Botho quiso ver a Lene inmediatamente, pero cuando sintió que no tenía fuerza para hacerlo, quiso al menos escribirle, pero tampoco eso le fue posible.
—No puedo, hoy no.
Y así dejó transcurrir el día y esperó hasta la mañana siguiente. Entonces le escribió brevemente:
«Querida Lene. Ahora sí que llega lo que tú me decías anteayer, la despedida. Y despedida para siempre. He recibido cartas de casa que me obligan. Tiene que ser así y porque tiene que ser así, que sea rápido. Quisiera que ya hubiéramos pasado estos días. No te digo nada más, tampoco cómo me siento. Ha sido un espacio de tiempo corto y hermoso y no olvidaré nada de él. Estaré en tu casa sobre las nueve, no antes, porque no debe durar mucho. Hasta la vista, sólo una vez más hasta la vista. Tu B.v.R.».
Y ahora llegaba. Lene estaba en la verja y le recibió como siempre. En su rostro no había el más mínimo rasgo de reproche, ni siquiera de dolorosa renuncia. Le tomó del brazo y así salieron por el sendero del jardín.
—Has hecho bien en venir… Me alegro de que estés aquí y tú también debes alegrarte.
Diciendo estas palabras habían llegado a la casa y Botho hizo ademán de entrar, como de costumbre, del zaguán a la gran habitación delantera. Pero Lene tiró de él y dijo:
—No, la señora Dörr esta dentro.
—¿Y está aún enfadada con nosotros?
—Eso no. Ya la he calmado. Pero ¿para qué la queremos hoy? Ven, hace una hermosa noche y prefiero que estemos solos.
Él estuvo de acuerdo y así pues salieron del zaguán y se dirigieron cruzando el patio hacia el huerto. Sultán no se movió y sólo se les quedó mirando cuando, subiendo el gran sendero central, se encaminaron al banco que estaba entre los arbustos de frambuesa.
Cuando llegaron aquí se sentaron. Reinaba el silencio. Solo se oía el canto de un grillo en el campo y la luna, ir alzaba sobre ellos.
Se apoyó en él y le dijo en tono tranquilo y cariñoso:
—¿Así que ésta es la última vez que tengo tu mano en la mía?
—Sí, Lene. ¿Puedes perdonarme?
—¡Qué cosas preguntas siempre! ¿Qué tengo que perdonarte?
—El daño que hago a tu corazón.
—Sí, hace daño. Eso es verdad.
Y volvió a guardar silencio y miró hacia arriba a las pálidas estrellas que empezaban a cubrir el cielo.
—¿En qué piensas, Lene?
—En lo hermoso que sería estar ahí arriba.
—No hables así. No debes desear dejar la vida, un deseo así sólo está a un paso…
Ella sonrió:
—No, eso no. No soy como la muchacha que corrió al pozo y se arrojó a él porque su amante bailaba con otra[75]. ¿Te acuerdas de cuando me lo contaste?
—Pues entonces ¿a qué viene? Tú no eres así, que digas una cosa de estas sólo por decir algo.
—No, lo he dicho en serio. Y de verdad —y señaló hacia arriba— me gustaría estar allí. Entonces estaría en paz. Pero puedo esperar. Y ahora ven y vamos al campo. No he cogido el mantón y tengo frío aquí sentada.
Y así subieron por el mismo camino que un día les había llevado hasta la primera hilera de casas de Wilmersdorf. La torre se veía claramente bajo el cielo estrellado, y sólo sobre la pradera flotaba a ras del suelo un fino velo de niebla.
—¿Te acuerdas —preguntó Botho— de cuando fuimos por aquí con la señora Dörr?
Ella afirmó:
—Por eso te lo he propuesto, no tenía frío o casi apenas. Fue aquel un día muy hermoso y nunca he estado tan alegre ni he sido tan feliz, ni antes ni después. Todavía en este momento se me alegra el corazón cuando pienso cómo íbamos cantando «Recuerdas…» Sí, el recuerdo es mucho, lo es todo. Y ése lo tengo y sigue siendo mío y ya no me lo pueden quitar. Y siento claramente cómo me reconforta el pensarlo.
Él la abrazó.
—Eres tan buena.
Pero Lene continuó en su tono tranquilo:
—Y, como me siento tan en paz, voy a aprovechar la ocasión y te lo voy a decir todo. Realmente es lo de siempre. Lo que siempre te he dicho, aún anteayer cuando estuvimos en el campo, en la excursión medio fracasada, y después cuando nos despedimos. Lo he visto venir desde el principio y sólo ocurre lo que tiene que ocurrir. Cuando se tiene un hermoso sueño, hay que dar gracias a Dios y no hay que quejarse de que se acabe el sueño y comience de nuevo la realidad. Ahora es difícil, pero todo se olvida o vuelve a adquirir un aspecto amable. Y un día serás de nuevo feliz y quizá yo también.
—¿Tú crees? ¿Y si no? ¿Entonces qué?
—Entonces se vive sin felicidad.
—Ay, Lene, lo dices así, como si la felicidad no fuera nada. Pero es algo y eso es lo que me atormenta y me parece como si te hubiera hecho un mal.
—De eso te absuelvo. No me has hecho ningún mal, no me has llevado por caminos extraviados y no me has prometido nada. Todo ha sido mi libre decisión. Te he querido de corazón, ese era mi destino y si ha habido una culpa ha sido mi culpa. Y además una culpa, te lo tengo que decir una y otra vez, de la que me alegro con toda mi alma, pues ha sido mi felicidad. Si ahora tengo que pagar por ella, pago con gusto. No has humillado, no has herido, no has ofendido o si acaso, como mucho, lo que la gente llama «decencia» y buenas costumbres. ¿Acaso tengo que afligirme por eso? No. Todo se vuelve a arreglar, eso también. Y ahora ven y demos la vuelta. Mira cómo sube la niebla. Creo que la señora Dörr se habrá ido ya y encontraremos sola a la buena vieja. Lo sabe todo y durante todo el día no ha estado diciendo más que una sola cosa.
—¿El qué?
—Que está bien así.
La señora Nimptsch estaba efectivamente sola cuando Botho y Lene entraron. Todo estaba oscuro y en silencio y sólo el fuego del hogar arrojaba un resplandor sobre las anchas sombras que atravesaban la habitación. El jilguero dormía ya hacía tiempo en su jaula y no se oía nada más que de vez en cuando el ruido que el agua hirviendo, que se salía, hacía al caer sobre el fuego.
—Buenas noches, abuelita —dijo Botho.
La vieja respondió al saludo y quiso levantarse de su banquillo para acercar el gran sillón de orejas. Pero Botho no lo permitió y dijo:
—No, abuelita. Me sentaré en mi viejo sitio.
Y arrimó el taburete al fuego.
Se produjo una pequeña pausa, pero en seguida comenzó a hablar de nuevo:
—Vengo hoy a despedirme y darle a usted las gracias por todo el cariño y la bondad de que he disfrutado aquí todo este tiempo. Sí, abuelita, de todo corazón. Me he sentido aquí tan a gusto y tan feliz. Pero ahora tengo que irme y todo lo que puedo decir es solo esto: que lo mejor es que sea así.
La vieja guardó silencio y movió la cabeza dándole la razón.
—Pero no desaparezco del mundo —continuó Botho—, no la olvidaré, abuelita. Y ahora deme usted la mano. Así. Y ahora, buenas noches.
Después de esto se levantó rápidamente y se dirigió a la puerta, seguido de Lene. Así fueron hasta la verja del jardín, sin haber hablado una sola palabra más. Entonces dijo ella:
—Seamos breves, Botho. Mis fuerzas no dan más de sí, estos dos días han sido demasiado. Que te vaya bien, amor mío, y sé tan feliz como te mereces y tan feliz como me has hecho a mí. Entonces serás feliz. Y de lo otro, no hables más, no vale la pena.
Y le dio un beso y después otro, y después cerró la verja. Y al otro lado de la calle pareció como si él, al ver a Lene, quisiera dar la vuelta y cambiar con ella palabras y besos. Pero ella lo impidió con un vehemente ademán. Y él continuó calle abajo, mientras ella, apoyada la cabeza en el brazo y el brazo en el poste de la verja, se le quedó mirando con los ojos muy abiertos.
Así permaneció aún largo rato, hasta que sus pasos dejaron de oírse en el silencio de la noche.