Marco histórico-social

Constituye, sin duda, un reto el presentar al lector de lengua castellana a un autor tan prácticamente desconocido en nuestra cultura como Theodor Fontane, el gran escritor del realismo alemán, al que Thomas y Heinrich Mann, por citar sólo dos ejemplos, consideraban el maestro indiscutible de la novela realista. Trazar un perfil de su vida y de su obra significa, a la vez, invitar al lector a adentrarse en el ámbito histórico, cultural y politicosocial de la Alemania —y, más concretamente, de la Prusia— del siglo xix. Pues este agudo crítico de la sociedad de su época, este hombre nervioso, sensible y receptivo a todo lo que significara cambio o transformación social y literaria, a todo lo nuevo, no dejó en ningún momento de su larga vida de dirigir su mirada atenta y perspicaz a lo que le rodeaba, siendo así un espectador único —y en ocasiones activo participante— de los acontecimientos históricos que le tocó en suerte vivir.

Transcurre su vida (1819-1898) en un periodo de transformaciones decisivas en la historia de Alemania, entre las que el hecho descollante es el logro de la unidad alemana y el surgimiento de Alemania como nación con la creación del Imperio en 1871. Lo que había sido un conjunto de estados territoriales, mayores y menores, en gran parte con estructura feudal, se transformará con la unidad nacional en una gran potencia que el tardío pero acelerado desarrollo industrial no tardara en poner a la altura de Inglaterra. Este rápido crecimiento, con la subsiguiente necesidad de expansión económica, será uno de los factores que dará lugar, ya entrado el siglo xx, a una serie de antagonismos que culminarán en el estallido de la primera guerra mundial.

Apenas setenta años antes, en 1848, la situación era bien distinta. Bajo la influencia de la revolución francesa se habían desarrollado en Alemania movimientos democráticos y liberales, que se habían venido manifestando de modo intermitente y, sobre todo en el sur de Alemania, a veces con gran radicalismo. Por otro lado, las guerras de liberación del dominio napoleónico habían despertado en amplias capas de la población un sentimiento nacionalista. Bajo la dura represión conservadora de la época de Metternich ambos movimientos se habían refugiado en las universidades, siendo estudiantes y profesores de renombre —en ocasiones europeo, como los siete profesores expulsados de la universidad de Göttingen, entre los que estaban los hermanos Grimm— sus defensores y propagandistas. Las tendencias democráticas y nacionalistas, cuyo objetivo era que Alemania alcanzara el nivel de desarrollo político-social y la contextura nacional de Francia e Inglaterra, culminaron en los movimientos revolucionarios y los sangrientos enfrentamientos de febrero y marzo de 1848. Consecuencia de ellos fue la creación de la Asamblea Nacional de Frankfurt en la primavera de 1848. Su finalidad era acabar con los gobiernos aristocráticos feudales de los estados alemanes, crear un estado nacional alemán territorialmente delimitado y dotarle de una constitución. Un año después, cuando los levantamientos habían sido aplastados y el viejo orden reinstaurado, estos objetivos parecían quedar más lejos que nunca.

Libertad política y unidad nacional habían sido, sin duda, las ideas motoras de la Asamblea Nacional, pero para la mayoría de los diputados estaban ambas unidas a la idea de la monarquía, a las dinastías de los príncipes, a las que les vinculaba la «vieja costumbre de la obediencia». El cambio de rumbo conservador-nacional de la burguesía se debía también en gran parte a consideraciones materiales. En el momento en que se manifestaron las primeras señales de una revolución social, que no sólo hubiera transformado radicalmente las relaciones existentes de soberanía sino también las de propiedad, abandonó la burguesía sus ideas de reforma democrático-republicanas y estableció un compromiso con los poderes de la reacción. Quienes continuaron manteniendo las ideas progresistas que habían conducido al 48 se vieron ante la trágica alternativa de escoger entre el exilio y la existencia carente de esperanzas de una oposición marginada.

Después de 1848 se dio en Alemania una nueva coalición entre la nobleza, los terratenientes y la burguesía. La aristocracia feudal conservó el poder político, mientras la burguesía pretendía el papel dirigente en lo económico e ideológico. El gran crecimiento económico, que contaba con el apoyo estatal, fue aprovechado por Prusia y transformado en poder político para asegurar su dominio sobre el resto de los estados alemanes, desbancando a Austria de su papel preeminente en la Confederación de Estados Alemanes. La «política realista» de Bismarck tenía como meta un estado nacional bajo la soberanía prusiana. Consiguió dividir a la oposición burguesa en el parlamento prusiano, de modo que parte de los liberales y de los conservadores apoyaran su política. Y aunque desde 1866 hasta 1876 los liberales estuvieron entre los ministros y colaboradores del gobierno, quedaron sin realizar sus objetivos de desarrollar los derechos fundamentales burgueses y transformar la constitución en el sentido de las demás constituciones de Europa occidental. Tras las victorias prusianas sobre Austria (1866) y Francia (1870-71) consiguió Bismarck reunir y asegurar los intereses comunes de la monarquía, la nobleza, el ejército y la burocracia con la fundación del Imperio Alemán de 1871. La tan ansiada unidad nacional no implicaba, sin embargo, ninguna cesura en la historia económica, social y política de Alemania, pues se seguían manteniendo unas estructuras ya desfasadas.

En la construcción de este estado no había lugar para las crecientes masas obreras. Su existencia no tenía reflejo alguno en el pensamiento de liberales ni conservadores y su necesidad material era, en todo caso, una cuestión moral de la que se ocupaban la iglesia católica y la protestante por medio de la beneficencia. Sólo el partido socialdemócrata, constituido a través de un largo y complicado proceso, fue portavoz eficaz de las reivindicaciones de las masas obreras. La incapacidad y falta de visión política de la burguesía alemana, al no incorporar las aspiraciones de las masas obreras, dará lugar a una limitación de su ámbito de influencia con la consiguiente debilidad política.

La nobleza alemana, al contrario de lo sucedido en Inglaterra, no participó en la industrialización, sino que, de un modo tradicional, veía la base de su situación económica en la posesión de grandes latifundios. Reacia al influjo creciente de la burguesía, debido a su auge económico, apoyó desde el ejército y la burocracia la obra reaccionaria de Prusia y Austria frente a las aspiraciones democráticas y liberales del 48. Si bien acogió con reserva, cuando no oposición, la unificación alemana por el previsible aumento de influencia de la burguesía, la política llevada a cabo por Bismarck la reconcilió pronto con el nuevo Imperio, pues su posición privilegiada en la vida social permaneció intacta. La nobleza gozaba de preferencia en la diplomacia, el ejército y los altos cargos de la administración pública. Dominaba por completo las asambleas locales y su influencia era notable en los parlamentos de los Estados, y sobre todo en Prusia, gracias a la ley de las tres clases, que concedía un mayor número de representantes a la aristocracia. Esta preponderancia correspondía cada vez menos a la realidad económica. Si bien algunos grandes aristócratas llegaban a rivalizar por sus riquezas con la alta burguesía, la masa de la media y pequeña nobleza se veía cada vez con más apuros para seguir llevando su dispendioso tren de vida.

En la segunda mitad del siglo xix Alemania se transformó de un país agrícola en un estado industrial de primera magnitud. A finales de siglo, su desarrollo técnico e industrial, el volumen de su producción y comercio exterior la sitúan junto a Inglaterra a la cabeza de los estados europeos. La población alemana experimenta un enorme crecimiento, teniendo lugar un movimiento migratorio del campo a las ciudades que aumentan su población a un ritmo vertiginoso: por citar un ejemplo, Berlín tenía en 1870 unos 800.000 habitantes, en 1900 había pasado a los tres millones aproximadamente. Este crecimiento da lugar a grandes contradicciones en la sociedad. Por un lado tenemos una alta burguesía que se enriquece rápidamente y que a través de matrimonios mixtos, concesión de títulos de nobleza, etc., va penetrando en los círculos aristocráticos, de los que adopta sus formas de vivir y pensar. La riqueza material se demuestra también espiritualmente por medio de la cultura y el arte. La burguesía se rodea de una tradición cultural que no se pretende adquirir para profundizar en ella, sino que se compra con fines suntuosos y representativos. Se construyen villas de fachadas clasicistas, palacios y castillos, donde servían gran cantidad de criados, y se adornan los salones con magníficos cuadros que recuerdan los frescos de los palacios italianos del Renacimiento. Junto a esta alta burguesía del dinero, la burguesía media estaba integrada por funcionarios, enseñantes, encargados de servicios públicos y miembros de profesiones liberales. Desorganizados políticamente, se integraron fácilmente en el orden político-social y llegaron a identificarse con un estado fuerte en el exterior y respetado en el interior, lo que les daba un ilusorio sentimiento de poder y satisfacía su nacionalismo, compensando la mediocridad de sus condiciones de vida.

Por otro lado, estaban las masas obreras que, con salarios mínimos e incluso por debajo del mínimo, viven en las afueras de la gran ciudad, hacinadas en bloques de viviendas, cuya densidad de población es el doble de la de París y casi diez veces la de Londres. La creciente solidaridad entre ellos da lugar a la fuerza del movimiento obrero, que encuentra su expresión en el partido socialdemócrata alemán. Pese a la represiva legislación de Bismarck contra los socialistas, vigente desde 1878 hasta 1890, su ascensión es permanente e imparable, llegando a convertirse en la época de Guillermo II (1890-1914) en el partido más fuerte de la Dieta del Imperio.