Capítulo IV

Llegó la tarde del día siguiente, para la que el barón Botho había anunciado su visita. Lene paseaba esperándolo en el jardín de la entrada, mientras que dentro, en el gran cuarto delantero, estaba la señora Nimptsch sentada como de costumbre junto al hogar, alrededor del cual se habían reunido hoy también todos los miembros de la familia Dörr. La señora Dörr tejía con unas grandes agujas de madera una chaqueta de lana azul para su marido, que, por el momento carente de forma definitiva, reposaba en su regazo como un gran vellón. A su lado, con las piernas cómodamente cruzadas, fumaba Dörr su pipa de barro, mientras que su hijo estaba sentado en un sillón de orejas, cerca de la ventana, y recostaba su pelirroja cabeza en la oreja del sillón. Levantándose todas las mañanas con el canto del gallo, se había vuelto a quedar dormido del cansancio. Apenas hablaban y sólo se oía el ruido de las agujas de madera y el que hacía la ardilla que de vez en cuando salía de su casita y miraba con curiosidad a su alrededor. Sólo la llama del hogar y el reflejo del atardecer daban algo de luz.

La señora Dörr estaba sentada de tal modo que podía mirar hacia el sendero del jardín y, a pesar de la penumbra, ver quién se acercaba por el camino, a lo largo del seto.

—Allí viene —dijo—. Ahora Dörr, apaga la pipa. Estás otra vez como una chimenea, fumando todo el día. Y un tabacazo como el tuyo no lo puede soportar todo el mundo.

Dörr no se inquietó con tales palabras y antes de que su mujer pudiera decir algo más o repetir sus amonestaciones, entró el barón. Se le veía que estaba un tanto alegre, pues venía de tomar un ponche que había sido objeto de una apuesta en el club, y dijo, mientras tendía la mano a la señora Nimptsch:

—Buenas tardes, abuelita, espero que se encuentre bien. Ah, y la señora Dörr y el señor Dörr, mi viejo amigo y bienhechor. Oiga, Dörr, ¿qué dice usted del tiempo? Como de encargo para usted y para mí. Mis prados en casa, que se pasan cuatro de cada cinco años inundados y no producen más que ranúnculos, necesitan un tiempo así. Y a Lene también le viene bien, para que esté más al aire libre; se me está poniendo demasiado pálida.

Lene había acercado mientras una silla de madera a la de su madre, porque sabía que era aquí donde más le gustaba sentarse al barón Botho. Pero la señora Dörr, que tenía la arraigada idea de que un barón debe sentarse en el sitio de honor, se había levantado entretanto y, arrastrando el vellón azul, se dirigió a su hijastro:

—Pero ¿quieres levantarte? No, si es lo que yo digo: de donde no hay, no se puede sacar.

El pobre muchacho se levantó de un salto, atontado y medio dormido, para dejar el sitio, pero el barón no lo consintió.

—Pero, por Dios santo, querida señora Dörr, deje al muchacho. Yo prefiero sentarme en un taburete, como mi amigo Dörr.

Y con estas palabras arrimó al lado de la anciana la silla de madera que Lene tenía aún en expectativa, junto a la anciana, y dijo, mientras se sentaba:

—Aquí, al lado de la señora Nimptsch, éste es el mejor sitio. No hay ningún hogar al que más me guste mirar. Siempre fuego, siempre calor. Sí, abuela, así es, aquí es donde mejor se está.

—Ay, Dios mío —dijo la anciana—. ¡Éste es el mejor sitio! Aquí, con una vieja lavandera y planchadora.

—Ya lo creo. ¿Por qué no? Todas las clases sociales tienen su dignidad. La lavandera también. ¿Sabe usted, abuela, que ha habido un famoso escritor, aquí en Berlín[10], que ha hecho una poesía a su vieja lavandera?

—¿Es posible?

—Naturalmente que es posible, y no sólo posible sino cierto. ¿Sabe usted lo que decía al final? Pues decía que quisiera vivir y morir como la vieja lavandera. Sí, eso decía.

—¿Es posible? —balbuceó la anciana, otra vez para sí.

—¿Y sabe usted, abuela, para que no olvidemos esto, que tenía toda la razón y que yo digo lo mismo? Sí, usted se ríe, pero eche un vistazo a su alrededor, ¿cómo vive usted? Como los propios ángeles. Tiene usted esta casa y este fuego y el jardín y a la señora Dörr. Y, además, tiene usted a Lene, ¿no es verdad? ¿Pero dónde se ha metido?

Iba a seguir hablando, pero en ese momento volvió Lene con una bandeja en la que traía una jarra de agua y sidra, bebida por la que el barón, que le atribuía propiedades medicinales, tenía una predilección de otro modo difícilmente comprensible.

—Ay, Lene, cómo me mimas. Pero no me lo traigas tan ceremoniosamente, que es como si estuviera en el club. Prefiero que me lo traigas en la mano, así sabe mejor. Y ahora, dáme tu mano que la pueda acariciar. No, no, la izquierda, que es la que viene del corazón. Y ahora siéntate ahí, entre el señor y la señora Dörr, que te tenga enfrente y te pueda mirar. He estado todo el día pensando en esta hora.

Lene se echó a reír.

—¿No te lo crees? Te lo puedo demostrar, Lene, pues te he traído algo de la gran fiesta que tuvimos ayer. Y cuando uno trae algo es que ha estado pensando en los que lo van a recibir. ¿No es verdad, señor Dörr?

Dörr esbozó una sonrisita, pero la señora Dörr dijo:

—Dios mío, lo que es éste para traer algo. Dörr sólo piensa en rebañar y ahorrar. Así son los hortelanos. Pero, sin embargo, tengo curiosidad por saber lo que el señor barón ha traído.

—Pues no les quiero hacer esperar más, si no va a pensar mi querida señora Dörr que es un zapatito dorado o algo así de cuento[11]. No es más que esto.

Y dio a Lene un cucurucho, del que asomaban lo que parecían ser los flecos de papel de algunos caramelos detonantes.

En efecto, eran caramelos detonantes y el cucurucho pasó de mano en mano.

—Pero ahora tenemos que tirar de los extremos, Lene. Sujeta fuerte y cierra los ojos.

La señora Dörr se entusiasmó al oír la detonación y más aún al ver que del índice de Lene brotaba sangre.

—No duele, Lene, yo lo sé. Eso es como cuando una novia se pincha un dedo. Conocí una vez a una que estaba tan loca por ello que no dejaba de pincharse y de chuparse el dedo una y otra vez, como si fuera algo especial.

Lene enrojeció. Pero la señora Dörr no lo vio y continuó:

—Y ahora lea el verso, señor barón.

Y éste leyó:

Olvidarse de sí mismo en el amor

alegra a los ángeles y al Señor

—Por Dios —dijo la señora Dörr, y juntó las manos—. Esto es casi como de un libro de salmos. ¿Son todos los versos tan piadosos?

—¡Qué va! —dijo Botho—, no todos. Venga usted, señora Dörr. Ahora vamos a tirar nosotros del papel y a ver lo que sale.

Y volvió a tirar y leyó:

Donde la flecha del amor hiere profundamente

el cielo y el infierno se abren igualmente

—Bueno, señora Dörr, ¿qué dice usted a éste? Ya suena distinto, ¿no?

—Sí —dijo la señora Dörr—, distinto suena, pero no acaba de gustarme. Cuando tiro de un caramelo detonante…

—¿Y bien?

—Pues que no debe salir el infierno, no me gusta oír que exista algo semejante.

—A mí tampoco —dijo, riendo, Lene—. La señora Dörr tiene razón, en realidad siempre la tiene. Pero lo que es verdad es que cuando se lee un verso así se tiene algo con que empezar, con que empezar la conversación, quiero decir, porque empezar es siempre lo más difícil, como cuando se escribe una carta, y no me puedo imaginar cómo se puede empezar una conversación, como el que no quiere la cosa, con tantas damas desconocidas (porque todos no os conoceréis).

—Ay, mi querida Lene —dijo Botho—, eso no es tan difícil como tú crees. Incluso es sumamente sencillo. Y si quieres, ahora mismo te enseño cómo es la conversación durante una comida.

La señora Dörr y la señora Nimptsch manifestaron vivos deseos de oír tal conversación y también Lene movió la cabeza aprobando la idea.

—Bueno —continuó el barón Botho—, pues imagínate que fueras una pequeña condesa. Y acabo de acompañarte a la mesa y tomar asiento y ahora estamos en la primera cucharada de sopa.

—Bueno, bueno, ¿y ahora?

—Y ahora digo: si no me equivoco, señora condesa, la vi a usted ayer en Flora[12], a usted y a su señora mamá. Y no me admira, pues el tiempo invita ya a salir diariamente y casi se podría decir que es el tiempo adecuado para viajar. ¿Tiene usted ya proyectos para el veraneo, señora condesa? Y ahora contestas tú que todavía no hay nada decidido porque el papá quiere ir a Baviera, pero que tu más ferviente deseo sería ir a la Suiza sajona con su Köningstein y la Bastei.

—Y así es de verdad —dijo Lene, riendo.

—Mira, pues, qué feliz coincidencia. Y entonces yo continúo así: sí, señora condesa, ahí coinciden nuestros gustos. Yo también prefiero la Suiza sajona a cualquier otra parte del mundo, incluso a la misma Suiza. No se puede estar siempre admirando la gran naturaleza, ni subiendo montañas y quedándose sin aliento. Pero ¡la Suiza sajona! ¡Divina, ideal! Ahí tengo Dresde: en un cuarto de hora o en media hora estoy ahí, y veo cuadros, teatro, el gran jardín, el Zwinger, la Galería Verde[13]. No deje usted de ver el jarrón con las vírgenes imprudentes y, sobre todo, el hueso de cereza en el que está escrito todo el Padrenuestro. Solamente se puede ver con lupa.

—¡Y así habláis!

—Exactamente así, cariño mío. Y cuando he acabado de hablar con mi vecina de la izquierda, con la condesa Lene, me vuelvo hacia mi vecina de la derecha, es decir, a la señora baronesa Dörr.

La señora Dörr, al oírle, se dio una sonora palmada de regocijo en la rodilla.

—Ahora me dirijo a la señora baronesa Dörr. Y le hablo ¿de qué? Bueno, pongamos que de setas.

—Por Dios, de setas; señor barón, de setas no se puede hablar.

—Oh, ¿por qué no? ¿Por qué no se va a poder, querida señora Dörr? Es una conversación muy seria e instructiva y para algunos tiene más importancia de lo que usted cree. Una vez visité en Polonia a un amigo, camarada de guerra y regimiento, que habitaba un gran palacio, rojo y con dos gruesas torres, y tan horriblemente viejo como realmente ya no se ven, y la última habitación era su cuarto de estar, pues estaba soltero porque era enemigo de las mujeres…

—¿Es posible?

—Y por todas partes el entarimado estaba podrido y roto y allí donde faltaban un par de tablas, había siempre un cultivo de setas y pasé por delante de todos ellos hasta que llegué a su habitación.

—¿Es posible? —repitió la Dörr, y añadió—: setas. Pero no se puede hablar siempre de setas.

—No, siempre no. Pero a menudo sí o por lo menos a veces y realmente da lo mismo de lo que se hable. Cuando no son setas, son champiñones y cuando no es el rojo castillo polaco es el palacete de Tegel[14] o Saatwinkel o Valentinswerder. O Italia, o París, o el ferrocarril urbano, o si hay que cegar el río Panke[15]. Todo da lo mismo. Sobre todo se puede decir algo y si a uno le gusta o no. Y un «sí» vale tanto como un «no».

—Pero —dijo Lene—, si todo son palabras tan vacías, lo que me asombra es que participéis en esas reuniones.

—Oh, también se ve a mujeres hermosas y trajes elegantes y de cuando en cuando incluso miradas que, si uno observa bien, revelan toda una historia. En todo caso, no duran mucho, de modo que aún se tiene tiempo de desquitarse en el club. Y en el club se está verdaderamente bien, allí se acaban los convencionalismos y comienzan las cosas concretas. Ayer le compré a Pitt su yegua negra de Graditz.

—¿Quién es Pitt?

—Bah, son nombres que nos damos y nos llamamos así cuando estamos entre nosotros. El príncipe heredero también dice Vicky, cuando se refiere a Victoria[16]. Es una verdadera suerte que existan estos nombres cariñosos, pero, escucha, está comenzando el concierto ahí enfrente[17]. ¿No podemos abrir la ventana para oírlo mejor? Ya te bailan los pies. ¿Qué les parece si bailáramos un «contra» o una «francesa»?[18] Somos tres parejas: el papá Dörr con mi buena señora Nimptsch, la señora Dörr y yo (si me hace el honor), y Lene con Hans.

La señora Dörr estuvo inmediatamente de acuerdo, pero Dörr y la señora Nimptsch rehusaron, ésta porque era demasiado vieja y aquél porque no entendía de tales finuras.

—Bueno, papá Dörr, pero entonces tiene usted que llevar el compás. Lene, dále la bandeja y una cuchara y ahora, preparadas, señoras. Señora Dörr, déme usted el brazo. Y ahora, Hans, a despertarse, rápido, rápido.

Y en efecto, ambas parejas se colocaron y la señora Dörr creció considerablemente en arrogancia cuando su pareja, con un solemne francés de maestro de baile comenzó: «En avant deux, pas de basque»[19]. El pecoso hijo del jardinero, desgraciadamente aún algo adormilado, se veía empujado de un lado a otro de un modo maquinal, como si fuera un muñeco, pero los otros tres bailaban como gente que sabe lo que hace, y entusiasmaron tanto al viejo Dörr que se levantó de su taburete y empezó a golpear la bandeja con los nudillos, en lugar de la cuchara. También la anciana señora Nimptsch volvió a sentir la alegría de días pasados y, como no podía hacer nada mejor, empezó a remover las brasas con la tenazas hasta que brotaron grandes llamaradas.

Así siguieron hasta que la música cesó. Botho condujo a la señora Dörr de nuevo a su asiento y sólo Lene se quedó allí de pie, porque el torpe muchacho no sabía lo que debía hacer con ella. Pero esto le vino bien a Botho, que, cuando la música volvió a sonar, empezó a bailar un vals con Lene y a decirle al oído lo encantadora que estaba, mucho más que nunca.

Todos estaban acalorados, sobre todo la señora Dörr, que precisamente ahora estaba junto a la ventana abierta.

—Jesús, qu’escalofríos me dan —dijo, de repente, la señora Dörr.

Por lo que Botho se levantó cortésmente para cerrar las ventanas, pero la señora Dörr no quiso saber nada de ello y afirmó que lo que era la gente fina, a todos les gustaba el aire fresco y algunos tanto que en invierno se les helaba la manta junto a la boca. Pues la respiración era lo mismo que el vapor que salía del pitorro de la tetera. Y que, por tanto, las ventanas debían seguir abiertas, que no renunciaba a ello. Pero que si Lenita tuviera algo para calentarse por dentro, algo para el alma y el corazón…

—Pues claro que sí, querida señora Dörr, todo lo que usted quiera. Puedo hacer té o ponche, o, aún mejor, tengo aún el kirsch que nos regaló usted a mi madre y a mí las Navidades pasadas con el bizcocho de almendras…

Y antes de que la señora Dörr pudiera elegir entre té o ponche, estaba allí la botella de kirsch con unos vasos, grandes y pequeños, en los que cada uno se sirvió lo que le pareció conveniente. Y Lene, con la tetera ahumada en la mano, fue de uno en uno y les fue echando agua hirviendo en los vasos.

—No mucha, Lenita, no mucha, las cosas siempre enteras. El agua quita la fuerza.

Y en un instante la habitación se llenó con el aroma de kirsch, que subía de los vasos.

—Ah, qué ocurrencia más buena has tenido —dijo Botho, mientras bebía a pequeños sorbos—. Dios sabe que ni ayer, ni mucho menos hoy, en el club, he tomado algo que me supiera tan bien. ¡Viva Lene! Pero quien verdaderamente se lo merece es nuestra amiga, la señora Dörr, por los «escalofríos» que le han dado, así que bebamos también a su salud: ¡Viva la señora Dörr!

—¡Viva! —gritaron todos sin excepción. Y el viejo Dörr golpeó otra vez con los nudillos en la bandeja.

Todos encontraron que era una bebida excelente, mucho más que el extracto de ponche que en verano sabía siempre a limones amargos porque, generalmente, eran botellas que habían estado en los escaparates, dándoles el sol desde la noche de carnaval. El kirsch, en cambio, era algo sano, que no se estropeaba nunca y para intoxicarse con el veneno de las almendras amargas había que beber bastante, por lo menos una botella.

Esta puntualización la hizo la señora Dörr y el viejo, que no quería que se llegara a eso, quizá porque conocía esta destacadísima pasión de su mujer, insistió para que se fueran.

—Mañana será otro día.

Botho y Lene intentaron convencerles para que se quédaran. Pero la buena señora Dörr que bien sabía «que a veces hay que ceder si se quiere mantener el mando», dijo sólo:

—Déjalo, Lenita, yo le conozco, le gusta acostarse con las gallinas.

—Bueno —dijo Botho—, si está decidido, está decidido. Pero entonces acompañamos a la familia Dörr hasta su casa.

Y con esto salieron todos y dejaron sola a la señora Nimptsch, que, moviendo la cabeza, siguió con una mirada cariñosa a los que salían y después se levantó y se sentó en el sillón de orejas.