Era una mañana espléndida, había algunas nubes en el cielo y corría un suave viento del Oeste. El joven matrimonio estaba sentado en la terraza y mientras Minette recogía la mesa del café, miraba hacia el Zoológico y sus casas de los elefantes, cuyas multicolores cúpulas estaban envueltas en la calina de la mañana.
—Realmente, no sé nada aún —dijo Botho—. Te dormiste enseguida y el sueño es para mí sagrado. Pero ahora lo quiero saber todo. Cuenta.
—Que te cuente. ¿Qué quieres que te cuente? Te he escrito tantas cartas y debes conocer a Anna Grävenitz y a la señora Salinger tan bien como yo o incluso mejor, pues a veces he escrito más de lo que sabía.
—Bien. Pero con la misma frecuencia decías «el resto de palabra»; y este momento ha llegado, si no tendré que pensar que quieres ocultarme algo. No sé realmente nada de tus excursiones y sin embargo, has estado en Wiesbaden. Es cierto que se dice que en Wiesbaden sólo hay coroneles y viejos generales, pero también hay ingleses. Y al decir ingleses me vuelvo a acordar de tu escocés, del que me querías contar algo. ¿Cómo se llamaba?
—Armstrong, míster Armstrong. Sí, era un hombre encantador y yo no comprendía a su mujer, una Alvensleben, como creo que ya te dije, que se sentía violenta cada vez que él hablaba. Y sin embargo, era un perfecto gentleman, que cuidaba mucho las formas, incluso en los momentos en que se dejaba llevar y mostraba una cierta despreocupación. En tales momentos es cuando los gentlemen más se acreditan. ¿No opinas tú lo mismo? Llevaba un lazo azul y un traje de verano amarillo y parecía como si se lo hubieran cosido puesto, por lo que Ana Grävenitz siempre decía: «Ahí viene el estuche». Y siempre iba con una gran sombrilla abierta, a lo que se había acostumbrado en la India. Pues había sido oficial en un regimiento escocés que estuvo mucho tiempo en Madrás o Bombay, o quizá fuera en Delhi. Pero, a fin de cuentas, es igual. ¡Lo que ese hombre ha visto! Su conversación era encantadora, aunque a veces no sabía una como había que tomarla.
—O sea ¿que era impertinente? ¿O insolente?
—Por favor, Botho, qué cosas dices. Un hombre como ése, caballero comme il faut. Bueno, te voy a dar un ejemplo de su modo de hablar. Enfrente de nosotros estaba sentada la vieja generala von Wedell y Ana Grävenitz le preguntó (creo que era precisamente el aniversario de Königsgrätz)[109] si era verdad que habían caído treinta y tres Wedell en la guerra de los Siete Años, a lo que la generala respondió afirmativamente, añadiendo que realmente habían sido algunos más. Todos los que estábamos sentados alrededor nos maravillamos por el alto número, menos míster Armstrong, y cuando en broma le pedí explicaciones por su indiferencia, dijo que no se podía alterar por cifras tan pequeñas. «¿Cifras pequeñas?» le interrumpí, pero con una sonrisa y para rebatirme, él añadió que en las distintas hostilidades bélicas de su clan habían muerto ciento treinta y tres de los Armstrong. La vieja generala al principio no lo quería creer, pero al insistir míster Armstrong, finalmente le preguntó con curiosidad si los ciento treinta y tres habían «caído verdaderamente», a lo que él dijo: «No, señora mía, realmente no han caído, la mayoría fueron ahorcados por cuatreros por los ingleses, nuestros enemigos de entonces». Y cuando todos se horrorizaron ante estos ahorcamientos, impropios de su linaje, y hasta se puede decir que vergonzosos, juró que no teníamos razón en escandalizamos, que los tiempos y las opiniones variaban y que por lo que se refería a su familia, la primera afectada, ésta miraba con orgullo a sus heroicos antepasados. Pues durante trescientos años la estrategia bélica de los escoceses había consistido en robar ganado y caballos, lo que nacionalmente era ético, y que él no encontraba una gran diferencia entre apoderarse de países y robar ganado.
—Un güelfo encubierto —dijo Botho—. Pero no le falta razón.
—Seguro. Yo estaba siempre de su parte, cuando se despachaba con frases así. Ay, era para morirse de risa. Decía que no había que tomar nada en serio, que no valía la pena, y que sólo la pesca era una ocupación seria. Que a veces se estaba pescando quince días en el lago Ness o el lago Lochy, imagínate, así de graciosos son los nombres en Escocia, y que entonces dormía en la barca y al amanecer volvía a estar en pie y que cuando habían pasado los quince días mudaba la piel y se le caía toda la vieja y se le quedaba una como la de un bebé. Y decía que todo esto lo hacía por vanidad, porque una piel tersa y suave era realmente lo mejor que uno podía tener. Y me miraba al decirlo de una manera que no fui capaz de encontrar enseguida una respuesta. ¡Ay, cómo sois los hombres! Pero una cosa es cierta, desde el principio sentí una verdadera simpatía por él y no me escandalizaba su modo de hablar, que, a veces, se dilataba en largas explicaciones, pero que sin embargo prefería saltar continuamente de un tema a otro. Una de sus frases favoritas eran: «No puedo soportar que esté en la mesa un plato único durante una hora; el caso es que no sea siempre lo mismo, me es mucho más agradable cuando los platos varían rápidamente». Y empezaba a hablar de una cosa y acababa con otra completamente distinta.
—Vaya, entonces debéis haber hecho una buena pareja —dijo Botho, riéndose.
—Ya lo creo. Y queremos escribirnos en el mismo estilo en el que hablábamos allí. Lo hemos acordado al despedirnos. Nuestros caballeros, también tus amigos, son siempre demasiado serios. Y tú eres el más serio de todos, lo que a veces me mortifica y me impacienta, y tienes que prometerme ser como míster Armstrong y esforzarte por charlar un poco más de temas sencillos e intrascendentes, y cambiar un poco más deprisa y que no sea siempre el mismo tema.
Botho prometió corregirse y Käthe, que amaba los superlativos, tras la presentación de un americano fenomenalmente rico, un sueco absolutamente albino con ojos de conejo y una española fascinantemente bella, había concluido con una excursión de una tarde a Limburg, Oranienstein y Nassau y había descrito a su esposo alternativamente la cripta, la Academia de cadetes y el establecimiento hidroterápico, cuando de repente señaló a la cúpula del palacio de Charlottenburg y dijo:
—Sabes una cosa, Botho, tenemos que ir hoy mismo ahí o al Westend o a Halensee. El aire de Berlín es un poco asfixiante y no tiene nada del hálito divino que sopla en el campo y que los poetas ensalzan con tanta razón. Y cuando se viene de la madre naturaleza, como yo ahora, se le vuelve a tomar afición a lo que yo llamaría pureza e inocencia. Ay, Botho, qué tesoro es un corazón inocente. Me he propuesto firmemente conservar mi corazón puro. Y tienes que ayudarme en ello. Sí, tienes que hacerlo, promételo. No, así no; tienes que besarme tres veces en la frente, como a una novia, no quiero caricias, sino un beso solemne… Y si nos conformamos con un almuerzo ligero, naturalmente algo caliente, a las tres podemos estar en el parque.
Y efectivamente salieron al parque y aun cuando el aire de Charlottenburg estaba aún más lejos del «hálito divino» que el de Berlín, Käthe estaba firmemente decidida a permanecer en el parque de palacio y dejar Halensee para otra ocasión. Porque decía que Westend era muy aburrido y Halensee era de nuevo casi un viaje, casi tan lejos como Schlangenbad, pero que en el parque de palacio se podía ver el mausoleo[110], donde la luz azulada siempre le impresionaba a uno de un modo tan especial, sí, casi diría ella que era como si un pedazo de cielo cayera sobre el alma. Y esto le llenaba a uno de devoción y pensamientos piadosos. Y que aun cuando no estuviera el mausoleo, estaba el puente de las Carpas, con la campanilla, y que cuando venía una carpa grande siempre le parecía como si viniera un cocodrilo. Y que a lo mejor también había una mujer con buñuelos y barquillos, a la que se le podía comprar algo y hacer con eso una pequeña buena obra, y decía con intención «una buena obra» y evitaba la palabra «cristiana» porque la señora Salinger también había dado siempre limosna.
Y todo se desarrolló de acuerdo con lo programado y una vez que habían dado de comer a las carpas se adentraron en el parque, hasta que llegaron al Belvedere y sus figuras del rococó y sus recuerdos históricos. Käthe no sabía nada de estos recuerdos y Botho aprovechó la oportunidad para hablarle de los espíritus de emperadores y príncipes electores que el general von Bischofswerder[111] había hecho aparecer en este mismo lugar para liberar al rey Federico Guillermo II de sus estados letárgicos o, lo que era lo mismo, de las manos de sus amantes, y volver a conducirle por el camino de la virtud.
—¿Y sirvió para algo? —preguntó Käthe.
—No.
—Lástima. Estas cosas siempre me impresionan de un modo profundamente doloroso. Y cuando pienso que el desgraciado príncipe (pues debe haber sido desgraciado) era el suegro de la reina Luisa, me sangra el corazón. ¡Cómo debe haber sufrido ella![112] Nunca puedo acabar de imaginarme estas cosas en nuestra Prusia. Y ¿dijiste que se llamaba Bischofswerder el general que hacía aparecer los espíritus?
—Sí. En palacio le llamaban la rana verde.
—¿Porque decía si iba a hacer buen tiempo?
—No, porque llevaba una levita verde.
—Ay, qué gracioso… la rana verde.