A mediados de septiembre había tenido lugar la boda en la finca Rothenmoor de los Sellenthin; el tío Osten, que por lo general no era ningún orador, había pronunciado un viva a los novios en el brindis sin duda el más largo de su vida, y al otro día el Diario de la Cruz había traído entre sus demás ecos de sociedad el siguiente: «El barón Botho de Rienäcker, primer teniente en el Regimiento de Coraceros del Emperador y la baronesa Käthe de Rienäcker, de soltera Sellenthin, tienen el honor de participar su enlace matrimonial, celebrado en el día de ayer». El Diario de la Cruz no era evidentemente el periódico que entraba en la vivienda del jardinero Dörr ni en sus dependencias, pero a la mañana siguiente llegó una carta dirigida a la señorita Magdalene Nimptsch, en la que no había nada más que el recorte de periódico con el anuncio del matrimonio. Lene se estremeció, pero se rehizo más rápidamente de lo que posiblemente había esperado el remitente, con toda seguridad una envidiosa compañera. Se podía deducir que venía de tal parte por el tratamiento de «distinguida señorita». Pero precisamente esta malicia extra, que debería duplicar el doloroso golpe, le sirvió a Lene para atenuar el amargo sentimiento que si no esta noticia le habría causado.
Botho y Käthe von Rienäcker habían partido el mismo día de bodas hacia Desdre, después de que ambos habían resistido felizmente a la seducción de un viaje de visitas familiares por la Nueva Marca. Y verdaderamente no tenían motivo para arrepentirse de su decisión, sobre todo Botho, que cada día se felicitaba no sólo por su estancia en Dresde, sino más bien por la posesión de su joven esposa, que no parecía conocer caprichos ni mal humor. En efecto, estaba todo el día riendo y su carácter era tan luminoso y claro como su rubio cabello. Con todo se divertía y a todo le sacaba el lado alegre. En el hotel en que vivían había un camarero con un tupé que parecía una cresta de ola a punto de romper, y este camarero y su peinado eran su diversión diaria, hasta tal punto que, aunque en general no tenía un ingenio especial, no paraba de encontrar imágenes y comparaciones. Botho se divertía también y reía francamente, hasta que de repente empezó a entremezclarse en su risa algo de reparo e incluso de malestar. Pues se percató de que, independientemente de lo que ocurriera o llegara a ver, Käthe solamente se interesaba por lo pequeño y ridículo. Y cuando, tras una feliz estancia de unos quince días, emprendieron el viaje de vuelta a Berlín, ocurrió que una corta conversación, mantenida inmediatamente después de comenzar el viaje, le dio absoluta seguridad sobre este aspecto del carácter de su mujer. Tenían un cupé para los dos y cuando, desde el puente sobre el Elba, volvieron una vez más la vista atrás para mandar un saludo a la parte antigua de Dresde y a la cúpula de la iglesia de Nuestra Señora, dijo Botho, tomando su mano:
—Y ahora dime, Käthe, ¿qué ha sido realmente lo más bonito de Dresde?
—Adivínalo.
—Bueno, eso es difícil, porque tú tienes tus propios gustos y no te puedo venir con música sacra ni la Madonna de Holbein[76].
—No. En eso tienes razón. Y no quiero hacer esperar ni atormentarse a mi riguroso señor. Ha habido tres cosas que me encantaron: en primer lugar, la confitería de al lado del Viejo Mercado, en la esquina de la calle de Scheffel, con los maravillosos pastelillos y el licor. Estar allí sentados…
—Pero, Käthe, si no podía uno sentarse, apenas si se podía estar de pie y era como si hubiera que conquistarse cada bocado.
—Precisamente. Precisamente por eso, querido mío. Todo lo que uno tiene que conquistarse…
Y se apartó y jugó en broma a hacerse la enfadada, hasta que él le dio un beso cariñoso.
—Ya veo —le dijo riendo— que al final estás de acuerdo conmigo y, como recompensa, oye lo segundo y lo tercero. Lo segundo ha sido el teatro de verano al aire libre, donde vimos a «Monsieur Herkules» y Knaak[77] tamborileó la marcha de Tannhäuser sobre una desvencijada y vieja mesa de whist. No he visto nada tan cómico en toda mi vida y tú seguramente tampoco. Era para morirse de risa… Y lo tercero… Bueno, lo tercero era «Baco sobre el macho cabrío» en la Galería Verde y el «perro que se rasca» de Peter Vischer[78].
—Ya me imaginaba yo algo así, y cuando el tío Osten se entere te dará la razón y te querrá aún más que antes y a mí me repetirá más a menudo: «Te digo, Botho, que Käthe…
—¿Y no debe hacerlo?
—¡Oh, naturalmente que sí!
Y con esto se interrumpió durante unos minutos la conversación, cuyos ecos, pese al amor y la ternura con que miraba a su joven mujer, resonaban en el alma de Botho con cierto desasosiego. La joven, sin embargo, no tenía idea de lo que pasaba en el alma de su marido y dijo sólo:
—Estoy cansada, Botho. Tantos cuadros. Se nota después. Pero —el tren se paró en ese momento—, ¿qué es ese ruido y jaleo de ahí fuera?
—Es un lugar de recreo de Dresde, Kötzschenbroda, creo.
—¿Kötzschenbroda? ¡Qué gracioso!
Y mientras el tren continuaba su marcha, se tendió y pareció cerrar los ojos. Pero no dormía y por entre las pestañas miraba al hombre amado.
En la Landgtafenstrasse, que entonces aún sólo tenía una fila de casas, había amueblado la madre de Käthe entretanto la casa y cuando, a comienzos de octubre, la joven pareja regresó a Berlín se quedaron encantados con el confort que encontraron. En las dos habitaciones que daban a la calle, cada una con su chimenea, habían encendido el fuego, pero la ventana y la puerta estaban abiertas, pues el otoño era suave y el fuego ardía sólo por la posible corriente y para que hiciera un bello efecto. Pero lo más bonito era la gran terraza con su amplio toldo, bajo el cual se tenía al frente una despejada vista que, tras el primer plano del bosquecillo de abedules y el jardín Zoológico, llegaba al fondo hasta el extremo norte de Grünewald.
Käthe estaba entusiasmada y aplaudió ante esta espléndida vista, abrazó a la mamá, besó a Botho y de pronto señaló a la izquierda, donde entre algunos álamos y sauces se veía una torre de tejas[79].
—Mira, Botho, qué gracioso. Es como si estuviera tres veces inclinada. Y el pueblo de al lado, ¿cómo se llama?
—Creo que Wilmersdorf —balbuceó Botho.
—Pues bueno, Wilmersdorf. Pero ¿qué significa eso de «creo»? Tú bien sabrás cómo se llaman los pueblos de aquí alrededor. Mira, mamá, ¿no pone una cara como si nos hubiera revelado un secreto de estado? No hay nada más gracioso que estos hombres.
Y diciendo esto abandonaron la terraza para hacer la primera comida «en famille» en el cuarto de atrás: sólo la madre, los recién casados y Serge, que era el único invitado.
El piso de los Rienäcker no estaba ni a mil pasos de la casa de la señora Nimptsch. Pero Lene no lo sabía y pasaba a menudo por la Landgrafenstrasse, lo que habría evitado si hubiera tenido la más mínima sospecha de esta proximidad.
Sin embargo, no tardó mucho en dejar de ser un secreto para ella.
Era ya la tercera semana de octubre y sin embargo era aún como en verano y el sol calentaba tanto que apenas se notaba que el aire era algo más cortante.
—Hoy tengo que ir al centro, madre —dijo Lene—. Me ha escrito Goldstein[80]. Quiere hablar conmigo sobre un dibujo que hay que bordar en la ropa de la Princesa de Waldeck y aprovecharé el estar en la ciudad para ir a ver a la señora Demuth a la Vieja Jakobstrasse. Si no, acaba una por no tener amigos. Pero al mediodía estoy otra vez aquí. Le diré a la señora Dörr que se dé una vuelta por aquí a verte.
—Déjalo, Lene, déjalo. Prefiero estar sola y la Dörr habla demasiado y siempre de su marido. Y además tengo mi fuego. Y si el jilguero canta, eso me basta. Pero si me quieres traer una bolsa de caramelos para la tos, tengo la garganta irritada y los caramelos la alivian tanto…
—Está bien, madre.
Y con esto había salido Lene de la tranquila casita y bajando primero la Kurfürstenstrasse y luego la Potsdamerstrasse, se dirigió al Spittelmarkt, donde los hermanos Goldstein tenían su tienda. Todo se desarrolló como había pensado y casi era el mediodía cuando volviendo a casa, en lugar de la Kurfürstenstrasse prefirió ir por la Lützowstrasse. El sol le hacía bien y el ajetreo que había en la Plaza de Magdeburgo, en la que ese día había mercado y los vendedores estaban haciendo ya los preparativos para marcharse, le complació tanto que se quedó parada contemplando el barullo lleno de colorido. Estaba como ensimismada observándolo y sólo volvió bruscamente a la realidad cuando los bomberos pasaron junto a ella a toda velocidad, haciendo un ruido espantoso.
Lene escuchó hasta que el ruido de las campanillas se perdió en la lejanía y entonces miró a la izquierda hacia el reloj de la torre de la iglesia de los Doce Apóstoles.
—Las doce en punto —dijo—. Es hora de que me dé prisa, se intranquiliza siempre que llego más tarde de lo que ella piensa.
Y continuó pues por la Lützowstrasse, hacia la plaza del mismo nombre. Pero de repente se paró y no supo a dónde dirigirse, pues a muy poca distancia reconoció a Botho, que, con una dama joven y hermosa del brazo, venía derecho hacia ella. La joven señora hablaba con viveza y al parecer de cosas muy divertidas, pues Botho no cesaba de reír, mientras la miraba. A esta circunstancia agradeció Lene el no haber sido descubierta desde hacía rato y, rápidamente decidida a evitar un encuentro con él a cualquier precio, se apartó a la derecha de la acera y se acercó al primer gran escaparate que encontró, ante el que había una chapa cuadrada de hierro con estrías, probablemente para cubrir la entrada de un sótano aquí situado. El escaparate mismo era el de una droguería corriente, con la composición habitual de velas de estearina y frascos para variantes en vinagre, nada especial, pero Lene se lo quedó mirando como si nunca hubiese visto nada semejante. Y verdaderamente era el momento justo, pues en ese preciso instante pasaron los recién casados a su lado, casi rozándola, y no se le escapó ninguna palabra de la conversación que ambos mantenían.
—Käthe, no hables tan alto —decía Botho—. La gente se nos queda mirando.
—Déjalos.
—Van a pensar que nos estamos peleando.
—¿Riéndonos? ¿Pelear riéndose?
Y se echó a reír de nuevo.
Lene sentía la vibración de la fina chapa metálica sobre la que estaba. Había una barra horizontal de latón a lo largo del escaparate para proteger el gran cristal y por un momento tuvo la sensación de que tenía que agarrarse a la barra de latón como en busca de apoyo y ayuda, pero se mantuvo erguida y sólo cuando pudo estar segura de que los dos estaban suficientemente lejos, se dio la vuelta para seguir su camino. Iba apoyándose en las casas con cuidado y recorrió así un corto trecho. Pero pronto sintió como si se fuera a marear y, apenas había alcanzado la primera bocacalle en dirección al canal, se metió en ella y entró en el jardín de una casa cuya verja estaba abierta. Sólo a duras penas se arrastró hasta una pequeña escalera que subía a la terraza del primer piso, un par de escalones, y se sentó en uno de ellos, próxima a un desmayo.
Cuando volvió en sí vio que una niña mayorcita, con una azada en la mano con la que había cavado pequeños surcos, estaba a su lado y la miraba con interés, mientras que desde la barandilla de la terraza una vieja nodriza la examinaba con no menos curiosidad. Al parecer, no había en la casa nadie más que la niña y la sirvienta y Lene les dio las gracias a ambas y levantándose se encaminó hacia la verja. La chiquilla se la quedó mirando con asombrada tristeza y parecía como si en el corazón infantil hubiera asomado una primera noción del dolor de la vida.
Entretanto, Lene, atravesando la calzada, había llegado al canal y siguió andando por el talud junto a la orilla, donde podía estar segura de no encontrarse a nadie. De vez en cuando se oía ladrar a un perro desde las gabarras y un humo tenue subía de las pequeñas chimeneas de los camarotes, pues era mediodía. Pero ella no veía ni oía nada, o por lo menos no era consciente de lo que pasaba a su alrededor. Y sólo cuando pasado el Zoológico acabaron las casas de los lados del canal y se vio la gran esclusa con su espumoso torrente de agua, se paró y respiró como si le faltara el aire.
—¡Ay, quién pudiera llorar!
Y llevándose la mano al pecho se apretó el corazón.
En casa encontró a su madre en su sitio de siempre y se sentó frente a ella, sin que hubieran intercambiado una palabra o una mirada. Pero de pronto la vieja, cuyos ojos habían estado hasta entonces fijos en la misma dirección, levantó la vista del fuego de su hogar y se asustó al ver el cambio en el semblante de Lene.
—Lene, hija, ¿qué te pasa? Lene ¿cómo tienes esa cara?
Y aunque generalmente le costaba tanto trabajo moverse, se levantó en un abrir y cerrar de ojos de su banquito, y fue a buscar el cántaro para rociar de agua a Lene, que seguía sentada como si estuviera medio muerta. Pero el cántaro estaba vacío y en vista de eso salió cojeando al zaguán y del zaguán al patio y al huerto para llamar a la buena señora Dörr, que en ese momento estaba cortando alhelíes y madreselvas para hacer con ellas ramilletes para vender en el mercado. Su marido estaba a su lado y le decía:
—No vuelvas a coger demasiada cuerda.
La señora Dörr, cuando oyó a lo lejos las voces lastimeras de la vieja, empalideció y contestó gritando:
—Ya voy, señora Nimptsch, ya voy —y tirando todas las flores y la cuerda que tenía en la mano, salió corriendo hacia la casita delantera porque se pensaba que algo debía pasar.
—Vaya, lo que yo pensaba… Lenita —dijo sacudiendo y meneando a Lene, que seguía sentada como sin vida, mientras la vieja se acercaba, arrastrando lentamente los pies por el zaguán.
—Tenemos que llevarla a la cama —exclamó la señora Dörr y la Nimptsch hizo intención de cogerla ella también. Pero el «tenemos» de la corpulenta señora Dörr no tenía ese significado.
—Esto lo hago yo sola, abuela Nimptsch —y tomando a Lene en sus brazos la llevó al cuarto contiguo y la tapó.
—Bueno, abuela Nimptsch. Ahora una tapa d’olla caliente. Esto me lo conozco yo, es cosa de la sangre. Primero una tapa de olla y luego un ladrillo en las plantas de los pies, pero justo bajo el empeine, ahí está la vida… ¿De qué le ha dao? Seguro que es una altiración.
—No sé. No ha dicho nada, pero pa mí que a lo mejor l’ha visto.
—Seguro. Eso es. Esto ya me lo conozco yo… Pero ahora a cerrar las ventanas, a bajar las persianas… Hay quien dice que lo bueno es el alcanfor y las gotas de Hoffman, pero el alcanfor sólo debilita y no vale más que pa la polilla. No, querida Nimptsch, una naturaleza fuerte, y más una tan joven, tiene que curarse sola y por eso yo estoy por que sude. Pero de verdad. ¿Y por qué pasa esto? Pasa por los dichosos hombres, y sin embargo, le hacen a una falta y los necesita… Vaya, ya le vuelve el color.
—¿No sería mejor ir a buscar al doctor?
—¡Dios nos libre! Esos están de acá pa allá y antes de que uno venga, se puede haber muerto y resucitado tres veces.