Capítulo X

Estaba obscureciendo cuando llegaron ante la casa de la Nimptsch y Botho, que había recuperado rápidamente su alegría y buen humor, quiso asomarse sólo un momento para despedirse inmediatamente después. Pero cuando Lene le recordó todo tipo de promesas y la señora Dörr le llamó la atención con guiños y voz intencionada sobre el fruto doble que aún tenía que comer a medias, cedió Botho y se decidió a pasar allí la velada.

—Eso está bien —dijo la Dörr—. Yo también me quedo. Es decir, si me lo permiten y no les estorbo con su fruto doble. Porque nunca se puede saber. Sólo quiero llevar el sombrero y el mantón a casa y enseguida vuelvo.

—Pues claro que debe usted volver —dijo Botho, dándole la mano—. Nunca volveremos a estar juntos siendo tan jóvenes como ahora.

—No, no —se echó a reír la Dörr—, nunca volveremos a estar juntos siendo tan jóvenes como ahora. Y en realidad es totalmente imposible, aunque mañana volviéramos a estar juntos. Pues un día es un día y también cuenta y por eso es una verdad como un templo que no volveremos a estar juntos siendo tan jóvenes como ahora. Y nadie puede negarlo.

Continuó así en este tono durante un buen rato y el hecho, no discutido por nadie, de envejecer a diario le gustó tanto que repitió lo mismo todavía algunas veces. Sólo entonces se fue. Lene la acompañó hasta el zaguán, pero Botho prefirió sentarse junto a la señora Nimptsch y mientras le colocaba de nuevo sobre los hombros la toquilla, que se le había caído, le preguntó «si no estaba enfadada porque le había robado a Lene durante algunas horas. Pero había sido muy bonito y sobre el montón de hierbas piojeras, donde habían estado descansando y charlando, se habían olvidado totalmente de la hora».

—Sí, los que son felices se olvidan de que el tiempo pasa —dijo la anciana—. Y la juventud es feliz y está bien y así debe ser. Pero cuando uno envejece, querido señor barón, se le hacen a uno las horas largas y uno desearía que se le acabasen los días y también la vida.

—Eso lo dice usted por decir, abuela. Viejo o joven, realmente a todos nos gusta vivir. ¿No es verdad, Lene, que nos gusta vivir?

Lene, que volvía del zaguán y acababa de entrar en la habitación, corrió hacia él, como impresionada por su palabras, y le abrazó y le besó mostrando un apasionamiento generalmente extraño en ella.

—Lene, ¿pero qué te pasa?

Pero ya se había vuelto a dominar y rechazó con un rápido movimiento de la mano el interés de Botho, como diciendo: «No preguntes». Y seguidamente, mientras Botho seguía hablando con la señora Nimptsch, se dirigió al armario de la cocina, revolvió allí buscando algo y volvió enseguida y con un rostro completamente sereno, trayendo un librito cosido en papel azul que tenía el aspecto del que usan las amas de casa para apuntar sus gastos diarios. Lo abrió y enseñó a Botho la última página, en la que la mirada de éste enseguida tropezó con el subrayado título: «Lo que es necesario saber».

—Caramba, Lene, esto suena casi a tratado de moral o título de comedia.

—Es algo así. Pero sigue leyendo.

Y él leyó, pues: «¿Quiénes eran las dos damas que había en el paseo? ¿Es la mayor o la joven? ¿Quién es Pitt? ¿Quién es Serge? ¿Quién es Gastón?».

Botho se echó a reír.

—Para contestarte a todo esto, Lene, tendría que quedarme aquí hasta mañana.

Suerte, que la señora Dörr no estaba allí para oír esta respuesta, si no habría habido un nuevo apuro. Pero la tan ágil amiga, ágil por lo menos cuando se trataba del barón, no había vuelto aún, y así dijo Lene:

—Bueno, entonces transigiré. Y por mí, lo de las dos señoras, para otra vez. Pero ¿qué significan esos nombres extraños? Ya te pregunté por ello cuando trajiste el cucurucho. Pero lo que me dijiste no fue una verdadera contestación, sólo a medias. ¿Es acaso un secreto?

—No.

—Pues entonces, habla.

—Con mucho gusto, Lene. Esos nombres son sólo nombres de broma.

—Ya lo sé. Eso ya me lo dijiste.

—… Es decir, nombres que nos hemos puesto para mayor comodidad, algunos por algún motivo, otros no.

—¿Y qué significa Pitt?

—Pitt era un estadista inglés[57].

—¿Y tu amigo lo es también?

—Por Dios santo…

—¿Y Serge?

—Ese era un nombre ruso, el nombre de un santo y el de muchos grandes duques rusos.

—Que no necesitan tener nada de santos, ¿no es eso? ¿Y Gastón?

—Es un nombre francés.

—Sí, de eso me acuerdo. Cuando era muy niña, aún no había hecho la confirmación, vi una obra de teatro, El hombre de la máscara de hierro y el de la máscara se llamaba Gastón. Lloré amargamente.

—Y ahora te vas a reír cuando te diga: Gastón soy yo.

—No, no me río. Tú también tienes una máscara.

Botho iba a afirmar, medio en broma, medio en serio, lo contrario, pero la señora Dörr que en ese momento volvía a entrar, interrumpió la conversación disculpándose por haberles hecho esperar. Pero había llegado un encargo y había tenido que hacer deprisa una corona para un entierro.

—¿Grande o pequeña? —preguntó la Nimptsch, a quien le gustaba hablar de entierros y tenía una verdadera pasión por que le contaran todo lo que se relacionara con ellos.

—Bueno —dijo la Dörr—, era medianeja; gente de poca monta, hiedra con azaleas.

—Vaya —continuó la Nimptsch— ahora a todo el mundo le ha dao por la hiedra y la azalea, menos a mí. La hiedra está muy bien cuando crece en la tumba y la cubre toda tan de verde y tan tupido que la tumba está en paz y también el que bajo ella descansa. Pero hiedra en una corona, eso no está bien. En mis tiempos se empleaban siemprevivas amarillas o semiamarillas y cuando tenía que ser algo muy elegante, usábamos siemprevivas rojas o blancas y hacíamos coronas con ellas o, aunque sólo fuera una, y la colgábamos en la cruz y allí quedaba colgada todo el invierno y, cuando llegaba la primavera, allí seguía aún. Y algunas aguantaban más tiempo. Pero eso de la hiedra y la azalea, eso no vale para nada. ¿Y por que no? Pues por eso, porque no aguantan mucho tiempo. Y yo siempre pienso que cuanto más tiempo cuelga arriba la corona, más piensa uno en los muertos que están debajo. Y a veces hasta una viuda, cuando no es demasiado joven. Y por esto es por lo que yo prefiero las siemprevivas, amarillas o rojas o blancas y los demás que se cuelguen una corona de las otras, si quieren. Ésas son más para las apariencias, pero las de siemprevivas son las buenas.

—Madre —dijo Lene— estás otra vez hablando demasiado de tumbas y coronas.

—Sí, hija, cada uno habla de lo que piensa. Y si uno piensa en el matrimonio, habla de matrimonio y si uno piensa en entierros, hablará de tumbas. Y no he sido yo la que ha empezao a hablar de tumbas y coronas, la señora Dörr ha empezao, lo que ha estao muy bien. Y sólo hablo de ello una y otra vez porque tengo mis miedos y siempre pienso, ¿y quién te la va a traer?

—Ay, madre.

—Sí, Lene, tú eres buena, tú eres una buena hija. Pero el hombre propone y Dios dispone y hoy vivo y mañana muerto. Y tú puedes morirte lo mismo que yo cada día que Dios hace amanecer, aunque no lo creo. Y la señora Dörr también puede morirse o a lo mejor, cuando yo me muera, vive en otro sitio o yo vivo en otro sitio y quizás acabe de llegar allí. Ay, mi querida Lene, no se tiene nada seguro, absolutamente nada, ni siquiera una corona en la tumba.

No, abuela Nimptsch —dijo Botho—, ésa la tiene usted segura.

—Ay, señor barón, si eso fuera cierto.

—Y aunque esté en San Petersburgo o en París, si me entero de que mi anciana señora Nimptsch ha muerto, le enviaré una corona, y si estoy en Berlín o cerca de Berlín, yo mismo se la llevaré.

El rostro de la anciana se iluminó visiblemente por la alegría.

—Bueno, señor barón, eso es una promesa. Y así resulta que voy a tener mi corona en la tumba y me alegro de tenerla. Porque no puedo soportar las tumbas desnudas, que parecen un cementerio de huérfanos o de presos o algo peor. Pero haz un té, Lene, el agua hierve y borbotea y también hay fresas y leche. Y cuajada. Dios mío, el pobre señor barón, debe estar ya muerto de hambre. El estarse contemplando da hambre, de eso aún me acuerdo. Sí, señora Dörr, una ha tenido también su juventud, aunque haga ya tiempo de eso. Pero las personas eran entonces igual que ahora.

La señora Nimptsch, que tenía hoy su día locuaz, continuó filosofando todavía durante un rato, mientras Lene traía la cena y Botho seguía sus bromas con la buena señora Dörr: había sido una buena idea que hubiera llevado el sombrero de gala a descansar a buena hora, pues un sombrero así era para el circo Kroll o el teatro, pero no para el montón de hierbas piojeras de Wilmersdorf. ¿De dónde había sacado el sombrero? Ni una princesa tenía un sombrero así, y él nunca había visto una cosa tan elegante y no quería hablar de sí mismo, pero que un príncipe podía haberse enamorado del sombrero.

La buena mujer se daba cuenta de que se estaba burlando de ella, pero a pesar de ello contestó:

—Sí, cuando a Dörr le da, es tan espléndido y tan fino, que a veces no sé de dónde le viene. A diario no da para mucho, pero de repente está como cambiado y como si no fuera él mismo y yo me digo una y otra vez: al final resulta que vale, sólo que no lo sabe mostrar.

Continuaron charlando mientras tomaban el té, hasta que dieron las diez. Entonces se despidió Botho y Lene y la señora Dörr le acompañaron por el jardín de la entrada hasta la verja. Cuando llegaron aquí, la Dörr recordó que se habían olvidado del fruto doble. Pero Botho pareció querer ignorar la advertencia y sólo acentuó de nuevo la hermosura de la tarde.

—Tenemos que salir así a menudo, Lene, y cuando vuelva pensaremos a dónde. Ya encontraré algo, algo bonito y tranquilo y bien lejos y no sólo por el campo.

—Y nos llevaremos otra vez a la señora Dörr con nosotros —dijo Lene—, o le rogaremos que venga. ¿No es verdad, Botho?

—Naturalmente, Lene. La señora Dörr debe de venir siempre. Sin la señora Dörr no hay excursión.

—Ay, señor barón, eso no lo puedo aceptar, eso no lo puedo pedir.

—Sí, querida señora Dörr —rió Botho—, usted puede pedirlo todo. Una mujer como usted…

Y con estas palabras se despidieron.