Al anochecer estaban de nuevo en casa y, después de haber dado el sombrero y el abrigo a Minette y haber ordenado que sirvieran el té, Käthe siguió a Botho a la habitación de éste, porque quería tener la conciencia y la satisfacción de haber pasado enteramente a su lado el primer día después del viaje.
Botho estuvo de acuerdo y como Käthe tenía frío le puso un cojín debajo de los pies, mientras la tapaba con una manta. Pero poco después le mandaron llamar para despachar rápidamente un asunto del servicio que requería ser tramitado.
Pasaron los minutos y, como el cojín y la manta no acababan de contribuir a obtener el calor deseado, llamó Käthe al timbre y dijo al sirviente que se presentó que trajera unos troncos de madera porque estaba helada.
Al tiempo se levantó para apartar la pantalla y cuando lo hubo hecho vio el montón de cenizas que aún estaba sobre la chapa de metal.
En el mismo momento entró Botho de nuevo y se sobresaltó ante la escena que se le ofrecía a la vista. Pero pronto se volvió a tranquilizar cuando Käthe señaló la ceniza con el índice y en su tono más jocoso dijo:
—¿Qué significa esto, Botho? Mira, ya te he vuelto a pillar. Ahora confiesa. ¿Cartas de amor? ¿Sí o no?
—Vas a creer lo que quieras.
—¿Sí o no?
—Está bien; sí.
—Eso ha estado bien. Ahora ya puedo estar tranquila. ¡Cartas de amor! ¡Qué ridículo! Pero mejor será que las quememos dos veces: primero para convertirlas en ceniza y después en humo. Quizá dé buen resultado.
Y colocó hábilmente los trozos de madera que el sirviente había traído entretanto e intentó encenderlos con un par de cerillas. Y lo consiguió. En un segundo se encendió un alegre fuego y, acercando el sillón a las llamas, y estirando los pies hasta la barra de hierro por comodidad y para calentarlos, dijo:
—Y ahora te voy a contar la historia de la rusa, que naturalmente no lo era. Pero una persona muy lista. Tenía los ojos almendrados, todas estas personas tienen los ojos almendrados, y pretendía estar en Schlangenbad para tomar las aguas. Bueno, eso se conoce. Médico no tenía, por lo menos ninguno respetable, pero todos los días se iba a Frankfurt o Wiesbaden o incluso a Darmstadt y siempre estaba acompañada. Y algunos decían incluso que ni siquiera era el mismo. ¡Y tenías que haber visto qué toilette y qué presunción! Apenas saludaba cuando venía con su dama de compañía a la table d’hôte[113]. Pues tenía una dama de compañía, eso es siempre lo primero para este tipo de señoras. Y la llamábamos la «Pompadour»[114], a la rusa, quiero decir, y ella sabía que se lo llamábamos. Y la vieja generala Wedell, que estaba completamente de nuestra parte, se escandalizaba ante este dudoso personaje (pues era un personaje, de esto no cabía duda), la vieja Wedell, repito, dijo en voz muy alta para toda la mesa: «Sí, señoras mías, la moda cambia en todo, también en los bolsos y bolsitos e incluso en las bolsas y bolsitas. Cuando yo era joven había aún bolsas Pompadour, pero hoy ya no hay pompadours. ¿No es cierto? Ya no hay pompadours». Y todos nos echamos a reír y miramos a la Pompadour. Pero el horrible personaje obtuvo una victoria sobre nosotros y dijo con voz alta y penetrante, pues la vieja Wedell oye mal: «Sí, señora generala, es así como usted dice. Sólo que es curioso: cuando se pasaron las pompadours, les tocó a las retículas[115], a las que después se llamó ridículas. Y esas ridículas las sigue habiendo». Y se quedó mirando a la buena Wedell, que, como no podía contestar, se levantó de la mesa y abandonó la sala. Y ahora te pregunto ¿qué dices a esto? ¿Qué dices ante tal impertinencia…? ¡Pero, Botho, no dices nada, no me estás escuchando…!
—Sí, sí, Käthe…
Tres semanas después hubo una boda en la iglesia de San Jacobo, cuyo atrio estaba hoy también lleno por una apretada y curiosa multitud, en su mayoría mujeres de obreros, algunas con sus hijos en los brazos. Pero también había acudido la chiquillería de la calle y la escuela. Pararon todo tipo de coches y de uno de los primeros se apeó una pareja que, mientras estuvo al alcance de las miradas de los presentes, se vio acompañada de risas y cuchicheos.
—Ese talle —dijo una de las mujeres que estaba más cerca.
—¿Talle?
—Bueno, pues caderas.
—Más bien costilla de ballena.
—Eso es verdad.
Y sin duda, esta conversación se habría prolongado aún si en ese preciso instante no hubiera parado el coche de la novia. El lacayo, saltando del pescante, se apresuró a abrir la portezuela, pero el mismo novio, un caballero enjuto con sombrero alto y puntiagudo cuello duro, ya se había adelantado y daba la mano a su novia, una muchacha muy guapa, que por lo demás, como todas las novias, era menos admirada por su hermoso físico que por su vestido de raso blanco. Entonces subieron los dos los pocos escalones de piedra, cubiertos con una alfombra un poco gastada, para entrar primero en el atrio y después en el portal de la iglesia. Todas las miradas los siguieron.
—¿Y no lleva corona? —dijo la misma mujer, ante cuya mirada crítica había salido antes tan mal parado el talle de la señora Dörr.
—¿Corona…? ¿Corona…? ¿Pero no sabe usted…? ¿Pero no se ha enterao usted de lo que se murmura?
—Ah, bueno. Claro que sí… pero, querida Kornatzki, si fuera por los chismorreos, no había ni una corona más y Schmidt, el de la Friedrichstrasse podría cerrar la tienda.
—Ya, ya —se rió ahora la Kornatzki—. Sí que podría. ¡Y al fin y al cabo pa un viejo así! Sus buenos cincuenta tiene ése ya a las espaldas. Y tenía una pinta como si quisiera celebrar a la vez las de plata.
—Sí, ya lo creo. ¿Y ha visto usted qué cuello duro llevaba? Ése no dura mucho.
—Con este cuello[116] la puede matar sin más, si vuelve a haber murmuraciones.
—Sí, puede hacerlo.
Y siguieron hablando así durante un rato, mientras en la iglesia ya se oía el preludio del órgano.
A la mañana siguiente estaban sentados Rienäcker y Käthe desayunando, esta vez en el despacho de Botho, cuyas dos ventanas estaban abiertas de par en par, para que entraran el aire y la luz. Las golondrinas, que tenían sus nidos alrededor del patio, trinaban al pasar volando por delante y Botho, que solía echarles algunas migas todas las mañanas, cogió con el mismo fin el cestillo del desayuno, cuando las alegres carcajadas de su joven esposa, absorta desde hacía cinco minutos en su periódico favorito, le indujeron a poner el cestillo de nuevo en su sitio.
—Bueno, Käthe, ¿qué pasa? Parece que has encontrado algo especialmente gracioso.
—Ya lo creo… ¡Es divertidísimo los nombres que hay! Y siempre en los anuncios de bodas y compromisos. Escucha esto.
—Soy todo oídos.
—… se complacen en anunciar su enlace matrimonial, celebrado en el día de hoy: Gideon Franke, maestro de fábrica, y Magdalene Franke, de soltera Nimptsch… Nimptsch. ¿Te puedes imaginar algo más gracioso? ¡Y luego, además, Gideon!
Botho cogió el periódico, pero ciertamente sólo para ocultar así su turbación. Después se lo devolvió y dijo con el tono más trivial que pudo encontrar:
—¿Qué tienes contra Gideon, Käthe? Gideon es mejor que Botho.