Capítulo XIII

Se levantaron ambos muy temprano y el sol luchaba aún con la niebla de la mañana cuando bajaron la escalera para tomar abajo el desayuno. Soplaba un ligero viento, una brisa temprana, que no les gusta desaprovechar a los barqueros y cuando nuestra joven pareja salió al exterior se deslizaba ante ellos toda una flotilla de gabarras.

Lene llevaba aún su vestido de mañana. Tomó a Botho del brazo y fue paseando con él a lo largo de la orilla hacia un lugar en el que juncos y cañas estaban muy altos. Él la miró con ternura.

—Lene, nunca te he visto como ahora. ¿Cómo decirlo? No encuentro otras palabras: ¡tienes un aspecto tan feliz!

Y así era. Sí, era feliz, completamente feliz y veía el mundo de color de rosa. Tenía de su brazo al mejor hombre, a quien más quería y disfrutaba una hora preciosa. ¿No era esto suficiente? Y si esta hora era la última, pues bien, era la última. ¿No era ya un privilegio haber podido vivir un día así? Aun cuando fuera sólo una vez, una única vez.

Desaparecieron todas las imágenes de dolor y preocupación que otras veces, a pesar suyo, abrumaban su alma y todo lo que sentía era orgullo, alegría y agradecimiento. Pero no dijo nada, era supersticiosa y no quería ahuyentar la dicha con sus palabras y sólo por un ligero temblor de su brazo notó Botho que la frase «creo que eres feliz, Lene» había llegado a lo más hondo de su corazón.

El hostelero vino y les preguntó cortésmente, aunque con un asomo de embarazo, si habían descansado bien.

—Magníficamente —dijo Botho—, la infusión de melisa que su mujer recetó ha hecho verdaderos milagros y la luna que entraba por la ventana y los ruiseñores que gorjeaban suavemente, tan suavemente que sólo se les oía levemente, ¿quién no dormiría así como en el paraíso? Ojalá no se haya anunciado ningún vapor del Spree con doscientos cuarenta pasajeros para esta tarde. Eso sería verdaderamente como la expulsión del paraíso. Usted sonríe y piensa «quién sabe» y a lo mejor estoy invocando al diablo con mis palabras. Pero aún no ha llegado, aún no se ven chimeneas ni humos, aún está el Spree libre y aunque todo Berlín estuviera de camino, al menos podemos tomar el desayuno con tranquilidad. ¿No es verdad? Pero ¿dónde?

—Donde los señores ordenen.

—Bueno, pues creo que bajo el olmo. La terraza, a pesar de lo bonita que es, está bien sólo cuando el sol quema. Y todavía no quema y aún lucha en el lindero del bosque con la niebla.

El hostelero fue a encargar el desayuno y la joven pareja continuó su paseo hasta una lengua de tierra desde donde se divisaban los tejados rojos de un pueblo vecino y a la derecha de ellos la afilada torre de la iglesia de Königswusterhausen. Se sentaron sobre un tronco de sauce que la corriente del río había arrojado a la orilla y desde allí observaron a dos pescadores, hombre y mujer, que cortaban los juncos que allí crecían y arrojaban los grandes manojos en su lancha. Era una bonita escena y disfrutaron contemplándola y cuando al cabo de un rato regresaron estaban sirviendo el desayuno, más inglés que alemán: café y té, con huevos y carne, y en una panera de plata incluso tostadas de pan blanco.

—Mira, Lene, debemos desayunar aquí con frecuencia. ¿Qué te parece? Es magnífico. Y fíjate, allí enfrente, en el astillero, ya están calafateando y trabajan llevando el compás. Verdaderamente, este ritmo acompasado del trabajo es en realidad la más bella música.

Lene asintió con un movimiento de cabeza, pero sólo estaba atenta a medias, pues su interés se volvía a volear hoy en el embarcadero, no por los botes amarrados, que ayer habían despertado su pasión, sino por una bonita muchacha que, arrodillada en medio de las tablas del embarcadero junto a sus cacerolas y cacharros de cobre, los fregaba con un entusiasmo y un amor por su trabajo que se expresaba en cada movimiento de sus brazos. Y cada vez que dejaba un cacharro reluciente, lo aclaraba en la corriente del río. Después lo levantaba para hacerlo relucir un momento al sol y lo ponía en un cesto que tenía al lado.

Lene estaba como fascinada por la escena.

—Mira —y señaló a la hermosa muchacha que, según parecía, no se podía saciar bastante con su trabajo—. ¿Sabes, Botho? No es una casualidad que esté ahí arrodillada, está arrodillada por mí y siento claramente que es un signo de la providencia.

—Pero ¿qué te pasa, Lene? Se te ha cambiado la expresión y te has puesto pálida de repente.

—Oh, no es nada.

—¿Nada? Y tienes un brillo en los ojos como si estuvieras más cerca del llanto que de la risa. No será la primera vez que veas cacharros de cobre y una cocinera que los deja relucientes. Es casi como si envidiaras a la muchacha por estar ahí arrodillada y trabajar como por tres.

La llegada del hostelero interrumpió la conversación y Lene recobró su tranquilidad y pronto también su alegría. Y luego subió a la habitación para cambiarse.

Cuando volvió se encontró con que Botho había aceptado incondicionalmente un programa propuesto por el hostelero: un velero llevaría a la joven pareja al pueblo más cercano, Nieder-löhme, bellamente situado junto al Spree, desde donde harían a pie el camino hasta Königswusterhausen, allí verían el parque y el palacio y volverían después por el mismo camino. Era una excursión de medio día. Luego podrían disponer lo que quisieran para la tarde.

A Lene le pareció muy bien y ya se había llevado un par de mantas al bote, rápidamente acondicionado, cuando se oyeron voces y risas expresivas que venían del jardín, lo que parecía indicar forasteros y amenazaba con turbar su soledad.

—Vaya, gente de los clubs de vela y remo —dijo Botho—. Gracias a Dios que nos libramos de ellos, Lene. Démonos prisa.

Y ambos se dispusieron a llegar lo antes posible al bote. Pero antes de que pudieran alcanzar el embarcadero se vieron rodeados y atrapados. Eran camaradas y además de los más íntimos: Pitt, Serge, Balafré. Los tres con sus damas.

—Ah, les beaux esprits se rencontrent[65] —dijo Balafré con atrevimiento, que, sin embargo, dio paso rápidamente a una actitud más comedida cuando se dio cuenta de que era observado desde el umbral de la casa, donde estaban el hostelero y la hostelera.

—¡Qué feliz encuentro en este lugar! Permítame, Gastón, que le presente a nuestras damas: la reina Isabeau, la señorita Johanna, la señorita Margot[66].

Botho vio cual era el tema del día y adaptándose rápidamente, respondió, haciendo él ahora la presentación, señalando con un ligero movimiento a Lene:

—Mademoiselle Agnes Sorel[67].

Los caballeros se inclinaron cortésmente, según pareció incluso respetuosamente, mientras que las dos hijas de Thibaut d’Arc[68] hicieron una brevísima reverencia y dejaron para la, por lo menos quince años mayor, reina Isabeau el saludar más amablemente a la desconocida y visiblemente incómoda Agnes Sorel.

Aquello era una contrariedad, quizás incluso planeada, pero cuanto más pudiera esto ser cierto, tanto más necesario era poner al mal tiempo buena cara. Y Botho lo consiguió totalmente. Hizo pregunta tras pregunta y así supo que habían salido muy de mañana y que habían ido en el vapor pequeño del Spree hasta Schmöckwitz y desde allí en velero hasta Zeuthen. Desde Zeuthen habían hecho el camino a pie, veinte minutos escasos, y que había sido encantador: árboles viejos, praderas y tejados rojos.

Mientras todos los recién llegados, sobre todo la bien entrada en carnes reina Isabeau, que casi se distinguía más por su locuacidad que por sus redondeces, daban esta información, habían llegado paseando tranquilamente a la terraza, donde tomaron asiento en una de las mesas largas.

—Encantador —dijo Serge—. La vista es amplia y espaciosa, se ve todo el paisaje y sin embargo, esto está tan escondido. Y las praderas de enfrente están como hechas a propósito para dar un paseo a la luz de la luna.

—Sí —añadió Balafré—, un paseo a la luz de la luna. Bonito, muy bonito. Pero son sólo las diez de la mañana y hasta el paseo a la luz de la luna nos quedan unas doce horas, en las que hay que hacer algo. Propongo un paseo por el río.

—No —dijo Isabeau—. Nada de paseos por el río, ya hemos teniendo hoy de eso hasta la saciedad. Primero, el vapor, luego el bote y ahora otra vez bote es demasiado. Yo me opongo. Además, que no entiendo a qué viene este continuo chapoteo. Sólo falta que nos pongamos a pescar o que cojamos las carpas con la mano y nos lo pasemos tan bien con los bichos esos. No, hoy no se chapotea más. Se lo ruego encarecidamente.

Los caballeros, a los que se dirigían estas palabras, se divertían visiblemente con el aire decidido de la reina madre e hicieron inmediatamente otras proposiciones que tuvieron la misma suerte. Isabeau rechazó todo y cuando finalmente empezaron a protestar medio en broma medio en serio por su actitud, pidió silencio.

—Señores, paciencia. Ruego que me concedan al menos por un momento la palabra.

Le contestó un irónico aplauso, pues ella era la única que había hablado hasta entonces. Pero sin preocuparse lo más mínimo por ello, continuó:

—Señores, por favor, a ver si conozco a los caballeros. ¿Qué significa una partida de campo? Pues significa almorzar y jugar a las cartas. ¿Tengo razón?

—Isabeau siempre tiene razón —dijo riendo Balafré y dándole una palmada en el hombro—. Jugaremos a las cartas. Este lugar es espléndido, casi creo que aquí todos deben ganar. Y las damas pueden darse un paseo mientras o quizás echarse un sueñecito antes de comer. Dicen que es lo más sano que hay y hora y media será más que suficiente. Y a las doce nos reunimos. El menú, a criterio de nuestra reina. Sí, reina, la vida es bella a pesar de todo. Por cierto, de «Don Carlos». Pero no todo va a ser de la «Doncella».

Esto les hizo gracia y las dos más jóvenes soltaron unas ahogadas risitas, aunque sólo habían entendido la palabra clave. Isabeau, por el contrario, que había crecido oyendo un lenguaje lleno de alusiones y continuas observaciones maliciosas, se mantuvo perfectamente digna y dijo, mientras se volvía hacia las otras tres damas:

—Señoras, si me hacen el favor: se nos licencia y tenemos dos horas para nosotras. Lo que, por cierto, no está nada mal.

Al decir esto se levantaron y se dirigieron hacia la casa, donde la reina entró en la cocina y con un saludo amable, pero altanero, preguntó por el hostelero. Éste no estaba presente, por lo que la mujer le prometió que iría a llamarlo al huerto, pero Isabeau no lo permitió —ella misma iría— y, seguida por el cortejo de sus tres damas (Balafré hablaba de clueca con sus pollitos) salió en efecto al huerto, donde encontró al hostelero preparando los nuevos caballones de espárragos. Justo al lado había un anticuado invernadero, muy bajo por delante, con grandes ventanas en ángulo, sobre cuyos desmoronados muros se saltaron Lene y las hijas de Thibaut d’Arc, mientras Isabeau dirigía las gestiones.

—Venimos, señor hostelero, a hablar con usted sobre la comida. ¿Qué puede usted damos?

—Todo lo que las señoras quieran.

—¿Todo? Eso es mucho, casi demasiado. Bueno, pues entonces me gustaría anguila. Pero no así, sino así —y diciendo esto señaló primero a su anillo y después a su gruesa y ajustada pulsera.

—Lo siento mucho, señoras —respondió el hostelero—, pero no hay anguila. Ni cualquier tipo de pescado. Con eso no les puedo servir, pues es una excepción. Ayer tuvimos tenca con salsa de eneldo, pero era de Berlín. Cuando quiero pescado lo tengo que traer del mercado de pescado de Berlín.

—Lástima. Podíamos haberlo traído nosotros. Pero ¿entonces qué?

—Un lomo de venado.

—Hum, no está mal. Y antes algo de verdura. Para espárragos ya es realmente muy tarde. O por lo menos casi muy tarde. Pero veo que tiene usted aún judías verdes tiernas. Y aquí en el semillero seguro que encuentra alguna otra cosa, un par de pepinos o de berros. Y después un postre dulce. Algo con nata. A mí personalmente no me gusta, pero a los caballeros, que continuamente hacen como si no les importase, siempre les gusta lo dulce. En total unos tres o cuatro platos, digo yo. Y luego, pan con mantequilla y queso.

—Y ¿a qué hora quieren comer los señores?

—Bueno, pues pronto o por lo menos lo antes posible, ¿no? Tenemos hambre y el lomo de venado tiene bastante con media hora al fuego. O sea, digamos que a Las doce. Y si me hace el favor, un ponche: una botella de vino del Rhin, tres de Mosela, tres de champán, pero de buena marca. No crea usted que no se nota. Lo conozco y noto si es Möet o Mumm[69]. Pero usted lo hará bien; si me permite decirlo, usted me inspira confianza. A propósito ¿no podemos salir desde su huerto directamente al bosque? Odio cualquier paso innecesario. Y quizás encontremos aún champiñones. Sería estupendo. Los podemos poner con el lomo de venado, los champiñones nunca le vienen mal a nada.

El hostelero no sólo contestó afirmativamente a la pregunta sobre el camino más corto, sino que acompañó personalmente a las damas hasta la entrada del huerto, desde la que sólo había un par de pasos hasta el lindero del bosque. En medio sólo había una carretera empedrada. Una vez que la hubieron cruzado se encontraron en la sombra del bosque e Isabeau, que padecía mucho con el calor, que cada vez era mayor, se consideró dichosa de haber evitado el rodeo, relativamente grande, por la pradera desprovista de árboles. Cerró la elegante sombrilla, adornada con una gran mancha de grasa, se la colgó del cinturón y tomó a Lene del brazo, mientras que las otras dos damas iban detrás. Era evidente que Isabeau estaba de un humor excelente y dijo volviéndose hacia Margot y Johanna:

—Pero debemos tener una meta. Sólo bosque y otra vez bosque es realmente horrible. ¿Qué opina usted, Johanna?

Johanna era la más alta de las dos d’Arc, muy bonita, algo pálida y vestida con una refinada sencillez. A Serge le gustaba esto. Los guantes le estaban de maravilla y se la hubiera podido tomar por una dama si, mientras Isabeau hablaba con el posadero, no hubiera abotonado con los dientes un botón del guante que se había soltado.

—¿Qué opina usted, Johanna? —repitió su pregunta la reina.

—Bueno, pues propongo que volvamos al pueblo del que hemos venido. Se llamaba Zeuthen y tenía un aspecto tan romántico y tan melancólico y el camino hasta aquí era muy bonito. Y hacia allí debe ser igual de bonito o quizás aún más. Y en el lado derecho, es decir, desde aquí en el izquierdo, había un cementerio lleno de cruces, y una muy grande de mármol.

—Querida Johanna, todo eso está muy bien, pero ¿para qué? El camino ya lo hemos visto. ¿O quiere usted ir al cementerio…?

—Naturalmente que quiero. Yo tengo mis sentimientos personales, sobre todo en un día como hoy. Y siempre es bueno recordar que hemos de morimos. Y cuando las lilas están en flor…

—Pero, Johanna, las lilas ya no están en flor, como mucho el codeso y realmente ya está echando fruto. Por Dios bendito, si tanto le gustan los cementerios puede ver todos los días el de la Oranienstrasse. Pero ya sé que con usted no se puede hablar. Zeuthen y cementerio, todo tonterías. Mejor será que nos quedemos aquí y no veamos nada. Venga usted, pequeña, déme otra vez su brazo.

La pequeña, que no era nada pequeña, era Lene. Obedeció. Caminando de nuevo delante, la reina continuó hablando, pero ahora en un tono confidencial:

—Ay, esta Johanna, realmente no se puede tratar con ella. No tiene nada de buena fama y es idiota. Ay, niña, no sabe usted lo que anda por ahí. Bueno, tiene una bonita figura y tiene cuidado con sus guantes. Pero mejor sería que tuviera cuidado con otras cosas. Y mire usted, las que son así hablan siempre de muerte y cementerio. ¡Y tendría usted que verla después! Mientras dura, dura. Pero cuando traen el ponche y se acaba y traen el siguiente, bien que chilla y vocea. No tiene idea del decoro. Pero ¿de dónde la va a sacar? Siempre ha estado sólo con gente humilde, de por el camino de Tegel, adonde no va nadie y sólo la Artillería pasa por allí. Y la Artillería[70]… en fin… no se puede usted hacer idea de lo distinto que es. Y ahora Serge la ha sacado de allí y quiere hacer algo de ella. Pero, por Dios, esto no se hace así o por lo menos no tan rápido: las cosas bien hechas requieren su tiempo. ¡Pero si aquí hay fresas! ¡Ay, qué bien! Venga, pequeña, vamos a coger algunas (si no fuera por este maldito tener que agacharse) y si encontramos una bien grande, nos la llevamos y se la pongo en la boca. Eso le gustará. Debe usted saber que en el fondo es como un niño y realmente el mejor de todos.

Lene, que se dio cuenta de que se trataba de Balafré, hizo un par de preguntas, y entre ellas nuevamente la de por qué los caballeros tenían unos nombres tan raros. Pues aunque ya lo había preguntado antes nunca le habían dado una explicación clara.

—Pues algo así como para que nadie se entere y en el fondo son ganas de darse importancia. Pues lo primero, que nadie se ocupa de eso y si uno se ocupa, lo mismo da. Y en el fondo ¿por qué? ¿A quién le va a perjudicar? Ninguno tiene nada que reprochar al otro y todos son iguales.

Lene apartó la mirada y guardó silencio.

—Y realmente, niña, y ya lo verá usted, realmente todo es un puro aburrimiento. Durante un cierto tiempo está bien y no quiero decir nada en contra y tampoco abjurar de ello. Pero a la larga no hay quien lo aguante. Desde los quince y sin haber hecho siquiera la confirmación. De verdad, cuanto antes salga uno de esto, mejor. Y entonces me compro (porque el dinero lo consigo), una taberna, y ya sé donde, y me caso con un viudo y ya sé con quién. Y él también quiere. Pues le voy a decir una cosa, a mí me gusta el orden y la decencia y educar a los hijos como es debido y lo mismo da que sean míos o de él… Y a usted ¿cómo le van las cosas?

Lene no dijo una palabra.

—Pero, por Dios, niña, se le cambia a usted el color. ¿A ver si va a resultar que ha puesto usted esto —y señaló el corazón— en el asunto y lo hace todo por amor? Ay, niña, entonces es grave, entonces habrá una catástrofe.

Johanna iba detrás con Margot. Las dos se quedaron intencionadamente algo más detrás y arrancaban ramas de abedul como si quisieran hacer una corona con ellas.

—¿Qué te parece? —dijo Margot—. Me refiero a la de Gastón.

—¿Que qué me parece? No me gusta nada. ¡Sólo falta que éstas se metan también y se pongan de moda! Fíjate cómo lleva los guantes. Y el sombrero tampoco es gran cosa. No la debería dejar ir así. Y ella también debe ser tonta, no dice una palabra.

—No —dijo Margot— tonta no es; sólo que todavía no se ha hecho a esto y el que enseguida se haya arrimado a la gorda, eso es bastante inteligente.

—Bah, la gorda. No me hables de ella. Se lo tiene creído, pero no vale nada. No quiero decir nada más de ella, pero es falsa, más falsa que el alma de Judas.

—No, Johanna, falsa sí que no lo es. Y a ti te ha sacado muchas veces del apuro. Ya sabes a lo que me refiero.

—Bueno, ¿por qué? Porque ella también estaba metida en él y porque siempre se está dando importancia. La gente que está tan gorda nunca es buena.

—¡Dios mío, Johanna, qué cosas dices! Es al revés, los gordos siempre son buenos.

—Por mí, como quieras. Pero lo que no me puedes negar es que resulta ridicula. No tienes más que mirar cómo se contonea, como una pata sebosa. Y siempre con el cuello cerrado hasta arriba, porque de otro modo no puede estar entre la gente decente. Y, Margot, a mí esto no hay quien me lo quite, el tener un tipo delgado es lo principal. Ni que fuéramos turcos. Y ¿por qué no quería ir al cementerio? ¿Por qué le asusta? De eso nada, no quería ir porque se ha vuelto a encorsetar y no lo puede aguantar de calor. Y, en realidad, no hace hoy un calor tan horrible.

Así se desarrollaban las conversaciones, hasta que las dos parejas, finalmente, se volvieron a reunir y se sentaron en el borde cubierto de musgo de una zanja.

Isabeau miró varias veces el reloj, pero las manecillas no querían acabar de moverse.

Pero cuando fueron las once y media dijo:

—Bueno, señoras mías, ya es hora. Creo que ahora ya hemos tenido bastante con la naturaleza y que podemos pasar con todo derecho a otra cosa. Desde esta mañana a las siete sin probar bocado. Porque el bocadillo de jamón de Grünau no lo puedo contar… Pero, gracias a Dios, toda abstinencia, dice Balafré, tiene su premio y a buen hambre no hay pan duro. Vamos, señoras, el lomo de venado empieza a ser lo más importante de todo. ¿No es cierto, Johanna?

Ésta se contentó con encoger los hombros, intentando rechazar rotundamente la insinuación de que cosas como lomo de venado y ponche pudieran tener importancia para ella.

Pero Isabeau se echó a reír.

—Bueno, ya veremos, Johanna. Desde luego que habría sido mejor el cementerio de Zeuthen. Pero hay que tomar lo que se tiene.

Y con esto se pusieron en camino para volver del bosque al huerto y de éste, en el que en ese momento se perseguían un par de mariposas amarillas, a la parte delantera de la casa, donde iban a comer.

Al pasar por la sala del hostal, vio Isabeau al hostelero, ocupado en vaciar una botella de vino de Mosela.

—Lástima —dijo— que tenga que ser precisamente eso. El destino debería haberme deparado una vista mejor. ¿Por qué precisamente Mosela?