Capítulo XII

Ya oscurecía cuando desembarcaron.

—Vamos a coger esta mesa —dijo Botho, cuando llegaron a la terraza. Aquí no te dará el viento y te voy a pedir un grog o un vino caliente, ¿no? Ya veo que has cogido frío.

Le propuso otras muchas cosas, pero Lene le rogó que le permitiera subir a su habitación, que cuando él subiera ya se encontraría bien. Que sólo se encontraba un poco indispuesta y no necesitaba nada y que si podía descansar un rato se le pasaría.

Con estas palabras se despidió y subió a la habitación de la buhardilla, que entretanto había sido dispuesta, acompañada por la hostelera que, presa de disparatadas suposiciones, enseguida le preguntó curiosa «¿qué era lo que realmente le pasaba?» y, sin necesidad de respuesta, siguió diciendo al momento que sí, que eso le ocurría a las señoras jóvenes, que lo sabía por sí misma y que antes de que naciera su primer hijo (ahora ya eran cuatro y realmente eran cinco, pero el mediano había nacido antes de tiempo y había muerto inmediatamente) también había estado así. Le daba a una de repente y se ponía a morir. Pero con una taza de melisa, de melisa de las monjas, se quitaba inmediatamente y una se sentía de repente como pez en el agua y animada de verdad y de buen humor y cariñosa.

—Sí, sí, señora, cuando hay cuatro alrededor de una, sin contar al angelito pequeño…

Lene consiguió a duras penas ocultar su turbación y le pidió, por decir algo al menos, un poco de infusión de melisa, de melisa de las monjas, de la que ella también había oído hablar.

Mientras arriba, en la habitación, tenía lugar esta conversación, había tomado Botho asiento, pero no en la terraza, protegida del viento, sino en una rústica mesa de madera que, frente a la terraza, estaba clavada sobre cuatro palos y tenía una vista más amplia. Quería cenar aquí. Pidió un plato de pescado y cuando le trajeron la «tenca en salsa de eneldo», que desde hacía mucho tiempo venía dando renombre al hostal, se acercó el hostelero a preguntar qué vino quería tomar el señor barón, al que dio este título a la buena de Dios.

—Bueno, creo —dijo Botho— que lo mejor que le va a esta exquisita tenca es un Braubeberger o, quizá mejor, un Rüdesheimet y, como prueba de que el vino es bueno, debe usted sentarse conmigo y ser mi invitado con su propio vino.

El hostelero se inclinó con una sonrisa y poco después volvió con una botella llena de polvo, mientras que la sirvienta, una bonita campesina, vestida con falda de felpa y un pañuelo negro en la cabeza, traía los vasos en una bandeja.

—Veamos —dijo Botho— la botella promete ser buena. Demasiado polvo y telarañas es siempre sospechoso, pero ésta, en cambio… ah, soberbio. Es cosecha del 70, ¿verdad? Y ahora brindemos, ¿pero por qué? Por la prosperidad del «Almacén de Hankel».

El hostelero estaba visiblemente encantado y Botho, que se daba cuenta de la buena impresión que causaba, continuó diciéndole en el tono ligero y comunicativo que era propio de él:

—Esto me parece encantador y sólo se puede decir una cosa contra el «Almacén de Hankel»: el nombre que tiene.

—Sí —confirmó el hostelero—, el nombre deja mucho que desar y es una verdadera desgracia para nosotros. Y sin embargo, tiene su razón de ser, el «Almacén de Hankel» era realmente un almacén y por eso se llama así.

—Bueno, pero eso no nos explica mucho. ¿Por qué se llamaba almacén? ¿Qué clase de almacén era?

—Bueno, también podríamos decir un lugar para cargar y descargas mercancías. Toda esta comarca (y señaló hacia atrás) fue siempre un gran dominio real y en tiempo del viejo Federico[60] e incluso antes, en tiempos del Rey Soldado, se llamaba señorío de Wusterhausen. Y a ella pertenecían más de treinta pueblos, con bosques y landas. Pero, claro, en los treinta pueblos producían naturalmente algunas cosas y necesitaban otras, o lo que es lo mismo tenían importación y exportación. Y para ambas necesitaron desde el principio un puerto o depósito y en lo único en que cabía dudar era en qué lugar se elegiría para ello. Entonces eligieron éste. Este remanso se convirtió en puerto, depósito, «almacén» para todo lo que iba y venía y como el pescador que entonces vivía aquí, mi antepasado, dicho sea de paso, se llamaba Hankel, nos encontramos con el «Almacén de Hankel».

—Lástima —dijo Botho— que no a todo el mundo se le pueda dar una explicación tan completa y tan amena.

Y el hostelero, que quizá se sintiera animado por estas palabras, hizo ademán de continuar. Pero antes de que pudiera comenzar se oyó en el aire, a gran altura, el grito de un pájaro, y cuando Botho miró hacia arriba con curiosidad, vio que dos grandes pájaros, apenas reconocibles, volaban en la semioscuridad sobre la superficie del agua.

—¿Eran gansos silvestres?

—No, garzas. Todo este bosque está lleno de garzas. Realmente, es un verdadero terreno de caza, jabalíes y venados en abundancia, y en los juncos y cañas de la orilla hay patos, becadas y becasinas.

—Espléndido —dijo Botho, animándose cómo buen cazador— ¿sabe usted que le envidio? Al fin y al cabo ¿qué importa el nombre? Patos, becadas, becasinas. Le dan a uno ganas de poder disfrutar también de algo igual. Sólo que esto debe de ser solitario, quizá demasiado.

El posadero no pudo evitar una sonrisa y Botho, que lo notó, sintió curiosidad y dijo:

—Se sonríe usted. Pero ¿no tengo razón? Desde hace media hora no oigo más que el agua al pasar bajo el embarcadero y en este momento el grito de las garzas en el aire. Esto es lo que yo llamo solitario, por bonito que sea. Y de vez en cuando pasa alguna gabarra por delante, pero todas son iguales o al menos se parecen. Y en el fondo, cada una de ellas es como un barco fantasma[61]. Un silencio verdaderamente sepulcral.

—Es cierto —dijo el posadero—, pero todo eso es sólo mientras dura.

—¿Cómo?

—Sí —repitió el interrogado—, mientras dura. Usted habla de soledad, señor barón, y durante muchos días de verdad es esto muy solitario. Y también pueden ser semanas. Pero apenas empieza a derretirse el hielo y a llegar la primavera ya tenemos visita y aparece el berlinés.

—¿Cuándo viene?

—Increíblemente pronto. El tercer domingo de Cuaresma están ya quí. Mire usted, señor barón, cuando yo, que estoy hecho a cualquier tiempo, sigo quedándome en casa, porque sopla el viento del Este y el sol de marzo pica, el berlinés se sienta al aire libre, pone su abrigo de verano en la silla y pide una cerveza. Pues en cuanto brilla el sol, el berlinés habla de buen tiempo. Y le da igual que con cada corriente de aire pueda coger una pulmonía o una difteria. Lo que más le gusta es jugar al aro, a otros también les gusta la petanca y cuando se marchan, con la cara hinchada por el sol, a veces me duele el alma de verlos, pues no hay ninguno entre ellos al que al día siguiente, por lo menos, no se le levante la piel.

Botho se echó a reír:

—¡Sí, los berlineses! Lo que por cierto me lleva a pensar que esta zona del Spree debe ser a la que vienen los aficionados al remo y a la vela y donde hacen sus regatas.

—En efecto —dijo el hostelero—, pero eso no significa gran cosa. Cuando son muchos, son cincuenta o quizás alguna vez cien. Y después se calma esto y durante semanas y meses se han acabado los deportes acuáticos. No, la gente de los clubs es relativamente cómoda, es algo soportable. Pero cuando en junio vienen los vapores, eso es lo malo. Y eso dura durante todo el verano o por lo menos durante mucho, mucho tiempo.

—Le creo —dijo Botho.

—… cada tarde llega un telegrama. «Mañana a las nueve de la mañana llegada en el vapor del Spree “Alsen”. Todo el día. 240 personas» y siguen los nombres de los que lo han organizado. Una vez puede pasar. Pero a la larga es un martirio. Pues ¿cómo transcurre una de estas excursiones? Hasta al anochecer están en el bosque y la pradera, pero luego viene la cena y se están bailando hasta las once de la noche. Usted me dirá que eso no es mucho, y no lo sería si al día siguiente fuera de descanso. Pero el segundo día es como el primero y el tercero como el segundo. Cada noche a las once sale un vapor con doscientas cuarenta personas y cada mañana a las nueve está otra vez aquí un vapor con el mismo número. Y entretanto hay que recoger y poner todo en condiciones. Y así se va la noche ventilando, limpiando y fregando y cuando el último picaporte está reluciente, está también llegando el siguiente vapor. Naturalmente que todo tiene también su lado bueno y cuando se hace la caja a media noche se sabe para qué se ha esforzado uno. «De donde no se mete, no se saca» dice el refrán y tiene toda la razón, y si tuviera que juntar todos los ponches que aquí se han bebido, tendría que comprarme el tonel de Heidelberg[62] Se gana bastante, es cierto, y todo eso está muy bien. Pero a cambio de que uno progresa también se retrocede y se paga con lo mejor que uno tiene, con la vida y la salud. Pues ¿qué es la vida sin dormir?

—Bien, ya veo —dijo Botho— que no hay felicidad completa. Pero luego viene el invierno y entonces usted puede dormir como un lirón.

—Sí, cuando no es Año Viejo o los Reyes Magos o Martes de Carnaval. Y hay más de los que dice el calendario. Tendría usted que ver la animación que hay aquí cuando la gente de diez pueblos, en trineos o patines, viene a reunirse en la sala grande que he construido ahí al lado. Entonces no se ven caras de la capital y los berlineses le dejan a uno en paz, pero en cambio les toca a la sirvienta y al capataz. Y se ven gorras de piel de nutria y chaquetas de lana gruesa con grandes botones plateados y hay todo tipo de soldados que están de permiso: del regimiento de Dragones de Brandemburg, de los Ulanos de Fürstenwald y hasta Húsares de la Guardia de Corps de Potsdam. Y todos son celosos y pendencieros y no se sabe lo que más les gusta, si el baile o la pelea, y por el menor motivo se enfrentan los pueblos entre sí y se arma la batalla. Y así hacen ruido y alborotan durante toda la noche y desaparecen verdaderas montañas de tortitas y hasta el amanecer no se vuelven a sus casas sobre el río helado o la nieve.

—Ya veo —dijo Botho riendo— que no se puede hablar de soledad y silencio sepulcral. Es una suerte que no haya sabido nada de eso, pues no habría tenido valor para venir. Y hubiese sido una lástima no haber visto un rincón tan bonito… Pero usted dijo antes «¿qué es la vida sin dormir?», y veo que tiene razón. A pesar de que es temprano, tengo sueño; creo que es por el aire y el río. Y además tengo que ir a ver… su amable esposa se ha preocupado tanto… Buenas noches, señor hostelero. He hablado más de la cuenta.

Y diciendo esto se levantó y se dirigió a la casa, ya silenciosa.

Lene, los pies sobre una silla que había arrimado, se había tumbado en la cama y había tomado una taza de la infusión que le había traído la hostelera. La tranquilidad y el calor le sentaron bien, se le pasó el malestar y al poco tiempo podría haber bajado a la terraza y participado en la conversación que Botho sostenía con el posadero. Pero no tenía ganas de charla y así se levantó solamente para echar un vistazo a la habitación, en la que hasta ahora no se había fijado.

Y en verdad que valía la pena. Se habían conservado de una época anterior la viguería y las paredes de adobe y el techo blanqueado era tan bajo que se podía tocar con los dedos, pero lo que había necesitado reparaciones había sido efectivamente reparado. En lugar de los pequeños cristales, que aún se veían en el piso bajo, se había puesto aquí un gran ventanal que casi llegaba al suelo y que, como el hostelero había descrito, permitía tener una vista espléndida de todo el escenario de bosques y río. Pero el gran ventanal no era lo único que habían aportado el confort y los nuevos tiempos. También colgaban de las antiguas y abombadas paredes de adobe algunos buenos cuadros, seguramente comprados en una subasta, y en el mismo lugar donde la pared de la ventana de la buhardilla, construida en saliente, se juntaba hacia atrás, o lo que es lo mismo, hacia la habitación propiamente dicha, con la inclinación del techo, había dos tocadores, uno frente a otro. Todo indicaba que se había conservado con esmero el albergue de pescadores y marineros, pero, al tiempo, se había transformado en un agradable hostal para los ricos deportistas de los clubs de vela y remo.

Lene se sentía encantada con todo lo que veía y comenzó primero a contemplar los cuadros de anchos marcos que colgaban a derecha e izquierda sobre las camas. Eran grabados que por su tema le interesaron vivamente y por eso le hubiera gustado saber lo que significaban las leyendas. «Washington Crossing the Delaware» ponía bajo uno de ellos, «The last hour of Trafalgar»[63] bajo el otro. Pero no pasó de descifrar simplemente las sílabas y, por nimio que era el asunto, le dio una punzada el corazón porque cobró conciencia del abismo que la separaba de Botho. Es cierto que él se burlaba del saber y la cultura, pero ella era lo bastante inteligente para darse cuenta de cómo había que tomar esta burla.

Junto a la puerta de entrada, encima de una mesa rococó sobre la que había una jarra de agua y vasos rojos, colgaba una litografía de colores provista de una leyenda en tres idiomas: «Si jeunesse savait»[64], un grabado que recordaba haber visto en casa de los Dörr. A Dörr le gustaban, estas cosas. Al volver a verlo aquí, se estremeció disgustada. Su fina sensibilidad se sintió ofendida ante lo lascivo del grabado como ante una desfiguración de sus propios sentimientos y, para librarse de esta impresión, se acercó a la ventana y abrió las dos hojas de par en par para que penetrara el aire de la noche. ¡Cómo la alivió! Se sentó en el alféizar de la ventana, que sólo estaba a dos palmos del suelo, pasó el brazo izquierdo alrededor de la mangueta y escuchó a ver si oía algo en la cercana terraza. Pero no yó nada. Reinaba un profundo silencio, sólo se oía cómo se estremecía y susurraba el viejo olmo. Y todo lo que aún podía haber quedado de disgusto en su alma desapareció cuando dirigió su mirada de un modo cada vez más penetrante y fascinado a la imagen que se extendía ante ella. El agua corría silenciosamente, el bosque y las praderas estaban envueltos en la sombra del crepúsculo y la luna, que en ese preciso instante mostraba de nuevo su guadaña en creciente, reflejaba su resplendor en la corriente y permitía ver el temblor de las pequeñas olas.

—¡Qué hermoso! —dijo Lene dando un suspiro de alivio—. Y soy feliz —añadió.

No podía separarse de la ventana. Pero finalmente se levantó, acercó una silla al espejo y comenzó a despeinar su hermoso pelo y a trenzarlo nuevamente. Estaba aún ocupada en ello cuando llegó Botho.

—¡Lene, aún levantada! Yo creía que iba a tener que despertarte con un beso.

—Para eso vienes demasiado pronto, aunque vengas tan tarde.

Y se levantó y fue a su encuentro.

—Mi querido Botho ¡cuánto has tardado!

—¿Y la fiebre? ¿Y el malestar?

—Han pasado, estoy otra vez bien ya desde hace media hora. Y todo ese tiempo te he estado esperando.

Y le llevó consigo a la ventana aún abierta.

—Mira. Un pobre corazón humano, ¿no ha de sentir añoranza ante una vista semejante?

Y se estrechó contra él alzando la mirada, mientras cerraba los ojos con una expresión de suma felicidad.