Capítulo XIX

Ya entre Berlín y Potsdam, echó Käthe las cortinas amarillas de la ventanilla de su departamento para protegerse de la luz cada vez más cegadora. Pero ese mismo día en la Luisenufer no se habían echado las cortinas y el sol de la mañana penetraba luminoso por la ventana de la señora Nimptsch y llenaba toda la habitación de luz. Sólo el fondo quedaba en sombras y en él se encontraba una cama anticuada con un montón de almohadas a cuadros blancos y rojos, unas encima de otras, sobre las que se recostaba la señora Nimptsch. Estaba más bien recostada que acostada, pues tenía hidropesía del pecho y padecía de fuertes afecciones asmáticas. Volvía la cabeza una y otra vez hacia la ventana abierta, pero más aún hacia la chimenea, en la que hoy no ardía ningún fuego.

Lene estaba sentada a su lado, con una de sus manos entre las suyas y cuando vio que la mirada de la vieja siempre iba en la misma dirección, dijo:

—¿Quieres que encienda el fuego, madre? Pensé que como estás ahí y tienes el calor de la cama y hace hoy tanto calor…

La vieja no dijo nada, pero a Lene le pareció que le gustaría tenerlo, así que fue hacia allí y, agachándose, encendió el fuego.

Cuando se volvió a acercar a la cama, sonrió la vieja satisfecha y dijo:

—Sí, Lene, hace calor. Pero tú ya sabes que necesito verlo. Y cuando no lo veo pienso que todo se ha acabado, no hay más vida ni más chispa. Y una tiene su miedo aquí.

Y al decir esto se llevó la mano al corazón.

—Ay, madre. Tú siempre estás pensando en la muerte. Y sin embargo, se te ha pasado tantas veces.

—Sí, hija, muchas veces se ha pasado, pero una vez ha de llegar y a los setenta puede llegar cualquier día. Mira, abre también la otra ventana para que entre más aire y el fuego arda mejor. Fíjate, ya no quiere tirar, echa un humo…

—Es por el sol, que está justo encima.

—Dame las gotas verdes que me trajo la Dörr. Siempre calman un poco.

Lene hizo lo que le había pedido y cuando hubo tomado las gotas pareció que la enfermera se sentía mejor y más aliviada. Apoyó la mano en la cama y se enderezó un poco más y cuando Lene le hubo puesto otra almohada en la espalda, dijo:

—¿Ha venido ya Franke?

—Sí, esta mañana temprano. Siempre pregunta antes de ir a la fábrica.

—Es un hombre muy bueno.

—Sí, lo es.

—Y lo de la secta…

—… no debe ser tan grave. Y casi creo que de ahí le vienen sus buenos principios.

La vieja sonrió.

—No, Lene, esos vienen del buen Dios. Y unos los tienen y otros no. Yo no acabo de creer que se puedan aprender ni enseñar. ¿Y todavía no te ha dicho nada?

—Sí, ayer tarde.

¿Y qué le has contestado?

—Le contesté que le aceptaba porque le considero un hombre honrado en el que se puede confiar, que no sólo cuidaría de mí, sino también de ti.

La vieja aprobaba moviendo la cabeza.

—Y —prosiguió Lene— cuando le dije eso, me cogió la mano y exclamó de buen humor: «¡Bueno, Lene, pues es cosa hecha!». Pero yo moví la cabeza y le dije que no fuera tan rápido, porque todavía tenía que confesarle algo. Y cuando preguntó qué, le conté que había tenido dos veces relaciones amorosas: el primero, bueno, tú ya lo sabes, madre, y que al primero le había tenido gran cariño y que al segundo le había querido mucho y todavía no le había olvidado. Pero que ahora estaba casado y era feliz y que no le había vuelto a ver, excepto una única vez y que tampoco quería volver a verle. Pero que a él, que tan bueno era con nosotras, había tenido que decirle todo esto, porque yo no quería engañar a nadie y menos a él…

—¡Jesús, Jesús! —la interrumpió la vieja lloriqueando.

—… Y después de esto se levantó y se fue a su casa. Pero pude ver claramente que no estaba enfadado. Sólo que no permitió que le acompañara, como otras veces, hasta la puerta del pasillo.

La señora Nimptsch daba claras muestras de temor y desasosiego, aunque en verdad no se podía saber si era por lo que acababa de oír o porque se ahogaba. Casi parecía que por esto último, pero de repente dijo:

—Lene, hija, así no estoy bastante alta. Ponme debajo el libro de cánticos.

Lene no dijo nada y fue a buscar el libro de cánticos. Pero cuando lo trajo dijo la vieja:

—No, ése no, ése es el nuevo. Quiero el viejo, el gordo con los broches metálicos.

Y sólo cuando Lene volvió con el grueso libro de cánticos continuó la vieja:

—Yo también se lo tuve que traer a mi difunta madre y era entonces casi una niña y mi madre no había cumplido aún los cincuenta y también estaba del pecho y se ahogaba y los grandes ojos asustados no paraban de mirarme fijamente. Pero cuando le puse bajo la almohada el libro de cánticos de Porst, que había tenido en la confirmación, se quedó tan calmada y se murió en paz. Y eso quisiera yo también. Ay, Lene, no es la muerte… pero el morirse… Así, así, Lene. Ay, ya me siento mejor.

Lene lloraba en silencio y, como veía que estaba cerca la última hora de la buena vieja, mandó a buscar a la señora Dörr con el recado de que «estaba muy mal y si quería venir». Ésta, a su vez, mandó el recado de que iría y efectivamente llegó a las seis a bombo y platillo, porque el silencio no era lo suyo, incluso aunque hubiera enfermos. Atravesó la habitación, pisando con tanta fuerza que hizo vibrar y tintinear todo lo que estaba sobre el fogón o arrimado a él, mientras se quejaba de que Dörr siempre estaba en la ciudad cuando tenía que estar en casa y en casa cuando ella quería que se fuera al diablo. Diciendo esto había tomado la mano de la enferma y preguntado a Lene si le había dado suficiente cantidad de gotas.

—Sí.

—¿Cuántas?

—Cinco… cinco cada dos horas.

La Dörr había asegurado que eso era muy poco y haciendo acopio de todos sus conocimientos de medicina había añadido que había dejado las gotas reposar quince días al sol y que si se tomaban como es debido sacaban el agua como una bomba, que el viejo Selke, allá en el Zoológico, estaba ya como un tonel y llevaba tres meses sin ver la cama, siempre sentao, tieso, en la silla y con todas las ventanas bien abiertas, pero que después de tomar las gotas durante cuatro días había sido como cuando se aprieta una vejiga de cerdo, visto y no visto, to p’afuera y se había quedao más blando que una breva.

Mientras decía esto la robusta mujer había hecho tomar a la vieja Nimptsch una doble dosis de su digital.

Lene, que ante este enérgico remedio fue asaltada por un doble y bien justificado temor, cogió su mantón y se dispuso a buscar un médico. Y la Dörr que generalmente estaba en contra de los «doctores», esta vez no se opuso.

—Ve —dijo— ya no puede durar mucho. Mira, aquí —y señaló a las aletas de la nariz—. Ahí está la muerte.

Lene se fue. Pero apenas podía haber llegado a la plaza de la iglesia de San Miguel cuando la vieja, que hasta entonces había estado semidormida, se incorporó y la llamó:

—Lene…

—Lene no está.

—¿Quién está ahí?

—Yo, abuela Nimptsch, yo, la señora Dörr.

—Ah, la señora Dörr, está bien. Venga aquí, aquí al banquillo.

La señora Dörr, que no estaba en absoluto acostumbrada a que le dieran órdenes, dio un respingo, pero era demasiado bondadosa para no obedecer y se sentó en el banquillo.

Y mira por donde, en el mismo momento empezó a decir la vieja:

—Quiero un ataúd amarillo, con guarnición azul. Pero no demasiado…

—Bien, señora Nimptsch.

—Y quiero que me entierren en el cementerio de San Jacobo, detrás del «Rollkrug…»[93]. Y lo más lejos posible, en dirección a Britz.

—Bien, señora Nimptsch.

—Y he ahorrado todo lo necesario, ya desde hace mucho, cuando aún podía ahorrar. Está en el cajón de más arriba. Y ahí está también la camisa y la camiseta y un par de medias blancas con una «N». Y entremedias está el dinero.

—Bien, señora Nimptsch. Todo se hará como usted ha dicho. ¿Hay alguna otra cosa?

Pero la vieja pareció ya no haber oído la pregunta de la señora Dörr y sin responder juntó las manos, miró hacia el techo con una expresión piadosa y apacible, y rogó:

—Dios bendito, que estás en el cielo, tómala bajo tu protección y recompénsale todo lo que ha hecho por esta pobre vieja.

—Ah, la Lene —dijo para sí la señora Dörr y agregó—: y el buen Dios lo hará, señora Nimptsch. Yo le conozco y no he visto perecer a nadie que fuera como la Lene y tuviera ese corazón y esas manos.

La vieja asintió con la cabeza y su rostro reflejaba la apacible visión de su alma.

Pasaron así unos minutos y cuando Lene volvió y llamó con los nudillos en la puerta del piso, la señora Dörr seguía sentada en el banquillo y tenía entre las suyas la mano de su vieja amiga. Y sólo ahora, al oír que llamaban, soltó la mano y se levantó para abrir.

Lene estaba aún sin aliento:

—Enseguida está aquí, enseguida viene…

Pero la Dörr sólo dijo:

—¡Ay, Señor, con los doctores! —y señaló a la muerta.