Como concepto literario, el «realismo» caracteriza y señala las relaciones existentes entre literatura y realidad. Los autores de la época realista no trataban tanto de establecer una equiparación entre estos dos ámbitos, como de superar estéticamente la tensión existente entre la interpretación subjetiva y el reflejo objetivo de la realidad. Fundamental era también que esta superación no se diera exclusivamente desde la perspectiva del autor, sino también desde la del lector. Pese a la íntima interrelación entre literatura y realidad, para los autores del realismo la literatura mantiene su autonomía. Gottfried Keller puntualiza ya en 1851 que la obra de arte es algo completamente distinto de la naturaleza, y que, en este «ser distinto» ella es su propio objetivo.
Fontane utiliza a menudo la metáfora de la «transfiguración» cuando se refiere al arte. Así, en su juicio sobre Turgeniev, junto a su gran admiración por la capacidad de observación del autor ruso, critica el que reproduzca las cosas de un modo tan prosaico, tan no-transfigurado, y afirma: «Sin esta transfiguración no hay arte alguno en sentido estricto». La transfiguración es pues, según él, una premisa esencial del verdadero arte y por tanto también del realismo. La transfiguración no borra la diferencia existente entre realidad empírica y autonomía literaria, sino que la garantiza. En una crítica de una obra teatral del naturalismo acentúa nuevamente esta concepción, al decir que hay una enorme diferencia entre la imagen que proporciona la vida y la que ofrece el arte. El proceso de transformación que se realiza da lugar a una misteriosa «modelación», en la que, en último término, reside el efecto artístico.
Con todo, la relación es ambivalente, pues se acentúa tanto la divergencia como la convergencia de literatura y realidad. Común a todos los autores realistas —también a los alemanes— es la intención de reflejar e interpretar la realidad en la obra literaria, lo que por otra parte sólo es posible si ambas se corresponden. En sus novelas pretende Fontane tanto la transfiguración de la realidad como la correspondencia entre literatura y realidad. Con ello no se trataba de una simple coincidencia entre estos dos ámbitos, sino más bien de establecer la confluencia entre ficción literaria y conciencia retrospectiva de la realidad, de un modo semejante a como se da en el recuerdo:
Me parece que la tarea de la novela moderna es la de mostrar una vida, una sociedad, un círculo de hombres, de tal modo que sea un reflejo no desfigurado de la vida que nosotros llevamos. La mejor novela será aquella cuyos personajes se alineen con los personajes de la vida real de tal forma que al recordar una determinada época de la vida ya no separamos con exactitud si eran personajes vividos o imaginados… Se trata de que en las horas que dedicamos a un libro tengamos la sensación de continuar nuestra vida real y de que entre la vida vivida y la imaginada no haya más diferencia que la de aquella intensidad, claridad, amplitud de visión y rotundidad, y como consecuencia, la intensidad emotiva que constituye la tarea transfiguradora del arte.
Desde esta posición es fácilmente comprensible la crítica estética de Fontane a los autores del naturalismo, aunque no por ello dejó de apoyarlos, siendo considerado por ellos como un maestro.
Común a todos los novelistas del realismo alemán es que la narración esté fijada temporal y localmente y sometida a la causalidad de las leyes de la naturaleza, de lo psicológico y lo social. Se procura evitar todo lo casual y sorprendente. El desarrollo de la acción se sitúa preferentemente en la vida diaria burguesa, incluyendo multitud de detalles, testimonio de la capacidad de observación del autor. Lo cotidiano adquiere así una categoría sustancial. La sociedad, en términos generales, es el tema de la literatura. Pero a diferencia del realismo francés, inglés o ruso, no se refiere a la totalidad de la sociedad ni crea obras en las que ésta se refleje en toda su extensión, sino que busca ámbitos más reducidos y conocidos, concentrándose en el destino individual y la problemática psicológica de las relaciones humanas típicas del momento y socialmente relevantes. Esto es en gran parte atribuible al tardío conocimiento de grandes autores del realismo europeo, pues hasta finales de siglo no se pueden ver en Alemania los frutos de la influencia de un Stendhal, un Balzac o un Flaubert. Scott, Dickens y Thackeray eran ya conocidos desde antes y sin duda de su lectura partieron importantes impulsos para la novela histórica alemana, fundamentalmente, aunque también para la realista. Turgueniev, conocido y popular a partir de los años 60, ejerció también una gran influencia.
Sin embargo, la falta de un conocimiento completo de la gran narrativa del siglo XIX no explica suficientemente la limitación del espectro social en la temática de la novela realista alemana. Llama también la atención a este respecto que, mientras la novela francesa, inglesa o rusa traspasa las propias fronteras alcanzando un rango europeo y universal, la novela alemana permanece fundamentalmente dentro de los límites nacionales, quedándose incluso con frecuencia a un nivel de provincia. Sólo la narrativa de Fontane, y más concretamente, Effi Briest, consigue atravesar las fronteras patrias, pudiendo situarse sin rubores a la altura de Ana Karenina, Madame Bovary o La Regenta.
Gran parte de las causas de esta «limitación» de la novela realista alemana reside en la evolución de la realidad social a la que se refiere, así como en la actitud de los autores respecto a lo que les rodea. Los ideales democráticos y humanistas de la burguesía alemana, tras el fracaso de la revolución del 48, quedaron totalmente desprovistos de contenido ante la realidad de un régimen aristocrático marcado por el ascenso material y económico de la burguesía. Los escritores alemanes, aferrados a estos ideales, se ven empujados a un aislamiento objetivo y a un distanciamiento subjetivo de la clase que, por así decirlo, había traicionado sus ideales. Pesimismo histórico y resignación, pero, al tiempo, el mantenimiento de los valores humanistas les impulsan a adentrarse en aquellos ámbitos menores en los que estos valores aún pueden subsistir: el paisaje patrio, el ambiente rural, los tipos marginados o fuera de lo común, los destinos individuales enfrentados a la sociedad —con la que sólo es posible acomodarse a costa de renunciar a la propia e íntima individualidad—, en ocasiones incluso el pasado, como bastión de humanidad frente a un presente en el que el burgués, ansioso de éxito y acumulación, lo domina todo. Este desarraigo generalizado respecto a la corriente social dominante se expresa de muy diversas maneras, pero se hace especialmente productivo en forma de crítica, si bien la reducción temática a veces le resta fuerza. En la época del Imperio es el burgués cada vez más el centro de sus críticas, así en Christoph Pechlin de Raabe, Martin Salander de Keller o Frau Jenny Treibel de Fontane. Siguiendo las estructuras narrativas clásicas —los realistas alemanes vuelven la mirada a Goethe, alejándose tanto más de la herencia de Schiller— la novela trata la evolución de un personaje o de una relación humana central. Pero rara vez se consiguió una configuración tal de los personajes que en sus relaciones quedaran reflejadas las múltiples facetas de la vida en una sociedad industrial avanzada. Incluso un elemento básico de ésta, como el cuarto estado o proletariado, es prácticamente ignorado por los realistas alemanes y, cuando se le incluye en el relato, su destino carece de caracteres concretos y se eleva a los términos de lo humano en general.
El gran valor, sin embargo, de la novela realista alemana es el haber sabido expresar la disociación, ya insalvable, entre individuo y sociedad, el aislamiento del individuo, las contradicciones existentes entre ser y parecer, convención y moral, poder y justicia, aunque sólo incluya de modo parcial las causas reales de esta disociación y estas contradicciones. Precisamente la limitación del objeto literario hace que sea más fácil analizarlo y esclarecerlo y lo que se pierde en amplitud se gana en profundidad. Así, por ejemplo, se llega a captar la psique humana en sus más sutiles estremecimientos. El mismo Fontane decía que construía sus personajes como siguiendo un psicograma.
La profundización en la psicología de sus personajes no es, con todo, el gran valor de Fontane, sino el situar estos certeros estudios de caracteres e individuos en el contexto histórico-social, configurando así la problemática de una existencia humana en contradicción con una sociedad de valores caducos. En la etapa cumbre de su creación literaria nos basta echar un vistazo a sus comentarios —en anotaciones o cartas— respecto a la narrativa europea, para saber en qué dirección se va a mover definitivamente. Su relación con Zola es singularmente expresiva. Tras una crítica inicial, en la que a la vez que rechaza la crítica moralista oficial le hace el consabido reproche de no «transfigurar» la realidad, acaba reconociendo en él al gran maestro que crea personajes «como si fuera sembrando por el campo» y ante el que hasta los mejores escritores parecen pobres. Thackeray, que ha sabido crear con su Vanity Fair una novela en la que está presente la vida londinense de modo que abarca todas las clases, es para él el escritor modélico de la «aún ausente novela berlinesa».
Esta novela berlinesa es su creación genuina. Berlín se le presenta como un punto de confluencia de los procesos político-sociales del presente, como un modelo a través del cual éstos se ponen de manifiesto. Cierto es que su novela berlinesa no encierra, como la de Thackeray, todas las clases. El cambio de estructuras sociales que se refleja en sus obras es el de la decadencia de la nobleza y el ascenso de la burguesía, el proceso de asimilación progresiva que entre ambas se da. Los ámbitos obreros o pequeño-burgueses quedan casi excluidos.
Frente al rechazo claro a la burguesía, la actitud de Fontane respecto a la nobleza es más compleja, pues si bien critica y le repugna la nobleza «tal como es», no oculta nunca su amor a ella «tal como debería ser». Dubslav Stechlin, el protagonista de su última gran novela Der Stechlin, es el prototipo del noble ideal: liberal, abierto, dialogante, sencillo y de una desbordante humanidad, en la que se han visto rasgos de la propia personalidad del autor y, en cierto modo, una recreación de la del padre. Este amor a la nobleza fue incomprendido, pues ésta se apartó de un modo ostensiblemente ofendido del autor de las novelas realistas, a pesar de que en las Andanzas por la Marca de Brandemburgo había creído encontrar en él al cantor de sus glorias.
La nobleza le atraía también por motivaciones estéticas:
Novelísticamente y en un cuadro de la época encuentro maravillosas a todas estas personas e instituciones.
Pero la importancia novelística de la nobleza se debe fundamentalmente a que en ella y por medio de ella se puede descubrir la situación del hombre sujeto a las condiciones concretas de su tiempo. El análisis del comportamiento de la nobleza lleva a la convicción de que la verdad del ser humano no se puede separar de las condiciones históricas en que le ha tocado vivir.
Fontane es un observador de situaciones sociales, pero no como revolucionario o simplemente por el placer del análisis social o las descripciones costumbristas, sino porque lo que le interesa son las posibilidades del hombre en su época. De aquí se deriva la conjunción de distanciamiento y compasión que caracteriza sus novelas. La actitud de observador surge de su postura abierta ante situaciones en las que el ser humano se hace dueño de sus posibilidades concretas o fracasa en la empresa:
Sólo puede tratarse de que uno cumpla con su puesto en el lugar en que está.
Frente a los fallos y debilidades afirma:
Sí, así son los hombres, e incluso los buenos.
En ocasiones, en el estudio de un personaje le interesan más sus defectos y errores que sus méritos y aciertos: «Lo humano es lo único que tiene valor». El escepticismo pierde agresividad en la sim-patía por todo lo humano.
Toda su crítica a la nobleza se reduce, en último término, al reproche de que no comprende el momento histórico. En la dialéctica entre lo nuevo y lo viejo, lo superado puede mantener y afirmar su propio valor humano, pero queda desprovisto de todo derecho en cuanto pretende parar lo nuevo.
Al estar todo lo humano sujeto a su lugar en el tiempo, la observación de la vida social se dirige a los síntomas de la época y resulta esencial que «la humanidad moderna comprenda la situación» y sus nuevas tareas. Lo humano sólo puede afirmarse en su verdad al abrirse a los nuevos tiempos:
Mi odio contra todo lo que retrasa los nuevos tiempos crece continuamente y la posibilidad, incluso la probabilidad, de que una espantosa batalla deba preceder al triunfo de lo nuevo, no me puede impedir desear esta victoria. La insensatez y la mentira oprimen con demasiada fuerza…
Así, la observación de las circunstancias sociales le conduce a la cuestión del hombre, cuya existencia se realiza en el cambio de las épocas; lo que le interesa es la verdad y la autenticidad de las situaciones humanas bajo la presión de las fuerzas históricas; lo que le ocupa son las tensiones entre el poder de los convencionalismos y las situaciones determinadas por las circunstancias temporales, por un lado, y la espontaneidad del corazón y lo perecedero de la felicidad, por otro.
En sus novelas realza Fontane sobre todo los acontecimientos insignificantes y cotidianos de la vida que involucran al hombre en su época. Ya no hay protagonistas relevantes ni destacados, ni acontecimientos heroicos o aventuras, ni sucesos emocionantes, sino solamente la situación media cotidiana de una vida corriente, que puede ser distinta en las diferentes capas sociales, pero que siempre responde a la condicionalidad de la existencia humana. En el comportamiento cotidiano, en las conversaciones diarias, debe transparentarse de qué modo están los hombres sujetos a la historia, respondiendo con su actitud a las fuerzas encontradas de lo nuevo y lo viejo.
Para ello se sirve Fontane de dos procedimientos artísticos fundamentales: el diálogo y el símbolo. El diálogo —y con un modernismo sorprendente, el monólogo interior— es una forma descriptiva decisiva en Fontane. No es solamente un procedimiento técnico para caracterizar a los personajes, sino que aparece como una forma vital determinante del ser humano, que se reafirma en su propio ser en cuanto que da una respuesta y que al tiempo se enfrenta al devenir temporal en la fugacidad de la conversación. En el diálogo se ponen de manifiesto las diferencias entre los personajes, su procedencia social, su superficialidad o autenticidad; con el diálogo se penetra en la situación básica de cada personaje y en el modo que tiene de enfrentarse a la verdad. Consideraba Fontane
… el diálogo, en el que se manifiestan los caracteres y con ellos la historia, no sólo como la Forma acertada, sino incluso como la obligada, de escribir una novela actual.
Con aparente imparcialidad reproduce Fontane las conversaciones habituales en los salones, en las comidas, convirtiéndolas en un instrumento acertado de crítica social al plasmar en ellas ideas, estados de ánimo y actitudes sociales diferentes y representativas de la época. El realismo de los diálogos adquiere así un carácter de desenmascaramiento social.
Profundamente relacionado con esta función del diálogo está el «descubrimiento» —también modernista— del símbolo, el detalle que refleja de un modo realista la realidad y la trasciende en una dimensión general. De los grandes escritores alemanes de la época, sólo Raabe —por otros caminos y en una forma no comprendida por Fontane— participa de este hallazgo. En todas sus formas y variaciones, en todas sus funciones posibles, penetra el símbolo las novelas de Fontane, dándoles intensidad y concentración en su aparente cotidianidad.
Muchas cosas de nuestra vida social son tan típicas, que si uno conoce la situación general, ha de acertar necesariamente también en lo particular.
Y al revés:
El detalle, lo accesorio… no vale nada si es sólo accesorio, si no contiene nada. Pero si contiene algo, entonces es lo fundamental, pues le da a uno lo verdaderamente humano.
La dialéctica «simbólica» entre lo general y lo particular está presente en toda su obra. La transposición de lo particular en lo general le da su configuración definitivamente válida y abre nuevas perspectivas y posibilidades a la narrativa.