Capítulo VII

A las doce había terminado el servicio en el cuartel, y Botho von Rienäcker iba por la avenida Unter den Linden hacia la puerta de Brandemburgo, con la simple intención de llenar lo mejor posible la hora que le quedaba hasta la cita en Hiller. Dos o tres tiendas de cuadros le vinieron muy a propósito. En el escaparate de Lepke[27] había, unos cuadros de Oswald Achenbach[28], entre ellos una calle de Palermo, sucia y soleada, y de una veracidad sorprendente de vida y colorido. «Desde luego, hay cosas sobre las que uno nunca sabe. Por ejemplo, con los Achenbach. Hasta hace poco he votado por Andreas, pero cuando veo algo como esto de aquí, no sé si Oswald le iguala o si le supera. En todo caso, tiene más colorido y variedad. Pero todas estas cosas sólo me está permitido pensarlas, decirlas delante de la gente significaría bajar el precio de mi “tempestad en el mar” sin necesidad.»

Haciendo estas consideraciones estuvo un rato parado delante del escaparate de Lepke y a continuación, cruzando la plaza de París, se dirigió hacia la Puerta de Brandemburgo y, a la izquierda, hacia la alameda del Tiergarten, hasta pararse ante el grupo de los leones de Wolf[29]. Miró el reloj: «Las doce y media. Es hora de volver». Y dio la vuelta para volver por el mismo camino hacia Unter Linden. Ante el palacio de Redern vio venir hacia él al teniente Wedell, de la Guardia de Dragones.

—¿A dónde va usted, Wedell?

—Al club. ¿Y usted?

—A Hiller.

—Un poco temprano.

—Sí, pero qué le voy a hacer. Tengo que almorzar con un viejo tío mío; linaje oriundo de la Nueva Marca y justo del rincón en que se encuentran los lugares Bentsch, Rentsch, Stentsch, todas palabras que riman con Mensch[30]; por supuesto, sin que esto tenga consecuencia alguna. Por cierto, que mi tío ha sido de su regimiento. Naturalmente, hace ya mucho tiempo, a comienzos de los años cuarenta. El barón Osten.

—¿El de Wietzendorf?

—El mismo.

—Sí, le conozco, es decir, de nombre. Somos algo parientes, pues mi abuela era una Osten. ¿Es el mismo que está en pie de guerra contra Bismarck?

—El mismo. ¿Sabe una cosa, Wedell?, venga usted conmigo. El club sigue en su sitio y Pitt y Serge también. Lo mismo los encontrará usted a las tres que a la una. El viejo continúa entusiasmándose con el azul y oro de los dragones y es tan neobrandemburgués que se alegrará de ver a un Wedell.

—Bien, Rienäcker, pero bajo su responsabilidad.

—Con sumo gusto.

Así conversando habían llegado a Hiller, donde el viejo barón estaba ya junto a la puerta de cristal y buscaba con la vista a su alrededor, pues pasaba un minuto de la una. Sin embargo, no hizo ningún comentario y se alegró visiblemente cuando Botho le presentó al teniente von Wedell.

—Su sobrino…

—Nada de disculpas, señor von Wedell, todo el que se llame Wedell es para mí bienvenido y si lleva este uniforme por partida doble y triple. Vengan ustedes por aquí, caballeros, salgamos de este desfiladero de sillas y mesas para concentrarnos en lo posible en la retaguardia. Algo que no es propio de Prusia, pero que aquí es aconsejable.

Y con esto se adelantó para buscar un buen sitio y, finalmente, tras echar un vistazo a varios pequeños reservados, se decidió por una habitación mediana, tapizada con un tejido color cuero que, pese a su gran ventana de tres hojas, tenía poca luz, pues daba a un patio estrecho y oscuro. De la mesa, puesta para cuatro personas, fue retirado en un instante el cuarto cubierto y mientras los dos oficiales dejaban sus sables en el rincón de la ventana, se dirigió el viejo barón al camarero jefe, que les había seguido a una cierta distancia, y pidió una langosta y un Borgoña blanco.

—Pero ¿cuál, Botho?

—Un Chablis, por ejemplo.

—Bien, un Chablis. Y agua fresca, pero no del grifo, sino bien fría. Y ahora, señores, tomen ustedes asiento: usted aquí, querido Wedell, y tú ahí, Botho. Si no hiciese este calor sofocante, este anticipado calor canicular. Aire, señores, aire. Su hermoso Berlín, que cada vez es más hermoso (al menos eso le aseguran a uno los que no conocen nada mejor), su hermoso Berlín tiene de todo, pero nada de aire.

Y diciendo esto abrió de par en par las grandes hojas del centro de la ventana y se sentó de tal modo que las tenia ante sí.

La langosta no había llegado aún, pero el Chablis estaba ya sobre la mesa. Lleno de impaciencia, tomó el viejo Osten uno de los panecillos del cesto y lo cortó con tanta rapidez como virtuosismo en rebanadas oblicuas, sólo para tener algo que hacer. Dejó el cuchillo y dio la mano a Wedell.

—Le estoy infinitamente reconocido, señor von Wedell. Ha sido una brillante idea de Botho el sacarle a usted del club por unas horas. Considero un buen presagio el haber podido saludar a un Wedell en la primera salida que hago en Berlín.

Y comenzó a llenar las copas, porque ya no podía dominar su impaciencia, ordenó que pusieran a enfriar una botella de Cliquot[31] y continuó:

—Realmente, querido Wedell, somos parientes. No hay ningún Wedell con el que no estemos emparentados, aunque no sea más que por una fanega de guisantes. En todos hay sangre de la Marca de Brandemburgo y cuando vuelvo a ver mi antiguo azul de los Dragones el corazón me da brincos de alegría. Sí, señor von Wedell, los primeros amores no se olvidan. Pero ahí viene la langosta… Por favor, tenga las tenazas grandes, las tenazas son siempre lo mejor… Pero lo que quería decir, los primeros amores no se olvidan y el arrojo tampoco. Y añado: a Dios gracias. En mis tiempos teníamos aún al viejo Dobeneck[32]. ¡Ése sí que era un hombre! Un hombre como un niño; pero cuando algo iba mal y no quería salir bien, cuando entonces se le quedaba mirando a uno, me hubiera gustado ver al que hubiera podido resistir su mirada. Un verdadero prusiano oriental de los buenos tiempos, de los años trece y catorce. Le temíamos, pero también le queríamos. Era como un padre. Y ¿sabe usted, señor von Wedell, quién era mi jefe de escuadrón…?

En este momento llegó también el champán.

—Mi jefe de escuadrón era Manteuffel[33], el mismo al que se lo debemos todo, el que ha creado nuestro ejército y con el ejército, la victoria.

El señor von Wedell se inclinó, mientras que Botho dijo a la ligera:

—En efecto, se puede ver así.

Pero no fue una afirmación inteligente y sabia por parte de Botho, como se vería inmediatamente, pues el viejo barón, que ya de por sí padecía de congestiones, se puso rojo hasta la calva y el poco pelo rizado de sus sienes pareció quererse rizar aún más.

—No te entiendo, Botho, ¿qué significa eso de «se puede ver así»? Es tanto como decir «se puede ver de otro modo». Y también sé adónde va a parar todo esto. Es como dar a entender que cierto oficial de Coraceros de la reserva[34] que, dicho sea de paso, no se ha mantenido nada en la reserva, y mucho menos con medidas revolucionarias, es como dar a entender, digo, que un cierto oficial de Halberstadt[35], con el cuello amarillo azufre de la Caballería, tomo parte personalmente en el ataque a St. Privat y trazó el gran círculo alrededor de Sedan[36]. Botho, a mí no me puedes tú venir con estas. Era un auxiliar y trabajó para el Gobierno de Potsdam, incluso bajo la dirección del viejo Meding[37], que nunca habló bien de él, eso lo sé, y realmente no ha aprendido nada más que a escribir despachos[38]. Eso no se lo discuto, eso lo sabe hacer, o con otras palabras, es un chupatintas. Pero a Prusia no la han hecho grande los chupatintas. ¿Fue el de Fehrbellin[39] un chupatintas? ¿Fue el de Leuthen[40] un chupatintas? ¿Eran Blücher o York[41] gentes de pluma? En ellos está la verdadera pluma prusiana. No puedo soportar este culto.

—Pero, querido tío…

—Pero, pero, no hay pero que valga. Créeme, Botho, para hablar de estas cuestiones hace falta tener algunos años. Estas cosas las entiendo yo mejor. ¿Y qué pasa ahora? Tira al suelo la escala por la que ha ascendido, y prohíbe incluso el Diario de la Cruz y, en fin, nos está arruinando. Nos mira con desdén, nos dice impertinencias y, cuando se le antoja, nos acusa de robo o fraude y nos envía a prisión a la fortaleza. Pero, qué digo a la fortaleza, la fortaleza es para las personas decentes, no, al asilo de los pobres nos envía, a cardar lana… pero, aire, señores, aire. Aquí se asfixia uno, maldita ciudad.

Y se levantó y además de las hojas centrales de la ventana, ya abiertas, abrió las dos laterales, de modo que la corriente hacía moverse los visillos y el mantel. Sentándose de nuevo tomó un pedazo de hielo del cubo del champán y se lo pasó por la frente.

—¡Ah! —continuó—. El trozo éste de hielo es lo mejor de todo el almuerzo… Diga usted, señor von Wedell, ¿tengo razón o no? Botho, con la mano en el pecho, ¿tengo razón? ¿No es verdad que como noble de la Marca no le importaría a uno verse envuelto en un proceso por alta traición por hablar guiado por la pura indignación de casta? A un hombre así… de una de nuestras mejores familias[42]… más distinguida que la de los Bismarck, y en la que han caído tantos por la monarquía y los Hohenzollern que podían formar toda una compañía de regimiento, una compañía con cascos metálicos, mandada por el de Boitzenburg[43]. Sí, caballeros, y a una familia así, una afrenta semejante. ¿Y por qué? Fraude, indiscreción, violación del secreto oficial. Por favor, sólo falta infanticidio y atentado contra la moral y en verdad que resulta bastante asombroso que no hayan sacado también esto a relucir. Pero ustedes guardan silencio. Por favor, hablen. Créanme, puedo oír y tolerar opiniones distintas de la mía; no soy como él. Hable usted, señor von Wedell, hable usted.

Wedell, en situación cada vez más embarazosa, trató de encontrar palabras de conciliación y apaciguamiento.

—Ciertamente, señor barón, es como usted dice. Pero, perdón, por entonces, cuando el asunto se resolvió, oí decir muchas cosas y se me ha quedado grabado en la memoria aquello de que el más débil debe renunciar a cruzarse en el camino del más fuerte, tanto en la vida como en la política, y que es así: la fuerza prevalece sobre el derecho.

—¿Y ninguna protesta en contra, ninguna objeción?

—Sí, señor barón. Según las circunstancias, también una objeción. Y para no silenciar nada, conozco casos de oposición justificada. Lo que la debilidad no se puede permitir, lo puede la pureza, la pureza de la convicción, la integridad del pensamiento. Ésta sí tiene el derecho a la oposición, incluso la obligación de hacerla. ¿Pero quién tiene esta integridad? ¿La tenía…? Pero me callo, porque no quiero herirle a usted, señor barón, ni a la familia de la que hablamos. Sin embargo, usted sabe, incluso sin que yo lo diga, que él, el que se arriesgó al riesgo no tenía esta integridad de pensamiento. El que sólo es más débil no puede permitirse nada, sólo el puro puede permitirse todo.

—Sólo el puro puede permitirse todo —repitió el viejo barón, con una expresión tan astuta que no resultaba claro si estaba más persuadido de la verdad que de la impugnabilidad de esta tesis—. El puro puede permitírselo todo. Una frase capital que me voy a llevar a casa. Le va a gustar al señor pastor, que el otoño pasado ha emprendido la lucha contra mí y ha reclamado un trozo de mi terreno: no para sí mismo, Dios le libre, sólo por cuestión de principio y por su sucesor, al que no puede ceder nada. Astuto zorro. Pero el puro se lo puede permitir todo.

—Acabarás cediendo en la cuestión del terreno del párroco —dijo Botho—. Conozco bien a Schönemann de cuando estaba en casa de los Sellenthin.

—Sí, entonces era todavía preceptor y no sabía hacer nada mejor que abreviar las horas de clase y alargar las de ocio. Y sabía jugar al aro como un joven marqués, en verdad era un verdadero placer mirarle. Pero ahora lleva siete años de párroco y no reconocerías al Schönemann que hacía la corte a la señora de la casa. Una cosa, sin embargo, hay que concederle, ha educado bien a las dos señoritas, sobre todo a tu Käthe…

Botho miró a su tío con turbación, casi como si quisiera rogarle que fuera discreto. Pero el viejo barón, más que satisfecho de haber agarrado por los pelos el delicado tema de un modo tan afortunado, continuó con un buen humor desbordante y creciente:

—Bah, Botho, déjalo. Discreción. Tonterías. Wedell es paisano y se sabe la historia tan bien como cualquier otro. ¿Por qué callar sobre estas cosas? Estás prácticamente comprometido. Y Dios sabe, muchacho, que si me pongo a pasar revista a nuestras damitas, no encuentras una mejor, los dientes como perlas y siempre riéndose, que se ve toda la hilera. Una rubia pajiza para comérsela a besos, y óyeme, si yo tuviera treinta años menos…

Wedell, que notó el embarazo de Botho, trató de ayudarle diciendo:

—Las damas de la familia Sellenthin son todas encantadoras, tanto la madre como las hijas. El verano pasado estuve con ellas en Norderney y fue delicioso, pero yo preferiría a la segunda…

—Tanto mejor, Wedell. Así no seréis rivales y podremos celebrar una doble boda. Y Schönemann puede casaros si Kluckhuhn, que como todos los viejos es susceptible, lo permite, y no sólo le proporcionaré el carruaje, sino que le cederé sin más el trozo de terreno del párroco, si antes de un año asiste a esa boda. Usted es rico, Wedell, y a usted no le corre prisa al fin y al cabo. Pero mire usted a nuestro amigo Botho. El que tenga un aspecto de estar bien alimentado no se lo debe a su arenal, que, aparte de unas cuantas praderas, no es más que un pinar, y mucho menos a su lago de las Murenas. «El lago de las Murenas», el nombre suena maravillosamente y es casi hasta poético. Pero eso es todo. No se puede vivir de Murenas. Ya sé que no le gusta oír hablar de esto, pero ya que estamos en ello hay que decirlo. ¿Cuál es la situación? Tu abuelo hizo talar la landa y tu padre, que en paz descanse —un hombre de una pieza, pero rara vez he visto a un hombre jugar tan mal a las cartas y apostar tan alto—, tu padre, que en paz descanse, digo, vendió en parcelas las quinientas yugadas de terreno encharcado a los campesinos de Jeseritz y lo que ha quedado de terreno bueno no es mucho y los treinta mil táleros hace mucho que han desaparecido. Si fueras tú solo, podría bastar, pero tienes que repartirlo con tu hermano y de momento tu madre, mi señora hermana, tiene todo en sus manos, una mujer excelente, lista y prudente, pero que tampoco ha salido demasiado ahorradora. Botho ¿para qué estás en los Coraceros del Emperador y para qué tienes una prima rica, que está esperando a que vayas, y con una petición en regla selles y hagas realidad lo que vuestros padres acordaron cuando erais unos niños? ¿Para qué seguir pensándolo? Escucha, si mañana al regresar pudiera ir a ver a tu madre y llevarle la noticia: «Querida Josephine, Botho quiere, todo está arreglado», oye, muchacho, esto sería algo que podría dar una alegría a un viejo tío que te quiere. Convénzale usted, Wedell. Ya es hora de que deje la soltería. Si no, se gastará su poco capital o desperdiciará su juventud con alguna pequeña burguesa. ¿Tengo razón? Naturalmente que sí. Así que todo arreglado. Y por eso tenemos que brindar. Pero no con este resto… —y llamó al timbre—. Una botella de champán Heidsieck. Del mejor.