Capítulo XIV

A pesar de los esfuerzos hechos por Isabeau no había vuelto a surgir una verdadera alegría tras este paseo, pero lo peor, al menos para Botho y Lene, fue que esta alegría también estuvo ausente cuando ambos se despidieron de los compañeros y sus damas y emprendieron la vuelta completamente solos en un departamento únicamente ocupado por ellos. Una hora después habían llegado, bastante decaídos, a la estación de Görlitz, sombríamente iluminada, y aquí, al bajar del tren, Lene había rogado con una cierta insistencia que la dejara ir sola atravesando la ciudad «porque estaban cansados y agotados y eso no era bueno», pero no hubo manera de hacer desistir a Botho de lo que él consideraba deferencia debida y obligación de caballero, y así habían hecho juntos en un viejo y desvencijado coche de caballos el largo, largo trayecto a lo largo del canal, esforzándose siempre en entablar una conversación horriblemente forzada, durante la cual Botho sintió con toda nitidez cuánta razón había tenido Lene cuando en tono casi suplicante no había querido saber nada de que la acompañara. Sí, la excursión al «Almacén de Hankel», de la que tanto se habían prometido, y que realmente había empezado de un modo tan bello y feliz, no había sido al final más que una mezcla de disgusto, cansancio y agotamiento y sólo en el último momento, en el que Botho, cariñosamente amable y con un cierto sentimiento de culpa, había dicho sus «Buenas noches, Lene», había corrido ésta otra vez hacia él y, tomándole la mano, le había besado casi con apasionado ímpetu.

—Ay, Botho, hoy no ha sido como hubiera debido ser y sin embargo, nadie ha tenido la culpa… tampoco los otros.

—Déjalo, Lene.

—No, no. Nadie ha tenido la culpa, eso es así, y no hay quien lo cambie. Pero el que sea así es precisamente lo malo. Cuando alguien tiene la culpa, se pide perdón y todo se arregla. Pero esto no nos sirve de nada. Y tampoco hay nada que perdonar.

—Lene…

—Tienes que escucharme aún un momento. Ay, mi querido Botho, me lo quieres ocultar, pero esto se acaba. Y rápidamente, lo sé.

—¡Qué cosas dices!

—Es verdad que sólo lo he soñado —continuó Lene—. Pero ¿por qué lo he soñado? Porque durante todo el día lo he sentido en el alma. Mi sueño sólo ha sido lo que el corazón me sugería. Y lo que te quería decir, Botho, y por lo que he salido corriendo detrás de ti: sigue siendo verdad lo que te dije ayer por la tarde. Poder vivir este verano ha sido una dicha para mí y lo seguirá siendo, aun cuando a partir de hoy sea desdichada.

—Lene, Lene, no hables así…

—Tú mismo sientes que tengo razón; sólo por tu buen corazón te resistes a admitirlo y no quieres reconocerlo. Pero yo lo sé. Ayer, cuando íbamos por la pradera y charlábamos y te cogí el ramo, ésa fue nuestra última dicha y nuestra última hora de felicidad.

Con esta conversación había acabado el día y ahora era la mañana siguiente y el sol de verano brillaba en el cuarto de Botho. Ambas ventanas estaban abiertas y los gorriones piaban en los castaños de fuera. Botho, fumando una pipa de espuma de mar, reposaba acostado en una mecedora y de vez en cuando intentaba dar con un pañuelo que tenía a mano a un gran moscardón que cuando había salido por una ventana volvía a aparecer por la otra, para zumbar machacona e implacablemente alrededor de Botho.

—Si me pudiera librar del bicho éste. Me gustaría atormentarlo, martirizarlo. Estos moscardones son siempre portadores de malas nuevas y tan malignamente inoportunos como si se alegraran del disgusto del que son heraldo y pregonero —en este momento volvió a fallar el golpe—. Otra vez se ha escapado. No hay nada que hacer. Así pues, resignación. Sumisión es lo mejor de todo. Los turcos son la gente más inteligente[71].

El ruido que al cerrarse hizo la pequeña puerta de la verja le hizo mirar hacia el jardín delantero durante este monólogo y descubrir así al cartero que acababa de entrar, el cual, momentos después, con un ligero saludo militar y un «Buenos días, señor barón», le alcanzó a la no muy alta ventana del bajo, primero un periódico y luego, una carta. Botho echó el periódico a un lado, mientras miraba la carta, en la que había reconocido la letra pequeña, apretada y sin embargo, muy clara, de su madre.

—Ya me parecía a mí… Lo sé antes de leerla. ¡Pobre Lene!

Y abrió la carta y leyó:

«Palacio de Zehden, 20 de junio de 1875. Mi querido Botho: Lo que en mi última carta te contaba como temores, se ha convertido en realidad: Rothmüller de Arnswalde me pide su dinero para el 1 de octubre y añade que solo “por nuestra antigua amistad” está dispuesto a esperar hasta año nuevo si ahora me causa dificultades, “porque él bien sabe lo que se debe a la memoria del difunto señor barón”. Esta coletilla, por muy bien intencionada que sea, me es sin embargo, doblemente dolorosa: se mezcla en ella tanta consideración pretenciosa que nunca impresiona agradablemente, sobre todo viniendo de donde viene. Quizá comprendas el disgusto y la preocupación que estas líneas me han causado. El tío Kurt Anton nos ayudará, como ya en ocasiones anteriores, pues me quiere a mí y sobre todo a ti, pero tener que recurrir una y otra vez a su benevolencia resulta algo vejatorio y tanto más cuanto que él echa a toda nuestra familia, pero especialmente a nosotros dos, la culpa de nuestros continuos apuros. Yo no le parezco, a pesar de mi sincera preocupación por la situación financiera, lo bastante ahorrativa y modesta, en lo que puede tener razón, y tú no le pareces lo bastante práctico y sensato, en lo que seguramente también acierta. Sí, Botho, así están las cosas. Mi hermano es un hombre de un sentido muy fino del derecho y la justicia y de una gentileza excepcional en asuntos de dinero, lo que sólo se puede decir de pocos de nuestros nobles. Pues nuestra buena Marca de Brandemburgo es la provincia del ahorro y, cuando se trata de ayudar, incluso la del recelo, pero por gentil que sea tiene sus caprichos y terquedades y la constante oposición que encuentra a ellos le ha contrariado muy seriamente desde hace algún tiempo. Cuando hace poco aproveché la oportunidad para aludir a la nuevamente inminente devolución del dinero, me dijo: “Con gusto estoy a tu servicio, hermana, ya lo sabes, pero te confieso con franqueza que tener que ayudar siempre donde en cualquier momento se podrían solucionar los problemas, si sólo se fuera algo más razonable y algo menos terco, representa grandes exigencias a la faceta de mi carácter que nunca ha sido la más destacada: mi condescendencia…”. Tú sabes, Botho, a qué se refieren estas palabras suyas y yo te las encarezco hoy a ti, como entonces el tío Kurt Anton me las encareció a mí. No hay nada que tú, a juzgar por tus palabras y tus cartas, aborrezcas más que los sentimentalismos y, sin embargo, me temo que estás metido en ellos y además mucho más profundamente de lo que quires admitir o quizá de lo que sepas. No digo más.»

Rienäcker dejó la carta y se paseó de arriba a abajo por el cuarto, mientras que de un modo casi mecánico cambiaba la pipa por un cigarrillo. Luego volvió a coger la carta y siguió leyendo: «Sí, Botho, tienes el porvenir de todos nosotros en tus manos y debes decidir si este sentimiento de continua dependencia debe prolongarse o acabar. Lo tienes en tus manos, te digo, pero ciertamente debo agregar que sólo por poco tiempo, en cualquier caso ya no por mucho. También a este respecto ha hablado conmigo el do Kurt Anton, sobre todo en relación a la Mamá Sellenthin, que en su última estancia en Rothenmoor se expresó sobre este asunto, que le preocupa vivamente, no solo con gran decisión sino incluso con un asomo de irritación. Que si la familia Rienäcker quizá creía que una propiedad cada vez más pequeña se hacía cada vez más valiosa como los libros de la Sibila[72] (de dónde ha sacado la comparación, no lo sé), que Käthe va a cumplir los veintidós, tiene el tono del gran mundo y dispone, con ayuda de la herencia de su tía Kielmannsegge, de una fortuna cuyos intereses no quedarían muy por debajo del valor de la landa de los Rienäcker junto con su lago de las Murenas. Que a una señorita de estas condiciones no se le hace esperar, mucho menos con tanta obstinación y tranquilidad de espíritu. Que si al señor de Rienäcker le place anular lo que la familia ha planeado y hablado hace tiempo y considera los acuerdos realizados como un simple juego de niños, ella no tenía ningún inconveniente. El señor de Rienäcker sería libre a partir del momento en que lo quisiera. Pero que si por el contrario no tiene la intención de hacer uso de esta libertad incondicional de volverse atrás, ya es el momento de que lo muestre, pues no desea que su hija sea tema de conversación de la gente.

»Podrás deducir sin dificultad por el tono que de esto se desprende que es absolutamente necesario tomar decisiones y actuar. Lo que yo deseo, lo sabes. Pero mis deseos no deben obligarte. Actúa como tu propia inteligencia te dicte, decídete de un modo o de otro, pero actúa de una vez. Una retirada es más honrosa que continuar dilatándolo. Si lo demoras por más tiempo no sólo perdemos la novia sino a toda la familia Sellenthin y, lo que todavía es peor, realmente lo peor de todo, también los sentimientos cariñosos y siempre propicios a ayudar del tío. Mis pensamientos te acompañan y también quisiera guiarte. Te repito que sería el camino para tu dicha y la de todos nosotros. Con lo que me despido. Tu madre que te quiere, Josephine von R.»

Botho estaba muy alterado cuando acabó de leer. Era como la carta decía y no era posible dilatarlo más. La situación financiera de los Rienäcker no era buena, había deudas y sentía que carecía de la fuerza para solventarlas con su habilidad y energía.

«¿Quién soy yo? Un hombre corriente de la llamada esfera alta de la sociedad. ¿Y qué sé hacer? Educar un caballo, trinchar un capón y jugar a las cartas. Eso es todo y así podría elegir entre artista ecuestre, jefe de comedor y croupier. Como mucho, también de veterano, si quisiera entrar en la legión extranjera. Y Lene conmigo, como la hija del regimiento. Ya la veo con una falda corta, botas de tacón y un tonelito a la espalda».

Siguió hablando en este tono y se complacía en decirse cosas amargas. Finalmente, llamó al timbre y ordenó que le ensillaran el caballo porque quería salir a pasear. Y poco después esperaba fuera su espléndida yegua alazana, un regalo del tío y al tiempo la envidia de sus camaradas. Montó, dio algunas instrucciones al ordenanza y se dirigió hacia el puente de Moabit, torciendo después de atravesarlo por un ancho camino que conducía por campos y terrenos pantanosos hacia la Jungfernheide[73]. Aquí dejó que su caballo pasara del trote al paso y, mientras que hasta entonces se había entregado a todo tipo de pensamientos confusos, se empezó a interrogar a sí mismo de un modo cada vez más firme y riguroso.

«¿Qué es lo que me impide dar el paso que todo el mundo espera? ¿Quiero casarme con Lene? No. ¿O la separación se nos hará cada vez más fácil si la dilato? No. Otra vez no y cien veces no. Y sin embargo, lo demoro y vacilo en hacer lo que debe ser hecho bajo cualquier punto de vista. ¿Y por qué lo demoro? ¿A qué vienen estas vacilaciones y aplazamientos? Necia pregunta. Porque la quiero.»

Disparos de cañón, que venían del campo de tiro de Tegel, interrumpieron su monólogo y sólo cuando volvió a tranquilizar al caballo, que por un momento se había inquietado, tomó de nuevo el hilo de sus pensamientos y repitió:

«¡Porque la quiero! Sí. Y ¿por qué tengo que avergonzarme de este cariño? El sentimiento es soberano y el hecho de amarse es suficiente, por mucho que el mundo se asombre o hable de enigmas. Por lo demás, no es ningún enigma, y si lo es, lo puedo resolver. Todo el mundo tiene por naturaleza predilección por determinadas cosas, a veces incluso muy, muy pequeñas, cosas que, a pesar de ser pequeñas, significan para él la vida o por lo menos lo mejor de la vida. Y lo mejor es para mí la sencillez, la sinceridad y la naturalidad. Lene tiene todo esto, con ello me ha enamorado, ahí reside el encanto al que ahora me resulta tan difícil sustraerme.»

En este momento aguzó su caballo las orejas y Botho descubrió una liebre que había salido asustada de una franja de césped y corría muy cerca de él hacia la Jungfernheide. Se quedó mirándola con curiosidad y volvió a sus reflexiones, una vez que la fugitiva hubo desaparecido por entre los troncos de la landa.

«¿Y era algo tan disparatado e imposible lo que yo quería? No. No soy de los que desafían al mundo y le declaran la guerra abiertamente a él y a sus prejuicios. Estoy totalmente en contra de estas quijotadas. Todo lo que yo quería era una felicidad callada, una felicidad para la que yo, antes o después, esperaba la tácita aprobación de la sociedad por la afrenta que se le había evitado. Ése era mi sueño, por ahí iban mis pensamientos y esperanzas. Y ahora tengo que salir de esta felicidad y cambiarla por otra que no lo es para mí, los salones me son indiferentes y todo lo artificial, afectado y convencional me repugna. Chic, tournure, savoir-faire… todas palabras que me resultan tan horribles como extrañas.»

Aquí, el caballo, al que desde hacía un cuarto de hora apenas llevaba de las riendas, tomó como por su cuenta por un camino lateral que conducía primero a un pedazo de tierra cultivada y poco después a una pradera rodeada por monte bajo y algunas encinas. A la sombra de uno de los árboles más viejos había una cruz de piedra pequeña y compacta y, cuando se acercó para ver qué cruz era, leyó: «Ludmg v. Hinckeldey[74], fallecido el 10 de marzo de 1856.» ¡Cómo le afectó! Sabía que la cruz estaba por aquí, pero nunca había llegado a este lugar y veía ahora como un presagio el que el caballo, abandonado a su voluntad, le hubiera traído precisamente hasta aquí. ¡Hinckeldey! Ya habían pasado veinte años desde que muriera el por entonces todopoderoso y todo lo que se había hablado en su casa paterna al recibir la noticia estaba otra vez presente con toda vivacidad en su alma. Sobre todo una historia le vino nuevamente a la memoria. Uno de los consejeros burgueses que, por lo demás, gozaba de una especial confianza de su jefe, le había prevenido e intentado disuadir y había calificado el duelo, bajo cualquier punto de vista, y sobre todo uno como éste y en tales circunstancias, como un disparate y un delito. Pero su superior, reaccionando en esta ocasión repentinamente en su papel de noble, le había contestado bruscamente y con altanería: «Nömer, de eso no entiende usted nada». Y una hora después había muerto. ¿Y por qué? Por una idea de nobleza, por una manía de casta, que era más poderosa que la razón. También más poderosa que la ley, de la cual tenía realmente la obligación de ser guardián y protector.

«Instructivo. ¿Y qué tengo que aprender yo especialmente de esto? ¿Qué me predica a mí esta tumba? En cualquier caso esto, que el linaje determina nuestra conducta. El que le obedece puede sucumbir, pero sucumbe mejor que el que se opone a él.»

Mientras reflexionaba de esta manera, hizo dar la vuelta a su caballo y se dirigió hacia una gran construcción, una laminadora o un taller de máquinas, de la que ascendía al cielo el humo y las columnas de fuego de numerosas comidas. Era mediodía y una parte de los obreros estaba fuera, sentados a la sombra, para tomar la comida. Las mujeres, que habían traído la comida, estaban charlando al lado, algunas con un niño de pecho en los brazos, y se reían entre ellas cuando se decía alguna picardía o alguna palabra maliciosa. Rienäcker, que se había atribuido con muy buena razón la afición a lo natural, estaba encantado con la escena que se le ofrecía y con una cierta envidia miraba al grupo de seres felices.

«Trabajo y pan de cada día y orden. Cuando nuestras gentes de la Marca se casan, no hablan de pasión y amor, solo dicen: “Tengo que tener mi vida ordenada”. Y éste es un hermoso rasgo en la vida de nuestro pueblo y ni siquiera es prosaico. Pues el orden es mucho y a veces todo. Y ahora me pregunto yo, ¿estaba mi vida en “orden”? No. Orden es matrimonio».

Siguió así un rato hablando consigo mismo y entonces vio a Lene ante él, pero en sus ojos no había reproche ni recriminación alguna, sino que, al contrario, era como si le diera cariñosamente la razón.

«Sí, mi querida Lene, tu también estás por el orden y el trabajo y lo comprendes, no me lo haces difícil… pero sin embargo, es difícil… para ti y para mi.»

Volvió a poner el caballo al trote y durante un trecho siguió pegado al Spree. Pero después torció, pasando por delante de los merenderos que descansaban con el silencio del mediodía, hacia un camino que le condujo hasta la fuente de Wrangel y muy poco después ante su puerta.