Capítulo III

Todo lo ocurrido había sido observado por la señora Dörr, que estaba cortando espárragos, pero no le había prestado demasiada atención, porque cada tres días se repetía algo semejante. Así pues, continuó con su trabajo y sólo dejó de buscar cuando ni siquiera el examen más severo de los caballones dio como resultado alguna punta blanca. Sólo entonces se colgó la cesta del brazo, puso dentro el cuchillo y fue lentamente, y conduciendo a un par de polluelos descarriados, primero hacia el camino central del huerto y luego hacia el patio y las escalerillas de flores, donde Dörr había vuelto a emprender su trabajo para el mercado.

—Vaya, Susi —recibió a su cara mitad—, ya estás aquí. ¿Has visto? Otra vez ha estado aquí el perro de Bollmann. Como te lo digo que a ése lo aso yo; un poco de grasa[7] ya tendrá y Sultán se puede comer los chicharrones… Y la grasa de perro, oye, Susi… —y evidentemente quería enfrascarse en la explicación de un método preferido por él desde hacía algún tiempo para el tratamiento de la gota. Pero dándose cuenta en este momento de la cesta de espárragos que llevaba su mujer al brazo, se interrumpió y dijo—: ¿A ver? Enséñamelo. ¿Ha ido bien?

—Ya lo creo —dijo la señora Dörr y le enseñó el cesto, apenas semilleno, cuyo contenido dejó resbalar Dörr entre los dedos mientras meneaba la cabeza. Pues la mayoría eran espárragos finos y había muchos partidos entre ellos.

—Oye Susi, lo que yo digo, no tienes ojos para los espárragos.

—Oh, ya lo creo que tengo. Lo que no puedo es hacer milagros.

—Bueno, no vamos a discutir, Susi, más no va a ser. Pero es pa morirse de hambre.

—De eso nada. Deja la cantinela de siempre, Dörr. Están ahí en la tierra y lo mismo da que se saquen hoy que mañana. Un buen chaparrón, como el de antes de Pentecostés y ya verás. Y lluvia va a haber. El barril de agua huele otra vez y la araña crucera gorda se ha metido en el rincón. Pero tú quieres tener todo todos los días y eso no se puede pedir.

Dörr se echó a reír:

—Bueno, átalo bien en manojos. Y la morralla también. Y así puedes también rebajar algo el precio.

—Ay, no hables así —le interrumpió la mujer, a la que siempre irritaba su avaricia, pero le volvió a tirar de la oreja, lo que él siempre consideraba un gesto cariñoso, y se dirigió al «castillo», donde pensaba ponerse cómoda en el zaguán de baldosas y atar los manojos de espárragos. Pero apenas había corrido el taburete, que siempre tenía aquí preparado, hacia el umbral cuando oyó cómo enfrente, en la casita de las tres ventanas en que vivía la señora Nimptsch, se abría una de las ventanas de atrás con un fuerte golpe e inmediatamente enganchaban las contraventanas. Al mismo tiempo vio a Lene, ataviada con una chaqueta amplia, con estampados de color lila, sobre una falda de felpa y una cofia en el cabello rubio ceniza, que la saludaba cariñosamente.

La señora Dörr respondió al saludo con la misma cordialidad y dijo:

—Haces bien en abrir bien la ventana, Lenita. Ya empieza a hacer calor. Si no me equivoco, hoy tenemos tormenta.

—Sí. Madre ya tiene su dolor de cabeza del calor y por eso prefiero planchar aquí, en el cuarto de atrás. La vista es aquí más bonita, delante no se ve a nadie.

—Tienes razón —contestó la Dörr—. Me voy a acercar a la ventana. Así charlando se trabaja más fácilmente.

—Ay, qué amable de su parte, señora Dörr. Pero aquí en la ventana da el sol de plano.

—Todo tiene remedio, Lene. Ahora me traigo el toldo del mercado, está viejo y lleno de remiendos, pero todavía sirve pa algo. —Y antes de que hubieran pasado cinco minutos, la buena señora Dörr había llevado su taburete hasta la ventana y estaba sentada bajo su sombrilla tan oronda y segura de sí misma como si estuviera en el mercado de la Gendarmería. Mientras, Lene había colocado dentro la tabla de planchar sobre dos sillas arrimadas a la ventana y estaba tan cerca que se hubieran podido dar la mano. La plancha iba afanosamente de un lado a otro y la señora Dörr escogía diligentemente los espárragos atándolos en manojos y cuando de vez en vez levantaba la vista de su trabajo y miraba a través de la ventana, veía cómo al fondo ardía la pequeña estufa en la que se calentaban los nuevos hierros para la plancha.

—¿Me podrías dar un plato, Lene? Un plato o una fuente.

Y cuando Lene inmediatamente trajo a la señora Dörr lo que ésta había pedido, puso dentro los troncos partidos que había dejado en el delantal mientras escogía los espárragos.

—Toma, Lene, con esto haces una sopa de espárragos. Y está tan bueno como lo otro. Pues es una tontería eso de que tengan que ser siempre las puntas. Es lo mismo que con la coliflor: siempre la flor, la flor, tonterías puras. El tronco es realmente lo mejor, ahí está toda la sustancia. Y la sustancia es siempre lo principal.

—Dios mío, señora Dörr, usted es siempre tan buena. Pero ¿qué va a decir su marido?

—¿Ése? Ay, Lenilla, lo que ése diga, es igual. No hace más que hablar. Siempre quiere que ponga los rotos como si fueran espárragos buenos, pero yo no soy amiga de esos engaños, aunque los partidos y los trozos sepan tan bien como los enteros. La gente tiene derecho a tener lo que paga y a mí me indigna que un hombre al que le crece todo tan bien sea un viejo avaro. Pero así son todos los hortelanos, rebañan y rebañan y nunca se ven satisfechos.

Lene se echó a reír:

—Sí, avaro es y un poco extravagante, pero realmente es un buen hombre.

—Sí, Lenita, sería muy bueno, y la avaricia tampoco sería tan grave y además siempre es mejor que el derroche, si no fuera tan efusivo. No te lo vas a creer, pero no me deja tranquila. Y fíjate en él. Es de pena con él, y eso que tiene cincuenta y seis años cumplidos y tal vez alguno más. Porque también miente cuando le viene en gana. Pero no hay nada que hacer, absolutamente nada. Yo siempre le digo que le va a dar un ataque y le digo que se fije en algunos que van cojeando y tienen la boca torcida, pero él no hace más que reírse y no se lo cree. Pero eso tiene que suceder. Sí, Lenita, estoy completamente segura de que va a pasar. Y a lo mejor pronto. Bueno, a mí me lo deja todo en el testamento, así que ya no digo nada más. Pero qué estamos hablando de ataques y de Dörr, y de sus piernas torcidas, Lenita, habiendo como hay otras personas que están tan derechas como pinos, ¿no te parece, Lene?

Al oír esto, Lene se puso aún más colorada de lo que ya estaba y dijo:

—El hierro se ha enfriado —y apartándose de la tabla de planchar se dirigió a la estufa y echó el hierro en las brasas, para sacar uno nuevo. Todo fue obra de un momento. Y con un hábil movimiento deslizó el nuevo hierro candente de las tenazas a la plancha, cerró la puertecilla y entonces vio que la señora Dörr seguía esperando su respuesta. Para mayor seguridad repitió la buena mujer la pregunta y añadió a continuación:

—¿Viene hoy?

—Sí. Por lo menos lo ha prometido.

—Cuéntame, Lene —continuó la señora Dörr— ¿cómo empezó todo? Tu madre nunca cuenta nada y cuando lo hace es cosa de nada, ni fu ni fa. Y siempre sólo a medias y tan enrevesao. ¿Es verdad que fue en Stralau?[8]

—Sí, señora Dörr, fue en Stralau, el lunes de la Pascua de Resurrección, pero hacía tanto calor como si fuera Pentecostés. Y como Lina Gansauge quería ir en bote, tomamos un bote y Rudolf, al que usted también conoce, un hermano de Lina, cogió el timón.

—Por Dios, Lene, pero si Rudolf es aún un muchacho.

—Ciertamente, pero él creía que sabía hacerlo y no hacía más que decir: «Chicas, qu’os estéis quietas, que n’hacéis más que moveros», porque habla con mucho acento. Pero no pensábamos en absoluto en hacerlo, porque enseguida nos dimos cuenta de que no tenía mucha idea de llevar el timón. Pero al final nos volvimos a olvidar de ello y nos dejamos llevar por el viento y gastábamos bromas con los que pasaban por delante y nos mojaban. Y en un bote, que llevaba la misma dirección que el nuestro, iban dos señores muy elegantes, que saludaban continuamente y, como estábamos tan alegres, los saludábamos nosotros también, y Lina, incluso, saludó con el pañuelo e hizo como si conociera a los caballeros, lo que no era verdad, pero sólo quería llamar la atención, porque aún es muy joven. Y mientras estábamos así, riéndonos y bromeando y sólo jugando con los remos, vimos de repente que el vapor que viene de Treptow[9] se dirigía hacia nosotros y, como usted se puede imaginar, señora Dörr, nos dimos un susto de muerte y empezamos a gritar a Rudolf, llenas de miedo, que apartara el bote de allí. Pero el muchacho perdió la cabeza y llevó el bote de modo que no hacíamos más que girar en círculo y entonces empezamos a gritar y seguramente nos habría atropellado, si en ese momento el otro bote de los dos señores no se hubiera apiadado de nuestra situación. Con un par de golpes de remo llegó a nuestro lado y mientras uno de ellos agarró con un gancho nuestro bote y tirando fuertemente lo engachó al suyo, el otro remó sacándonos del remolino y sólo una vez pareció como si la ola enorme que venía del vapor hacia nosotros nos quisiera volcar. Y hasta el capitán nos amenazó con el dedo (yo lo vi, en medio de mi pánico), pero eso también pasó y un minuto después habíamos llegado a tierra y los dos señores, a los que debíamos nuestra salvación, saltaron a tierra y nos ofrecieron la mano y nos ayudaron a bajar del bote como auténticos caballeros. Y allí estábamos en el embarcadero, junto al restaurante Tübecke, y estábamos muy avergonzadas y Lina no cesaba de llorar desconsoladamente y sólo Rudolf, que en realidad es un chico testarudo y fanfarrón, y siempre está en contra de los militares, sólo Rudolf tenía una mirada terca, como si quisiera decir «tonterías, yo también os habría sacado de allí».

—Sí, así es, un fanfarrón, lo conozco. Pero sigue con los dos señores, eso es lo principal.

—Bueno, primero se ocuparon de nosotros y se sentaron después a otra mesa y no hacían más que mirarnos. Y cuando nosotros, hacia las siete ya está obscureciendo, nos levantamos para volver a casa, se nos acercó uno de ellos y preguntó si le permitíamos que nos acompañaran él y su compañero. Yo me eché a reír alegremente y dije que ellos nos habían salvado y que a un salvador no se le puede negar nada; pero que se lo debían de pensar bien, porque vivíamos casi al otro extremo del mundo y realmente era casi un viaje. A lo que él contestó cortésmente que «tanto mejor». Y entretanto se había acercado el otro. Ay, querida señora Dörr, a lo mejor no estuvo muy bien el que hablara tan espontáneamente, pero uno de ellos me gustaba y jamás he podido fingir ni ser melindrosa. Y así recorrimos el largo camino, primero a lo largo del Spree y luego por el canal.

—¿Y Rudolf?

—Venía detrás, como si no fuera con nosotros, pero lo veía todo y se fijaba bien. Lo que después de todo estaba bien, pues Lina no tiene más que dieciocho años y aún es una chiquilla muy inocente.

—¿Tú crees?

—Seguro, señora Dörr. No hay más que mirarla. Eso se ve en seguida.

—Sí, generalmente. Pero a veces no. ¿Y os acompañaron hasta casa?

—Sí, señora Dörr.

—¿Y después?

—Bueno, después, ya sabe usted lo que pasó después. Vino al día siguiente y preguntó por mí. Y desde entonces ha venido a menudo y yo me alegro cada vez que viene. Dios mío, uno se alegra cuando hay algo nuevo. A veces es esto tan solitario, y usted ya sabe, señora Dörr, que madre no tiene nada en contra y siempre dice: «Hija, no pasa nada. Antes de que uno se dé cuenta se ha hecho viejo».

—Sí, sí —dijo la Dörr—, algo así ya le he oído yo decir a la señora Nimptsch. Y tiene toda la razón. Es decir, según cómo se entienda, y realmente obrar según el catecismo es siempre mejor y en cierto modo lo mejor de todo. Eso me lo puedes creer. Pero yo sé bien que no siempre es posible y que a veces no se quiere. Y cuando uno no quiere, pues no quiere, y también entonces tiene que funcionar y mayormente funciona, sólo que hay que ser sincero y honrado y mantener la palabra. Y, naturalmente, aguantar lo que venga y no llamarse a engaño. Y cuando se sabe todo esto y se tiene siempre presente, pues entonces no es tan malo. Malo es realmente sólo el hacerse ilusiones.

—Ay, querida señora Dörr —se echó a reír Lene—, qué se imagina usted. ¡Hacerse ilusiones! Yo no me hago ninguna. Cuando quiero a alguien, le quiero, y eso me basta. Y no quiero nada más de él, nada, absolutamente nada; y el que me lata el corazón y esté contando las horas hasta que venga y la impaciencia por volver a verle me hacen feliz, con eso me contento.

—Sí —dijo la señora Dörr, con una sonrisita—, eso es lo bueno, así debe ser. Pero, Lene, dime, ¿es verdad que se llama Botho? No puede ser ése el nombre verdadero, eso no es un nombre cristiano.

—Pues, sí, señora Dörr. —Y Lene puso cara de dar más detalles que confirmaran la existencia de tales nombres. Pero antes de que pudiera seguir, empezó a ladrar Sultán, y en el mismo momento se oyó claramente desde el vestíbulo que alguien entraba. En efecto, apareció el cartero trayendo dos tarjetas de pedido y una carta para Lene.

—Dios mío, Hahnke —exclamó la señora Dörr, al ver las gotas de sudor que le caían al cartero—, está usted chorreando. ¿Hace un calor tan sofocante? Y sólo son las nueve y media. Vaya, por lo que veo, ser cartero no es muy divertido.

Y la buena mujer quiso ir a traerle un vaso de leche fresca. Pero Hahnke lo rehusó.

—No tengo tiempo, señora Dörr. Otra vez será. —Y con eso se fue.

Mientras, Lene había abierto la carta.

—Bueno, ¿qué te escribe?

—No viene hoy, pero vendrá mañana. ¡Cuánto tiempo hasta mañana! Una suerte que tengo trabajo; cuanto más trabajo, mejor. Y esta tarde iré a su huerto y la ayudaré a cavar. Pero que no esté el señor Dörr.

—Dios me libre.

Y a continuación se separaron y Lene fue a la habitación delantera para llevar a su madre los espárragos que le había regalado la señora Dörr.