «Quedará disuelto el Congreso en el momento mismo en que se le haga saber este decreto. Continúa la representación nacional, ínterin se reúne otro Congreso, en una Junta compuesta por dos diputados de cada provincia, cuyas personas yo designaré».

El general Cortázar, encargado de dar a conocer la orden a los diputados, les anuncia que tienen diez minutos para disolverse. Se marchan a sus casas.

Y desde Veracruz, el comandante militar y jefe político contesta al ministro de Estado que le informa de los sucesos: «En el momento en que recibí la Orden imperial… dispuse su publicación en esta plaza y en la provincia de mi cargo, para inteligencia de los habitantes, que aplaudirían la enérgica medida tomada por S. M. I. como la única que demandan las circunstancias, para dar a la felicidad de la nación el impulso que necesita».

Es el ocho de noviembre. Aún no sabe de la medicina que Iturbide le está preparando.

14

Una carta privada de Echávarri al emperador, le cuenta toda la verdad de lo sucedido el 26 de octubre: la promesa de los cincuenta soldados para escolta, el hecho de que el ayudante Castrillón llevara a un piquete de realistas precisamente al lugar en que él se encontraba, casi indefenso. Afirma que Santa Anna se puso de acuerdo con Leamur para entregarlo prisionero, y termina pidiendo la inmediata remoción del comandante militar.

Iturbide siente un profundo disgusto. Echávarri le «había merecido las mayores muestras de amistad, lo había tratado siempre como a un hermano, lo elevó de la nada en el orden político al rango que ocupaba, le había hecho confianzas como a un hijo». Y se dispone a salir, no ya hasta Veracruz, pero si a Jalapa, a retirar personalmente del mando al inquieto y sospechoso brigadier. Considera el caso tan serio por lo que Santa Anna puede hacer (y las consecuencias comprobaran que no se equivoca) que parte de jando a dona Ana Huarte en los críticos momentos en que un nuevo príncipe está por presentarse.

El diez de noviembre, después del almuerzo, es la salida Primer viaje imperial. Solemne despedida. Desde el amanecer, están los cañones dispara y dispara salvas, las campanas vuelta y vuelta en un repique continuo y en todas las iglesias se elevan el incienso y las preces de los fieles por el feliz viaje de S. M. I. Frente al palacio, los carruajes tripulados por docenas de cocheros, postillones, palafreneros, mozos de estribo, caporales y mayordomos. Una batería de cañones sobre ruedas, para ir haciendo salvas al emperador en todo el camino. Una docena de alabarderos, última adquisición de la corte, la escolta uniformada de gala, el intendente Landa, los ministros del Imperio, los ayudantes con su séquito, los pajes, los cocineros y las mulas de equipaje.

15

Echávarri se adelanta unas leguas de Jalapa a encontrar la comitiva. Invitado por el emperador, deja el caballo y penetra en la carroza, para ir informando detalladamente de lo que pasó en Veracruz aquella agitada noche de fines de octubre. Explica que no se atrevió a provocar un rompimiento con Santa Anna, porque éste se rodea siempre con sus mejores tropas, como temeroso de que algo pueda sucederle, y que en caso de apelar Echávarri también a la fuerza, la contienda sería inevitable. Iturbide expone su plan: llamar al brigadier a la corte, diciéndole que su capacidad militar es necesaria en una Junta de Guerra que va a establecerse para que se encargue de la dirección general de todas las operaciones militares. Tendrá que ir inmediatamente, sin tropas, y una vez substituido en el mando, desaparecerá todo peligro y se le podrá meter al orden.

Jalapa recibe a S. M. I. con indiferencia: en los últimos siglos ha visto pasar tanto virrey que llega y tanto virrey que se va, con lujosos séquitos, brillantes tropas, carrozas magníficas, que no concede mucha importancia a la comitiva del emperador. Además, ahí lo habían conocido en tiempos del virrey Iturrigaray y no dejó muy buenos recuerdos. Pocos curiosos se detienen a verlo pasar. Ni un grito de entusiasmo ni un saludo al figurón cubierto de dorados que va dentro de la mejor carroza. Uno que otro campanazo vuela de las torres, no hay adornos en las fachadas de las casas ni mujeres que sonrían y aplaudan desde los balcones, ni un arco de las flores en que Jalapa es pródiga, ni obispos que salgan de sus templos bajo el palio del Corpus a recibirlo con «tedeums».

Al bajar de la carroza frente a la casa de la familia Esteva, donde ha de alojarse, Iturbide, que ha hecho notar a Echávarri la frialdad del recibimiento, comenta, entre amargado e irónico:

—Parece que aquí comienza España…

16

Santa Anna se presenta con un séquito de cuarenta o cincuenta oficiales. Montados en los más finos caballos de la provincia, van llenando calles con reflejos dorados y retintín metálico, con bufidos de bridones ansiosos. El comandante militar es listo: desde la víspera envió agentes con dinero a reunir pueblo que lo recibiera, a gratificar a todos los campaneros para que echaran los riñones repicando, a comprar flores que unas muchachas le arrojen a su paso, a pagar un tlaco por cada vítor.

Cuando llega frente a la casa de Esteva, parece que las campanas van a reventar y lo rodea una masa de pueblo que le aplaude y le vitorea como el más grande héroe del imperio. Haciendo caracolear su caballo blanco, sombrero en mano, don Antonio responde a las aclamaciones, aparentando no darse cuenta de que el emperador lo observa desde un balcón del piso alto.

Hasta que todos sus oficiales, notándolo, saludan con gran respeto. Entonces él detiene su corcel frente al balcón, se alza sobre los estribos y dibuja una prolongada y lenta reverencia, acariciando su caballo, desde la cabeza a la cola, con las plumas de su sombrero.

Iturbide mal contiene el disgusto entre las quijadas apretadas. Al general Cortázar, próximo a él, le dice con cólera no disimulada:

—Este pillo es aquí el verdadero emperador…

Todos los de la corte murmuran, adulan a Iturbide y lo envenenan contra el brigadier. Aquella pompa para presentarse es casi un desafío; aquellos vítores al «Libertador Santa Anna», sus agentes los han pagado, como las flores y los repiques, como el populacho aglomerado… En todo encuentran motivo para urgir que sea removido de Veracruz. Echávarri sonríe triunfante, creyendo que el mismo don Antonio se ha puesto la soga al cuello.

Apenas acaba éste de besar la imperial diestra, cuando ya Iturbide, impaciente, le está diciendo el motivo de su viaje:

—Deseo que se presente V. S. en la capital, a formar parte de la Junta de Guerra, en la que vuestros conocimientos son indispensables…

El fiel súbdito agradece el honor profundamente. En servicio de su amado emperador, irá con grande júbilo a cualquier sitio que se le señale. Pero le es imposible partir en el momento. ¡Tantos asuntillos particulares que se acumulan! Quitar la casa, arreglar equipajes, reunir un poco de dinero para cubrir compromisos pendientes… En cuanto lo obtenga, galopará día y noche hacia la capital con el deseo de alcanzar la imperial comitiva antes de que llegue al fin de su jornada.

—Bien… bien… ¿cuánto necesita V. S?

—No he calculado exactamente, pero creo que unos… diez mil reales… Si la bondad de S. M. I. dispusiera que me los facilitaran de su tesoro, en llegando a la capital yo tendré la satisfacción de reintegrar moneda sobre moneda…

Iturbide hace cuentas. ¡Cuánto gana con anular a tal pillastre! El dinero, aunque escaso en las arcas imperiales, será en ese momento, de gran utilidad.

—El señor intendente Landa os entregará… cuatro mil reales, que no hay urgencia en que V. S. reintegre… Pero vaya a entregar inmediatamente la comandancia del puerto al señor general Mariano Diez de Bonilla…

Santa Anna se retira haciendo reverencia tras reverencia. Cuando Landa le entrega un puñado de onzas de oro, las desliza en las profundidades de su bolsillo con tal gesto de resignación, que parece que está haciendo un enorme sacrificio.

17

Antes de marcharse de Jalapa, Iturbide recibe a todos los notables en el salón de los Esteva, para aceptar sus respetos. El destituido comandante llega a la recepción con su gran uniforme, y viendo que en torno al emperador se aglomeran las damas y los funcionarios, prefiere esperar. Ahí hay, en aquel rincón, un amplio canapé forrado de brocado rojo. Buen sitio para aguardar que S. M. I. se desocupe. Y se sienta, exhalando un suspiro de descanso.

Echávarri lo ve desde lejos, notando que ha cometido una de las faltas más penadas por la severa etiqueta de la corte. Y considera magnífica la oportunidad para humillarlo. Llama a un oficial y le dice unas cuantas palabras al oído.

En esos instantes, alrededor de Iturbide se ha hecho el silencio. Todos parecen esperar, respetuosamente, una palabra de sus labios, que él retarda. Entonces, aquel oficial dice en clara y sonora voz que se escucha en toda la sala:

—Señor brigadier Santa Anna: delante de S. M. I. nadie se sienta…

Y lo hace ponerse en pie de un brinco, humillado, puesto en vergüenza delante de todo mundo. Dando traspiés, haciendo reverencias, desconcertado por la risa de Iturbide, la risa de Echávarri, la de Cortázar, la de Landa, de los ministros y de los cortesanos, llega a la puerta y desaparece.

Pero vuelve a presentarse en el momento en que Iturbide sale a montar en la carroza imperial para emprender el viaje de regreso. Y lo sorprende con su presencia:

—¿Cómo es que usted no se ha ido a arreglar su viaje?

—Mi grande respeto por V. M. L me ha impedido alejarme sin venir a felicitarlo, deseándole jornadas llenas de ventura.

Chasquea el látigo de los cocheros, vibran los clarines y los tambores de la guardia, suena un anémico repique y desde orillas de la ciudad llega el rumor de las salvas de artillería. Los notables se descubren al paso de la comitiva. Todavía, el adulador le da escolta con los cuarenta oficiales de su séquito por un tramo de media legua. Y se queda en una colina mientras desfilan las carrozas, la guardia, la artillería, las acémilas con la carga. Cuando el cortejo empieza a perderse en la lejanía y en los vericuetos del camino, el brigadier se pone vertical sobre los estribos, levanta cerrado el puño amenazante y grita:

Veremos si don Antonio López de Santa Anna puede sentarse frente a ese emperador…

Algo más debe haber dicho, pero nadie se ha atrevido a ponerlo en letras de molde.

Y emprende el galope hacia Veracruz.

18

Tiene caballos de repuesto en todas las estaciones de la ruta, y galopa hasta cansarlos. A las tres de la tarde llega al puerto: 2 de diciembre. Los ayudantes llevan órdenes a todos los cuarteles para que la tropa se reconcentre en la plaza principal, otros convocan a la diputación provincial y al ayuntamiento. Y en unos minutos de espera, mientras engulle precipitadamente unos cuantos bocados, dicta a su secretario el plan que ha venido pensando mientras galopaba, plan que retoca, amplía y adorna don Miguel Santa María, aquel ministro de Colombia que Iturbide expulsó por sus ideas republicanas:

«La América del Septentrión es absolutamente libre de otra potencia, sea cual fuere», y «soberana de sí misma, residiendo su soberanía en un congreso nacional al que toca declarar la forma de gobierno». Habiendo Iturbide «atropellado con escándalo al Congreso para hacerse declarar emperador, tal proclamación es nula». Declara «escandalosa, criminal y temeraria» la disolución del Congreso, y se pone al frente del «Ejército Libertador».

Meses antes había sostenido todo lo contrario: afirmó estar preparado para declarar emperador a Iturbide antes de que lo hiciera Pío Marchá; declaró que la disolución del Congreso era «la medida que demandaban las circunstancias para dar felicidad a la nación». Pero más fuerte que esas declaraciones es la cólera que ahora lo domina, concentración y purificación de todos los motivos de disgusto y de odio contra Agustín Primero, que se han ido aglomerando en los últimos meses. No proclama abiertamente la República: simplemente, desconoce a Iturbide como emperador y llama a la formación de un congreso, al que corresponderá la decisión sobre la forma de gobierno que deba establecerse.

19

Las tropas se han reunido en la plaza. Un año antes, Rincón le entregó doscientos cincuenta andrajosos indisciplinados. Ahora tiene seiscientos granaderos que marchan y maniobran con la precisión de uno solo. Es su cuerpo, el Octavo de Línea. Lo ha organizado, lo ha vestido, lo ha disciplinado. Es el momento en que lo necesita.

Con pocas palabras convence a todos. Lee su plan en voz tronante y manda tocar «generala». Suenan clarines y tambores y la tropa emprende la marcha para desfilar por las calles. Santa María da un grito:

—¡Viva la República!

Y los soldados y muchedumbre que se ha reunido a presenciar el desfile, contestan unánimes:

—¡Viva la República!

Santa Anna no había pensado para nada en la República. Confiesa que «educado bajo la monarquía, no estaba preparado para el cambio y había oído con desagrado a quienes pretendieron afiliarme al Partido Republicano». Pero en ese momento, le es imposible rectificar. Tropa y pueblo están entusiasmados con el cambio de sistema. Y don Antonio, psicólogo profundo por intuición, comprende los deseos de la masa y sigue su corriente. Vitorea también a la República y después del desfile, cuando escribe a Leamur, comandante español de Ulúa, le informa:

«En virtud de los generales sentimientos y a la voz imperiosa de todos los habitantes de la América del Septentrión, hice proclamar en esta ciudad, en la tarde de hoy, en nombre de la nación mexicana, el gobierno republicano» y obtiene de Leamur el ofrecimiento de que no batirá la plaza y de que permitirá el comercio por mar, que antes hostilizaba.

Por la noche, reúne al Ayuntamiento y Diputación provincial, a los grandes comerciantes y a todos los notables de la ciudad, pidiéndoles que se unan a su plan. Les miente con descaro, afirmando que en el mismo día deben haber declarado la República el coronel Mauliaá en Jalapa, el brigadier Lobato en las Villas, el general Calderón en Puebla, Negrete en México, y cuantos más se le ocurrieron, en Querétaro, Jalisco, Michoacán… Provoca el interés de los comerciantes con la promesa de Leamur de permitir el comercio por mar y de los diputados y regidores, con la de que los cañones de Ulúa no harán un disparo más sobre la ciudad y el puerto. Y en plena sala del Ayuntamiento, «para manifestarse que es sólo un simple ciudadano y que no le anima el interés, se arranca las divisas de brigadier con letras, las charreteras, la espada, y las arroja al suelo» con el ademán teatral que tan buenos resultados le da.

20

Al día siguiente, siempre auxiliado por Santa María, lanza al pueblo de Veracruz una proclama espesa de retórica, con algunos agregados al plan primordial. «He resuelto —dice— que se observe la Constitución española entretanto se dicte la voluntad general de los pueblos… hasta que nuevas Cortes formen el Código Legislativo que ha de regir en lo sucesivo». Y termina: «El plan que me he formado, queridos compatriotas, os conducirá, siguiendo mi ejemplo, al templo de la inmortalidad…».

Está en ebullición de elocuencia. Cartas por aquí, proclamas por allá. Y no quiere dejar a Iturbide sin una explicación de su conducta. Le escribe: «General de la República Mexicana: bien sabe V. lo que trabajé y contribuí para que se coronase y fuese emperador… hasta el extremo de hacerme odioso a mis conciudadanos, granjeándome el concepto de adulador y servil». Pero el amor a la patria es para él, antes que el de las personas. Recuerda que «al señor Dávila le consagraba una amistad particular y agradecida y me separé de ella por el sagrado deber». Ahora, considera que la libertad está reprimida, que los pueblos y sus vecinos se quejan amargamente de todos los actos de Iturbide. «Por eso di el grito. Mi plan es éste: dígnese V. meditar y no exponga su apreciable existencia y la de su amable familia». Todavía protesta sacrificar su vida por salvar la de Agustín, y en la antefirma de súbdito baja a «atento y seguro servidor que B. S. M.».

21

El emperador va entrando en Puebla entre repiques y salvas, aplausos y flores, cuando un jinete cubierto de polvo detiene su sofocado caballo junto a la carroza imperial, y entrega un pliego del general José María Calderón, comandante militar de Jalapa, que anuncia el pronunciamiento de Santa Anna y la proclamación de la República. Iturbide se impresiona, no por la importancia militar que pueda tener el veracruzano con sus seiscientos granaderos, sino porque en su interior, teme desde hace tiempo la descomposición de su imperio. No puede dejar de comprender que ha violado el Plan de Iguala, base de la independencia, y que ha sido un grande error la disolución del Congreso. Siente la opinión pública excitada en su contra, creando un ambiente favorable al cambio de gobierno, fuese quien fuere el iniciador.

Su primer paso es tratar de reprimir la rebelión con mano de hierro. A Domínguez, su ministro de justicia, en el primer momento de la cólera, anuncia que hará llevar a Santa Anna prisionero a la ciudad de México y fusilar con la casaca vuelta al revés y de espaldas al pelotón, por traidor. Olvida que ha sido él quien primero volvió lar armas contra el régimen que las había puesto en sus manos, el Virreinato, cuando «manejado por los hilos de los canónigos de la Profesa forjó una independencia en favor de los españoles, del clero y de todos los factores de privilegio colonial». Él traicionó en favor de la independencia; Santa Anna traiciona en favor de la República.

Hace a su secretario, don Francisco de P. Álvarez, a quien O’Donojú había traído de España en el mismo empleo, escribir instrucciones a Echávarri para que salga a batir a los sublevados. Dice: «Cuando la moral se corrompe no hay más remedio que levantar un cadalso en cada calle para los malvados. La compasión es un crimen. Trabaje V. para deshacer esa gavilla de infames».

Después, durante toda la campaña, demuestra el mismo empeño de castigar al jefe rebelde con la muerte. Desde Puebla dicta a Echávarri sus instrucciones para la ofensiva, recomendándole que «si las tropas abandonan a Santa Anna o si V. debate, es regular que su primer cuidado sea refugiarse en el castillo al abrigo de los españoles. Procure V. evitarlo por todos los medios que le sugiera su imaginación, pues será muy conveniente hacer un ejemplar que imponga…».

Y no conforme con el fusilamiento, todavía problemático, quiere enviarlo a que se tueste en los infiernos. Gestiona con la Mitra que expida un decreto de excomunión contra Santa Anna y todos los que le sigan, hasta el último soldado, pero no lo consigue. Muy ducho es el cabildo metropolitano, para no darse cuenta cuál sol se está poniendo.

22

Al grito de «Viva la República», que repercute en toda la costa, sale de su cubil don Guadalupe Victoria. Andrajoso, barbado, mal comido, se presenta ante el brillante jefe revolucionario. Todos se inclinan respetuosamente a su presencia. Y el promulgador de la República le entrega la jefatura del movimiento, declarando: «Mis designios no han llevado otro objeto que la felicidad y libertad de la nación y no ambiciones de gloria que han distado de mi corazón».

Y como las tropas imperiales tardan en buscarlo, él va al encuentro de las tropas. En Plan del Río encuentra al coronel Mauliaá, y sorprendiéndole al amanecer, cuando los granaderos imperiales están aún amodorrados, los derrota, los dispersa, incorpora a los prisioneros a sus fuerzas, dejando en libertad a los oficiales. Cree abierto el camino a Jalapa y se precipita sobre la ciudad. Formada su tropa en columna, con clarines y tambores a la cabeza, con armas al hombro y banderas al viento, entra por las primeras calles, el 21 de diciembre, muy de mañana. Él va en la primera fila, montado a caballo, rodeado de oficiales. Penetra por El Carmen sin encontrar resistencia, esperando que de un momento a otro vuelen los repiques de las torres, como un mes antes, cuando llegó a humillarse ante Iturbide. En vez de repiques suenan disparos. Por milagro no le toca el primero: Calderón lo ataca por todos lados, desde las casas, desde las esquinas, desde los quicios de las puertas.

Apenas tiene tiempo de refugiarse en la Iglesia y curato de San José, donde resiste toda la mañana. Muchos de sus hombres se le dispersan. Los de Calderón se reconcentran, sitian y hostilizan San José por todos los vientos. La salida parece imposible, pero hay que intentarla. Porque no tiene ganas de morir, de espaldas a un pelotón y con la casaca vuelta al revés.

Prepara su caballo, monta, se rodea de oficiales y a fuerza de galope sale, dejando en poder de los imperiales la artillería y muchos prisioneros, entre ellos algunos jóvenes de la sociedad de Veracruz y de Jalapa, que se le habían unido con entusiasmo. «Mandó Iturbide que esos prisioneros fueran fusilados como traidores, pero Calderón no ejecutó la orden porque lo impidió Echávarri, quien representó ante Iturbide sobre los fatales resultados que la ejecución produciría».

Una vez fuera del alcance de las armas enemigas, Santa Anna espera unas horas, reúne doscientos hombres que han podido salir del cerco de Calderón y se retira hacia Veracruz. En Puente del Rey encuentra a Victoria, que ha salido a apoyarlo con trescientos voluntarios de la costa.

—Todo ha fracasado, general —dice Santa Anna—. He jugado el último albur y lo he perdido. Regresémonos al puerto, que tengo un bergantín fletado para la campaña y en él podemos embarcarnos rumbo al extranjero. Aquí, nuestras vidas están en continuo peligro…

—Compañero —le responde don Guadalupe con afectuosa energía—, vaya usted a Veracruz a sostener su puesto, y sólo cuando le presenten la cabeza de Victoria hágase a la vela. Pero mientras yo viva, es honor de usted permanecer a mi lado defendiendo la causa de la libertad. Y dentro de un mes, yo se lo juro —agrega estrechándole la mano con firmeza—, todo habrá cambiado favorablemente para nosotros…

Santa Anna, carácter voluble que pasara rápidamente del entusiasmo a la depresión y del decaimiento al optimismo, se reanima con la palabras del jefe insurgente y retorna al puerto. Ahí, despliega nuevamente su espíritu de organización y su actividad incansable. Arregla las fortificaciones, recluta voluntarios, compone piezas de artillería que estaban abandonadas y fuera de servicio, reorganiza lo mejor que puede sus granaderos, acopia víveres, manda moler pólvora y fundir balas, pone en reparación rifles viejos, y cuando se presenta frente a Veracruz una columna de 3,000 hombres al mando de Echávarri, ya tiene de nuevo 600 que oponer, encaramados en lo alto de las murallas.

Se establece el sitio, que va a durar dos meses. Victoria se mantiene con 300 jarochos en la posición magnífica de Puente del Rey.

23

Santa Anna tiene tiempo, en medio de su labor militar, de ampliar y retocar, con Santa María, su plan inicial. Le hace aclaraciones, trata puntos que no tuvo tiempo para pensar en aquellos momentos en que la comandancia se le iba de las manos, e insiste en que «habrá un sistema de verdadera libertad». Borra las nacionalidades de una plumada: ya no habrá en el territorio diferencia entre mexicanos y extranjeros. «Son ciudadanos todos, sin distinción, los nacidos en este suelo, los españoles y extranjeros radicados en él.» Ideal que no se realiza, bello gesto que se pierde en el bosque de sus debilidades y felonías.

Decreta el respeto de la vida humana, él, a quien los imperialistas fusilarán en cuanto le pongan la mano encima. «No se podrá, a pretexto de diversidad de opiniones ni distinción de partidos, quitar la vida a persona alguna. La autoridad o juez, sea cualquiera el que lo hiciese, será tenido como reo de frío asesinato, no sirviendo de pretexto o excusa el que la ejecución se mande por autoridad superior, pues la que diese la orden y la que la ejecutase, serán tenidas como tales» (reos de frío asesinato). En estas palabras tiene el mérito de que carece en otras: la sinceridad. Nunca ha sido cruel, ni con los que pueden aniquilarlo. En el mar de sus defectos, cada uno una ola, no se mira sangre de vencidos españoles o mexicanos. Si no llegara a tener otro mérito, ése puede salvarlo de la ignominia.

24

Lo que no hacen los tropas con sus armas, lo hacen los cortesanos con la pluma: destrozan a Santa Anna. Desde la insurrección del dos de diciembre, los jefes militares, los ministros, los periódicos iturbidistas y los oradores de plazuela, se dedican a atacar al jefe republicano con los más emigrantes epítetos. Cada ministro lanza una circular, cada general un manifiesto, la junta de gobierno un decreto, artículos plagados de insultos los periódicos. Los gobernadores de las provincias no se quedan atrás y publican avisos sobre la rebelión en tono que demuestra un odio profundo a los republicanos. Y hasta los intendentes, contagiados del «mal de proclama», dirigen los impresos, sus injurias, al rebelde de Veracruz.

Iturbide le echa en cara que lo hizo brigadier con letras y que lo condecoró. Lo llama «genio volcánico que se propone vengarse, aunque sea con la ruina de la patria». Lo acusa de estar en connivencia con los españoles para entregar la nación a Fernando VII (lo que él pretendía con su Plan de Iguala) y lo declara traidor a la patria.

El ministro de Justicia, licenciado José Domínguez, como buen leguleyo, es abundante en epítetos: hipócrita, presuntuoso, orgulloso, lleno de ambiciones bastardas… «tan cauteloso como astuto» que abusó de la generosidad del monarca… «corazón corrompido y alma vilmente dominada por las pasiones». Insubordinado y falto de pericia, de maneras inciviles, grosero miserable, bajo, desvergonzado, hombre sin delicadeza, monstruo de ingratitud y felonía, altanero, presumido, voluble, carente de ideas fijas, infame y malvado.

Echávarri, antes de partir al asedio de la ciudad rebelde, califica a su antiguo segundo de «vano, presumido, altanero, despreciador de los derechos del hombre, díscolo, enemigo de la sociedad, rastrero en sus pretensiones, bajo en sus procedimientos, insubordinado, felón…».

Y un periódico comentando la derrota de Jalapa, agrega: «A este paso, nos prometemos que muy en breve nos veremos libres del disgusto de manchar la prensa con la impresión de su odioso nombre, que debe quedar siempre confundido en las sombras del olvido…».

No están del todo equivocados el ministro Domínguez y el mariscal Echávarri. Santa Anna tiene mucho de lo que ellos afirman. Pero como a todos los hombres, no se les descubren esos defectos hasta que dejan de ser instrumentos, para convertirse en enemigos.

25

Pasan las semanas. Sitiadores y sitiados se conforman con cambiarse un cañonazo al alba y otro al ocaso. Algún historiador afirma que «las logias masónicas enemigas de Iturbide, a las que Echávarri pertenece, le han ordenado que guarde disimulo». Su indolencia llama la atención de Iturbide, quien le insiste para que asalte las murallas. Pero el mariscal de campo responde que las pérdidas serían muy dolorosas y que es preferible esperar a que «los arbitrios de Santa Anna se agoten y se desengañen sus allegados». La revolución republicana ni avanza ni retrocede, ni sube ni baja.

Un acontecimiento importante aumenta las alarmas del emperador y las esperanzas de los republicanos: los generales Vicente Guerrero y Nicolás Bravo, héroes insurgentes que habían venido prestando su apoyo al imperio, uno como general de División, otro como consejero de Estado, salen sigilosamente de la capital el 5 de enero, con un grupo reducido de sus oficiales y emprenden la marcha hacia las montañas del sur, donde hicieron la guerra de independencia. No lanzan manifiesto alguno ni dan a conocer sus intenciones, pero Iturbide las comprende y ordena que se les persiga y se haga con ellos un castigo ejemplar.

Una mañana, cerca de Chalco, un destacamento los sorprende en la choza en que han pasado la noche. Están perdidos. Guerrero decide jugarse el todo por el todo en estas palabras al comandante:

—Señor oficial: usted tiene en sus manos arrestarnos y llevarnos a que seamos fusilados en México, en recompensa de los muchos servicios que hemos hecho a la libertad y del que ahora intentamos hacerle. La patria gime bajo el despotismo y es indigno del nombre de mexicano el que quiera sostener la opresión…

El oficial manda retirar la escolta y aconseja a los dos patriotas que huyan cuanto antes. Después, sufren una derrota casi decisiva en Almolonga. Guerrero recibe una herida en el pecho, «que lo hizo arrojar esquirlas óseas y sangre por el resto de su vida» y Bravo desaparece en las montañas.

26

Todo parece quieto, excepto Veracruz, donde los soldados del Gobierno están sobre los alzados en proporción de cinco a uno. Pero en secreto se conspira contra Agustín Primero. El enorme poder de las sociedades fraternales se decide a dar un último impulso para que caiga el Imperio. A ellas pertenecen Echávarri, sus segundos, casi todos sus coroneles y la mayor parte de los oficiales. Son los encargados de ejecutar los designios de sus fraternidades.

Después de un fracasado asalto a los baluartes, el 1o de febrero, en el almacén de pólvora situado a tiro de cañón del enemigo, los jefes de la columna expedicionaria firman el plan que, por el sitio en que fue acordado, se llama en la historia el «Plan de Casamata». No desconoce abiertamente a Iturbide ni proclama la república, pero declara «inconcuso» que la soberanía reside en la nación, y que debe instalarse el Congreso a la mayor brevedad posible, sostenido a todo riesgo por el ejército, que le servirá de apoyo para que tenga libertad en sus deliberaciones, es decir, que no permitirá que Iturbide o algún otro lo disuelvan cuando se les antoje. Pero también declara que el ejército no atentará jamás contra la persona del emperador, a quien siguen los firmantes considerando en tal categoría. Sin embargo, sus designios secretos son de derrocarlo.

¿Quién es el primero a quien Echávarri invita a secundar su plan? El ayer «vano, presumido, altanero, díscolo, felón» y hoy «excelentísimo señor general», don Antonio López de Santa Anna. Y éste, para comprobar que es cierto casi todo lo que le dijeron cuando se insurreccionó, acepta el Plan de Casamata que nada tiene qué ver con la República y ni siquiera deja al Congreso la libertad de proclamarla.

Sólo Victoria se rehúsa a firmar un documento en que se sigue dando a Iturbide el tratamiento de «emperador», y permanece con sus jarochos atrincherado en Puente del Rey, viendo pasar los acontecimientos.

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Ahora es contra Echávarri la furia de Agustín Primero: le recuerda que en un año lo hizo pasar de capitán a mariscal de campo, que lo había hecho su edecán y Gran Cruz de la Orden de Guadalupe, que lo amaba como a un hermano.

En Puebla secunda el Plan de Casamata el jefe de las tropas, marqués de Vivanco. Iturbide le reprocha que no ha sido nunca ni puede ser republicano, que aborrece a Santa Anna y que es aborrecido por el ejército por anti-independiente y por su falta de franqueza y urbanidad. Otros pronunciamientos siguen al de Vivanco. Iturbide contempla su ejército desmoronarse, cuerpo por cuerpo y hombre por hombre.

En esos días, el jefe comanche Guonique ha venido a México a tratar algo sobre las tierras de su tribu. Se da cuenta de la revolución y jura por el sol y la luna sostener al emperador, ofreciendo que dentro de una luna llegarán cuatro mil flecheros al mando del compadre Barbaquista. Si son necesarios, en seis lunas llegarán veintisiete mil. Todo el mundo se ríe de Guonique. Menos Iturbide.

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El ejército pronunciado avanza a toda prisa sobre la capital, y Agustín sin esperar al compadre Barbaquista, reúne tropas y va a situarse sobre el camino de Puebla. Parece que tiene la intención de afirmar o perder el trono en una batalla. Mas prefiere parlamentar. Ofrece a Echávarri que el Congreso se reunirá de nuevo en marzo, permaneciendo mientras tanto el «Ejército libertador» en sus líneas, el emperador en las suyas y Santa Anna en Veracruz, mientras las Cortes resuelvan otra cosa. Convenio oprobioso, deseo desesperado de conservar el trono. Cegado por su ambición, Iturbide cree posible que un Congreso libre ratifique lo que otro tuvo que aprobar bajo la presión de la soldadesca de Pío Marchá.

En las Juntas de Puebla, Vivanco, Cortázar y Negrete insisten en la abdicación. Agustín la niega, declarándola incompatible con su dignidad, y lanza un manifiesto con esta bravata: «He sabido vencer con cincuenta hombres a más de tres mil, y con trescientos sesenta a más de catorce mil». Serían flecheros comanches.

Nuevos pronunciamientos en todo el país, favorables al Plan de Casamata, lo obligan a decretar que se reúna de nuevo el Congreso que disolvió. La mañana del siete de marzo se presenta ante los diputados que corrió a sus casas y los que metió en prisión. «Parecía confundido, embarazado, sin saber él mismo lo que haría después de aquel acto.» Su situación es insostenible. ¿Qué hará cuando se le presenten, orgullosos, triunfadores, altivos, Santa Anna y Echávarri, Vivanco el marqués; Cortázar, el que «con gran satisfacción» disolvió el Congreso; Negrete, el que jugaba con él al tresillo la noche antes de pronunciarse? El ejército ya no lo apoya, el gabinete casi ha desaparecido por disolución voluntaria. Se decide a abdicar, con un gesto de falso desprendimiento y falsa magnanimidad: «La corona la admití con repugnancia, sólo por servir a la patria». Y pide diez o quince días para arreglar sus asuntos y salir del país.

El Congreso no acepta la abdicación, pues afirma que «habiendo sido hecho el nombramiento del señor Agustín de Iturbide como emperador, por miedo grave, por las amenazas de los soldados y algunos léperos sostenidos por éstos, no debe considerarse válido». Y aprovechando el primer momento en que tiene verdadera libertad para deliberar, declara que el Plan de Iguala y los Tratados de Córdoba están derogados en lo que se refiere al llamamiento de los Borbones al trono de México. Dos pájaros de una pedrada.

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Iturbide se pone en marcha hacia el destierro, con doña Ana, sus ocho hijos, cuatro sacerdotes, el Príncipe de la Unión, doña María Nicolasa, el secretario Álvarez y otros más. Dale escolta el general Nicolás Bravo, con un piquete de tropas compuesto por dos soldados de cada cuerpo que permaneció leal al imperio. En momentos, Bravo extrema la nota de rigidez, que ya no es necesaria. El papá y doña María Nicolasa se despiden en Tulancingo. Todavía, en algunos lugares del trayecto, hay quien grite «Viva el emperador». Pero el imperio ya no existe y Agustín poco vivirá: cadalso en vez de trono, encontrará a su regreso.

Frente al río de La Antigua, cercano al puerto de Veracruz, se balancea sobre las aguas la fragata inglesa Rawlins, que lo llevará al otro lado del mar. Trepan primero doña Ana y los muchachos, Álvarez y su familia, dos sacerdotes, cuatro criados. Y la lancha regresa a recoger a Iturbide a quien ha venido a despedir el único que puede verlo frente a frente sin bochorno ni cinismo: el que no recibió de él ni un ascenso, ni una cruz para adornarse el pecho, ni una onza de oro, el que lo derribó sin traicionarlo, el que no lo odia, ni lo envidia, ni tiene nada que agradecerle: Guadalupe Victoria, el republicano limpio, el que nunca se contaminó con la impureza del efímero imperio. Ahora sí pide un favor a Iturbide: que se lleve al destierro un recuerdo de él, que siempre ha tenido tan poco que dar: un pañuelo de colores, de seda de la China, que se quita del cuello para ponerlo en sus manos.

Agustín primero, único y último, se va. Como no hay muelle, camina por la playa hasta la lancha que le espera, chapoteando en medio del agua. Llega al navío, trepa ágil por una escalerilla. El Raivlins levanta sus anclas, extiende sus velas, y lentamente va virando, lentamente se aleja. Detrás de la alta borda se ve ondear un pañuelo de colores.

Son las doce horas del once de mayo. Faltan ocho días para el primer aniversario de aquella jornada que describió en la historia de México el sargento Pío Marchá.