Era junio del 78. La señora von Rienäcker y la señora von Sellenthin habían estado pasando el mes de mayo con el joven matrimonio. Como se puede imaginar, la madre y la suegra, que cada día se empeñaban más en que habían encontrado a su Käthe más pálida, descolorida y apagada que otras veces, no habían dejado de insistir en que fuera a un especialista, con cuya ayuda y tras un reconocimiento ginecológico —carísimo, dicho sea de paso— se había convenido en que por el momento era imprescindible una estancia de cuatro semanas en el balneario de Schlangenbad. Después podría ir al de Schwalbach. Käthe se había echado a reír y no había querido saber nada del asunto y menos de Schlangenbad[86] pues «había algo inquietante en el nombre y se sentía ya la víbora en el pecho», pero finalmente había cedido encontrando en los preparativos iniciales del viaje una satisfacción superior a la que se prometía con la toma de aguas. Iba diariamente al centro a hacer compras y no se cansaba de asegurar que por primera vez estaba aprendiendo a comprender el tan solicitado y estimado «shopping» de las damas inglesas: que ir así de tienda en tienda y encontrar siempre cosas bonitas y personas corteses, era verdaderamente un placer y además instructivo, porque se veían tantas cosas que no se conocían, incluso de las que ni siquiera se había oído el nombre hasta entonces. Botho participaba generalmente de estas salidas a pie y en coche y, antes de que llegara la última semana de junio, la mitad del piso de los Rienäcker se había transformado en una exposición de efectos de viaje: abría la marcha una maleta gigantesca con guarnición de metal, que Botho, no sin cierta razón, llamaba el féretro de su fortuna; después seguían dos más pequeñas de piel de Rusia, junto a bolsos, mantas y almohadones y extendido sobre el sofá estaba el guardarropa de viaje, con una capa de viaje para protegerse del polvo, encima de todo, y un par de maravillosas botas de gruesa suela, como si se tratara de hacer una excursión a un glaciar.
El 24 de junio, el día de San Juan, debía comenzar el viaje, pero Käthe quiso reunir el día anterior el cercle intime una vez más en torno suyo y así habían sido invitados a una hora relativamente temprana Wedell, un joven Osten, y naturalmente también Pitt y Serge. Además Balafré, el preferido de Käthe, que había tomado parte en el gran ataque de la caballería en Mars-la-Tour, siendo entonces aún coracero de Halberstadt, y había recibido su sobrenombre[87] a causa de una herida verdaderamente monumental que le cruzaba la frente y la mejilla.
Käthe estaba sentada entre Wedell y Balafré y no tenía aspecto de necesitar especialmente tomar las aguas de Schangenbad ni de ningún otro balneario del mundo, tenía buen color, reía, hacía mil preguntas y cuando el preguntado comenzaba a hablar, se contentaba con un mínimo de respuesta. Realmente llevaba ella la conversación y a nadie le chocaba porque practicaba el arte de la amena charla trivial con verdadera maestría. Balafré le preguntó cómo se imaginaba que sería su vida durante los días de la cura, pues Schlangenbad no era sólo famoso por su virtud curativa sino mucho, mucho más por su aburrimiento. Y cuatro semanas de aburrimiento termal eran demasiado, incluso en las más favorables condiciones curativas.
—Oh, querido Balafré —dijo Käthe—, no debe usted asustarme y tampoco lo haría si supiera todo lo que Botho ha hecho por mí. Me ha puesto ocho tomos de novelas cortas, eso sí, en el fondo de la maleta, y para que mi fantasía no se excite de modo adverso al tratamiento, me ha puesto además un libro de piscicultura.
Balafré se echó a reír.
—Sí, usted se ríe, querido amigo, y sin embargo, sólo sabe la parte secundaria; la parte fundamental (pues Botho no hace nada sin causa y razón) es su motivación. Naturalmente, sólo era una broma lo que he dicho antes de que mi fantasía no sufriría daño alguno con ayuda de la piscicultura. Lo serio del asunto consiste en que debo leer cosas de éstas, por ejemplo este folleto, por motivos de patriotismo local, pues la Nueva Marca, nuestra afortunada patria común, es desde hace tiempo semillero y cuna de la piscicultura y sin saber nada de este nuevo factor alimenticio, tan importante desde el punto de vista de la economía nacional, no me podría dejar ver al otro lado del Oder, en el distrito de Landsberg mucho menos en Berneuchen, donde está mi primo Borne.
Botho quiso tomar la palabra, pero ella se la quitó y continuó:
—Ya sé lo que vas a decir y que para el peor de los casos tengo por lo menos con las ocho novelas. Cierto, cierto, eres siempre tan horriblemente precavido. Pero yo creo que «el peor de los casos» no ha de llegar, pues ayer mismo tuve una carta de mi hermana Ine, que me escribe que Anna Grävenitz está también allí desde hace ocho días. Usted ya la conoce, Wedell, de la familia Rohr, una rubia encantadora con la que estuve en la residencia de la vieja Zülow, incluso en la misma clase. Y aún me acuerdo de cómo las dos juntas sentíamos un enorme entusiasmo por nuestro adorado Félix Bachmann[88] e incluso le hacíamos versos hasta que la buena señora Zülow nos dijo que no permitía semejante tontería. Y Elly Winterfeld, según me dice Ine, seguramente va también. Y ahora yo me digo que, en compañía de dos encantadoras señoras jóvenes —y yo haciendo el número tres, aunque no me pueda ni comparar con las otras dos— en tan buena compañía, digo yo que se podrá vivir, al fin y al cabo. ¿No es verdad, querido Balafré?
Éste se inclinó haciendo unas grotescas muecas que querían expresar su aprobación en todo, menos en lo referente a la afirmación de que ella podía ser menos que cualquier otra persona en el mundo, pero no por eso dejó de reanudar su interrogatorio inicial y dijo:
—¡Si me pudiera usted dar algunos detalles, señora! El detalle, por así decirlo, el minuto decide nuestra dicha y desdicha. ¡Y el día tiene tantos minutos!
—Bueno, yo me lo imagino así. Por las mañana, cartas. Después, concierto al aire libre y paseo con las dos señoras, a ser posible por una alameda solitaria. Luego nos sentamos y nos leemos las cartas, que espero que hayamos recibido, y nos reímos si él es cariñoso escribiendo y decimos «vaya, vaya». Y luego viene el baño y después del baño la toilette, naturalmente con cuidado y esmero, lo que en Schlangenbad no puede ser menos entretenido que en Berlín. Más bien al contrario. Y entonces vamos a la mesa y tenemos a un viejo general a la derecha y a un rico industrial a la izquierda y por los industriales he sentido desde niña predilección. Una predilección de la que no me avergüenzo. Pues o bien han inventado planchas de blindaje o han colocado telégrafos submarinos o han perforado un túnel o han construido un ferrocarril elevado. Y por lo general son ricos, lo que tampoco desprecio. Y después de comer, sala de lectura y café con las persianas bajadas, de modo que las luces y las sombras siempre le bailan a uno sobre el periódico. Y después un paseo. Y quizá, si tenemos suerte, hasta se han perdido por allí un par de caballeros de Frankfurt o Mainz y cabalgan al lado de nuestro coche, y, esto tengo que decírselo, señores, frente a los húsares, tanto rojos como azules, no tienen ustedes nada que hacer y, desde mi punto de vista militar, es y seguirá siendo un craso error el que se haya doblado a los Dragones de la Guardia mientras que los Húsares de la Guardia se han dejado sin doblar, por así decirlo. Y aún me parece más incomprensible que se les dejé allá lejos[89]. Algo tan elegante debe estar en la capital.
Botho, que empezaba a sentirse incómodo ante la enorme locuacidad de su mujer, intentó poner término a su charlatanería por medio de pequeñas bromas. Pero sus invitados eran mucho menos críticos que él, incluso se divertían más que nunca con la «encantadora mujercita» y Balafré, que estaba a la cabeza de los admiradores de Käthe, dijo:
—Rienäcker, si dice usted una palabra más contra su mujer, es usted hombre muerto. Señora, ¿pero qué es lo que quiere este ogro de marido? ¿Qué es lo que critica? Yo no lo sé, y al final voy a tener que pensar que se siente ofendido en su amor propio de Caballería pesada[90] y, perdón por el chiste, que pierde los estribos por su arnés. Rienäcker ¡por favor! Si yo tuviera una mujer como la suya cada capricho suyo sería una orden para mí y si la señora quisiera que me hiciera Húsar, pues me haría Húsar inmediatamente y basta. Pero una cosa sé con seguridad y apostaría mi vida y mi honor por ello, si Su Majestad pudiera oír tan elocuentes palabras, los Húsares de la Guardia no tendrían allí un momento de calma, estarían mañana ya en el acuartelamiento de Zehlendorf[91] y pasado mañana estarían entrando aquí por la Puerta de Brandemburgo ¡Oh, esta familia Sellenthin, por la que cogiendo la ocasión por los pelos, alzo mi copa, una, dos y hasta tres veces en este primer brindis! ¿Por qué no tiene usted otra hermana, baronesa? ¿Por qué se ha prometido ya la señorita Ine? Antes de tiempo y, en cualquier caso, a despecho mío.
Käthe estaba feliz con estos pequeños halagos y aseguró que a pesar de que Ine efectivamente estaba ya irremisiblemente perdida para él, haría todo lo posible, aun cuando bien sabía que hablaba así sólo por hablar, como buen solterón empedernido. Pero a continuación dejó las bromas con Balafré y reanudó la conversación sobre el viaje, deteniéndose sobre todo en el tema de cómo se imaginaba que debía ser la correspondencia. Como no podía menos de repetir, esperaba recibir una carta diaria, pues ese era el deber de un amante esposo, pero por su parte ya vería y sólo al principio darías señales de vida de parada en parada. Esta propuesta fue aplaudida, incluso por Rienäcker, y finalmente se modificó en el sentido de que en efecto escribiría una tarjeta en cada una de las paradas principales hasta Colonia, por donde pasaba a pesar de suponer una vuelta, pero que todas las tarjetas, tanto si eran pocas como muchas, las metería en el mismo sobre. Esto tendría la ventaja de que podría hablar libremente sobre sus compañeros de viaje, sin temor a empleados de correos o carteros.
Después de la comida tomaron el café en la terraza, con ocasión de lo cual Käthe, después de haberse resistido un rato, se presentó con su atuendo de viaje, con sombrero estilo Rembrandt[92] y capa para protegerse del polvo y bolso de viaje colgado al hombro. Estaba encantadora. Balafré estaba más embelesado que nunca y le rogó que no se sorprendiera demasiado si al día siguiente le encontraba como compañero de viaje, temerosamente acurrucado en una esquina del departamento.
—Suponiendo que le den permiso —se echó a reír Pitt.
—O que deserte —agregó Serge—, lo que en verdad haría perfecto el homenaje.
Continuaron charlando todavía durante un rato. Después se despidieron de los amables anfitriones y decidieron seguir juntos hasta el puente de la Plaza de Lützow. Aquí se dividieron en dos grupos y mientras Balafré, junto a Wedell y Osten, continuó paseando a lo largo del canal, Pitt y Serge, que querían ir aún a Kroll, se dirigieron hacia el Tiergarten.
—Encantadora criatura esta Käthe —dijo Serge—. Rienäcker resulta a su lado algo prosaico y a veces pone un gesto tan avinagrado y sabelotodo como si tuviera que disculpar delante de todo el mundo a su mujer, que, bien visto, es realmente más lista que él.
Pitt guardó silencio.
—¿Y a qué va a Schwalbach o Schlangenbad? —continuó Serge—. No sirve para nada y si sirve, es generalmente de una manera muy especial.
Pitt le miró de reojo:
—Me parece, Serge, que te rusificas cada día más, o lo que es lo mismo, que cada día te adaptas más a tu nombre.
—Todavía no lo suficiente. Pero, bromas aparte, amigo mío, una cosa es en serio en este asunto: Rienäcker me fastidia. ¿Qué tiene contra la encantadora mujercita? ¿Lo sabes?
—Sí.
—¿Y bien?
—She is rather a little silly. O si lo quieres oír en nuestro idioma: es un poco tonta. En cualquier caso, demasiado para él.