Botho escribió aquella misma tarde a Lene diciéndole que iría al día siguiente, y tal vez más temprano que de costumbre. Y cumplió su palabra y llegó una hora antes de que se pusiera el sol. Naturalmente, encontró también a la señora Dörr. El tiempo era espléndido, no demasiado caluroso, y después de haber charlado un rato dijo Botho:
—Podríamos ir quizá al huerto.
—Sí, al huerto, o a cualquier otro sitio.
—¿A dónde quieres ir?
Lene se echó a reír.
—No te preocupes, Botho. No hay nadie, emboscado y la señora del coche de los caballos blancos y la guirnalda de flores no se te va a cruzar en el camino.
—Entonces, ¿a dónde, Lene?
—Sólo al campo, donde no tendrás nada más que las margaritas y a mí. Y tal vez también a la señora Dörr, si quiere tener la bondad de acompañarnos.
—¡Que si quiere! —dijo la señora Dörr— naturalmente que quiere. Es un gran honor. Pero una tiene que arreglarse antes un poco. Vuelvo en seguida.
—No hace falta, señora Dörr, nosotros la recogeremos.
Y así fue y cuando la joven pareja se dirigió un cuarto de hora después hacia el huerto, ya les esperaba la señora Dörr ante la puerta, con un mantón al brazo y un pomposo sombrero a la cabeza, un regalo de Dörr que, como todos los avaros, a veces compraba alguna cara extravagancia.
Botho dijo una galantería a la emperejilada señora Dörr y los tres bajaron a continuación por el camino y por una escondida puertecilla lateral salieron a un sendero que al principio, y antes de desviarse hacia el campo abierto, iba paralelo a la valla del huerto, cubierta de ortigas por su parte exterior.
—Vayamos por éste —dijo Lene—. Éste es el camino más bonito y más solitario. Por aquí no viene nadie.
Y en efecto, era el camino más solitario, mucho más tranquilo y vacío que los otros tres o cuatro que paralelamente a él conducían a Wilmersdorf atravesando los prados y que en parte mostraban una curiosa vida de barriada periférica. En uno de estos caminos había todo tipo de barracas, entre las cuales se alzaban unas estructuras rectangulares como para gimnastas, que despertaron la curiosidad de Botho, pero antes de que pudiera investigar lo que realmente eran, la actividad que se empezó a desarrollar allí le dio la respuesta a su pregunta: sobre las barras fueron extendidas mantas y alfombras e inmediatamente después comenzaron a golpearlas y sacudirlas con grandes palos de caña, de tal modo que el camino quedó cubierto por una nube de polvo.
Botho les llamó la atención sobre lo observado y estaba a punto de enfrascarse con la señora Dörr en una conversación sobre lo bueno y lo malo de las alfombras que, mirándolo bien, son sólo almacenes de polvo «y que si uno no estaba muy bien del pecho, agarraba una tuberculosis sin saber cómo», pero se interrumpió en mitad de la frase porque el camino que habían tomado pasaba en ese preciso instante por delante de un lugar en el que se debían haber descargado todos los desechos de un taller de escultura, pues había un gran número de ornamentos de estuco de todo tipo, sobre todo cabezas de ángeles.
—Es una cabeza de ángel —dijo Botho—. Mire usted, señora Dörr. Y aquí hay incluso uno con alas.
—Sí —dijo la señora Dörr—, y también con mofletes. Pero ¿cree usted que es un ángel? Creo que cuando es tan pequeño y tiene alas se llama Cupido.
—Cupido o ángel —dijo Botho— da lo mismo. Pregúntele usted a Lene que se lo confirmará. ¿No es verdad, Lene?
Lene puso cara seria, pero Botho tomó su mano y todo quedó subsanado.
Justamente detrás del montón de desechos torcía el sendero hacia la izquierda para desembocar inmediatamente después en un camino algo más amplio, cuyos álamos negros estaban en flor y esparcían sus tomentosos amentos sobre la pradera, sobre la que yacían como copos de algodón.
—Mira, Lene —dijo la señora Dörr—, ¿sabes que los usan para rellenar colchones como si fueran plumas? Y lo llaman lana vegetal.
—Sí, lo sé, señora Dörr, y me alegro de que la gente pobre descubra algo así y se aproveche de ello, pero eso no sería para usted.
—No, Lene, eso no sería para mí. En eso tienes razón. Yo prefiero lo sólido, la crin y los muelles, y cuando está tan mullido…
—¡Oh, sí! —dijo Lene, a la que esta descripción empezaba a inquietar un poco—, pero me temo que vamos a tener lluvia. Oiga las ranas, señora Dörr.
—Sí, las ranas —asintió ésta—. Por las noches hacen a veces un ruido que no se puede dormir. ¿Y por qué? Porque aquí todo es pantano y sólo parece como si fueran prados. Mira la charca ésa, donde está la cigüeña, que mira directamente hacia nosotros. Bueno, a mí no me mira. Podría estar mirando hasta cansarse. Y está así muy bien.
—Creo que vamos a tener que dar la vuelta —dijo Lene, sonrojándose y realmente sólo por decir algo.
—De eso, nada —se echó a reír la señora Dörr—, ahora sí que no, Lene; no irás a tener miedo y menos de una cosa así. Buena cigüeña, tráeme… ¿O prefieres que cante: querida cigüeña…?[54]
Continuó así durante un rato, pues la señora Dörr necesitaba tiempo para dejar uno de sus temas favoritos.
Pero finalmente se produjo una pausa, durante la cual continuaron caminando a paso lento hasta que llegaron a la ladera de una colina, que se extiende aquí como una plataforma desde el río Spree hasta el Havel. En este mismo lugar acababan las praderas y comenzaban los campos de trigo y colza, que se extendían hasta la primera hilera de casas de Wilmersdorf.
—Y ahora vamos a subir —dijo la señora Dörr— y luego nos sentamos y cogemos diente de león y hacemos una corona trenzando los tallos. Es tan divertido, cuando se pincha un tallo en otro hasta que la corona o el collar están acabados.
—Bueno, bueno —dijo Lene, a la que hoy le había deparado el destino el no salir de pequeños apuros—, está bien, pero venga ahora, señora Dörr, el camino va por aquí.
Y diciendo esto, subieron la pequeña ladera y una vez que llegaron arriba se sentaron en un montón de hierbas piojeras y ortigas secas que se habían estado acarreando aquí desde el otoño pasado. Este montón de hierbajos era un magnífico lugar para descansar, pero también un punto de observación, desde el que no sólo se podía ver, más allá de un canal bordeado por lomas y dehesas, la hilera septentrional de las casas de Wilmersdorf, sino que también se podía oír con toda claridad el ruido que en una cercana bolera hacían los bolos al caer y sobre todo el de las bolas cuando volvían rodando sobre las desvencijadas tablas. Lene se alegró extraordinariamente al oírlo, tomó la mano de Botho y dijo:
—Mira, Botho, lo conozco tan bien (pues cuando yo era niña vivíamos al lado de una bolera como ésta) que sólo con oír cómo empieza a rodar la bola sé cuántos puntos va a hacer.
—Bueno —dijo Botho—, entonces podemos apostar.
—¿El qué?
—Ya se verá.
—Bueno. Pero sólo tengo que acertar tres veces y si no digo nada, no cuenta.
—De acuerdo.
Y los tres se pusieron a escuchar, y la señora Dörr, más excitada a cada momento que pasaba, juró por todos los santos que le palpitaba el corazón y que se sentía como si estuviera ante el telón de un escenario:
—Lene, Lene, te has propuesto algo demasiado difícil, hija, eso no es posible.
Y hubiera continuado así, si en ese preciso instante no se hubiera oído cómo una bola empezaba a rodar y, tras un único golpe sordo en la banda lateral, se hacía el silencio.
—¡Nada! —gritó Lene. Y, en efecto, así fue.
—Ésa era fácil —dijo Botho—, demasiado fácil. Yo también lo habría adivinado. Vamos a ver lo que viene ahora.
Y he aquí que siguieron dos tiradas sin que Lene hablara o simplemente se moviera. Sólo los ojos de la señora Dörr parecían salírsele de las órbitas cada vez más. Pero en ese momento, y Lene se levantó inmediatamente de su sitio, siguió una bola pequeña, sólida, y con un peculiar sonido, mezcla de firmeza y elasticidad, se la oyó bailar vibrando sobre la tabla.
—¡Los nueve! —gritó Lene. Y al momento se oyó el ruido que hacían al caer y el muchacho de la bolera confirmó lo que apenas necesitaba ser confirmado.
—Reconozco con eso que has ganado, Lene. Nos comeremos después un fruto doble[55] y así se queda todo en uno, ¿no es verdad, señora Dörr?
—Naturalmente —dijo ésta, guiñando un ojo—, todo en uno.
Y quitándose el sombrero empezó a describir círculos con él, como si hubiera sido el sombrero que llevaba al mercado.
Entretanto el sol se ponía tras la torre de la iglesia de Wilmersdorf y Lene propuso partir y emprender el regreso, pues dijo que empezaba a refrescar, pero que por el camino tenían que jugar a cogerse y estaba segura de que Botho no la pillaría.
—Eso vamos a verlo.
Y comenzaron las carreras y la persecución, sin que en efecto Lene pudiera ser atrapada, hasta que al final estaba tan agotada por la risa y la excitación, que se refugió detrás de la imponente figura de la señora Dörr.
—Éste es mi árbol —se reía—. Ahora ya sí que no me coges.
Y mientras, se agarraba a la amplia chaqueta de la señora Dörr y empujaba a la buena mujer tan hábilmente a derecha e izquierda que durante un buen rato se cubrió con su ayuda. Pero de pronto se encontró a Botho a su lado, que la sujetó y le dio un beso.
—Esto va contra las reglas, no habíamos acordado nada.
Pero a pesar de esta repulsa se colgó de su brazo y ordenó, imitando la voz ronca de la Guardia: «¡Paso de frente… arrr!». Y se divertía con los gritos admirativos e interminables con que la señora Dörr acompañaba todo el juego.
—¿Es posible? —decía ésta— no, no es posible. Y siempre así, sin que sea nunca distinto. ¡Cuando pienso en el mío! De verdad que no es posible. Y, sin embargo, era también un aristócrata y se comportaba como tal.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Botho en voz baja.
—Piensa en… pero ya lo sabes… ya te lo he contado.
—Ah, es eso. En ése. Bueno, no habrá sido tan malo.
—Quién sabe. Al fin y al cabo, lo mismo da uno que otro.
—¿Crees tú?
—No —dijo, moviendo la cabeza, y en sus ojos había una cierta ternura y emoción. Pero no quiso que estos sentimientos afloraran y dijo vivamente:
—Cantemos algo, señora Dörr. Cantemos ¿pero el qué?
—Amanecer…
—No, eso no… «mañana en la tumba fría» es demasiado triste. No, vamos a cantar «al pasar el año» o aún mejor «Recuerda»[56].
—Si, ésa está bien, ésa es bonita, es mi canción preferida.
Y con voz habituada a cantar entonaron los tres la canción favorita de la señora Dörr y ya habían llegado cerca del vivero cuando todavía resonaba sobre el campo: «Recuerdo que… a ti debo la vida» y desde el otro lado del camino, donde estaba la larga hilera de los cobertizos y cocheras, lo repetía el eco.
La señora Dörr estaba radiante de felicidad. Pero Lene y Botho se habían puesto serios.