Capítulo XXII

Botho se había dejado guiar por un viejo que estaba trabajando en la misma puerta del cementerio y había encontrado la tumba de la señora Nimptsch muy cuidada: habían plantado hiedra, había una maceta de geranios entre ella y de una varilla de hierro colgaba ya una corona de siemprevivas.

—Lene —dijo Botho para sí—, siempre la misma… Llego demasiado tarde.

Y volviéndose hacia el viejo, que estaba a su lado, dijo:

—¿Fue un entierro más bien modesto?

—Sí, sí, era modesto.

—¿Tres o cuatro?

—Justamente cuatro. Y, naturalmente, nuestro viejo superintendente. Él sólo dijo las oraciones y había una mujer gorda, de mediana edad, de unos cuarenta o por ahí, que no paraba de llorar. Y también había una más joven. Ésa viene ahora todas las semanas y el domingo pasado trajo el geranio. Y quiere poner también una lápida, de las que están ahora de moda: de mármol verde, con el nombre y la fecha.

Y a continuación el viejo se retiró, con la cortesía profesional propia de todas las gentes de cementerio, mientras que Botho colgaba su corona de siemprevivas junto a la que ya había traído Lene anteriormente y colocaba la de madreselva y rosas blancas alrededor de la maceta de geranios. Luego, después de haber contemplado un rato la sencilla tumba y haber pensado con cariño en la buena señora Nimptsch, se volvió a dirigir a la salida del cementerio. El viejo, que había vuelto a reanudar aquí su trabajo de jardinería, se quitó la gorra y se le quedó mirando, cavilando sobre la cuestión de qué podía haber traído a la tumba de la vieja a un caballero tan distinguido, sobre cuya distinción no le cabía la menor duda, a juzgar por su último apretón de manos.

—Aquí hay algo raro. Y no ha querido que el coche le esperara.

Pero no llegó a ninguna conclusión y para, por lo menos, mostrarse a su vez lo más agradecido posible, cogió una de las regaderas que tenía al lado y se encaminó primero hacia la pequeña fuente de hierro y luego a la tumba de la señora Nimptsch para regar la hiedra, que el excesivo calor del sol había secado un poco.

Entre tanto Botho había vuelto hasta el coche, parado junto al Rollkrug, se montó en él y una hora después se detenía en Landgrafenstrasse. El cochero saltó servicialmente para abrirle la puerta.

—Tenga —dijo Botho—, y esto extra. Ha sido casi una excursión al campo.

—Bueno, también se podría decir que lo ha sido del todo.

—Ya entiendo —dijo Rienäcker, riendo—. O sea que tengo que poner algo más.

—Eso nunca viene mal… Muchas gracias, señor barón.

—Pero a ver si me da usted mejor de comer al caballo. Da pena verlo.

Y tras un saludo subió la escalera.

Arriba, en el piso, todo estaba en silencio, incluso se habían ido los criados, pues sabían que a esta hora siempre estaba en el club. Por lo menos, desde que estaba de viudo honorario. «No se puede uno fiar de esta gente» gruñó para sí y parecía enfadado. Sin embargo, se alegraba de estar solo. No quería ver a nadie y se sentó en la terraza para entregarse por completo a sus ensoñaciones. Pero hacía un calor sofocante con el toldo bajado, del que además colgaban largos flecos blanquiazules, y se volvió a levantar para subir la gran lona. Fue un alivio. El airecillo fresco que empezó a correr le sentó bien y respirando profundamente y acercándose a la barandilla extendió la vista más allá del campo y el bosque hasta la cúpula del palacio de Charlottenburg, cuyo tejado de cobre color malaquita brillaba bajo el resplandor del sol de la tarde.

—Detrás está Spandau —dijo para sí—. Y detrás de Spandau se extiende un terraplén y una línea de rieles que llega hasta el Rhin. Y sobre los rieles veo un tren, muchos vagones y en uno de los vagones está Käthe. ¿Qué aspecto tendrá? Bueno, con seguridad. ¿Y de qué hablará? Me imagino que de muchas cosas: anécdotas picantes de balneario y a lo mejor también de la toilette de la señora Salinger y de que donde realmente mejor se está es en Berlín. ¿Y no debo acaso alegrarme de que venga? Una mujer tan guapa, tan joven, tan feliz, tan alegre. Y me alegro. Pero hoy no debe volver. Por Dios bendito, no. Y sin embargo, se puede esperar de ella. Hace tres días que no ha escrito y es amiga de dar sorpresas.

Siguió durante un rato absorto en estas reflexiones, pero luego variaron las imágenes y cosas pasadas hacía tiempo vinieron a su mente en lugar de Käthe: el huerto de los Dörr, el paseo a Wilmersdorf, la excursión al Almacén de Hankel. Ése había sido el último día hermoso, la última hora feliz…

—Entonces dijo que un cabello ata con mucha fuerza, por eso se negó y no quería. ¿Y yo? ¿Por qué insistí? Sí, hay fuerzas tan enigmáticas, simpatías tales que no se sabe si provienen del cielo o del infierno, y ahora estoy atado y no puedo liberarme. Fue tan encantadora y tan dulce aquella tarde, cuando aún estábamos solos y no pensábamos que nadie nos perturbaría, y no olvido la escena cuando estaba entre la hierba cogiendo flores a derecha e izquierda. Las flores… todavía las tengo. Pero quiero acabar con esto. ¿Para qué guardar estas cosas muertas, que sólo me causan desasosiego y me pueden costar mi poca felicidad y la paz de mi matrimonio, si un día caen ante la vista de otro?

Y se levantó de su asiento en la terraza y atravesando toda la casa fue a su despacho, que daba al patio y por la mañana estaba iluminado por el sol, pero que ahora estaba en profunda oscuridad. El frescor de las sombras le hizo bien y se acercó a un elegante escritorio conservado de sus días de soltero, cuyos cajoncitos de ébano estaban adornados con toda clase de pequeñas guirnaldas de plata. En el centro de estos cajoncillos se levantaba un templete con columnas, provisto de un tímpano, que servía para guardar objetos de valor, y cuya gaveta secreta, situada detrás, se cerraba por medio de un resorte. Botho apretó el resorte y cuando la gaveta se abrió extrajo un pequeño paquete de cartas, atado con una cinta roja, encima del cual y como si las hubiesen puesto después, se encontraban las flores de que acababa de hablar. Sopesó el paquetito en las manos y dijo, mientras desataba la cinta:

—Alegrías, dolores. Errores y extravíos. La vieja canción.

Estaba solo y no había que temer sorpresas. Pero, no sintiéndose bastante seguro en su imaginación, se levantó y cerró la puerta. Y sólo entonces tomó la carta que estaba encima de todo y leyó. Eran las líneas escritas el día anterior al paseo por Wilmersdorf y al releerla miró conmovido todo lo que entonces había señalado a lápiz con una rayita.

—Bulebar… todavía… como me vuelven a mirar hoy estas encantadoras «bes», mejor que toda la ortografía del mundo. Y qué letra tan clara. Y qué hermoso y pícaro lo que escribe. Tenía la más feliz combinación de cualidades y era al tiempo sensata y apasionada. Todo lo que decía tenía carácter y profundidad de sentimientos. ¡Pobre educación, qué atrás te quedas frente a esto!

Cogió también la segunda carta pensando en releer toda la correspondencia de principio a fin. Pero le hacía daño.

—¿Para qué? ¿Para qué revivir y refrescar lo que está muerto y debe seguir estándolo? Tengo que acabar con esto y esperar que con estos testimonios del recuerdo lleguen a desaparecer también los recuerdos mismos.

Efectivamente, estaba decidido a ello y, levantándose rápidamente del escritorio, apartó la pantalla de la chimenea y se inclinó ante el fuego para quemar allí las cartas. Y he aquí que lentamente, como si quisiera prolongar el sentimiento de un dulce dolor, dejó caer las hojas en el fuego y que se prendieran una por una. Lo último que sostuvo en sus manos fue el ramillete. Y mientras meditaba y cavilaba le asaltó la sensación de que tenía que contemplar de nuevo las flores una a una y para ello necesitaba soltar la atadura hecha con el cabello. Pero de pronto, como poseído de un supersticioso temor, arrojó las flores al fuego en que habían ardido las cartas.

Se encendió la llama una vez más y luego todo acabó, extinguido.

—¿Si estaré libre ahora…? ¿Acaso lo deseo? No lo deseo. Todo cenizas. Y sin embargo, atado.