Capítulo V

Botho y Lene se detuvieron ante el «castillo» de la torre pintada de verde y rojo con toda cortesía pidieron permiso a Dörr para ir a pasear al huerto durante media hora, pues la noche era hermosísima. El viejo Dörr murmuró que no podía dejar su propiedad bajo mejor protección, ante lo que los dos jóvenes se despidieron con corteses inclinaciones y se dirigieron hacia el huerto. Todos estaban ya descansando y sólo Sultán —tenían que pasar por delante de él— se incorporó y estuvo gimiendo hasta que Lene le acarició. Sólo entonces volvió a meterse en su caseta.

Dentro del huerto todo era aromas y frescura, pues a lo largo del sendero principal, entre los arbustos de grosellas y uvaespinos, había plantados alhelíes y resedas y su delicado aroma se mezclaba con el olor más fuerte del tomillo. No se movía ninguna hoja de los árboles y sólo algunas luciérnagas volaban por el aire.

Lene se había colgado del brazo de Botho y ambos se encaminaron hacia el fondo del huerto, donde había un banco entre dos álamos blancos.

—¿Quieres que nos sentemos?

—No —dijo Lene—, ahora no.

Y torció a un camino lateral, cuyos altos arbustos de frambuesas casi crecían por encima de la cerca del jardín.

—Me gusta tanto ir colgada de tu brazo. Cuéntame algo. Pero algo que sea muy bonito. O hazme preguntas.

—Bueno, ¿te parece bien que empiece con los Dörr?

—Por mí…

—Una pareja curiosa. Y con todo, creo, felices. Él tiene que hacer lo que ella quiere y, sin embargo, es mucho más listo.

—Sí —dijo Lene—, es más listo, pero también avaro y duro de corazón y eso es lo que le hace dócil, porque siempre tiene remordimientos de conciencia. Ella le vigila severamente y no consiente que engañe a nadie. Y eso es lo que él teme, y por eso cede.

—¿Y por nada más?

—Quizá también por amor, por extraño que parezca, es decir, amor por parte de él. Pues, a pesar de sus cincuenta y seis o más, está como loco por su mujer, y todo por lo corpulenta que es. Ambos me han hecho las más extrañas confidencias al respecto. Te confieso abiertamente que la señora Dörr no sería de mi gusto.

—En eso te equivocas, Lene, resulta un buen tipo.

—Sí —rió Lene—, resulta un buen tipo, pero no lo tiene. ¿Es que no ves que tiene las caderas un palmo más arriba de su sitio? Pero esas cosas los hombres no las notáis y cada dos por tres decís lo de «buen tipo» y «arrogante», sin que a nadie le importe de dónde sale esa arrogancia.

Así charlando y bromeando se detuvo y agachó para buscar una fresa temprana en un cantero largo y estrecho que se extendía frente a la cerca y el seto. Por fin encontró lo que buscaba, tomó el tallo de un magnífico ejemplar entre los labios y se volvió hacia él, mirándole.

Él tampoco anduvo remiso, tomó la fresa de su boca y la abrazó y la besó.

—Mi dulce Lene, eso ha estado muy bien. Pero escucha cómo ladra Sultán. Quiere estar contigo. ¿Quieres que lo suelte?

—No, porque si está aquí sólo te tengo a medias. Y si sigues hablando de la arrogante señora Dörr, entonces ya es como si no te tuviera en absoluto.

—Bueno —se echó a reír Botho—, pues que se quede Sultán donde está. Por eso no me aflijo. Pero de la señora Dörr tengo que seguir hablando. ¿De verdad es tan buena?

—Sí, sí que lo es, a pesar de que dice cosas raras, cosas que parece como si tuvieran doble sentido y hasta es posible que lo tengan. Pero nada más lejos de ella y en su conducta actual no hay nada que pueda hacer pensar en su pasado.

—¿Es que tiene un pasado?

—Sí, por lo menos tuvo ciertas relaciones durante años y «estuvo con él», como ella suele expresarlo. Y de lo que no hay ninguna duda es que se ha hablado mucho sobre estas relaciones y, naturalmente, sobre la buena señora Dörr. Y seguramente que ella ha dado más de un motivo para ello. Ella es la única que, con su simpleza, nunca se ha preocupado por el asunto y mucho menos se ha reprochado nada por él. Habla del asunto como de una obligación desagradable, con la que ha cumplido fiel y honradamente, sólo por sentido del deber. Tú te ríes y la verdad es que parece raro, pero no se puede expresar de otro modo. Y ahora dejemos a la señora Dörr y sentémonos a mirar la luna.

En efecto, la luna iluminaba «la casa de los elefantes», que bajo los reflejos de luz plateada tenía un aspecto más fantástico que nunca. Lene señaló hacia allí, se tapó bien con la capucha del abrigo y se refugió en el pecho de Botho.

Transcurrieron así unos minutos, felices y en silencio, hasta que, incorporándose y como saliendo de un sueño que no se podía retener, preguntó:

—¿En qué estás pensando? Dime la verdad.

—¿En qué estoy pensando, Lene? Casi me avergüenza decirlo. Son pensamientos sentimentales; pensaba en mi casa, en nuestro huerto del palacio de Zehden, tan parecido a este de los Dörr, con los mismos canteros de lechugas, con cerezos entre ellos y casi podría apostar que con el mismo número de casitas para los pájaros. Y los caballones de espárragos están plantados igual y yo iba por ellos con mi madre y cuando estaba de buen humor me daba el cuchillo y permitía que la ayudara. Pero, pobre de mí si en mi torpeza cortaba los espárragos demasiado cortos o demasiados largos. Mi madre tenía una mano muy larga.

—Lo creo. Siempre tengo una sensación como si debiera tener miedo de ella.

—¿Miedo? ¿Cómo es eso, por qué, Lene?

Lene se echó a reír alegremente, pero en su risa había un leve matiz forzado.

—No te vayas a pensar que tengo la intención de presentarme ante la señora baronesa y no lo debes tomar de modo distinto a si hubiera dicho que tengo miedo de la emperatriz. ¿Creerías por eso que iba a ir a la corte? No, no temas; no voy a acusarte de nada.

—No, ya sé que eres incapaz de hacerlo. Para eso eres demasiado orgullosa y en el fondo una pequeña demócrata, a la que le cuesta un triunfo decir una palabra amable. ¿Tengo razón o no? Pero sea como sea, intenta hacerte una idea de mi madre. ¿Cómo te la imaginas?

—Exactamente igual que tú: alta, delgada, rubia y con los ojos azules.

—Pobre Lene —y esta vez le tocó reír a él—. Ahí sí que has fallado el tiro. Mi madre es una mujer pequeña, de negros ojos vivos y gran nariz.

—No lo creo, no es posible.

—Sin embargo, es así. Debes tener en cuenta que también tengo un padre. Pero en eso no pensáis nunca las mujeres, siempre creéis que sois la parte principal. Y ahora dime algo sobre el carácter de mi madre, pero trata de acertar mejor.

—Me la imagino muy preocupada por la felicidad de sus hijos…

—Acertado…

—… y por que todos sus hijos encuentren un buen partido, es decir, muy rico. Y también sé a quién tiene elegida para ti.

—A una desgraciada, a la que tu…

—Qué poco me conoces. Creéme, el tenerte, el tener esta hora, ésa es mi dicha. Lo que ocurra después no me preocupa. Un día te habrás ido…

Él movió la cabeza.

—No digas que no, es como yo digo. Tú me quieres y me eres fiel, por lo menos soy en mi amor lo bastante infantil y presumida para creérmelo. Pero un día te irás, eso lo veo con toda claridad. Tendrás que hacerlo. Se dice siempre que el amor ciega, pero también abre los ojos y hace adivinar el futuro.

—Lene, tú no sabes cuánto te quiero.

—Sí, lo sé. Y también sé que crees que tu Lene es algo especial y cada día piensas «si fuera una condesa». Pero para eso es demasiado tarde, eso ya no lo consigo. Me quieres y eres débil. Y eso no hay quien lo cambie. Todos los hombres guapos son débiles y el más fuerte los domina… Y el más fuerte… ¿quién es el más fuerte? O es tu madre o el qué dirán o las circunstancias… o quizá las tres cosas juntas… Pero mira ahí.

Y señaló hacia el jardín Zoológico, de entre cuyos árboles y hojas en sombra surgió un cohete disparado hacia el cielo y con un estallido se rompió en innumerables luces. Al primero siguió un segundo y así continuaron como si se quisieran perseguir y alcanzar, hasta que de repente se acabó y los matorrales del Zoo empezaron a arder en una luz verde y roja. Algunos pájaros lanzaron chillidos desde sus jaulas y tras una larga pausa empezó a sonar nuevamente la música.

—Sabes, Botho, si te pudiera coger del brazo como ahora y pasear contigo por la alameda de los cotilleos[20] de enfrente, tan tranquila como aquí, entre los setos de boj, y pudiera decirles a todos: «Sí, asombraros, él es él y yo soy yo y me quiere y le quiero». ¿Qué crees tú que yo daría por poder hacer eso, Botho? Pero no intentes adivinarlo, no lo adivinarías. Vosotros sólo os conocéis a vosotros, vuestro club y vuestra vida. Ay, esa poca, pobre vida.

—No hables así, Lene.

—¿Por qué no? Hay que mirar las cosas cara a cara y no dejarse engañar y, sobre todo, no engañarse a sí mismo. Pero empieza a hacer frío y ahí enfrente se va a acabar la música. Ya están tocando la última pieza. Ven, vamos a sentarnos dentro, junto al hogar, el fuego no se habrá apagado aún y madre ya hace rato que se habrá acostado.

Volvieron, pues, a subir por la vereda del huerto, mientras Lene se apoyaba ligeramente en el hombro de él. En el «castillo» no había luz alguna y únicamente Sultán, asomando la cabeza desde su caseta, se les quedó mirando. Pero no se movió y sólo tenía pensamientos sombríos.