Al tercer día llegó un telegrama, mandado en el momento de la partida: «Llego esta tarde K.».
Y, efectivamente, llegó. Botho estaba en la estación y fue presentado a la señora Salinger, que no quiso oír una palabra de agradecimiento por la buena camaradería en el viaje, más bien repitió una y otra vez lo dichosa que ella había sido, pero sobre todo lo dichoso que él debía de ser al tener una mujer tan joven y encantadora.
—Mire usted, señor barón, si yo tuviera la dicha de ser el marido, no me separaría ni tres días de una mujer así.
A lo que agregó una serie de quejas sobre todo el mundo masculino, pero también en el mismo momento una encarecida invitación a su casa de Viena.
—Tenemos una linda casa que no está ni a una hora de Viena y algunos caballos y una iglesia. En Prusia tienen ustedes las escuelas y en Viena tenemos las iglesias. Y no sé qué preferir.
—Yo sí lo sé —dijo Käthe— y creo que Botho también.
Con estas palabras se despidieron y nuestro joven matrimonio subió a un coche descubierto, después de haber dado órdenes de que enviaran el equipaje. Käthe se echó hacia atrás y apoyó el piececito en el asiento de enfrente, sobre el que reposaba un ramo gigantesco, la última atención de la patrona de Schlangenbad, completamente entusiasmada con la encantadora señora de Berlín. Käthe tomó el brazo de Botho y se estrechó contra él, pero sólo por pocos instantes. Luego se incorporó de nuevo y dijo, mientras sujetaba con la sombrilla el ramo, que no cesaba de caerse:
Estampa urbana de Berlín en la época de Fontane.
—Realmente es precioso esto, tanta gente y las numerosas gabarras del Spree que por falta de sitio no saben para donde tirar. Y tan poco polvo. Encuentro que es una verdadera bendición que rieguen ahora y lo mojen todo; ciertamente, con esto no se pueden llevar vestidos largos. Y mira ese carro del pan, tirado por un perro. Es para morirse de risa. Sólo el canal… No sé, sigue siendo tan así…
—Sí —dijo Botho, riendo—, sigue siendo tan así. Cuatro semanas del calor de julio no lo han podido mejorar.
El coche pasaba bajo los árboles nuevos, Käthe arrancó una hoja de tilo, la puso en la mano hueca y le dio un golpe, haciéndola estallar.
—Esto lo hacíamos siempre en casa. Y en Schlangenbad lo hacíamos también cuando no teníamos nada mejor que hacer y volvíamos a todos los juegos de la niñez. ¿Te lo puedes imaginar? Tengo un apego muy grande a estos disparates y, sin embargo, realmente soy una persona mayor y he acabado con ello.
—Pero, Käthe…
—Sí, sí, ya lo verás, una matrona… Pero mira eso, Botho, si es la valla de madera y la vieja cervecería con ese nombre tan gracioso y un poco indecente[107] del que siempre nos reíamos tantísimo en el pensionado. Yo creía que ese sitio lo habrían cerrado hace mucho. Pero a los berlineses no hay quien les quite una cosa así, eso se mantiene; el caso es que todo tenga un nombre raro con el que puedan divertirse.
Botho vacilaba entre sentirse feliz y un asomo de disgusto.
—Encuentro que no has cambiado nada, Käthe.
—Claro que no. ¿Y por qué tenía que haber cambiado? No se me ha enviado a Schlangenbad para que cambiara, por lo menos no en mi carácter y en mi charla. ¿Y acaso he cambiado en otras cosas? Bueno, cher ami, nous verrons.[108]
—¿Matrona?
Ella le tapó la boca con el dedo y volvió a echarse hacia atrás el velo de viaje, que se le había caído sobre la cara, tapándola a medias; poco después pasaron bajo el viaducto del tren de Potsdam, sobre cuyas vigas de hierro pasó con estrépito un tren correo. Todo vibró y retumbó y cuando habían dejado el puente detrás suyo, dijo ella:
—Siempre me es desagradable el estar justo debajo.
—Pero no es mucho mejor para los de encima.
—Quizá no. Pero es cuestión de imaginación. La imaginación es en realidad tan poderosa. ¿No crees tú también? —y suspiró, como si de repente le hubiera venido a la mente algo horrible, de honda trascendencia en su vida, y entonces continuó:
—En Inglaterra, según me dijo mister Armstrong —un conocido del balneario, del que aún te he de hablar con más detalle, casado con una Alvensleben— en Inglaterra, me dijo, se entierra a los muertos a quince pies de profundidad. En realidad, quince pies no es peor que cinco, pero mientras me lo contaba, yo sentía verdaderamente cómo me pesaban sobre todo las toneladas de clay, pues ésa es la palabra exacta en inglés. Y es que en Inglaterra tienen una espesa tierra arcillosa.
—Armstrong has dicho… En los Dragones de Baden había un Armstrong.
—Un primo de éste. Todos son primos, como nosotros. Ya estoy disfrutando de pensar en poder describírtelo en sus menores detalles. Un perfecto caballero, con bigote, en lo que ciertamente iba un poco demasiado lejos. Tenía un aspecto muy ridículo, con las puntas retorcidas y no paraba de retorcérselas.
El coche se detuvo delante de su casa diez minutos después y Botho, ofreciéndole el brazo, la condujo hacia arriba. Una guirnalda atravesaba la gran puerta del pasillo. De la guirnalda colgaba algo torcido un letrero con la palabra «Bienvenida», cuya «a», desgraciadamente, estaba medio caída. Käthe miró hacia arriba, lo vio y se echó a reír.
—¡Bienvenida! Sólo que con la «a» medio caída quiere decir que sólo a medias. Ay, ay. Y además la «a» que es la inicial de amor. Bueno, pues lo tendrás todo a medias.
Y cruzando la puerta entró en el pasillo, donde la cocinera y la doncella ya estaban de pie esperándola y le besaron la mano.
—Buenas tardes, Berta; buenas tardes, Minette. Sí, hijas, ya estoy otra vez aquí, bueno, ¿cómo me encontráis? ¿Me he repuesto? —y antes de que las muchachas pudieran contestar, con lo que tampoco se contaba en absoluto, continuó:
—Pero, vosotras sí que os habéis repuesto. Sobre todo tú, Minette, tú sí que que has engordado bien.
Minette miró avergonzada al suelo, por lo que Käthe añadió afablemente:
—Me refiero sólo ahí, a la barbilla y al cuello.
En esto vino también el ordenanza.
—Vaya, Orth, ya me preocupaba por usted. Gracias a Dios, sin problemas, tan entero como siempre. Sólo un poco paliducho. Pero eso es por el calor. Y con las mismas pecas de siempre.
—Sí, señora, ésas no hay quien las quite.
—Y así debe ser. Siempre con el color natural.
Diciendo estas palabras había llegado a su habitación, adonde la siguieron Botho y Minette, mientras los otros dos se retiraron a sus regiones de la cocina.
—Bien, Minette, ayúdame. Primero el abrigo. Y ahora toma el sombrero. Pero ten cuidado porque si no, no nos vamos a poder salvar del polvo. Y ahora dile a Orth que ponga la mesa fuera, en la terraza, no he probado bocado en todo el día porque quería que la comida me supiera mejor aquí. Y ahora vete, alma de Dios, vete, Minette.
Minette se apresuró a marcharse, mientras Käthe se detenía ante el gran espejo de cuerpo entero y se colocaba el desordenado cabello. Al tiempo miraba por el espejo a Botho, que estaba en pie a su lado y examinaba a la hermosa joven.
—Bien, Botho —dijo con pícara coquetería, sin volverse para mirarle.
Su encantadora coquetería estaba calculada con la suficiente inteligencia y él la abrazó, mientras ella se abandonaba a sus caricias. Él le rodeó el talle y la levantó en volandas:
—Käthe, muñeca, querida muñeca.
—Muñeca, querida muñeca, realmente debería tomarlo a mal, Botho. Porque con las muñecas se juega. Pero no lo tomo a mal, al contrario. A las muñecas es a quien más se quiere y a quien mejor se trata. Y eso es lo que a mí me importa.