Capítulo XX

La primera carta de Käthe había sido echada al correo en Colonia y, como había prometido, llegó a la mañana siguiente a Berlín. Las señas habían sido puestas antes de partir por Botho, que ahora, sonriente y de buen humor, tenía en sus manos la carta, un tanto voluminosa. En efecto, en el sobre se habían metido tres tarjetas escritas por los dos lados y con lápiz suave, todas tan poco legibles que Rienäcker salió a la terraza para poder descifrar mejor los confusos garabatos.

—Vamos a ver, Käthe.

Y leyó: «Brandemburgo, 8 de la mañana. El tren, querido Botho, para aquí sólo tres minutos, pero no quiero que pasen sin aprovecharlos, en caso necesario seguiré escribiendo mientras ande el tren, salga mejor o peor. Viajo con la joven y encantadora mujer de un banquero de Viena, madame Salinger. Su nombre de soltera es Saling. Cuando me asombré por la semejanza de los nombres, me dijo, con marcado acento vienés: “Sí, fíjese, me he casado con mi comparativo”.[94] Habla continuamente así y aun cuando tiene una hija de diez años —rubia, la madre morena—, va también a Schlangenbad. Y también pasa por Colonia y también, como yo, porque tiene que hacer allí una visita. La niña es buena, pero no está bien educada y con su continuo andar encaramándose por el departamento me ha roto la sombrilla, lo que ha puesto a la madre en una situación muy embarazosa. La estación en la que estamos parados, es decir, en este momento se pone el tren de nuevo en movimiento, está plagada de militares, entre ellos algunos Coraceros de Brandemburgo con un monograma amarillo membrillo en las charreteras, seguramente Nicolás[95]. Hace muy buen efecto. También había tiradores del 35, gente de pequeña estatura, que me parecieron más bajos de lo necesario, aunque el tío Osten siempre solía decir que el mejor tirador es aquel que sólo puede ser visto con ojo armado. Pero voy a acabar. La pequeña (lamentablemente) sigue corriendo de una ventanilla a otra del departamento y me dificulta el escribir. Y al tiempo no para de comer pasteles, trocitos de tarta con cerezas y pistacho. Ya empezó así entre Potsdam y Werder. La madre es demasiado blanda, yo sería más severa».

Botho puso la tarjeta a un lado y leyó la segunda lo mejor que pudo. Ésta decía: «Hannover, 12 y media. En Magdeburgo estaba Goltz en la estación y me dijo que le habías escrito que yo venía. ¡Qué amable y cariñoso de tu parte! Siempre eres el mejor, el más atento. Goltz tiene ahora las mediciones en el Harz, es decir, empieza el primero de julio. La parada en Hannover dura un cuarto de hora, lo que he aprovechado para ver la plaza que está junto a la estación: está llena de hoteles y cervecerías edificados bajo nuestra dominación[96] una de las cuales está construida totalmente en estilo gótico. Los hannoveranos, según me contó otro viajero, la llaman “el templo prusiano de la cerveza”, sólo por antagonismo güelfo[97]. ¡Qué doloroso es oír una cosa así! Pero el tiempo calmará también aquí muchas cosas. Dios lo quiera. La niña continúa comiendo sin parar, lo que está empezando a preocuparme. ¿A dónde conducirá esto? Pero la madre es verdaderamente encantadora y ya me lo ha contado todo. Ha estado también en Würzburg, a que la viera Scanzoni[98], con el que está entusiasmada. Su confianza conmigo me avergüenza y casi me molesta. Por lo demás, tengo que repetir que es “comme il faut”. Para mencionarte sólo una cosa: ¡Qué neceser de viaje! Los vieneses están de verdad en estas cosas muy por encima de nosotros; se nota la cultura más antigua».

—Maravilloso —se echó a reír Botho—. Cuando Käthe se pone a hacer consideraciones histórico-culturales, se supera a sí misma. Pero a la tercera va la vencida.

Y diciendo esto cogió la tercera tarjeta. «Colonia, 8 de la tarde. Comandancia. Prefiero echar aquí mis tarjetas al correo y no esperar a Schlangenbad, donde la señora Salinger y yo esperamos llegar mañana al mediodía. Estoy bien. Los Schroffenstein muy amables, sobre todo él. Por cierto, para que no se me olvide nada, el coche de los Oppenheim vino a recoger a la señora Salinger a la estación. Nuestro viaje, al principio tan encantador, se volvió desde Hamm un poco incómodo y desagradable. La pequeña tuvo fuertes dolores y desgraciadamente por culpa de la madre. “¿Qué más quieres?” le preguntó cuando el tren acababa de pasar la estación de Hamm, a lo que la niña contestó: “Caramelos”. Y a partir de ese momento se puso tan mala… Ay, querido Botho, jóvenes o viejos, nuestros deseos necesitan continuamente un control severo y concienzudo. Esta idea me preocupa incesantemente desde entonces y quizás el encuentro con esta amable señora no sea una casualidad en mi vida. ¡Cuántas veces he oído hablar a Kluckhuhn en este sentido! Y tiene razón. Mañana seguiré. Tu Käthe».

Botho volvió a meter las tres tarjetas en el sobre y dijo:

—Käthe en cuerpo y alma. ¡Qué talento para la charla! Y realmente me debería alegrar de que escriba como escribe. Pero le falta algo. Todo es tan superficial, tan mero eco social. Pero ya cambiará cuando tenga obligaciones. O, por lo menos, quizá cambie. En cualquier caso no quiero perder la esperanza.

Al día siguiente llegó una breve carta de Schlangenbad en la que ponía mucho, mucho menos que en las tres tarjetas y a partir de ese día no escribió más que dos veces por semana. Hablaba de Anna Grävenitz y de Elly Winterfeld, que también había aparecido, pero sobre todo de madame Salinger y de la encantadora y pequeña Sara. Eran siempre las mismas afirmaciones y sólo al final de la tercera semana decía, variando un poco: «Encuentro ahora a la hija más encantadora que a la madre. Esta se complace en un lujo de toilettes que encuentro casi inadecuado, sobre todo cuando aquí realmente no hay caballeros. También noto ahora que se pinta y sobre todo las cejas y quizá también los labios, pues son rojos como cerezas. Pero la niña es muy natural. Siempre que me ve, se precipita con vehemencia hacia mí y me besa la mano y se disculpa por milésima vez por los caramelos. “Pero mamá tiene la culpa”, dice, en lo que no puedo por menos de dar la razón a la niña. Y sin embargo, por otro lado, debe haber un rasgo misteriosamente goloso en el carácter de Sara, casi diría yo que algo así como un pecado original (¿crees tú en eso? yo creo en ello, mi querido Botho), pues no pude dejar de comer golosinas y no para de comprarse barquillos, no como los de Berlín, que saben a pastelillo de merengue, sino de los de Karlsbad, con azúcar por encima. Pero no te cuento más de esto por carta. Cuando nos veamos, que puede ser muy pronto —pues me gustaría hacer el viaje marchándome con Anna Grävenitz, porque así uno está más entre los suyos— hablaremos de ello y de muchas otras cosas. No sabes cuánto me alegro al pensar en volver a verte y estar sentados juntos en la terraza. Donde mejor se está es en Berlín y cuando el sol se oculta detrás de Charlottenburg y de Grünewald y uno se pone a soñar y entra poco a poco el sueño. ¡Qué fantástico es! ¿No es cierto? Y ¿a que no sabes lo que la señora Salinger me dijo ayer? Dijo que el pelo se me ha puesto aún más rubio. Bueno, ya lo verás. Como siempre, tu Käthe».

Rienäcker movió la cabeza y sonrió.

—Encantadora mujercita. De las aguas no dice nada. Apuesto a que no hace más que pasear en coche y no ha tomado ni diez baños.

Y tras este monólogo dio algunas instrucciones al ordenanza y atravesando el Tiergarten y la Puerta de Brandemburgo y bajando luego por la avenida de Unter den Linden se dirigió al cuartel, donde el servicio le requería hasta el mediodía.

Poco después de las doce estaba de nuevo en casa y, tras tomar un ligero almuerzo, iba a ponerse cómodo un rato, cuando el ordenanza anunció que fuera había un caballero… un hombre (vacilaba en la denominación) que deseaba hablar con el señor barón.

—¿Quién es?

—Gideon Franke… así dijo.

—¿Franke? Qué raro. Nunca lo he oído. Hazle pasar.

El ordenanza salió mientras Botho repetía:

—Franke… Gideon Franke… nunca lo he oído. No lo conozco.

Un momento después entró el anunciado y en el umbral de la puerta se inclinó saludando con una cierta rigidez. Llevaba una levita marrón oscura abrochada hasta arriba, botas exageradamente lustrosas, y cabello brillante, espeso en las sienes. Además, guantes negros y un cuello duro alto de irreprochable blancura.

Botho fue a su encuentro con la afable cortesía que le caracterizaba y dijo:

—¿El señor Franke?

Éste asintió.

—¿En qué puedo servirle? Hágame el favor de tomar asiento… Aquí… o quizá mejor aquí. Los sillones son siempre incómodos.

Franke sonrió asintiendo y se sentó en la silla de rejilla que le había indicado Rienäcker.

—¿En qué puedo servirle? —repitió Rienäcker.

—Vengo a hacerle una pregunta, señor barón.

—Que tendré mucho gusto en contestarle, suponiendo que la pueda contestar.

—Nadie mejor que usted, señor von Rienäcker… Vengo a causa de Lene Nimptsch.

Botho se estremeció.

—… y quisiera —continuó Franke— agregar inmediatamente que no es nada desagradable lo que me trae aquí. Todo lo que tengo que decir o que preguntar, si usted lo permite, señor barón, no le causará ninguna incomodidad ni a usted ni a su casa. Sé también que su señora esposa, la señora baronesa, está de viaje y con toda intención he esperado a que usted estuviera solo o, si me permite expresarlo así, de viudo honorario.

Botho se apercibió al oírlo de que el que le hablaba era un hombre sincero y de ideas intachables, a pesar de su aspecto un tanto cursi. Esto le ayudó a salir rápidamente de su confusión y en gran parte había vuelto a recuperar su calma habitual cuando preguntó al que tenía sentado al otro lado de la mesa:

—¿Es usted un pariente de Lene? Dispense usted, señor Franke, que llame a mi vieja amiga con este viejo nombre, tan querido para mí.

Franke se inclinó y respondió:

—No, señor barón, no soy un pariente, no tengo esa legitimación. Pero mi legitimación quizá no sea peor: conozco a Lene desde hace bastante tiempo y tengo la intención de casarme con ella. Ella me ha aceptado, pero al hacerlo me ha contado su vida anterior y ha hablado con tanto cariño de usted que en ese momento me propuse preguntarle a usted mismo, señor barón, abiertamente y sin rodeos, lo que piensa usted de Lene. En lo que la propia Lene, cuando le expuse mi intención, me apoyó con evidente satisfacción, aunque eso sí, añadiendo que mejor sería que no lo hiciera, pues usted hablaría demasiado bien de ella.

Botho tenía la mirada ausente y le costaba trabajo dominar la agitación de su corazón. Pero finalmente recobró el dominio sobre sí mismo y dijo:

—Usted es un hombre honrado, señor Franke, que quiere la felicidad de Lene, eso lo veo y lo oigo, y eso le da a usted derecho a una respuesta. No tengo ninguna duda sobre lo que tengo que decirle y sólo vacilo en el cómo. Lo mejor será que le cuente cómo empezó y siguió y después acabó todo.

Franke se inclinó de nuevo para dar a entender que él también consideraba que eso era lo mejor.

—Pues bien —comenzó Rienäcker—, hace ahora tres años o incluso han pasado algunos meses más, que con ocasión de un paseo en bote por la isla del Amor, en Treptow, me vi en el caso de prestar un servicio a dos muchachas jóvenes e impedir que su bote se hundiera. Una de las dos muchachas era Lene, y en el modo como me dio las gracias vi inmediatamente que era distinta de las demás. Ni pizca de afectación, tampoco después, lo que quisiera destacar desde ahora mismo. Pues aunque puede ser alegre y a veces casi desenvuelta, es reflexiva, seria y sencilla por naturaleza.

Botho apartó mecánicamente la bandeja que aún estaba sobre la mesa, alisó el mantel y continuó:

—Le pedí que me permitiera acompañarla a casa y aceptó sin más, lo que entonces me sorprendió por un momento, pues yo no la conocía aún. Pero pronto vi a qué se debía: desde niña se había acostumbrado a obrar según sus propias decisiones, sin tener en cuenta a los demás y en cualquier caso, sin temor a sus juicios.

Franke asintió.

—Hicimos juntos, pues, el largo camino y la acompañé hasta su casa y estaba encantado con todo lo que veía, con la anciana, con el hogar junto al que estaba sentada, con el huerto donde se encontraba la casa y con lo apartado y tranquilo del lugar. Un cuarto de hora después me fui y al despedirme de Lene, fuera, en la verja del jardín, le pregunté si podía volver, pregunta que ella contestó con un sencillo «sí». Nada de falsa vergüenza, pero aún mucho menos de falta de feminidad. Por el contrario, había algo de conmovedor en todo su ser y en su voz.

Rienäcker se levantó visiblemente emocionado al revivir de nuevo todo lo pasado y abrió de par en par la puerta de la terraza, como si sintiera demasiado calor en la habitación. Luego, paseando de arriba a abajo, continuó de un modo más breve:

—Casi no tengo más que añadir. Eso fue en la Pascua de Resurrección y durante todo un verano tuvimos días muy felices. ¿Debo hablar de ello? No. Y luego vino la vida con su rigor y sus exigencias. Y eso fue lo que nos separó.

Botho había vuelto a sentarse y Franke, ocupado todo el tiempo en alisar su sombrero, dijo con calma para sí:

—Sí, así me lo ha contado ella también.

—Lo que no puede ser de otro modo, señor Franke. Porque Lene —y me alegro de todo corazón de poder decir también precisamente esto—, Lene no miente y antes se mordería la lengua que decir un embuste. Tiene un doble orgullo, pues junto al de querer vivir del trabajo de sus manos, tiene el de decir todo francamente y sin pamplinas y no exagerar ni disminuir nada. Eso se lo he oído decir muchas veces: «Ni me hace falta ni quiero». Sí, tiene su voluntad propia, quizá más de la cuenta, y el que la quiera criticar le puede reprochar el ser obstinada, pero sólo quiere aquello de lo que cree que se puede responsabilizar y de lo que efectivamente se responsabiliza y una voluntad así creo yo que es más prueba de carácter que de obstinación. Asiente usted y veo en ello que somos de la misma opinión, lo que me alegra sinceramente. Y ahora una última palabra, señor Franke. Lo pasado, pasado está. Si no puede usted pasar por ello, yo se lo respeto. Pero si puede, le digo que se lleva usted una mujer excepcionalmente buena. Pues tiene el corazón en su sitio y un gran sentido del deber, de la justicia y el orden.

—Yo también he juzgado siempre así a Lene, y como el señor barón dice, espero tener en ella una mujer excepcionalmente buena. Sí, el hombre debe guardar los mandamiemos (todos los debe de guardar), pero hay una diferencia según el mandamiento que sea, pues el que no guarda el uno, ese aún puede ser bueno, pero el que no guarda al otro, aunque estén los dos seguidos en el catecismo, ese no vale nada y está condenado desde el principio y está fuera de la gracia.

Botho le miró asombrado y era evidente que no sabía qué hacer con este solemne discurso. Pero Gideon Franke, que ahora a su vez estaba lanzado, ya no tenía ojos para ver la impresión que causaban las ideas sacadas de su propia cosecha y por eso continuó en un tono cada vez más propio de predicador:

—Y el que por la flaqueza de la carne peca contra el sexto, a ese le puede ser perdonado, si se enmienda y se arrepiente, pero el que peca contra el séptimo, ese está hundido, no sólo en la flaqueza de la carne, sino en la bajeza del alma. Y quien miente y engaña o calumnia o da falsos testimonios, ese ha nacido de las tinieblas y está podrido de raíz y para él no hay salvación y se parece a un campo en el que las hortigas están tan arraigadas que las malas hierbas vuelven a salir una y otra vez, por muy buen trigo que se quiera sembrar. Y eso lo sostengo yo a vida y muerte y lo he comprobado día por día. Sí, señor barón, la decencia es lo que importa y la honestidad es lo que importa y la sinceridad. Y también en el matrimonio. Pues la sinceridad es lo que cuenta y hay que cumplir y confiar en la palabra dada. Pero lo pasado, pasado está, y sólo Dios puede juzgarlo. Y si pensara de otro modo, lo que yo también respeto, como el señor barón, debería alejarme y dejarme de afecto y amor. He estado mucho tiempo en los Estados Unidos y aunque allí, como aquí, no es oro todo lo que reluce, una cosa es cierta, allí se aprende a mirar todo de otro modo y no siempre con el mismo cristal. Y también se aprende que hay muchos caminos para la salvación y muchos caminos para la felicidad. Sí, señor barón, hay muchos caminos que conducen a Dios y muchos que conducen a la felicidad, de ambas cosas estoy igualmente seguro. Y este camino es bueno y el otro también lo es. Pero todos los caminos buenos deben ser despejados y derechos y estar iluminados por el sol, sin lodos ni pantanos, ni fuegos fatuos. La verdad es lo que importa y la sinceridad es lo que importa y la honradez.

Franke se había levantado al pronunciar estas palabras, y Botho, que le siguió cortésmente hasta la puerta, le dio aquí la mano.

—Y ahora, señor Franke, al despedirme le ruego una cosa, que salude usted de mi parte a la señora Dörr, si la ve y continúa la vieja amistad con ella y, sobre todo, que salude de mi parte a la buena señora Nimptsch. ¿Tiene todavía su gota y sus días de achaques, de los que tanto se quejaba?

—Eso se ha acabado.

—¿Cómo es eso? —preguntó Botho.

—Hace ya tres semanas que la hemos enterrado, señor barón. Justamente hoy hace tres semanas.

—¿Enterrado? —repitió Botho—. ¿Y dónde?

—Allí detrás del Rollkrug, en el nuevo cementerio de San Jacobo… Una buena mujer. Y lo que quería a Lene. Sí, señor barón, la abuela Nimptsch está muerta. Pero la señora Dörr, ésa vive todavía —y se echó a reír—, ésa vive todavía bastante. Y cuando venga, pilla bastante lejos, le daré sus saludos. Y ya veo lo que se va a alegrar. Usted ya la conoce, señor barón. Ya, ya, la señora Dörr…

Y Gideon Franke se quitó el sombrero una vez más y la puerta se cerró.