En el club se encontraban en este mismo momento dos jóvenes oficiales: El uno, de las Gardes du Corps[44], delgado, alto y afeitado, el otro, comisionado por el regimiento de Coraceros de la Reina, algo más bajo, con barba, excepto en la barbilla, afeitada según el reglamento. Habían apartado el blanco mantel de la mesa en que habían almorzado y estaban ambos jugando al piquet[45] en la mitad de la mesa que habían dejado libre.
—Seis cartas y una escalera de cuatro.
—Bien.
—¿Y tú?
—Catorce as, tres reyes, tres reinas… y tú no haces ninguna baza.
Y puso su juego sobre la mesa, y juntó las cartas inmediatamente después, mientras el otro barajaba.
—¿Sabes que Ella se casa?
—Lástima.
—¿Por qué?
—Ya no podrá saltar con el aro.
—Tonterías. Cuanto más se casan más delgadas se ponen.
—Pero con excepciones. Hay muchos hombres de la aristocracia del circo que ya van por la tercera o cuarta generación, lo que en cierto modo indica estados alternativos de esbeltez y no esbeltez o, si quieres, de luna nueva y primer cuarto, etc.
—Error. Error in calculo. Te olvidas de la adopción. Todas estas gentes de circo son en secreto de la secta de Gichtel[46] y se transmiten por vía de herencia, según un plan acordado, su capital, su prestigio y su nombre. Parecen los mismos y sin embargo, son otros distintos. Siempre sangre joven. Corta… Además, tengo una segunda noticia. Afzelius pasa al Estado Mayor.
—¿Cuál?
—El de los Ulanos.
—Imposible.
—Moltke[47] cree que vale mucho y dicen que ha hecho un trabajo excelente.
—No me impresiona. Todo es trabajo de biblioteca y copia. El que es un poco hábil puede escribir libros como Humboldt o Ranke[48].
—Escalera de cuatro, catorce as.
—Escalera de cinco.
Y mientras hacían las bazas se oía al lado, en la sala de billar, el chocar de las bolas y el caer de los boliches.
Sólo había en total seis u ocho caballeros reunidos en las dos habitaciones traseras del club, que daban por su lado más estrecho a un jardín soleado y bastante soso, y todos estaban en silencio, todos más o menos abstraídos en su partida de whist[49] o de dominó, no siendo los menos abstraídos los dos oficiales que jugaban al piquet, que acababan de charlar sobre Ella y Afzelius. Las apuestas eran altas, por lo que ambos no levantaron la vista del juego hasta que, a través de una hornacina abierta en arco de medio punto, vieron venir de la habitación contigua a un recién llegado. Era Wedell.
—Y bien, Wedell, si no trae usted un montón de novedades, tendremos que ponerle en gran entredicho.
—Perdón, Serge, pero no era una cita formal.
—Pero casi. Por mi parte, me encuentra usted en un estado de ánimo extremadamente condescendiente. Cómo vaya usted a entendérselas con Pitt, que acaba de perder por ciento cincuenta puntos, es asunto suyo.
Diciendo esto, apartaron ambos las cartas y el que Wedell, al llegar, había saludado como Serge, sacó su reloj y dijo:
—Las tres y cuarto. O sea, la hora de tomar café. Un filósofo, y debe haber sido uno de los mejores, dijo una vez que lo mejor del café es que se puede tomar en cualquier situación y a cualquier hora del día. Efectivamente, son palabras de sabio. Pero ¿dónde lo tomamos? Opino que nos sentemos fuera, en la terraza, al sol. Cuanto más se provoca al tiempo, mejor le va a uno. Así que, Pehlecke, tres tazas. No puedo seguir oyendo el ruido que hacen los boliches al caer, me pone nervioso. Ciertamente, fuera también tenemos ruido, pero distinto, y en lugar del agudo entrechocar oímos el tronar y retumbar de nuestra bolera bajo el suelo y nos podemos imaginar que estamos sentados sobre el Vesubio o el Etna. Y realmente, ¿por qué no? Al fin y al cabo, todos los placeres son imaginación y quien tiene la mayor fantasía tiene el mayor placer. Sólo lo imaginario da valor a las cosas y es, en último término, lo único real.
—Serge —dijo el otro, al que habían llamado Pitt durante el juego—, si continúas con tus famosas sentencias filosóficas castigarás a Wedell más duramente de lo que merece. Además, debes tener consideración conmigo porque he perdido. Bueno, nos quedamos aquí, el césped a la espalda, al lado de la hiedra, y con una pared desnuda en vue[50]. ¡Magnífico lugar para la guardia de Su Majestad! Me gustaría saber lo que el viejo príncipe Pückler[51] habría dicho de este jardín del club… Pehlecke… sí, ponga aquí la mesa, así está bien. Y traiga, por último, una botella de las más añejas de su bodega. Wedell, si quiere que le perdonemos, sacúdase la manga hasta que caiga una nueva guerra o alguna otra gran noticia. Después de todo, por los Puttkamer[52] está usted emparentado con nuestro querido Dios padre. Con cuál de ellos, no hace falta que lo añada. ¿Qué se cuece, pues?
—Pitt —dijo Wedell—, se lo ruego, nada de preguntas sobre Bismarck. Porque, en primer lugar, usted sabe que no sé nada, pues los primos en grado diecisiete no pertenecen al círculo de íntimos y confidentes del príncipe, en segundo lugar, porque no vengo de ver al príncipe sino a alguien que dispara sus flechas, con algunos aciertos y muchos, muchos fallos, nada menos que contra su alteza.
—¿Y quién era ese atrevido arquero?
—El viejo barón Osten, el tío de Rienäcker. Un anciano caballero encantador y buena persona, pero ciertamente también un viejo zorro.
—Como todos los de la Marca.
—Yo también soy de la Marca.
—Tanto mejor. Entonces lo sabe usted sin que se lo digan. Pero, vamos al grano. ¿Qué dice el viejo?
—Muchas cosas. Lo político no vale la pena repetirlo, pero hay otra cosa mucho más importante: Rienäcker está entre la espada y la pared.
—¿Cómo es eso?
—Debe casarse.
—¿Y a eso lo llama usted estar entre la espada y la pared? Por favor, Wedell, Rienäcker está en una situación aún más apurada: tiene una renta anual de nueve mil y gasta doce mil, y ésta es la peor de todas las situaciones. En cualquier caso, peor que la de tener que casarse. Casarse no es para Rienäcker un peligro, sino la salvación. Yo ya lo había visto venir. ¿Y quién es ella?
—Una prima.
—Naturalmente, hoy en día las primas y la salvación son casi lo mismo. Y apuesto a que se llama Paula. Todas las primas se llaman ahora Paula.
—Ésta, no.
—¿Entonces?
—Käthe.
—¿Käthe? Ah, ya sé. Käthe Sellenthin. Hum, no está mal, un partido excelente. El viejo Sellenthin, el que tiene un ojo tapado, tiene seis fincas y contando las alquerías son incluso trece. Va a partes iguales y la número trece la recibirá Käthe como suplemento. Enhorabuena…
—¿La conoce usted?
—Ciertamente. Una rubia maravillosa con ojos de nomeolvides, pero que sin embargo no es sentimental. Tiene más de sol que de luna. Estuvo aquí en el pensionado de la señora Zülow y ya a los catorce años le hacían la corte y la pretendían.
—¿En el pensionado?
—No directamente y no siempre, pero sí los domingos cuando iba a comer a casa del viejo Osten, el mismo con el que usted ha estado. Käthe, Käthe Sellenthin… Entonces era como una avecilla de las nieves y la llamábamos así y era la muchachita más encantadora que se puede usted imaginar. Aún veo su moño, que decíamos que era como un copo de seda, y ahora resulta que Rienäcker lo va a hilar. Bueno, ¿por qué no? No le costará tanto trabajo.
—A lo mejor más de lo que alguno cree —contestó Wedell—. Y aunque ciertamente necesita una mejora de su situación financiera, no estoy con todo tan seguro de que se vaya a decidir sin más por su rubia paisana. Desde hace algún tiempo a Rienäcker le atrae un color distinto, el color ceniza, y si es verdad lo que Balafré me contó hace poco, se ha pensado seriamente en elevar a su dama de la ropa blanca a dama blanca[53]. Le da lo mismo el palacio de Avenel que el palacio de Zehden. Un palacio es un palacio, y ustedes saben que a Rienäcker que, por así decirlo, en algunos casos es muy independiente de carácter, siempre le ha gustado lo natural.
—Sí —dijo Pitt, riéndose—, siempre le ha gustado, pero Balafré exagera y se inventa historias interesantes. Usted es más sensato, Wedell, y no dará crédito a tales fantasías.
—No, a las fantasías, no —dijo Wedell—, pero creo lo que me consta. Y Rienäcker, a pesar de su altura, o quizá precisamente por eso, es débil e influenciable y de una delicadeza y bondad de corazón poco frecuentes.
—Es cierto. Pero las circunstancias le obligarán y tendrá que desligarse y liberarse; en el peor de los casos, como el zorro de su jaula. Es doloroso y siempre se deja allí una pequeña parte de la vida, pero lo fundamental es haber salido y ser de nuevo libre. ¡Viva Käthe! ¡Y Rienäcker! Como dice el proverbio: Dios está con los listos.