Habían pasado tres años y medio desde aquel encuentro, durante los cuales algunas cosas habían cambiado en el círculo de nuestros conocidos y amigos, excepto en la Landgrafenstrasse.
Aquí continuaba reinando el mismo buen humor, la alegría de la luna de miel se había mantenido y Käthe seguía riéndose. Lo que quizá hubiera entristecido a otras señoras jóvenes, que la pareja seguía siendo solamente una pareja, no era en ningún momento doloroso para Käthe. Vivía tan a gusto y encontraba tal satisfacción en charlar, ataviarse, en montar a caballo y pasear en coche, que más bien que desearlo le asustaba un cambio de su modo de vida. El sentido de la familia, por no hablar del anhelo de ésta, no había brotado aún en ella y cuando su madre en una carta le hizo una observación al respecto, le contestó Käthe de un modo bastante heterodoxo: «No te preocupes, mamá. El hermano de Botho ya se ha prometido también, dentro de medio año será la boda, y yo le dejo con gusto a mi futura cuñada el que se cuide de la continuidad del linaje de los Rienäcker».
Botho lo veía de otro modo, pero su felicidad tampoco se veía sensiblemente turbada por lo que faltaba y cuando, a pesar de eso, de vez en cuando le asaltaba la melancolía, era sobre todo, como en su viaje de novios a Dresde, porque si bien con Käthe se podía cruzar una palabra medianamente razonable, era imposible hablar en serio. Era entretenida y a veces hasta podía llegar a tener ocurrencias felices, pero incluso lo mejor que decía era superficial y pueril, como si careciera de la capacidad de distinguir entre cosas importantes e insignificantes. Y lo peor era que ella consideraba todo esto como un mérito, se vanagloriaba de ello y no pensaba en cambiar. «Pero Käthe, Käthe», exclamaba Botho entonces y en esta exclamación dejaba asomar algo de reconvención, pero el buen carácter de ella siempre conseguía desarmarlo, hasta tal punto que a él mismo le parecía que sus pretensiones eran casi una pedantería.
A menudo aparecía ante su mente la imagen de Lene, con su sencillez, sinceridad y naturalidad, pero volvía a desaparecer con la misma rapidez y sólo cuando la casualidad volvía a evocar en él un incidente determinado con toda intensidad, esta mayor intensidad de la imagen le producía un sentimiento más vivo y a veces incluso daba lugar a una situación embarazosa.
Una de estas casualidades tuvo lugar en el primer verano, cuando el joven matrimonio, a la vuelta de una comida en casa del conde Alten, estaba sentado en la terraza y tomaba un té. Käthe estaba recostada en su silla y escuchaba a Botho que le leía un artículo del periódico sobre impuestos parroquiales, salpicado de abundantes números. Realmente entendía poco de la lectura, tanto menos cuanto que las cifras la distraían, pero escuchaba bastante atenta, porque todas las señoritas de la Marca pasan la mitad de su juventud «con predicadores», lo que les hace mantener el interés por los asuntos parroquiales, y eso sucedía hoy también. Finalmente empezó a atardecer y en el mismo momento en que oscurecía comenzó el concierto en el «Zoológico» y hasta ellos llegaron los sones de un encantador vals de Strauss.
—Escucha, Botho —dijo Käthe levantándose mientras, llena de alegría, añadía—. Ven, vamos a bailar.
Y sin esperar su aprobación, le hizo levantarse de la silla y entró bailando con él en la gran habitación de la terraza y allí dio un par de vueltas más. A continuación le dio un beso y dijo, estrechándose contra él:
—¿Sabes, Botho? Nunca he bailado de un modo tan maravilloso como ahora, ni siquiera en mi primer baile, que fue en casa de la Zülow, sí, lo confieso, antes de hacer la confirmación. El tío Osten me llevó bajo su responsabilidad y mamá no lo sabe aún. Pero ni siquiera entonces fue tan hermoso como hoy. Y eso que el fruto prohibido es el más bello. ¿No es cierto? Pero no dices nada, hasta estás turbado, Botho. Vaya, te he vuelto a pillar otra vez.
Él intentó, lo mejor que pudo, decir algo, pero ella no le dejó hacerlo.
—De verdad, creo, Botho, que mi hermana Ine te ha encandilado y no admito que quieras consolarme diciendo que aún es una pollita o no mucho más. Ésas son siempre las más peligrosas. ¿No es así? Bueno, haré que no he visto nada y os lo permito a ella y a ti. Pero de las historias viejas, muy viejas, siento celos, muchos, muchos más celos que de las nuevas.
—¡Qué cosa más rara! —dijo Botho, e intentó reír.
—Y sin embargo, a fin de cuentas, no es tan raro como parece —continuó Käthe—. Mira, las historias nuevas las tiene uno siempre más o menos a la vista y tiene que tratarse de algo verdaderamente grave y de un verdadero maestro en el engaño para que una no note absolutamente nada y sea totalmente engañada. Pero las historias viejas, ahí no hay control posible, puede haber más de mil y apenas si se ve.
—Pero ojos que no ven…
—Corazón que sí siente. Pero dejemos esto y mejor será que sigas leyéndome el periódico. Todo el tiempo he estado pensando en nuestros Kluckhuhn. La buena mujer no lo entiende y el mayor va a estudiar ahora.
Episodios como estos ocurrían con cierta frecuencia y evocaban en el alma de Botho la imagen de Lene junto a la del pasado, pero a ella misma no la vio, lo que le llamaba la atención, pues sabía que eran casi vecinos.
Le llamaba la atención y sin embargo, le habría sido fácilmente explicable si se hubiera enterado en su momento de que la señora Nimptsch y Lene ya no vivían en el lugar de entonces. Y, en efecto, así era. Desde el día en que Lene se había encontrado a los recién casados en la Lützowstrasse, había dicho a su madre que no podía seguir en la casa de los Dörr y como la abuela Nimptsch, que generalmente no llevaba la contraria, meneara la cabeza y con los ojos llenos de lágrimas no dejara de señalar al hogar, Lene le había dicho:
—Madre, tú ya me conoces. No te voy a quitar tu hogar ni tu fuego, volverás a tenerlo todo. He ahorrado el dinero para ello y si no lo tuviera trabajaría hasta juntarlo. Pero tenemos que irnos de aquí. No resisto el tener que pasar todos los días por ahí, madre. No le envidio su felicidad, es más, me alegro de que sea dichoso, Dios es testigo, pues ha sido un hombre bueno y cariñoso y ha vivido para mí, sin chispa de orgullo ni humos de gran señor. Y para decirlo claramente, aunque no puedo soportar a los señores finos, un verdadero noble, uno de los que de verdad tienen el corazón en su sitio. Sí, mi querido Botho, que seas feliz, tan feliz como te mereces. Pero yo no lo puedo ver, madre. Tengo que irme lejos de aquí, porque en cuanto dé diez pasos voy a pensar que está delante de mí. Y entonces no paro de temblar. No, no, eso no puede ser. Pero tú tendrás tu hogar. Te lo prometo yo, tu Lene.
Después de esta conversación, había cedido la vieja en su oposición y también la señora Dörr había dicho:
—Por supuesto, tenéis que mudaros. Y me alegro por el viejo avaro del Dörr. Siempre me ha estado gruñendo que pagábais muy poco y que no sacaba ni para impuestos y reparaciones. Se va a poner contento ahora cuando tenga todo vacío. Y así será. Porque a ver quién se va a meter en esta casa de muñecas, donde todos los gatos se asoman a la ventana y no hay agua ni tuberías. Vaya, pues claro que sí. Tenéis un plazo de tres meses para rescindir el contrato y para la Pascua de Resurrección os podéis ir, por más vueltas que le quiera dar. Y me alegro de verdad. Sí, Lene, así soy de mala. Pero yo también tengo que pagar por alegrarme de su fastidio. Porque cuando tú no estés, niña, ni la buena señora Nimptsch con su fuego y su tetera y su agua hirviendo, entonces, Lene, ¿qué me queda? Sólo él y Sultán y el bobo del chico, que cada vez está más bobo. Y naide más. Y cuando hace frío y cae la nieve, a veces es esto como para hacerse católico de tanto estar solos y sentaos sin rechistar.
Estos habían sido los primeros tratos, una vez que Lene había tomado la decisión de mudarse, y cuando llegó la Pascua, vino efectivamente un carro de mudanzas para cargar los trastos que había. El viejo Dörr se había comportado hasta el último momento sorprendentemente bien y tras una solemne despedida habían metido a la señora Nimptsch en un simón, con su ardilla y su jilguero, y la habían llevado a la Luisenufer[81], donde Lene había alquilado en la tercera planta un pisito espléndido y no sólo había comprado un par de muebles nuevos sino que, recordando su promesa, se había ocupado sobre todo de que se construyera una chimenea junto a la gran estufa del cuarto delantero. El propietario había puesto al principio todo tipo de dificultades «porque una obra así estropea la estufa». Sin embargo, Lene había insistido explicándole los motivos, lo que había causado una gran impresión en el propietario, un viejo y honrado carpintero que gustaba de estas cosas, impulsándole a ceder.
Las dos vivían ahora de un modo bastante parecido a como habían vivido en la casa del huerto de los Dörr, con la única diferencia de que ahora estaban en un tercer piso y en lugar de ver las fantásticas torres de la casa de los elefantes, veían la bonita cúpula de la iglesia de San Miguel. Sí, la vista de que disfrutaban era encantadora y tan despejada y hermosa que incluso influyó en las inveteradas costumbres de la anciana Nimptsch y la indujo a no estar ya solo sentada en el taburete, junto al fuego, sino a sentarse también, cuando hacía sol, ante la ventana abierta, donde Lene había hecho construir un poyo. Todo esto sentaba a la anciana señora Nimptsch extraordinariamente bien y también le hizo mejorar su salud, de modo que desde el cambio de vivienda sufría menos de reumatismo que en la casa del huerto de los Dörr que, pese a su poética situación, no había sido mucho mejor que un sótano.
Por lo demás, no pasaba una semana sin que la señora Dörr, a pesar de la enorme distancia, no viniera del Zoológico a la Luisenufer únicamente «a ver cómo estaban». Como todas las esposas berlinesas, hablaba entonces exclusivamente de su marido, generalmente empleando un tono como si el matrimonio con él hubiera sido uno de los más desiguales y en el fondo algo casi inexplicable. En realidad, no sólo se sentía extraordinariamente a gusto y contenta, sino que también se alegraba de que Dörr fuera precisamente como era. Pues de ello sólo obtenía ventajas, la primera la de enriquecerse cada vez más y la segunda —para ella igualmente importante— la de poder ponerse continuamente por encima del viejo avaro y hacerle reproches por su mezquino carácter, sin peligro de cambios ni pérdidas de fortuna. Sí, Dörr era el tema principal de estas conversaciones y Lene, si no estaba en la tienda de Goldstein o en otro sitio en el centro, se reía siempre de todo corazón y tanto más francamente cuanto que, como la Nimptsch, se había recuperado a ojos vista desde la mudanza. Como se puede imaginar, la instalación de la casa, las compras y las reparaciones la habían apartado desde el principio de sus cavilaciones, y lo que aún era más importante, y había sido de verdadero provecho para su salud y recuperación, era que ya no tenía por qué temer ningún encuentro con Botho. ¿Quién iba a venir a la Luisenufer? Botho, desde luego, no. Todo esto se unió para volver a darle un aspecto realtivamente alegre y lozano, y solamente había quedado una cosa que también exteriormente recordaba las luchas pasadas: un mechón de canas que le salía de la frente. La abuela Nimptsch no lo notó o no le dio importancia, pero la señora Dörr, que a su modo iba con la moda y sobre todo estaba enormemente orgullosa de su trenza auténtica, vio en seguida el blanco mechón y dijo a Lene:
—Dios mío, Lene. Y en el lao izquierdo. Pero, claro… ahí es donde está… tiene que ser a la izquierda.
Fue poco después de la mudanza cuando tuvo lugar la conversación. Si no, por lo general, no se mencionaba a Botho ni a los tiempos pasados, lo que tenía sencillamente su causa en que Lene, siempre que la conversación se acercaba especialmente a este tema, cortaba rápidamente o salía de la habitación. Cuando esto se repitió una y otra vez, la Dörr lo tuvo presente y se mantuvo en silencio respecto a aquello de lo que evidentemente no se quería hablar ni oír hablar. Siguieron así las cosas durante un año y cuando el año hubo transcurrido, había surgido otro motivo que no parecía aconsejar el volver a las historias pasadas. Al lado, pared con pared con la Nimptsch, había un nuevo inquilino que, dando importancia desde el principio a la buena vecindad, prometía convertirse pronto en algo más que un buen vecino. Pasaba todas las tardes a charlar un rato, de modo que a veces recordaba los tiempos en los que Dörr estaba sentado en su banquillo y fumaba su pipa. Sólo que el nuevo vecino era muy distinto en muchas cosas: un hombre formal y bien educado, de modales no precisamente elegantes, pero sí correctos, y un buen conversador que, cuando Lene estaba presente, sabía hablar de todo tipo de asuntos municipales, de escuelas, fábricas de gas y canalización y a veces también de sus viajes. Tampoco le disgustaba si alguna vez estaba solo con la vieja, y jugaba con ella al mentiroso o a las damas o le ayudaba a hacer un solitario, aunque en realidad aborrecía las cartas. Pues era adepto a las sectas religiosas, y después de haber destacado primero con los menonitas[82] y luego con los irvingnianos[83] habían fundado recientemente una secta independiente.
Como se puede imaginar, todo esto despertó la más viva curiosidad en la señora Dörr, que no se cansaba de hacer preguntas y alusiones, pero sólo cuando Lene estaba ocupada con los quehaceres de la casa o haciendo todo tipo de recados en el centro.
—Dígame usted, querida señora Nimptsch, pero ¿realmente qué es? He estao mirando en el anuario[84], pero ahí no está; Dörr tiene siempre sólo el del año anterior. ¿Se llama Franke?
—Sí, Franke.
—Franke. Hubo uno en la calle de Ohm, maestro tonelero, que sólo tenía un ojo, es decir, el otro también lo tenía, pero completamente blanco y parecía talmente una vejiga de pez. ¿Y de qué cree usted que era? De un aro, que cuando lo quiso poner, saltó y se le clavó la punta en el ojo. De eso era. ¿Si será familia de éstos?
—No, señora Dörr, él no es de aquí, es de Bremen.
—¡Ah! Bueno, entonces es muy natural.
La señora Nimptsch asintió con un movimiento de cabeza, sin pedir más a aclaraciones sobre esta afirmación de naturalidad, y continuó por su parte:
—Y de Bremen a América se tarda sólo quince días. Allí se fue. Y era algo así como hojalatero o cerrajero o mecánico, pero cuando vio que no le iba bien, se hizo doctor e iba de un lado a otro con frasquitos y, por lo visto, también predicaba. Y como predicaba tan bien le contrataron los… vaya, ya se me ha vuelto a olvidar. Pero creo que son gentes muy piadosas y también muy honradas.
—¡Ay, Dios mío! —dijo la señora Dörr—. No habrá sido… vaya, ¿cómo se llaman los que tienen tantas mujeres, siempre seis o siete a la vez y algunos aún más?[85] No sé lo que hacen con tantas.
Era un tema que ni pintado para la señora Dörr. Pero la Nimptsch tranquilizó a su amiga y dijo:
—No, querida Dörr, es distinto. Al principio yo también pensé algo así, pero entonces él se echó a reír y dijo: «Dios me libre, señora Nimptsch. Soy soltero y si me caso, creo que una es suficiente».
—Bueno, se me quita un peso de encima —dijo la Dörr—. ¿Y qué pasó después? Quiero decir, en América.
—Bueno, pues después fue todo muy bien y no tardaron mucho en arreglársele las cosas. Pues lo que es las gentes piadosas, se ayudan siempre unas a otras. Y volvió a tener clientes y a trabajar otra vez en su antiguo oficio y todavía lo ejerce, está en una fábrica grande, aquí en la Köpenikkerstrasse, donde hacen tubos pequeños y mecheros y llaves y todo lo que hace falta pa el gas. Y ahí él es el superior, como un hombre capataz o maestro de obras, y tiene a unos cien a sus órdenes. Y es un hombre muy respetable con chistera y guantes negros, y también tiene un buen sueldo.
—¿Y Lene?
—Bueno, Lene le aceptaría y en realidad ¿por qué no? Pero no puede tener la boca cerrá y si él viene y le dice algo, se lo contará todo, todas las historias pasadas, primero la de Kuhlwein, y eso que ha pasao ya tanto tiempo desde entonces que parece como si no hubiera ocurrido, y luego lo del barón. Y Franke, pa que usted lo sepa, es un hombre fino y honrado y en realidad es ya un caballero.
—Tenemos que quitárselo de la cabeza. No hace falta que él lo sepa todo; además ¿pa qué? Nosotras tampoco lo sabemos todo.
—Sí, sí. Pero la Lene…