La Independencia

1

Al resbalar el sol hacia el horizonte aparecen en el mar las velas cuadradas de los barcos pescadores. Comienza a soplar el viento, untando en la carne de las mujeres, que con sus cestos vacíos van a la playa, la tela multicolor de las enaguas. En la puerta de las tabernas, viejos marineros que fuman largos cigarros, platican a gritos, como si disputaran. Muchachos semidesnudos recogen en la orilla del mar las conchas que deja el oleaje, y metidos en el agua hasta la rodilla, los hijos de los pescadores ensayan a tirar la red. Mulatas de caderas amplias y ondulantes van por las callejuelas, con cestos planos cargados con frutas del trópico, y al decirles cosas picantes los marineros hacen aparecer en sus caras el relámpago blanco de la risa. Las mulatas pregonan su mercancía:

—¡Papaya frejca! ¡Pina frejca!

En las aguas verde olivo que el viento riza dormitan bergantines y goletas, caídas las velas de los mástiles, como medias de mujer en torno a la pierna. Frente a la playa, el viejo castillo de Ulúa, construido para defensa y amenaza del puerto, refleja en sus blancos bastiones la luz amarilla del sol, y el mar refleja en sus aguas obscuras los blancos muros de piedra. En un redondo y almenado torreón, «El Caballero Alto», la brisa hace ondear el pabellón rojo y amarillo del reino de España.

Las campanas de la iglesia han llamado a rosario y las calles se pueblan de mujeres que se encaminan al rezo. En la torre, el farero se apresta para encender las luces de los reflectores.

Dejando atrás el mar, como si fueran a las dunas que rodean la villa, caminan lentamente, bajo los anchos aleros de las casas, un hombre bajo y regordete, ataviado con un largo casacón, y un jovencillo vestido de blanco lino, muy estirado, para parecer más alto de lo que es. Sus ojos vivaces platican con la sonrisa de las mulatas fruteras.

—¡Papaya frejca!…

Unas señoras de amplias enaguas superpuestas, que trotan precipitadamente hacia el templo, saludan sonriendo:

—Buenas tardes le dé Dios, señor licenciado…

El licenciado levanta su sombrero de copa cuadrada, y aprovecha la ocasión para quitarse el sudor de la frente con su gran pañuelo verde y rojo, de seda de la China.

Frente a una posada se detiene la diligencia de Jalapa, tirada por seis mulas resoplantes; bajan los viajeros con sus amplias maletas de terciopelo floreado y los cocheros cubiertos de arena de las dunas van a echarse un trago en la más próxima taberna.

—Buenas tardes le dé Dios, señor licenciado…

El hombre del casacón saluda y saluda mientras el jovencillo sonríe a las fruteras y se pone listo para ver si alguna viajera descubre algo más que el tobillo, al bajar de la diligencia.

Llegan frente al baluarte de gruesos muros donde tiene su cuartel el «Regimiento Fijo de Veracruz» y su gabinete de trabajo el coronel del cuerpo, Arredondo. Un granadero que hace la guardia les impone el alto. A sus voces, aparece en el ancho zaguán un oficial de bandas blancas cruzadas sobre el pecho; habla con los civiles, vase por allá dentro, y al regresar dice cortésmente:

—Pase usted, señor licenciado…

2

Los españoles de las Indias tienen los ojos de su patriotismo vueltos a Europa. Más de dos años hace que tropas francesas, enviadas por Napoleón a través de la península ibérica para llevar hasta los puertos lusitanos el bloqueo continental contra Inglaterra han colocado en el trono de Fernando VII a José Bonaparte, «El Intruso». Pero España es el único país de Europa en que el pueblo no acepta los gobernantes impuestos por Napoleón ni tolera la presencia de sus tropas: se levanta en Madrid el dos de mayo; hace capitular a Dupont a la orilla del Guadalquivir; resiste en Zaragoza a Lefevre primero y a Moncey después; y contra el mismo Napoleón y sus mimados de la victoria mantiene, en la Península, la guerra y en las Indias, la fe.

En cada puerto de las colonias, los galeones de España son esperados ansiosamente. Los impresos que informan de las operaciones militares y excitan a los españoles a no reconocer nunca a José Bonaparte, avivan la llama, y los hijos de españoles, nacidos en América, van entusiastas a ponerse bajo las banderas del rey Fernando.

Malas noticias llegan de España en esos primeros meses de 1810. La derrota del Austria en Wagram ha dado a Napoleón la posibilidad de enviar otros cien mil hombres para ver de aplacar al pueblo insurgente. Los ingleses retroceden hasta Portugal, y para resistir a Massena apoyan las espaldas en el mar.

—Pero habrá que seguir luchando, señor coronel…

—Indudablemente, señor licenciado… Hasta que quede un español con vida, de aquel o de este lado de la mar.

El licenciado se limpia la frente con su pañuelo de seda china. El jovencillo, de pie junto a una ventana, con ojos tan vivos que parece que no tiene párpados, mira hacia el patio de la fortaleza, donde unos granaderos practican el manejo del fusil y la esgrima de la bayoneta. El coronel posa los codos en su extenso escritorio y hace el resumen de las últimas noticias. En una de sus pausas, el licenciado, que ha oído atentamente, lleva la conversación al asunto que le preocupa. Señala a su hijo.

—Yo deseaba que sirviese al rey en el comercio, y lo he puesto de meritorio en el almacén de Cos. Pero él dice que no nació para «trapero» y se empeña en servir en las armas. Ya sabe usted lo que son los hijos… Convenció primero a la madre y la hizo hablar a don José Cos, vuestro comandante, para que le dispenséis la edad que le falta…

Arredondo toma una larga pluma de ave, la pasa del frasco de la marmaja al tintero de plata, y comienza a trazar algunas líneas:

—¿Se llama como usted, señor licenciado?

—Sí, señor coronel, y como mi padre: Antonio, el tercero de la familia…; Antonio de Padua, María, Severino…

—¿Edad?

—Nació en Jalapa el 21 de febrero del año de gracia de 1794.

Suena un cañonazo lejano: en el peñón de Ulúa se arría la bandera de España, que habrá de elevarse de nuevo cuando el sol aparezca sobre el mar. El coronel deja la pluma, arroja marmaja para secar los gruesos trazos que su mano fírme ha marcado en el papel, y lee:

«Ante mí, don Joaquín de Arredondo y Muñiz, caballero de la Orden de Calatrava y coronel del Regimiento Fijo de Veracruz, se ha presentado hoy, nueve de julio del año de gracia de mil ochocientos y diez, demandando ser admitido como caballero cadete en el servicio de Fernando VII, Rey Nuestro Señor, el joven don Antonio López de Santa Anna…».

3

Vivaracho y alegre, servicial y meloso con los superiores, zalamero, de adulaciones siempre a flor de labio, el joven don Antonio López parece dispuesto a todo, por subir. Admira y envidia la roja cruz calatraveña en la casa de don Joaquín de Arredondo, sus charreteras que se desbordan en gruesos hilos de oro sobre los hombros y sus bordados de honor en el pecho. Y piensa: «¡Qué lástima que el Napoleón no llegue hasta la Nueva España o que los reales ejércitos de aquí no vayan a la metrópoli a hacer la guerra!…». La guerra… Derrama la sangre de los hombres en campiñas y fortalezas, pasea la miseria por campos y ciudades, arrasa pueblos, incendia villas, deja a las naciones en luto y hambre. Pero los soldados conquistan la gloria, más rápidamente y mayor, mientras más prolongada y cruenta la guerra sea. Santa Anna quiere una guerra, en España o en Indias, contra franceses o contra moros, contra blancos o contra negros, pero una guerra.

Su primera hoja de servicios dice: «Cadete don Antonio López de Santa Anna. Su edad, dieciséis años. Su país, Xalapa. Su condición, Noble. Su salud, buena». «Valor reconocido», «capacidad bastante», pero aplicación «poca», y conducta, «mediana». Más que a estudiar, el caballero cadete se dedica a reñir a puñetazos con sus compañeros. Es el más pendenciero de la escuela.

Cuando el sacerdote Miguel Hidalgo inicia la lucha por la independencia de Nueva España, cuando llegan los primeros correos hablando de sus triunfos, cuando Arredondo recibe orden de movilizarse con su batallón, y cuando la tropa sale del baluarte envuelta en sones bélicos, el cadete Santa Anna hincha el pecho bajo el uniforme de blancas correas, yergue la cabeza tocada con un alto gorro de cuero charolado y al compás de los aires marciales va repitiéndose por el camino:

—Ésta es mi guerra… mi guerra… mi guerra…

4

Del Monte de las Cruces, sobre la serranía que rodea el valle donde está enclavada la capital del Reino, Hidalgo retrocede. Marcha tras él y lo derrota en el puente de Calderón, el rápido, audaz y cruel Félix María Calleja, general de los reales ejércitos. El libertador continúa en retirada hacia el norte, cae prisionero y sus hombres se dispersan, formando guerrillas para mantener viva la gesta de la independencia.

El Fijo de Veracruz sale del puerto; 13 de marzo de 1811. El viento impulsa al bergantín de guerra Regencia y las goletas mercantes San Pablo y San Cayetano, hacia Tampico. Desembarcadas las tropas, se internan en la provincia de Nuevo Santander.

Anda por ahí un insurgente, el lego Herrera. Sus propios hombres lo entregan y Arredondo lo fusila. Son los primeros tiros que oye el cadete Antonio López en su primera guerra. Otro insurgente, el lego Villerías, tiene 2,000 hombres por el rumbo de Matehuala, y considerándose superior a Arredondo, que comanda tan sólo 500, lo invita a unírsele, en un escrito que habla del derecho de las Américas a su independencia. El calatraveño ordena quemar la invitación por mano de verdugo y lanza esta proclama:

«Soldados de la División del Norte, ciudadanos honrados y fieles de la villa de Aguayo: el vil lego Villerías ha tenido la temeridad de querer intimidar y aun seducir a vuestro jefe con mil patrañas y mentiras, sin acordarse de vuestro valor y de que todos vosotros estáis prontos a derramar hasta la última gota de vuestra sangre en defensa de nuestra sagrada religión católica y de nuestro legítimo soberano Fernando VII. Este ultraje es más a vosotros que a mí, y sólo la sangre de los perversos que lo dictaron puede satisfacer su osadía y atrevimiento; y no dudéis que será antes de muy corto tiempo, pero mientras, para que ese vil cabecilla vea el desprecio que hacemos de él y de sus satélites, he mandado que se queme su proclama por mano de verdugo, y ésta es la respuesta que le doy ahora…».

El cadete López ha recibido un ejemplar: lo lee y lo vuelve a leer hasta aprenderlo de memoria: «El vil lego… la temeridad de… mil patrañas y mentiras… derramar hasta la última gota de vuestra sangre… perversos, osadía, atrevimiento, vil cabecilla…».

Inflamado su espíritu, cuando una fracción del Fijo ataca al lego Villerías en su retirada hacia Matehuala, la mañana del 10 de mayo de 1811, el joven don Antonio tiene ganas de derramar hasta la última gota de su sangre: se bate como fiera, persigue a los insurgentes cuando se retiran, captura dos prisioneros, va y viene por el campo de batalla recogiendo armas abandonadas, buscando pertrechos utilizables; reúne un poco de ganado que los vecinos dejan atrás, y presencia cómo tres jefes insurgentes son colgados de los árboles. Por primera vez en partes oficiales se habla de que «se condujo dignamente el cadete don Antonio López de Santa Anna».

Y todavía le entusiasma la proclama contra los «viles cabecillas y perversos insurgentes», cuando Arredondo vuelve a Tampico, cuando destaca el capitán Cayetano Quintero con una fracción en la que va el cadete, a batir al indio Rafael que está levantando en armas por la hacienda de Amoladeras. Sólo el día en que alcanzan a los alzados en los Altos del Romeral, 28 de agosto, y una flecha lanzada desde el matorral se le clava en el antebrazo izquierdo, al ver sobre la piel las primeras gotas de su sangre, tiene un instante de vacilación, palidece, deja caer su arma, mira a su rededor con ganas de encontrar un escape… Pero el indio Rafael está derrotado, se pierde entre la maleza, termina el combate. Entonces, Antonio López recoge su arma, la levanta sobre la cabeza y da un grito de triunfo. Por esa herida le mandan un ascenso y un escudo de honor, que recuerda el lugar y la fecha de la acción, para que lo lleve cosido en la manga izquierda de su casaca.

Santa Anna, el de los ojos tan vivos que parecen no tener párpados, sonríe, satisfecho y confiado en lo que le espera.

5

Arredondo es su maestro: no sólo aprende de él palabras sonoras y frases de relumbrón para las proclamas, sino también a moverse rápidamente, a no dar descanso al enemigo, a sorprenderlo, a entrar en las ciudades con repiques y salvas de artillería. Y como don Joaquín fusila por aquí, ahorca por allá, envía caballería a perseguir a éstos e infantería a combatir a los otros, en poco tiempo queda en paz la provincia de Nuevo Santander.

Entonces, ¿en qué ha de ocupar el tiempo el calatraveño?: «En fomentar los chismes entre todas las personas, sin distinción, contra los vecinos y contra los oficiales, en abusos de autoridad y en desaciertos de toda clase y a cada paso». Hay que adularlo, para no caer en desgracia, como el capitán Vidal de Lorca, el padre capellán, del Campo, y el capitán del Fijo don Francisco Troncoso, que son encerrados con centinelas de vista, en los bajos de la casa donde vive Arredondo. Acepta todas las delaciones y manda instruir sumarias, una tras otra, vejando a todos los acusados, de modo que llega a infundir el pavor en propios y extraños.

«Divertíase también S. S. por las noches en tocar generala a la hora más intempestiva, algunas veces para dar gusto a su amiga y que gozase del espectáculo que presentaban los oficiales, saliendo apresurados de todas direcciones a medio vestir, rumbo al cuartel. Dictaba regaños a los que llegaban con retraso, sin que se le escapara el padre capellán. Formaba la fuerza, la ponía a hacer ejercicios y evoluciones militares, y colocándose a su cabeza, hacía todas las formaciones que le venían a las mientes, marchando por las calles con la música, tambor batiente y piezas de artillería. Y después de corretear por todo el pueblo y de haber formado muchas veces en columna y desplegado otras tantas en batalla y de chocar contra las tapias o meterse en las zanjas a causa de la oscuridad, mandaba tocar fajina y que la tropa se retirase a sus cuarteles, dándole las gracias por su puntualidad y destreza, aun cuando no hubiere hecho sino disparates en la mojiganga militar de media noche…».

Pero es extraordinariamente activo: sale a campaña cada vez que alguna partida aparece en cualquier parte. Nadie se le escapa. Anda por la sierra sin importarle que soldados y caballos se desbarranquen por los precipicios. Obedece las órdenes cuando le convienen y las olvida cuando no. No puede el virrey Venegas hacerlo salir de Nuevo Santander, porque a cada instrucción contesta con una evasiva.

Santa Anna lo observa y lo analiza: arbitrario, desobediente, vanidoso, débil a la adulación, duro con los subordinados que muestran decoro, alegre, bailador, mujeriego… Infatigable en la campaña, despreocupado, confiado, ambicioso, cruel. A pesar de estos defectos, el teniente de dieciocho años lo admira. Sin darse cuenta quizá, se hace su discípulo. Años después, cuando lo haya perdido de vista, tales enseñanzas habrán arraigado en él profundamente.

6

En la provincia de Texas los insurgentes ocupan San Antonio de Béjar y degüellan «hasta sin auxilio de cristianos», al coronel don Simón Barrera y al gobernador don Manuel Salcedo, «dejando sus cuerpos insepultos». Ha cambiado el virrey. Ahora lo es don Félix María Calleja, a quien Arredondo teme y por tanto, obedece. Le ordena salir, y sale rumbo a Texas.

Encabeza a los insurgentes don José Alvarez de Toledo. Sus tropas son restos de las de Hidalgo, a las que se han unido muchos colonos norteamericanos que estaban establecidos en Texas. «Pero la mayor parte son aventureros reclutados en los barrios bajos de Nueva Orleáns, o rufianes fronterizos que buscan el saqueo y la riqueza rápida.» Y 600 indios pieles rojas, armados con arcos y flechas, de la tribu de los cochates.

El coronel calatraveño hace su plan: se fortifica en «El Atascoso», un encinal en la orilla del río de Medina, formando su infantería una V abierta hacia el enemigo. Una caballería se adelanta y a los primeros tiros con los insurgentes finge retirarse desordenadamente, atrayéndolos a la emboscada. Cuando Toledo se encuentra con Arredondo atrincherado, es muy tarde para retroceder. Pelea ferozmente, comprendiendo que no tiene otra salvación que el triunfo. Y cuando el Fijo de Veracruz da una contracarga al son de la música militar, insurgentes, colonos e indios echan carrera hacia atrás. Ciento doce son alcanzados, y el implacable Arredondo los fusila, cuando aún no se deshace la polvareda de los que han logrado huir.

De ochocientos cincuenta yaquis, colonos y aventureros, sólo noventa y tres quedan para contar la historia.

Arredondo ha dado el primer golpe a la independencia de Texas. Las ilusiones de los colonos norteamericanos de formar un país libre, quedan desvanecidas por veinticinco años. Y el calatraveño pasa diez meses en San Antonio de Béjar, dedicado a sus amigas, a oír chismes, o procesar oficiales, a tocar generala a la media noche para ver a los subordinados salir de sus casas rumbo al cuartel en calzoncillos.

Cuando regresa a Monterrey, disuelve la diputación provincial, riñe con las autoridades civiles y se pone de pique con las eclesiásticas, a las que exige que cuando va a la catedral se le hagan honores iguales que al virrey. Oye y fomenta las delaciones, hace sumarias, ordena prisiones. «Es atolondrado, despótico y caprichoso.»

Santa Anna continúa su aprendizaje de los hombres y de los territorios. Conoce bien a su jefe. Todo Nuevo Santander y todo Texas los tiene dibujados en la memoria. Y se van precisando algunos rasgos de su carácter: temperamento tropical, pasa de la más intensa actividad a la indolencia más completa. Sensual, jugador… Miente a las mujeres y queda a deber dinero a los amigos. Sólo una lección de su coronel se le escapa: la crueldad. Ni ahorca insurgentes ni fusila vencidos, cuando son de su sangre.

7

El virrey ordena que se formen nuevas compañías del Fijo de Veracruz para guarnicionar el puerto. Comienza el reclutamiento, se reúnen en los cuarteles los indígenas y los «jarochos» venidos de todos los departamentos de la provincia. Y hacen falta instructores que les enseñen el manejo del arma, los disciplinen, los dirijan en los desfiles, les hagan comprender los complicados toques de las cornetas. Y Antonio López de Santa Anna, curtida su piel pálida por el sol, los vientos y la nieve, enronquecida su voz, endurecido el pecho, afianzado el paso, vuelve a sus lares con cintas de oro y escudos de honor bordados en la casaca.

Viento que unta en la carne de las mulatas la tela multicolor de las enaguas. Relámpagos blancos de sus sonrisas. ¡Papaya fresca!

8

La lucha por la independencia continúa en el sur y parte del centro del Reino. En la costa, sólo Guadalupe Victoria, con unos cuantos mulatos, indígenas y «jarochos», sostiene una rebelión poco activa, que por meses largos se limita a substraerse, en las montañas, a las órdenes del gobierno virreinal. La insurrección parece irse apagando. Un nuevo virrey, don Juan Ruiz de Apodaca, ha llegado de España con la real autorización para suspender las represiones sangrientas y poner en práctica medidas de dulzura. Concede indultos, contiene los ímpetus sangrientos de sus generales, pero combate con actividad y perseverancia a los núcleos realmente fuertes.

Muere en el patíbulo el gran Morelos. Guerrero, con sus tropas considerablemente disminuidas, se oculta en las montañas del Sur. Victoria encuentra un asilo entre las fieras, como un salvaje, escondido en una cueva. En la parte del Noreste, Arredondo ha inspirado tal terror que nadie se mueve.

La guerra va agotándose, como una hoguera abandonada. Los rescoldos que conservan un poco de calor, se vuelven ceniza al contacto del viento. Entonces, el teniente Santa Anna cambia de ruta: de la campaña en los llanos desiertos o en el matorral abundante en alimañas, misterios y sorpresas, pasa a la vida del salón, del gabinete, de la fortaleza. Se convierte en ayudante del anciano y respetable general don José Dávila, gobernador español de la provincia de la Vera Cruz.

No hace nada. Nada más que cortejar a las señoritas y leer los libros de la biblioteca del señor Dávila. Clásicos de Grecia y del Lacio, la mitología y los Comentarios sobre la guerra de las Galias. Cuando termina de leer un volumen de éstos, está ebrio de cesarismo. Comienza a desarrollarse en él la megalomanía. Todo lo quiere hacer como los héroes de Homero, como los varones fuertes de Roma. ¿Que no es posible en esta época? ¿Por qué no? En Europa se percibe todavía el temblor que deja a su paso el pequeño Bonaparte. Y Antonio López de Santa Anna se le semeja en figura: menudo de cuerpo, ancho del arca del pecho y de los hombros. Lo toma como modelo. Lee ávidamente cada palabra escrita sobre sus hazañas, sus proclamas, sus leyes, sus amores. Contempla los dibujos en que aparece su efigie, y como uno de ellos lo presenta pasando los Alpes en un corcel del tono de la nieve, mientras el viento le unta los cabellos de atrás hacia adelante sobre las sienes, él se compra su bridón blanco y con dos redondos cepillos se arregla la cabellera, como si siempre le soplara por la espalda el ventarrón de los Alpes.

9

Dávila llega a estimarlo, a considerarlo como un hijo. Le da consejos que si el teniente no sigue, cuando menos oye con estudiada atención, que halaga al gobernador. Lo distingue en las comisiones, sobre otros oficiales de más edad; se hace acompañar de él en las ceremonias oficiales y religiosas; lo lleva a los festejos de la sociedad, le confía sus secretos políticos y aun lo envía de embajador ante el virrey.

Porque entre Ruiz de Apodaca y Dávila existe una situación tirante. Discrepan en muchos puntos de vista. Los enemigos de Dávila intrigan ante el virrey y éste se aprovecha de la intriga para procurar una orden de remoción. El teniente de Granaderos Antonio López de Santa Anna es comisionado por el gobernador para ir a desvanecer las intrigas, ante Ruiz de Apodaca. Tres veces lo recibe el virrey, se interesa por su carrera militar, le pregunta detalles sobre las campañas en Nuevo Santander y Texas. El oficial platica en forma inteligente: a la primera palabra sobre cada tema, comprende si causa agrado o disgusto y lo continúa tratando con amenidad o lo cambia hábilmente. Don Juan Ruiz encuentra su compañía agradable, porque sabe adular con la sonrisa, con la mirada, con caravanas discretas que fingen una dignidad que no existe. Y cuando el joven embajador parte de regreso no ha logrado arreglar cosa alguna en favor del señor Dávila, pero ha obtenido para sí el despacho de capitán graduado.

Antes de salir, va con un sastre para que le tome medidas de una nueva casaca. Y que se la envíe a Veracruz, donde le pagará, si le queda bien.

10

El Virrey suspende a Dávila en el gobierno y comandancia militar y el brigadier Ciríaco Llano se hace cargo interinamente de ésta. Santa Anna deja de ser el oficial favorito que asiste a las ceremonias al lado del jefe. Tiene que salir a campaña, ahora que los insurgentes, olvidados por algún tiempo, se acercan al puerto de vez en cuando, entrando en las rancherías de los «jarochos» y en los pueblos desguarnecidos.

El cambio no es desagradable: comandante de cerca de trescientos jinetes e infantes, con una extensa zona que pacificar, el capitán graduado se considera en ella tan jefe como lo era Arredondo en Nueva Santander, como el virrey en Nueva España. Puede actuar según su criterio, hacer y deshacer, fusilar o perdonar, destruir o edificar. Desde el pie de las murallas de Veracruz, donde comienza el mar de arena y de malezas, hasta más allá del horizonte, él es el señor, el que impone la ley de su voluntad, el de la voz indiscutible. Y ejercer el poder en toda su extensión. Durante dos años y medio no rinde un informe, no hace una consulta. Por meses permanece alejado de las ciudades, y llega al puerto de vez en cuando a decir de palabra lo que está haciendo.

Comienza la campaña a tiros y la termina con apretones de manos y obsequios. Aleja de Veracruz las partidas de insurgentes, obligándolas a refugiarse otra vez en la zona de las cuevas. Los bate en Cataxtla Sancampuz, y obtiene otro escudo de honor por la toma de «Boquilla de Piedra». A los prisioneros que logra, cuando esperan ser fusilados, o suspendidos de un árbol para quedar de muestra, les habla con enérgico afecto, de que el Rey no es mal Señor, sino el padre de todos y que hay que amarle mejor que aborrecerle. Los deja volver a la gente de sus ranchos a predicar que hay jefe realista que no mata a cuantos captura. Cuando llega a una ranchería, los indígenas y los «jarochos» no huyen de él, como huían de sus antecesores, porque no pone en prisión a hombre alguno ni fusila a quien le es antipático, declarándolo insurgente. Así recorre gran parte de la costa y zonas montañosas, primeras estribaciones de la gran Sierra Madre. Cuando sabe que alguna partida insurgente está operando, la persigue, la busca entre los recovecos de los cerros, la ataca cuando la alcanza, la dispersa. Habla a los prisioneros y los deja ir libres.

Un nuevo capitán general llega a la provincia: el mariscal Pascual Liñán, a quien Santa Anna se presenta a cumplimentar y le informa de lo que ha hecho. Liñán aprueba en gran parte, pero opina contra la libertad de los prisioneros: si no se quiere ejecutarlos, hay que formar con ellos pueblos en los que estén reconcentrados, para evitar que vuelvan a reunirse con los insurgentes. Y el capitán graduado, astuto y atrayente, reúne a los indígenas y a los «jarochos», busca parajes apropiados para fundar pueblos, desmonta el matorral, hace el trazado de una plaza, señala el lugar para la iglesia, divide los terrenos entre las familias, «dándose a cada una la superficie necesaria en proporción a sus circunstancias». Cada pueblo tiene tierras comunales para sembrar, y cada familia debe construirse una casa con cocina y corral. «La que menos, tiene una media cuartilla de maíz de sembradura, otro tanto de frijol y poco más o menos de arroz, además de sus cañales, platanares y hortalizas y una porción de monte para que pasten sus animales.»

Dos años y medio transcurren así. Regresa al gobierno y comandancia militar José Dávila, repuesto por la orden del rey. El capitán Santa Anna asciende a comandante y recibe la cruz de Isabel la Católica.

No ha vivido mal entre los «jarochos». Son éstos descendientes de andaluces que vinieron a la conquista y conservan mucho de sus costumbres, su tipo, su lenguaje ceceado. Viven dentro del bosque, en rancherías formadas por casas de paja, muy grandes, divididas y subdivididas por paredes de caña cubiertas con finas esteras. No tienen más muebles que bancas de madera y los arcones en que guardan su ropa, pues duermen en esteras o en hamacas. Los hombres llevan sombreros de fieltro de anchas alas, «hablan con acento andaluz y tienen el andar jaque y fanfarrón». Se expresan ponderadamente, no blasfeman, miden sus palabras. Son fornidos, de cabellos negros, voz bronca y fuerte. En público silenciosos con sus mujeres. Cuando hay fiesta en el pueblo, se presentan a caballo, llevando en ancas cada uno una mujer, su esposa, su hermana, su novia.

Las mujeres usan camisas de batista bordadas en la pechera, ajustadas al cuerpo como una media: enaguas sutiles de gasa, encaje o batista, que transparentándose, dejan que se marque la silueta de los muslos y las pantorrillas; medias color de carne, bordadas al frente, zapatos de raso y una banda carmesí o amarilla, terciada sobre el pecho. Llevan pulseras y collares de luciérnagas que parpadean, esmeraldas de la noche capturadas en los bosques. «De corta talla, color moreno subido, muy bien formadas, cabeza erguida, abundante pelo negro, ojos brillantes, negros, grandes; cejijuntas, boca pequeña y dientes blancos, pie chico, torneada pantorrilla, maneras desenvueltas, miradas provocativas…»

Se comprende por qué el joven capitán pasó muy a su gusto, entre los «jarochos» dos años y medio.

12

Militarmente, la insurreccción no ha progresado en ese tiempo. Por el contrario, Mina es vencido y muerto. Terán capitula. Rayón y Bravo están presos; Guerrero, en las montañas; Victoria, en las cuevas. Pero la miseria aumenta a causa de la guerra tan prolongada. Las haciendas están desoladas; nadie en ellas trabaja, y los granos escasean, los precios son altísimos para la gente pobre. Las minas paralizadas; el comercio empobrecido. Hay miles sin trabajo en los campos y las ciudades. Un disgusto general, una desazón, pesa sobre Nueva España como capa de plomo. La metrópoli, más necesitada que nunca, pide auxilios, y como no existe sobrante en las arcas, hay que subir los impuestos, crear nuevas alcabalas, aumentar las deudas del Gobierno y de las tropas. La revolución resurge.

En el Sur, las fuerzas de Guerrero obtienen una «rápida fortuna militar», cambiando el aspecto de la insurrección. «El ejército insurgente merecía este nombre: armado y equipado regularmente, ocupaba posiciones ventajosas, vivía en ordenanza militar, evolucionaba como los realistas, operaba bajo planes y reglas fijas.»

El virrey decide enviar un fuerte ejército, bajo el mando del coronel del regimiento de Celaya, Agustín de Iturbide, para pacificar el Sur. Como despedida, el coronel dice a Apodaca: «Que jamás tenga V. E. motivo de arrepentirse de la confianza que ha librado en mis cortas luces y genio». Va confiado en vencer la rebelión rápidamente. Pero cinco encuentros con los insurgentes, alguno desastroso para él, lo cambian de opinión. Antes, en México, había concurrido a unas juntas efectuadas en el templo de La Profesa, encaminadas a hacer de la Nueva España un imperio independiente, con Fernando VII u otro Borbón en el trono, y considera llegado el momento de iniciar la realización de este propósito. En Iguala, el 24 de febrero de 1821, formula su plan: absoluta independencia de este reino, gobierno monárquico bajo Fernando VII u otro de su dinastía, «para hallarse con un monarca ya hecho y precaver los atentados funestos de la ambición»; junta de gobierno mientras se reúnen las Cortes y viene Fernando; creación del «Ejército de las Tres Garantías» (Religión, Independencia, Unión).

Es un plan conservador que deja el dominio de la nación a un príncipe de la casa reinante en España; mantiene al «clero secular y regular, conservando todos sus fueros y propiedades»; pone el gobierno en manos de una Junta encabezada nada menos que por el virrey y compuesta de obispos, oidores, etc., que tienen nombramientos expedidos por la Corona española. Casi no significa la independencia. Pero los insurgentes, quizá fatigados por once años de luchas y creyendo que el plan será benéfico para el país, lo aceptan. Primero Guerrero, después los Bravo, los Rayón… Muchos jefes realistas lo secundan también: Luis Cortázar, Anastasio Bustamante, José Joaquín de Herrera, Barragán…

Pero Apodaca lo declara «anticonstitucional» y continúa la lucha.

13

Cien granaderos de la guarnición de Jalapa se sublevan. Se les unen otros del Fijo de Puebla y algunos insurgentes antiguos. El 18 de marzo, Herrera tiene setecientos cincuenta hombres y un cañón.

Dávila comprende que la situación se vuelve seria, que debe luchar con todos los elementos que tiene a su alcance. Refuerza las guarniciones de las villas, y al comandante Santa Anna toca ir a Orizaba con doscientos granaderos. Don José lo despide, hablándole como al «más fiel de sus subordinados». Antonio López se emociona y ofrece cumplir «hasta la última gota de su sangre».

Apenas ha dormido en Orizaba, cuando a las cinco de la madrugada del 23 de marzo se presentan quinientos insurgentes a las órdenes de Francisco Miranda y José Martínez, enviando al sargento Cristóbal Ballescano para invitarlo a que se una al Plan de Iguala y tome el mando de ellos. Pero el jefe realista se entera, por el emisario a quien después manda encerrar, del pésimo estado de las fuerzas insurgentes y las ataca sin contestar su invitación. Rechazado por el número, se refugia en el convento del Carmen con sus soldados y los padres, realistas de cuerpo y alma. El día 29, Santa Anna, madrugador y astuto, sorprende un puesto avanzado donde los rebeldes están desnudos y durmiendo. Los acaba y regresa al convento afirmando haber obtenido una gran victoria. Suenan en repiques constantes las campanas del Carmen, y los cañones y fusiles disparan salvas en señal de regocijo. El comandante escribe inmediatamente un parte rimbombante al Virrey anunciándole la destrucción de los enemigos y hace que los padres formulen una petición para que se le ascienda a teniente coronel. Un propio sale a caballo con órdenes de galopar hasta detenerse ante Ruiz de Apodaca y entregarle los pliegos. Los monjes carmelitas sacan de sus bodegas los jamones y el vino, preparan pasteles y confituras para dar el gran festín a los bravos realistas.

A la mesa está Santa Anna cuando un granadero le entrega disimuladamente un pliego. Ha llegado frente a la plaza don José Joaquín de Herrera, quien dice la mentira de llevar dos mil hombres más, con los que ha cercado a los defensores. Y el comandante, mentiroso como es, cree en las falsedades del otro, se espanta y sale a entrevistarlo, dejando a carmelitas y oficiales regocijándose en el refectorio.

El diálogo es breve: una exposición de Herrera sobre lo que es el plan de Iguala, y la oferta de conservar al comandante realista en su grado si acepta unirse al movimiento.

—Pero es que yo espero que S. E. el virrey me ascienda a teniente coronel por mi triunfo de esta mañana…

—Si es así, yo ofrezco a usted que el señor Iturbide le hará coronel inmediatamente…

Santa Anna se rasca la cabeza y arruga la piel de la frente.

—Y, además, tendrá usted el mando de los insurgentes en toda la provincia de Veracruz, pues yo preciso de marchar a Puebla acatando órdenes del señor Iturbide…

Ambicioso, voluble, acobardado, Antonio López acepta. De comandante realista brinca a coronel insurgente. En un día pide un ascenso al virrey, y obtiene del bando contrario la promesa de dos grados de ascenso.

—¡Viva el Plan de Iguala!…

—¡Viva! —repiten los soldados.

El festín se interrumpe. Los insurgentes se esparcen por la ciudad y hacen repicar las campanas. Sus jefes y oficiales devoran confituras, jamones, vinos, que los religiosos habían sacado de sus bodegas para celebrar el triunfo de las armas del rey.

14

Tomando a sus órdenes la masa insurgente, Santa Anna despliega su actividad incansable, sus dotes brillantes de organizador, sus ardides ingeniosos y eficaces, su resistencia física de centauro joven. Forzando una marcha de catorce leguas, cae sobre el puerto de Alvarado, donde vuelve la tropa a su favor. Aprehende al comandante realista Juan Topete, y como «algunos negros insolentes» querían matarlo, le extiende un pasaporte para que llegue sano y salvo a Veracruz a dar cuenta a Dávila de su desastre. Brinca a Córdoba, donde Herrera tiene encerrados a los realistas del coronel Hevia y planta por primera vez la bandera verde, blanca y colorada sobre la loma de Los Arrieros. Los realistas abandonan la plaza y Santa Anna los persigue haciéndoles fuego hasta Orizaba.

Asedia Jalapa, asaltando personalmente por en medio de los parapetos de San José y El Vecindario. Pero una lucha que dura nueve horas y media le agota el parque. Está a punto de retirarse cuando el coronel Orbegozo, su contrario, ofrece capitular. Y él se muestra generoso en conceder todo lo que se le pide. Recibe municiones, cañones, un obús grande, mil fusiles. Lo que necesita. Y deja salir a Orbegozo con banderas y vestuario. Ha capturado la ciudad, por resistir un minuto más que el enemigo. Estas acciones le valen la «Cruz de Córdoba» y la medalla de la Guerra de Independencia, que muestra el mundo antiguo y el moderno, rotas las cadenas que los unían. El lema dice que el portador de tal adorno, «desató un orbe de otro».

Después, realiza algunas escaramuzas sobre el fuerte de Perote, fortifica La Joya para contener un posible intento de los realistas de recuperar Jalapa. Y hace rendir al coronel Flores en los dos fortines de Puente del Rey. Durante las marchas, procura que sus tropas guarden el orden militar y en los descansos, las instruyen en ejercicios y maniobras, forma cuadros, concede grados de oficiales, distribuye elementos, junta a los indígenas con los indígenas a los mulatos con los mulatos a los jarochos con los jarochos; señala denominaciones a los cuerpos, establece vanguardias y retaguardias, alas, centro, reserva; dispersa espías, concierta señales… Y un día recibe de Iturbide, como premio por su victoria en Jalapa, el título de «Jefe de la Undécima División del Ejército de las Tres Garantías». Nadie está ya por encima de él sino el autor del Plan de Iguala.

15

Napoleón se dirige a sus hombres llamándoles: «Soldados».

Washington, en una ocasión, les dice: «Libertadores».

Bolívar e Iturbide llámanles: «Americanos».

Santa Anna, en su proclama del 24 de junio, principia: «Camaradas…».

Un siglo después, habla así a los suyos Vladimir Ilich Ulianov, alias Lenin.

16

El jefe de la undécima división inicia el asedio de Veracruz, tras de cuyos bastiones lo espera, resentido hasta el alma, el que fue su paternal jefe, don José Dávila. Aún no está listo para el sitio cuando se le informa que una partida realista, con los grumetes de varios buques, ha saqueado y quemado varias casas del barrio del Santo Cristo del Buen Viaje, situado extramuros. Se precipita a atacarla. Hace más de treinta muertos, captura diez granaderos. El jefe realista vencido es el coronel José Rincón.

Ha llegado a tiro de cañón de las murallas. De un momento a otro puede romperse el fuego formal. Entonces, cumple con una costumbre militar: envía al señor Dávila un pliego pidiéndole la entrega de la plaza. Pero el viejo ni siquiera rasga el sobre. Lo devuelve con estas palabras escritas de su puño: «¡Ingrato, traidor!—Dávila».

17

En el campo insurgente se inflama el entusiasmo. De todas las posiciones, los soldados han salido a aglomerarse en rededor de un hombre que acaba de presentarse en el campamento: Guadalupe Victoria, que ha salido de su cubil, «después de treinta meses de estar tan desnudo como Adán, solo, enfermo, botado en el suelo sin más alimentos que yerbas y raíces de árboles», para adherirse al Plan de Iguala y continuar la lucha por la independencia. Es el jefe querido de los insurgentes veracruzanos, por noble y valiente, lleno de constancia y firmeza. Santa Anna, recién llegado a este bando, comprende la realidad de su posición y en la orden del día cede el mando a Victoria, poniéndose a sus órdenes con todos los ayudantes.

Pero don Guadalupe rehúsa. Quiere hablar con Iturbide. Y sólo consiente en presentarse ante las murallas de Veracruz, para elevar el entusiasmo del ejército, al que dirige una proclama.

Santa Anna deja escapar un suspiro de satisfacción. Conservará el mando de las tropas en la provincia. Y complacido, desde el Médano de Perro hace el primer disparo de obús sobre el puerto fortificado.

18

Ésta es su primera gran batalla. Un «horroroso fuego de cañón» resuena desde el alba hasta la tarde, sin intermitencias. Llueven las granadas sobre el campamento, matando e hiriendo. Impaciente, deseoso de un gran triunfo, el jefe divisionario quiere precipitar los acontecimientos. Tiene cincuenta escalas listas y decide el asalto por el baluarte de La Merced. Es «uno de los primeros que se arrojan a trepar», a las once de la noche. En medio de las sombras brillan sin cesar los fogonazos. Los de los obuses parecen hogueras encendidas sobre las murallas. A las cuatro de la mañana, los insurgentes han ocupado las baterías de la Merced, Santa Lucía y Santa Bárbara, y se han apoderado de la puerta. Se precipitan dentro de la ciudad a atacar los otros baluartes, la Escuela Práctica de Artillería y el cuartel del Fijo.

Se desata un aguacero que convierte en barro el pavimento de las calles. Los atacantes se acogen bajo el techo de las tiendas, apuran los licores, dejan pasar las horas. Una caballería que viene a reforzarlos se acerca a los baluartes no conquistados y el fuego realista la dispersa y casi la aniquila. La pólvora para los cañones insurgentes ha quedado inservible. La columna que ha ido a atacar el cuartel del Fijo es rechazada y arrojada fuera de la muralla. Y Santa Anna ha quedado dentro de la ciudad, cuando trata de cortar la retirada de los defensores hacia el castillo de Ulúa. Tiene nada más ochenta hombres y toda la guarnición se reúne para capturarlo. Lo cañonean de Santiago y de la Escuela, del cuartel del Fijo y de las lanchas ancladas en el puerto. Dos partidas de infantería lo asaltan. Los demás insurgentes se han ido y sus fuegos no se escuchan por ningún lado.

Sólo el conocimiento de la ciudad lo salva. Escapa por los callejones y los vericuetos, traspone la puerta, no cerrada aún. Cuando, cubierto de lodo, llega al campamento, su pequeña columna ha dejado la mitad en muertos, dentro de los muros.

Un historiador de su tiempo le hace este elogio: «Se portó como granadero».

19

Un día, Dávila le tiende una celada: envía a Boca del Río el bergantín de guerra «Diligente», con bandera de los Estados Unidos, confiado en que el coronel insurgente subirá a solicitar municiones; entonces, el bergantín levará anclas y una hora después lo entregará en Veracruz, atado codo con codo.

Pero no ha contado con la desconfianza de su discípulo. De zorro a zorro es más astuto el joven. Un comerciante amigo es el que sube primero, diciendo tener urgencia de ir a Veracruz, no pudiendo hacerlo por tierra a causa del sitio. Y descubre la treta. Santa Anna ha escapado del paredón una vez más.

20

Iturbide envía un correo a Dávila invitándolo a dejar la plaza en manos de los insurgentes, para favorecer la independencia. Y el anciano, terco y rencoroso, no retarda su respuesta: «Veracruz capitulará ante cualquiera, menos Santa Anna».

21

Retirándose, Antonio López establece el sitio del castillo de Perote. Cuando llega a Orizaba aún no le pasa el derrame de bilis del fracasado asalto. Está tan indignado, que su pedantería se desborda en una proclama. «¿La mortífera Veracruz se gloriará de restituir a las cadenas las víctimas destinadas para sus sepulcros insaciables? ¿Un pueblo de cinco o seis mil almas se jactará de dar la ley a siete millones?» y luego, este gran final: «¡Veracruz!, la voz de tu exterminio será desde hoy en adelante el grito de nuestros combatientes al entrar a las batallas; en todas las juntas y senados, el voto de tu ruina se añadirá a todas las deliberaciones. Cartago, de cuya grandeza distas lo mismo que la humilde grama de los excelsos robles, debe ponerte miedo con su memoria. ¡Mexicanos! ¡Cartago nunca ofendió a Roma como Veracruz a México… Sed romanos, pues tenéis Escipiones!…». Seguro es que él se considera uno de éstos: Escipión el Jalapeño.

22

El 30 de junio llegó a Veracruz, en el navío Asia, donjuán O’Donojú nombrado capitán general y jefe superior político de la Nueva España, por no permitir la nueva Constitución española el título de virrey. Encuentra la ciudad todavía conmovida por el asalto. Su primer proclama dice a los insurgentes: «Soy solo y sin fuerzas, no puedo causaros ninguna hostilidad. Permitidme pasar a mi destino».

La undécima división está otra vez amagando el puerto. Pero O’Donojú viene en plan de paz y ordena que no se haga fuego, y que al «¡Quién vive!» se conteste: «Amistad». Santa Anna y sus oficiales obtienen permiso para transitar por la ciudad libremente. Y en la Alameda, el capitán general y el coronel insurgente tienen una primera conferencia. Aquél desea internarse en el país para hablar con Iturbide. Y éste ofrece enviar correos a gestionar la entrevista. Al despedirse, Santa Anna hace a don Juan las más cortesanas zalamerías. Su ayudante, José Mariño, parte en busca de Iturbide y le entrega los pliegos con la invitación a pláticas, en la hacienda de «El Colorado», a tres leguas de Querétaro.

La idea de la conferencia es aceptada. Sitio: la Villa de Córdoba. O’Donojú se encamina a ella, al amparo, desde la puerta de La Merced, de una brillante escolta que manda don Antonio en persona y que le va haciendo durante el trayecto los más grandes y respetuosos honores.

En Córdoba, el capitán general se despide:

—Agradeciendo vuestras finezas, no dejaré de hacer presente al señor Iturbide que si todos los oficiales de su ejército son tan bizarros y entendidos como su señoría, indudablemente estáis llamados a hacer la felicidad de esta nación.

El insurgente hace una reverencia hasta tocar el suelo con su sombrero:

—No he hecho sino cumplir con mi deber, al rendir a persona tan importante como Su Excelencia los acatamientos que le son debidos …

Todavía se cambian tres o cuatro frases más de cumplimiento, y al separarse, O’Donojú murmura:

—Tiene trazas este señor Santa Anna de ser un buen perillán …

—Quizá. Pero ha demostrado que es, además de un militar diestro, astuto negociador que parece que ve venir los acontecimientos y que de todos sabe sacar partido.

Iturbide y el «Jefe superior político de la Nueva España» firman los «Tratados de Córdoba», reconociendo la soberanía e independencia de la nación, que habrá de denominarse «Imperio Mexicano», con gobierno monárquico, constitucional, moderado; el trono, para Fernando VII; en su defecto, a su hermano, el Infante don Carlos; en su defecto, al Infante don Francisco de Paula; si no viene, al Infante don Carlos Luis, y en último caso, al que las Cortes del Imperio designen. Pero Fernando no acepta, ni deja aceptar a los infantes. Por el contrario, manda quemar por mano de verdugo la copia del tratado, y declara a O’Donojú «de funesta memoria».

24

El castillo de Perote capitula. Las últimas fuerzas realistas que había en el centro del país son derrotadas por Iturbide en Atzcapotzalco. El Ejército de las Tres Garantías entra triunfante en la capital de Nueva España. La independencia está consumada, tras once años de lucha.

Sólo Dávila sigue fiel al Rey. Se hace fuerte en las murallas que Santa Anna no osa asaltar nuevamente. Un mes más de sitio. Hasta que el anciano general decide retirarse al castillo de San Juan de Ulúa, con toda la artillería gruesa, los almacenes, las municiones y noventa mil pesos que había en caja. Desde la fortaleza que surge de las aguas mantendrá la amenaza del poder español sobre la nación recién nacida.

Y el veintisiete de octubre, los insurgentes ocupan por fin la ciudad, sin hacer un solo disparo. Personalmente, Santa Anna iza el pabellón del Imperio sobre los baluartes que no pudo capturar por asalto. Y lanza su proclama, que los historiadores de la época consideran llena de «sublime pedantería», por esta frase: «Dejemos cerradas las puertas del ominoso templo de Marte y abiertas únicamente las de Mercurio, Minerva y Flora». Es la enseñanza de los libros latinos de la biblioteca del Gobernador. Y la destrucción de Cartago no fue imitada en la «humilde grama», a pesar del voto de «todas las juntas y senadores».

La nación entera, jubilosa, conoce y aclama por primera vez, de frontera a frontera y de mar a mar, el nombre de Antonio López de Santa Anna.