Capítulo XI

La excursión al campo que habían acordado, o por lo menos planeado, tras el paseo a Wilmersdorf, fue durante algunas sananas el tema favorito de conversación y cada vez que Botho venía pensaban a dónde ir. Se estudiaron todos los lugares posibles: Erkner y Kranichberge, Schwilow y Baumgartenbrück[58], pero todos eran demasiado frecuentados y así fue que Botho finalmente mencionó el «Almacén de Hankel»[59], de cuya belleza y aislamiento había oído contar verdaderas maravillas, y Lene estuvo de acuerdo. A ella sólo le importaba salir al campo y estar en plena naturaleza con el hombre amado, lo más lejos posible del ajetreo de la gran ciudad. Dónde, le era indiferente.

Se fijó el viernes siguiente para la excursión.

—De acuerdo.

Y así tomaron el tren de Gürlitz por la tarde para ir al «Almacén de Hankel», donde querían hospedarse por la noche y pasar el día siguiente con toda tranquilidad.

El tren tenía pocos vagones, pero también éstos llevaban pocos viajeros, por lo que Botho y Lene encontraron un departamento para ellos solos. En el departamento contiguo hablaban animadamente y al tiempo lo bastante claro como para enterarse de que los viajeros iban más lejos del «Almacén de Hankel».

Lene era feliz, le dio la mano a Botho y miró por la ventanilla el paisaje de bosques y landas. Por fin, dijo:

—¿Y qué va a decir la señora Dörr de que la hayamos dejado en casa?

—No necesita saberlo.

—Madre se lo contará.

—Bueno, mala suerte, pero no se podía hacer otra cosa. Mira, el otro día en la pradera, donde no había bicho viviente, estaba muy bien su compañía. Pero por mucha soledad que encontremos en el «Almacén de Hankel», siempre vamos a encontrar al propietario del hotel y a la propietaria y quizás incluso a un camarero de Berlín. Y un camarero de éstos, que siempre anda con una sonrisita burlona o riéndose por dentro, no lo puedo soportar, me echa a perder el buen humor. La señora Dörr, cuando está sentada junto a tu madre o da lecciones de educación al viejo Dörr, vale un tesoro, pero no en público. En público es sólo una figura ridícula y embarazosa.

Sobre las cinco se detuvo el tren en un lindero del bosque… En efecto, nadie se bajó excepto Botho y Lene, y ambos se encaminaron lentamente y parándose con frecuencia hacia un hostal que estaba situado a orillas del río Spree, a unos diez minutos de distancia del pequeño edificio de la estación. Este «Etablissement», como se le denominaba en el letrero de un torcido poste del camino, había sido originariamente sólo una casa de pescadores, que, poco a poco, se había convertido en un hostal, más por las habitaciones que se le habían adosado que por las reformas realizadas. Pero la vista sobre el río compensaba de todo lo que quizá pudiese faltar y hacía que en ningún momento pareciera exagerada la espléndida fama de que este lugar gozaba entre los que lo conocían. También Lene se sintió inmediatamente como en su casa y tomó asiento en una especie de terraza de madera, una mitad de la cual estaba cubierta por las ramas de un viejo olmo situado entre la casa y la orilla.

—Aquí nos quedamos —dijo—. Mira los botes, dos, tres… Y allí arriba viene toda una flota. Sí, ha sido una feliz idea la que nos ha traído aquí. Fíjate como corren de un lado a otro en el bote y se apoyan contra los remos. Y al tiempo, todo tan tranquilo. ¡Oh, mi querido Botho, qué hermoso es esto y cuánto te quiero!

Botho se alegraba de ver a Lene tan feliz. Era como si una cierta energía, casi aspereza, que formaba parte de su carácter, hubiera desaparecido y hubiera dado paso a una dulzura de sentimientos, normalmente ajena a ella, y este cambio parecía hacerle incluso a ella misma un bien infinito.

Después de un rato, vino el dueño del «Etablissement», que ya había pertenecido a su padre y a su abuelo, para preguntar lo que deseaban los señores, sobre todo «si se quedarían a pasar allí la noche» y les rogó, cuando esta pregunta fue contestada afirmativamente, que tomaran una decisión respecto a la habitación. Que tenían varias a su disposición, entre las que la habitación de la buhardilla sería la mejor, pues si bien el techo era bajo, por lo demás era grande y espaciosa y tenía una vista sobre el Spree que llegaba hasta los montes de Müggel.

El hostelero se retiró, una vez que su propuesta fue aceptada, para hacer los preparativos necesarios y Botho y Lene no sólo volvieron a encontrarse solos, sino que además gozaban plenamente de la felicidad de estar solos. En una de las ramas del olmo que se inclinaban hacia abajo se balanceaba un pinzón que anidaba en un matorral vecino, las golondrinas revoloteaban por el cielo y una pata negra, con un largo séquito de patitos, pasó por delante de la terraza y se dirigió con aire orgulloso y solemne hacia un embarcadero que se adentraba en el río… Pero a la mitad del embarcadero se quedó la pata parada, mientras que los patitos se lanzaban al agua y se alejaban nadando.

Lene miraba todo esto atentamente:

—Botho, mira con qué fuerza pasa la corriente bajo los postes del embarcadero.

Pero realmente no era el embarcadero ni la fuerza de la corriente lo que la fascinaba, sino los dos botes que estaban amarrados delante. No cesaba de mirarlos y se deshacía en pequeñas preguntas y alusiones, y sólo al ver que Botho se hacía el desentendido y el sordo, se decidió a hablar claramente y dijo sin ambages que le gustaría dar un paseo en bote.

—De verdad que las mujeres son incorregibles. Incorregibles en su imprudencia. Acuérdate del lunes de Pascua. Por un pelo…

—… me habría ahogado. En efecto. Pero eso es sólo una parte. La otra es que conocí a un apuesto caballero, del que quizá te acuerdes. Se llamaba Botho… ¿me imagino que no considerarás el lunes de Pascua como un día desgraciado? En eso soy más educada y más galante que tú.

—Bueno, bueno. Pero ¿sabes acaso remar, Lene?

—Naturalmente que sí y también sé llevar el timón y manejar una vela. Porque casi me ahogo tienes una mala opinión de mí y de mi habilidad. Pero la culpa fue del muchacho y, al fin y al cabo, cualquiera se puede ahogar.

Y diciendo esto bajó de la terraza y se dirigió por el embarcadero hacia los dos botes, cuyas velas estaban arriadas, mientras que los gallardetes, con sus nombres bordados, ondeaban en la punta del mástil.

—¿Cuál cogemos —preguntó Botho— la «Trucha» o la «Esperanza»?

—Naturalmente, la «Trucha», ¿para qué queremos la «Esperanza»?

Botho bien se dio cuenta de que Lene había dicho esto con intención y para pincharle, pues aunque era tan delicada de sentimientos no podía negar que era una auténtica berlinesa, que se complace en dar pequeños puyazos. Pero Botho le disculpó la indirecta y no respondió, y le ayudó a subir al bote. Después subió él.

Mientras estaba soltando las amarras del bote vino el hostelero y trajo una chaqueta y una manta porque, según dijo, al anochecer haría frío. Ambos le dieron las gracias y poco después estaban en medio de la corriente, que aquí, constreñida por islas y lenguas de tierra, no tendría ni trescientos pies de ancho. Lene daba sólo de vez en cuando un golpe de remo, pero estos pocos golpes bastaron para llevarles al poco rato a una pradera de hierba alta, que servía también como astillero y en la que a alguna distancia de ellos estaban construyendo un bote y calafateando y alquitranando los botes viejos que hacían agua.

—Vamos allí —dijo Lene alborozada, mientras arrastraba a Botho tras ella. Pero antes de que hubieran llegado al lugar donde construían los barcos, dejó de oírse el golpeteo del hacha del carpintero y el toque de campana anunció que había cesado la jornada laboral. A unos cien pasos del astillero torcieron por un sendero que, atravesando la pradera, conducía a un bosque de pinos. Los rojos troncos ardían vivamente encendidos por el reflejo del sol poniente, mientras una niebla azulada caía sobre sus copas.

—Me gustaría poder cogerte un hermoso ramo —dijo Botho, mientras tomaba a Lene de la mano—, pero esto es puro prado, no hay nada más que hierba y ni una sola flor.

—Sí las hay. Y además en abundancia. Sólo que no las ves porque eres demasiado exigente.

—Aunque lo fuera, lo sería para ti.

—Nada de excusas. Ya verás cómo encuentro algunas.

Y agachándose, empezó a buscar a ambos lados y dijo.

—Mira, aquí… y ahí… y aquí también. Hay aquí más flores que en el jardín de los Dörr, pero hay que tener ojos para verlas.

Y se puso a cortar flores afanosa y rápidamente, arrancando al tiempo toda clase de hierbas y hierbajos, hasta que en pocos momentos tuvo en las manos un montón de plantas, en el que se mezclaban lo aprovechable con la morralla.

Entretanto habían llegado a una choza de pescadores, abandonada desde hacía mucho tiempo, delante de la cual, en una faja de arena salpicada de piñas (pues justo detrás empezaba, monte arriba, el pinar) había un bote con la quilla hacia arriba.

—Nos viene estupendamente —dijo Botho—, vamos a sentarnos aquí. Debes estar cansada. Y ahora, déjame ver lo que has cogido. Creo que ni tú misma lo sabes y que voy a tener que hacer de botánico. Dámelo. Ésta es botón de oro y ésta es orejilla de ratón y también hay quien la llama falso nomeolvides. ¿Me oyes? Falso. Y ésta de aquí, con las hojas dentadas, es taraxamen, nuestro diente de león de toda la vida, con el que los franceses hacen ensalada. Bueno, por mí. Pero un ramo no es lo mismo que una ensalada.

—Devuélvemelo —dijo Lene riendo—. No tienes ojo para estas cosas, porque no les tienes cariño y la vista y el cariño van juntos. Primero le negaste a la pradera el que tuviera flores y ahora que están aquí no las quieres tomar por flores de verdad. Pero son flores y además muy buenas. ¿Qué te apuestas a que te hago un ramo precioso?

—Pues tengo curiosidad por ver cuáles vas a elegir.

—Sólo las que tú apruebes. Y ahora, vamos a empezar. Aquí hay un nomeolvides, pero no un nomeolvides de orejilla de ratón, quiero decir, no uno falso, sino el auténtico. ¿Concedido?

—Sí.

—Y esta de aquí es verónica, una flor pequeña y fina. Ésta me imagino que la aceptarás. No tengo ni que preguntar. Y esta grande marrón, rojiza, es mordisco del diablo y ha crecido expresamente para ti. Sí, tú ríete. Y éstas de aquí —y se agachó para coger un par de botoncillos amarillos, que crecían delante de ella en la arena— éstas son siemprevivas.

—Siemprevivas —dijo Botho—, ésas son la pasión de la anciana señora Nimptsch. Naturalmente que las cogemos, no pueden faltar de ninguna manera. Y ahora ata el ramillete.

—Bueno, pero ¿con qué? Lo dejaremos hasta que encontremos un junco.

—No, no quiero esperar tanto. Y un junco no me parece lo bastante bueno. Es demasiado grueso y demasiado basto. Quiero algo fino. ¿Sabes una cosa, Lene? Tienes un pelo largo tan hermoso, arráncate un cabello y ata el ramo con él.

—No —dijo ella con firmeza.

—¿No? ¿Por qué no? ¿Por qué ese no?

—Porque se dice que el pelo ata. Y si lo ato alrededor del ramo, tú también quedarás atado.

—Bah, eso son supersticiones. Cosas de la señora Dörr.

—No, es mi madre la que lo dice. Y lo que me ha dicho desde que era una niña ha resultado cierto, aunque pareciera superstición.

—Bueno, por mi parte que sea así. No voy a discutir. Pero no quiero que ates el ramo con otra cosa que no sea un cabello tuyo. Y espero que no seas tan testaruda como para negármelo.

Lene se le quedó mirando, arrancó un cabello de su cabeza y lo ató alrededor del ramo. Entonces dijo:

—Tú lo has querido. Ten, cógelo. Ahora estás atado.

Él intentó reír, pero la seriedad con que ella había mantenido la conversación y había pronunciado las últimas palabras no había dejado de causarle impresión.

—Hace frío —dijo él después de un rato—. El hostelero tenía razón al traerte la chaqueta y la manta. Ven, vamos a regresar.

Y así pues volvieron adonde estaba amarrado el bote y se apresuraron a cruzar el río.

Fue ahora, al volver, cuando vieron lo pintoresca que era la vista del hostal, al que se iban acercando con cada golpe de remo. El tejado de paja era como un grotesco gorro sobre la baja construcción de entramado, cuyas cuatro pequeñas ventanas delanteras empezaban ahora a iluminarse. Y en el mismo momento sacaron también algunas antorchas a la terraza y por entre las ramas del viejo olmo, que en la oscuridad semejaba un fantástico enrejado, se reflejaban las más variadas franjas de luz en la corriente del río.

Ninguno hablaba. Pero cada uno de ellos estaba entregado a hondas reflexiones sobre su felicidad y se preguntaba cuánto duraría aún esa felicidad.