Botho se quedó mirando las cenizas.
—¡Qué poco y cuánto, sin embargo!
Y volvió a colocar delante la elegante pantalla, en cuyo centro se encontraba la reproducción de un fresco pompeyano. Mil veces habían resbalado sus ojos por encima, sin fijarse en lo que era realmente, pero hoy lo vio y dijo:
—Minerva con escudo y lanza. Pero la lanza en el suelo… Quizá signifique paz… Ojalá fuera así.
Y levantándose cerró la gaveta secreta, desposeída de su mejor tesoro, y fue de nuevo hacia la parte delantera del piso.
En el pasillo, tan largo como estrecho, se paró al encontrar a la cocinera y a la sirvienta, que volvían en este preciso momento de dar un paseo por el Tiergarten. Cuando las vio a las dos, avergonzadas y atemorizadas, sintió compasión, pero se dominó y se dijo, si bien con un asomo de ironía, «que había que dar un ejemplo de una vez por todas». Empezó, pues, a representar lo mejor que pudo el papel de Zeus tronante, diciendo que dónde habían estado metidas, que si aquello era orden y buenas costumbres y que no tenía ganas de que cuando volviera la señora (quizá hoy mismo) se encontrara una casa desquiciada.
—¿Y el ordenanza? No quiero saber nada, ni oír nada, y mucho menos disculpas.
Y cuando había soltado esto, siguió hacia la terraza sonriéndose sobre todo de sí mismo.
—¡Qué fácil es predicar y qué difícil obrar y actuar en consecuencia! ¡Buen héroe de púlpito estoy yo hecho! ¿No estoy yo mismo desquiciado? ¿No estoy yo mismo fuera del orden y las buenas costumbres? Que lo haya estado, puede pasar, pero que lo esté aún, eso es lo malo.
Diciendo esto volvió a sentarse en la terraza y llamó al timbre. Ahora ya vino el ordenanza, casi más atemorizado y avergonzado que las sirvientas, pero ya no era necesario, la tormenta había pasado.
—Dile a la cocinera que quiero comer algo. Bueno, ¿qué haces ahí parado? Ah, ya entiendo —y se echó a reír—, no hay nada en casa. Funciona todo espléndidamente… Entonces, té; tráeme té, me imagino que de eso habrá. Y que me hagan un par de canapés. Maldita sea, tengo hambre… ¿Y han llegado ya los periódicos de la tarde?
—A la orden, mi capitán.
No tardó en estar servida fuera en la terraza la mesa del té e incluso se había preparado un refrigerio. Botho estaba recostado en la mecedora y miraba pensativamente la llamita azul del calentador del té. Tomó luego en primer lugar el periódico de su mujercita, la Guía de forasteros, y a continuación el Diario de la Cruz y miró la última página.
—Dios mío, cómo se va a alegrar Käthe de poder volver a estudiar esta última página día a día, recién salida en su misma fuente, quiero decir doce horas antes que en Schlangenbad. ¿Y acaso no tiene razón? «Adalbert von Lichterloh, Asistente estatal y Alférez en la reserva, y Hildegard von Lichterloh, de soltera Holtze, tienen el honor de comunicar su enlace matrimonial, celebrado en el día de hoy». Maravilloso. Y verdaderamente lo mejor es ver cómo se sigue viviendo y amando en el mundo. ¡Bodas y bautizos! Y un par de defunciones entremedias. Bueno, pero esas no hace falta leerlas. Käthe no lo hace y yo tampoco y sólo lo hago si los «Vándalos»[102] han perdido a alguno de sus «veteranos» y veo el emblema de la asociación en medio de la esquela y me divierte y siempre me da la impresión como si el viejo paladín de Hofbräu[103] hubiera sido invitado a la Walhalla. Realmente, aún sería mejor Spatenbräu[104].
Apartó el periódico porque sonaba el timbre.
—Si será ella…
No, no era nada, sólo una lista de suscripción subida por el casero, en la que no había apuntados más que cincuenta peniques. Pero, sin embargo, siguió toda la tarde inquieto porque continuamente pensaba en la posibilidad de una sorpresa y en cuanto veía torcer en la Landgrafenstrasse un coche con una maleta delante y un sombrero de viaje de señora detrás se decía:
—Ésa es ella. Le encantan estas cosas y ya le oigo decir: «Pensé que sería tan divertido, Botho».
Käthe no había venido. En su lugar llegó al día siguiente una carta en la que anunciaba su vuelta para tres días después. Decía que volvería a hacer el viaje con la señora Salinger, que a fin de cuentas era una mujer muy simpática, con muy buen humor, muy chic y viajaba con mucho lujo.
Botho dejó la carta sobre la mesa y se alegró muy sinceramente de volver a ver a su bella esposa dentro de tres días.
—En nuestro corazón hay sitio para todo tipo de contradicciones. Es un poco tonta, es cierto, pero más vale una mujer joven y un poco tonta que ninguna.
Después llamó a todo el servicio y les hizo saber que la señora estaría allí dentro de tres días y que debían poner todo en condiciones y limpiar las cerraduras y que no hubiera ninguna mancha en el espejo grande.
Cuando hubo tomado estas medidas se fue al cuartel a cumplir con su servicio.
—Si alguien pregunta, estaré en casa a partir de las cinco.
El programa establecido hasta esa hora consistía en estar hasta mediodía en el patio del escuadrón, después dar un paseo a caballo durante un par de horas y después del paseo comer en el club. Aunque no encontrara allí a nadie más, era seguro que encontraría a Balafré, lo que equivalía a un whist en deux y un montón de historias de la corte, ciertas y no ciertas. Pues Balafré, pese a ser un hombre formal, dedicaba por principio una hora al día a chismes y cuentos. Este entretenimiento, a modo de deporte mental, ocupaba el primer lugar entre sus diversiones.
Y tal y como era el programa así fue llevado a cabo. El reloj del patio del cuartel daba las doce cuando estaba montando y, tras haber pasado primero Unter den Linden y después la Luisenstrasse, se metió finalmente por un camino que iba paralelo al canal y que después iba en dirección al lago de Plötz. Al hacerlo le vino a la memoria el día en que también había estado cabalgando por aquí para infundirse valor y poder despedirse de Lene, una despedida que tanto trabajo le costaba y que, sin embargo, debía ser. Hacía ya tres años de esto y entretanto ¿qué era lo que había habido? Mucha alegría, cierto. Pero no había sido una alegría auténtica. Un caramelo, no mucho más. ¿Y quién puede vivir a base de golosinas?
Seguía pensando en ello cuando vio venir por uno de los caminos que llevaban al canal procedente de la Jungfernheide, a dos camaradas, Ulanos, como desde lejos revelaban los claramente reconocibles chacos. ¿Pero quiénes eran? Ciertamente, las dudas al respecto tampoco podían durar mucho y antes que de un lado y otro se hubieran acercado a cien pasos vio Botho que eran los primos Rexin, los dos del mismo regimiento.
—Ah, Rienäcker —dijo el mayor—. ¿A dónde va usted?
—Hasta donde el cielo siga siendo azul.
—Eso me resulta demasiado.
Pues entonces hasta Saatwinkel.
—Eso está mejor. Entonces, voy con usted. Suponiendo que no moleste. ¡Kurt! —y diciendo esto se volvió hacia su joven acompañante—. Perdona, pero tengo que hablar con Rienäcker y en ciertas circunstancias…
—… hablan mejor dos solos. Como tú gustes, Bozel[105] —y con este saludo se despidió Kurt von Rexin y siguió cabalgando. El primo, a quien había llamado Bozel, dio la vuelta a su caballo, se puso a la izquierda de Rienäcker, que estaba muy por delante suyo en el escalafón, y dijo:
—Así que a Saatwinkel. Espero que no entremos en la línea de tiro de Tegel.
—Por lo menos intentaré evitarlo —replicó Rienäcker—, primero por lo que a mi respecta, segundo por usted y en tercero y último lugar por Henriette. ¿Qué diría la morena Henriette si le mataran a su Bogislaw y además con una granada amiga?
—Efectivamente, sería para ella una puñalada en el corazón —respondió Rexin— y a los dos nos desbarataría nuestros planes.
—¿Qué planes?
—Éste es precisamente el punto del que quería hablar con usted, Rienäcker.
—¿Conmigo? ¿Y de qué punto?
—Realmente debería usted adivinarlo, tampoco es difícil. Hablo, naturalmente, de unas relaciones amorosas, de mis relaciones amorosas.
—¡Relaciones amorosas! —Botho se echó a reír—. Bueno, estoy a su servicio, Rexin. Pero le confieso abiertamente que no sé bien qué es lo que me atribuye su confianza precisamente a mí. No soy ninguna fuente especial de sabiduría en ningún sentido, pero menos todavía en éste. Contamos con otras autoridades. Una de ellas la conoce usted bien y además es especialmente amigo de usted y de su primo.
—¿Balafré?
—Sí.
A Rexin le pareció adivinar una cierta frialdad y rechazo en su actitud y guardó silencio, un tanto incomodado. Pero esto era más de lo que Botho había pretendido, por lo que inmediatamente volvió a cambiar de actitud.
—Relaciones amorosas. Perdón, Rexin, pero hay muchas.
—Cierto. Pero por muchas que haya, todas son diferentes.
Botho encogió los hombros y sonrió. Pero Rexin, evidentemente dispuesto a no incomodarse por segunda vez por susceptibilidades, repitió en tono tranquilo y ecuánime:
—Sí, por muchas que haya, todas son diferentes y me asombra verle encogerse de hombros, precisamente a usted, Rienäcker. Yo creía…
—Bueno, hable usted de una vez.
—Así lo haré.
Y tras un momento, continuó Rexin:
—He aprendido todo lo que hay que aprender con los lanceros y antes de eso (usted sabe que tardé en unirme a ellos) en Bonn y Göttingen, y no necesito consejos ni enseñanzas cuando se trata de lo corriente. Pero si me lo planteo honradamente, en mi caso no se trata de lo corriente, sino de un caso excepcional.
—Todos lo creen.
—En dos palabras, me siento comprometido, más que eso, amo a Henriette o para mostrarle a usted realmente mi estado de ánimo, amo a Jette, a la morena Jette. Sí, este picante nombre trivial, con su reminiscencia de cantina, es el que mejor se ajusta, porque quisiera evitar en este asunto cualquier solemnidad ridicula. Lo siento con la suficiente seriedad como para que esté de más todo lo que suene a solemnidad y bellas frases hechas. Eso sólo le resta veracidad.
Botho movió la cabeza asintiendo y se abstuvo cada vez más de cualquier asomo de burla y superioridad, que indudablemente había venido mostrando hasta entonces.
—Jette —continuó Rexin— no proviene de un linaje de ángeles y ella misma tampoco lo es. ¿Pero dónde se encuentra algo igual? ¿En nuestras esferas? ¡Qué ridiculez! Todas estas diferencias son ficticias y las más ficticias se encuentran en el campo de la virtud. Naturalmente, hay virtud y cosas bellas por el estilo, pero la inocencia y la virtud son como Bismarck y Moltke, es decir, raras. Me he habituado a mantener opiniones como ésta, las considero correctas y tengo la intención de obrar en lo posible en consecuencia. Y ahora, escuche usted, Rienäcker. Si en lugar de cabalgar a lo largo de este aburrido canal, tan aburrido y estirado como las formas y fórmulas de nuestra sociedad, le digo, si en lugar de cabalgar junto a este mísero foso, lo hiciéramos a lo largo del río Sacramento y en lugar de los campos de tiro de Tegel tuviéramos delante nuestro los diggings[106], me casaría con la Jette sin más. No puedo vivir sin ella, estoy enamorado de ella, y su naturalidad, sencillez y amor verdadero valen para mí más que diez condesas. Pero no puede ser. No les puedo hacer eso a mis padres y tampoco quiero dejar el ejército a los veintisiete años para hacerme cowboy en Texas o camarero en un vapor del Mississipi. Así que busco una solución intermedia.
—¿Qué entiende usted por eso?
—Unión sin sancionar.
—Es decir, matrimonio sin matrimonio.
—Si usted quiere, sí. A mí no me importa mucho la expresión. Tan poco como la legalización, sacramentación o como se quieran llamar estas cosas; tengo un cierto tinte nihilista y no tengo verdadera fe en la santificación pastoral. Pero, para abreviar, estoy a favor de la monogamia, porque no puedo hacer otra cosa, no por razones de moral, sino por razones de mi propia naturaleza. Me repugnan las relaciones que se entablan y disuelven prácticamente en una hora y, si bien acabo de calificarme de nihilista, con mayor justicia podría calificarme de pequeño burgués. Añoro las formas sencillas, un modo de vida tranquilo, natural, en el que el corazón hable al corazón y en el que se tenga lo mejor que se puede tener: sinceridad, amor, libertad.
—Libertad —repitió Rienäcker.
—Sí, Rienäcker. Pero he querido consultarle, porque bien sé que también hay peligros que acechan. Y que esta felicidad de la libertad, quizá de toda la libertad, es una espada de dos filos que puede herir sin que uno sepa cómo.
—Y yo quiero contestarle —dijo Rienäcker, más serio a cada momento que pasaba y que ante estas confidencias sentía como si tuviera de nuevo ante sí toda su propia vida, tanto la pasada como la presente—. Sí, Rexin, quiero contestarle lo mejor que sepa y creo que sabré. Y se lo ruego, por favor, no se meta usted en esto. En lo que usted pretende sólo hay dos cosas posibles y la una es tan mala como la otra. Si juega usted a ser fiel y perseverante o, lo que es lo mismo, si rompe usted de raíz con la clase social, la familia, el abolengo y la moral, acabará usted antes o después —si no se corrompe—, convertido en un horror y un lastre para usted mismo; pero si las cosas toman otro rumbo y, como es lo general, al cabo de un tiempo hace usted las paces con la sociedad y la familia, entonces viene el dolor de tener que romper lo que se ha ido entretejiendo y uniendo en horas de dicha y, lo que es aún más importante, en las de desdicha, en la dificultad y la angustia. Y eso duele.
Rexin parecía querer contestar, pero Botho no lo vio y prosiguió:
—Querido Rexin, antes, en una verdadera obra maestra de discreción en el modo de expresarse, ha hablado usted de las relaciones amorosas «que se establecen y disuelven en una hora…», pero estas relaciones, que no son tales, no son las peores; las peores son la que adoptan la solución intermedia, por citarle a usted otra vez. Se lo prevengo, guárdese usted de esta solución intermedia, guárdese usted de las medias tintas. Lo que le parece un beneficio, es la bancarrota, y lo que le parece un puerto es un naufragio. Aun cuando exteriormente todo transcurra sin problemas y no se pronuncie ninguna maldición y apenas se haga un callado reproche, nunca conduce a nada bueno. Y tampoco puede ser de otro modo. Pues todo tiene sus consecuencias naturales, eso hay que tenerlo presente. Lo ocurrido no se puede borrar y la imagen que se nos ha grabado en el alma nunca se desvanece, nunca acaba de desaparecer, los recuerdos quedan y las comparaciones surgen. Así pues, otra vez mas, amigo mío, abandone sus intenciones o su vida se verá enturbiada y nunca conseguirá abrirse paso hasta la claridad y la luz. Están permitidas muchas cosas, excepto lo que afecta al alma, excepto comprometer el corazón, incluso aunque sólo fuera el propio.