Cuando Rienäcker se encontró solo de nuevo, estaba como conmocionado por esta visita y sobre todo por lo último que había oído. En el tiempo transcurrido desde entonces, cada vez que se había acordado de la casita del hortelano y de sus habitantes, por supuesto se le había venido todo a la memoria tal y como había sido entonces y ahora todo era distinto y tenía que orientarse en un mundo completamente nuevo: en la casita vivían desconocidos, si es que estaba habitada, en el hogar ya no ardía ningún fuego, por lo menos no día tras día, y la señora Nimptsch, que había cuidado el fuego, había muerto y yacía en el cementerio de San Jacobo. Todo esto pasaba por su mente y de repente recordó también el día en que le había prometido a la vieja, medio cortésmente medio en broma, llevarle una corona de siemprevivas a la tumba. En la confusión en que se hallaba, fue para él una alegría el recordar su promesa y decidió cumplir inmediatamente la palabra dada.
—El Rollkrug, al mediodía y a pleno sol. Es un auténtico viaje a África Central, pero la buena vieja debe tener su corona.
Y al momento tomó el gorro y la espada y se puso en camino.
En la esquina había una parada de simones, si bien era sólo pequeña, y por eso, a pesar del letrero «Parada para tres coches», sucedía que allí estaba siempre la parada, pero muy rara vez un simón. Así era hoy también, lo que teniendo en cuenta que era mediodía (en que los simones suelen desaparecer por todas partes, como si se los tragara la tierra), apenas podía sorprender en esta parada, que, por lo demás, sólo estaba dotada con el mínimo de coches establecidos. Botho continuó andando, pues, hasta que cerca del puente de Van-der-Heydt vino a su encuentro un vehículo bastante desvencijado, verde claro con asientos de terciopelo rojo y tirado por un caballo blanco. El caballo llevaba un paso cansino y Botho no pudo contener una sonrisa compasiva ante el «recorrido» que le esperaba al pobre animal. Pero, como por mucho que aguzaba la vista no había nada mejor en perspectiva, se acercó al cochero y le dijo:
—Al Rollkrug. Al cementerio de San Jacobo.
—A sus órdenes, señor barón…
—Pero tenemos que parar por el camino. Pues quiero comprar una corona.
—A sus órdenes, señor barón.
Botho estaba un poco asombrado de oír repetir el título con tanta prontitud y le preguntó:
—¿Me conoce usted?
—A sus órdenes, señor barón. Barón von Rienäcker, de la Landgrafenstrasse, junto a la parada de coches. Ya le he llevado a usted varias veces.
Durante esta conversación había subido Botho al simón, pensando en ponerse lo más cómodo posible en un rincón del asiento, pero pronto desistió de ello, pues el rincón estaba ardiendo como un homo.
Rienäcker tenía el bonito y reconfortante rasgo de todos los nobles de la Marca de gustarle charlar con las gentes del pueblo e incluso más que con la «gente fina» y, mientras el coche rodaba a la sombra de los árboles nuevos del canal, empezó a decir sin más:
—¡Qué calor hace! Su caballo no se habrá alegrado al oír que vamos al Rollkrug.
—Bueno, el Rollkrug todavía puede pasar. Puede pasar por la landa. Cuando pasa por allí y siente el olor de los pinos, siempre se alegra. Y es que es del campo… O a lo mejor es por la música. Por lo menos, siempre aguza las orejas.
—Vaya, vaya —dijo Botho—. Sólo que no me da la impresión de que esté para bailes. ¿Pero dónde vamos a comprar la corona? No quisiera llegar sin ella al cementerio.
—Oh, para eso hay aún tiempo, señor barón. Cuando lleguemos al barrio del cementerio, a partir de la Puerta de Halle y toda la Pionierstrasse abajo.
—Sí, sí, tiene usted razón; ya me acuerdo.
—Y después, hasta el lado mismo del cimenterio, hailas aún.
Botho sonrió.
—¿Es usted de Silesia, verdad?
—Sí —dijo el cochero—, la mayoría lo somos. Pero yo mucho hace ya que estoy aquí y ya soy medio berlinés.
—¿Y le va bien a usted?
—¡Qué va! De bien, nada. Todo cuesta demasiao y siempre tié que ser de lo mejor. Y la cebada es cara. Pero todavía tendría un pasar si no fuera más que eso. Pero siempre pasa algo, hoy se rompe un eje, y mañana se cae un caballo. Tengo también un alazán en casa, que sirvió en los Ulanos de Fürstenwalde; buen caballo, sólo que s’ahoga y ya no pué durar mucho. Y cuando me quiera dar cuenta s’acabó… Y luego la policía de tráfico; nunca están contentos, por aquí no, por ahí tampoco. Siempre tiene uno que estar pintando el coche. Y el terciopelo rojo tampoco lo regalan.
Mientras iban así charlando, habían llegado a lo largo del canal hasta la Puerta de Halle. Pero en ese momento venía de Kreuzberg un batallón de infantería acompañado por la música de la banda y Botho, que no deseaba tener ningún encuentro, hizo que el cochero se apresurara un poco. Pasaron, así pues, rápidamente por el puente de la Belle-Aliance, pero después de cruzarlo le hizo parar porque ya en una de las primeras casas había leído: «Jardinería y venta de plantas». Tres o cuatro escalones conducían a la tienda, en cuyo gran escaparate había todo tipo de coronas.
Rienäcker bajó del coche y subió los escalones. La puerta, al abrirse, hizo sonar un agudo timbre.
—Por favor, ¿me querría enseñar una corona bonita?
—¿Para entierro?
—Sí.
La señorita, vestida de negro, que tenía en toda su actitud un algo ridículo de Parca (ni siquiera le faltaban las tijeras)[99], quizá en consideración a la circunstancia de que aquí sobre todo se vendían coronas funerarias, volvió en seguida con una corona de madreselva, en la que se habían entrelazado rosas blancas, excusándose porque sólo eran rosas blancas, pues las camelias blancas eran mucho más caras. Botho la encontró de su agrado, se abstuvo de toda objeción y preguntó solamente si además de la corona de flores frescas le podía dar una corona de siemprevivas.
La señorita pareció un poco asombrada del gusto anticuado que se ponía de manifiesto en esta pregunta, sin embargo contestó afirmativamente y apareció poco después con una caja, en la que había cinco o seis coronas de siemprevivas, amarillas, rojas, blancas.
—¿Qué color me aconseja usted?
La señorita sonrió.
—Las coronas de siemprevivas están completamente pasadas de moda. Como mucho, en invierno… Y entonces incluso sólo…
—Lo mejor será que me decida sin más por ésta.
Y diciendo esto se colgó del brazo la corona amarilla que tenía más cerca, a continuación la de madreselvas con rosas blancas y volvió a subir rápidamente al simón. Ambas coronas eran bastante grandes y llamaban de tal manera la atención sobre el asiento de terciopelo rojo, sobre el que las puso, que Botho se preguntó si no debería dárselas al cochero. Pero rápidamente apartó de sí esta debilidad y dijo:
—Si se quiere llevar una corona a la anciana señora Nimptsch, no hay que avergonzarse de la corona. Y el que se avergüence no debe hacer ningún tipo de promesa.
Dejó, pues, las coronas donde estaban y casi se olvidó totalmente de ellas cuando torcieron por una parte de la calle que, con su panorama multicolor y, en ocasiones, grotesco, le distrajo de sus anteriores reflexiones. A la derecha, a unos quinientos pasos de distancia, había una valla de tablas, detrás de la cual sobresalían todo tipo de casetas, kioscos y entradas iluminadas, todas cubiertas de un sinfín de inscripciones. La mayor parte de ellas eran de fecha reciente y más que reciente; por el contrario, otras, precisamente las más grandes y multicolores, eran más antiguas y habían sobrevivido del año anterior, aunque dañadas por la lluvia. Entre estos lugares de esparcimiento y alternándose con ellos habían instalado sus talleres varios maestros artesanos, sobre todo escultores y marmolistas que, en consideración a los numerosos cementerios, exponían generalmente sólo cruces, columnas y obeliscos. Todo esto no podía dejar de causar impresión a todo el que pasara por aquí de camino, y a esta impresión tampoco se pudo sustraer Rienäcker que, desde su coche, leía con curiosidad creciente los reclamos que, en profunda contradicción entre sí, parecían no querer acabar nunca, y examinaba los dibujos que los acompañaban. «La señorita Roselle, la niña prodigio, en vivo; cruces para sepulcros a precios baratísimos; fotografía rápida americana; tiro de pelota ruso, seis tiros diez céntimos; ponche sueco con barquillos; la más bella ocasión de Fígaro o la primera peluquería del mundo; cruces para sepulcros a precios baratísimos; salón de tiro suizo:
Tira rápido, tira bien
Y acierta como Guillermo Tell.
Y debajo, el mismo Tell con arco, hijo y manzana.
Por fin llegaron al final de la larga pared de tablones y en este preciso lugar torcía el camino bruscamente hacia la Hasenheide[100], desde cuyos campos de tiro se oía el tiroteo de los fusiles, en el silencio del mediodía. Por lo demás, todo seguía siendo casi lo mismo en esta prolongación de la calle: Blondin[101], vestido sólo con mallas y medallas, estaba balanceándose sobre la cuerda, rodeado por toda suerte de fuegos artificiales, mientras junto a él y en su entorno, carteles más pequeños de todas clases anunciaban tanto salidas en globo como locales de baile. Uno decía: «Noche siciliana. A las dos, vals vienés del caramelo».
Botho, que no había pasado por este lugar desde hacía años, leía todo con interés no fingido, hasta que, después de pasar la landa, cuyas sombras le habían refrescado durante unos minutos, entraron en el camino principal de un barrio periférico muy animado y que en su prolongación se acercaba a Rixdorf. Los coches, en fila doble y triple, se movían delante de él hasta que de repente todos se detuvieron y el tráfico se paró.
—¿Por qué nos paramos?
Pero antes de que el cochero pudiera contestar, ya oyó Botho los juramentos y maldiciones que veían de delante y vio que todos habían chocado entre sí. Inclinándose hacia fuera e inspeccionando con curiosidad en todas direcciones, el accidente muy probablemente le había proporcionado más diversión que enojo, dada su predilección innata por lo popular, si un carro que paró delante de él no le hubiera incitado, tanto por su carga como por su letrero, a consideraciones sombrías: en la tabla de atrás, que era como una especie de pared, ponía con grandes letras «Compra y venta de vidrios rotos. Max Zippel. Rixdorf», y toda una montaña de pedazos de vidrio se amontonaba en la trasera del carro.
—La felicidad y el cristal…
Y miraba hacia allí, pese a su resistencia interior, sintiendo al tiempo como si los trozos de cristal se le clavaran en la punta de los dedos.
Pero finalmente no sólo volvió a moverse la fila de coches, sino que el caballo hizo todo lo que pudo por recuperar lo perdido, y poco después pararon ante una casa provista de un puntiagudo tejado y una buhardilla en saledizo, que hacía esquina, y cuyas ventanas del piso bajo estaban tan bajas respecto a la calle que casi tenían el mismo nivel que ésta. Un brazo de hierro salía de la buhardilla, sosteniendo una llave dorada en posición vertical.
—¿Qué es esto? —preguntó Botho.
—El Rollkrug.
—Bien, entonces enseguida habremos llegado. Sólo que aquí sigue cuesta arriba. Lo siento por el caballo, pero qué se le va a hacer.
El cochero dio un fustazo al caballo e inmediatamente después subían por la ligera cuesta de la Bergstrasse, en uno de cuyos lados estaba el viejo cementerio de San Jacobo, ya casi cerrado por saturación, mientras que en el lado opuesto a la valla del cementerio se levantaban grandes edificios de viviendas de alquiler.
Delante de la última casa había unos músicos ambulantes, con cometa y arpa, al parecer marido y mujer. La mujer también cantaba, pero el viento, que aquí era bastante fuerte, se llevaba el sonido colina arriba y Botho no pudo oír ni la letra ni la melodía hasta que hubo pasado a la pareja de pobres músicos, dejándolos a más de diez pasos de distancia. Era la misma canción que habían entonado tan felices y contentos durante el paseo por Wilmersdorf, y se incorporó y volvió la vista hacia los músicos, como si le hubieran llamado. Éstos estaban de espaldas y no vieron nada, pero una bonita sirvienta, que estaba ocupada en limpiar las ventanas de la casa de enfrente y que se atribuyó el que el joven oficial se volviera para mirar hacia atrás, sacudió alegremente la gamuza desde su ventana y entonó con aire travieso: «Recuerdo que a ti te debo la vida, pero tú, soldado, soldado, ¿lo recuerdas tú?».
Botho, llevándose la mano a la frente, se dejó caer en el coche y un sentimiento infinitamente dulce e infinitamente doloroso se apoderó de él. Pero lo doloroso predominaba y no le abandonó hasta que la ciudad hubo quedado atrás y en el horizonte se hicieron visibles los montes de Müggel, en la calina azul del mediodía.
Por fin se detuvieron ante el nuevo cementerio de San Jacobo.
—¿Debo esperar?
—Sí, pero no aquí. Abajo, en el Rollkrug. Y si ve aún a los músicos… tenga, esto es para la pobre mujer.