Capítulo II

Por la mañana del día siguiente el sol, que ya estaba bastante alto, brillaba sobre el patio del vivero de los Dörr, iluminando un mundo de construcciones entre las que se levantaba el «castillo» del que había hablado la noche anterior la señora Nimptsch con un deje de burla y picardía. ¡Y vaya un «castillo»! Bajo las sombras del atardecer bien podía haber dado la impresión de algo semejante por sus grandes proporciones, pero hoy, a la implacable luz del día, se veía con absoluta claridad que todo el edificio, pintado hasta arriba con ventanas góticas, no era más que una triste barraca de madera, entre cuyos testeros se había metido una construcción de adobe y paja, relativamente sólida, que albergaba dos habitaciones abuhardilladas. Todo lo demás era un simple zaguán embaldosado, desde el que una profusión de escaleras de mano conducía al desván y de éste a la torrecilla superior que servía de palomar. Antes que el señor Dörr comprara el vivero toda la enorme barraca había servido sólo de almacén para guardar palos de judías y regaderas, quizás también para almacenar patatas. Pero desde que hace x años el vivero hubiera sido adquirido por su actual propietario, la vivienda propiamente dicha había sido alquilada a la señora Nimptsch y la barraca de aspecto gótico había sido habilitada, añadiéndole las dos habitaciones abuhardilladas ya mencionadas, como vivienda del por entonces viudo señor Dörr, una instalación muy primitiva en la que no había sido modificado nada cuando poco después se volvió a casar. Este almacén casi sin ventanas era en verano una estancia bastante agradable con sus baldosas de piedra y su frescura, pero en invierno se habrían congelado Dörr, su mujer y un hijo de su primer matrimonio, un muchacho de unos veinte años, algo retrasado, de no haber sido por los dos grandes invernaderos situados al otro lado del patio. En ellos pasaban los tres Dörr los meses de noviembre a marzo, pero también cuando hacía mejor tiempo e incluso en la época calurosa, a no ser que quisieran huir del sol, se desarrollaba la vida de la familia delante o dentro de estos invernaderos porque les resultaba más cómodo. Aquí estaban las escalerillas y los estantes sobre los que tomaban el aire las flores que cada mañana se sacaban de los invernaderos, aquí estaba el establo con la vaca y la cabra, la caseta del perro de tiro, y aquí comenzaba el semillero doble de unos 50 pies de largo, dividido por un estrecho sendero, que se extendía hasta el gran huerto situado bastante más atrás. El huerto no tenía un aspecto demasiado esmerado, por un lado porque Dörr era muy descuidado, pero además porque tenía una pasión tan grande por las gallinas que las dejaba picotear por todas partes sin tener en cuenta el daño que pudieran causar. El perjuicio no era ciertamente nunca muy grande, porque exceptuando los espárragos, el huerto carecía de toda hortaliza fina. Consideraba Dörr que lo más corriente era al tiempo lo más provechoso, por lo que sólo cultivaba mejorana y otras hierbas empleadas para hacer embutidos, pero sobre todo puerros, pues a este respecto tenía la opinión de que el auténtico berlinés sólo necesita tres cosas: su cerveza blanca[4], su copita de Gilka[5] y puerros. Y solía concluir diciendo que todavía nadie se había quedado falto de puerros. Era indudablemente un hombre original, que tenía sus ideas propias y al que tenía absolutamente sin cuidado lo que se dijera de él. A ello respondía también su segundo matrimonio, un matrimonio por inclinación amorosa, al que había contribuido la idea de una belleza especial de su mujer y en el que las anteriores relaciones de ésta con un conde, en lugar de perjudicarle, habían inclinado justamente la balanza a su favor y habían dado la prueba irrefutable de su irresistible belleza. Si bien se podía hablar aquí con razón de exageración no era ese ciertamente el caso respecto a la persona de Dörr, por el que la naturaleza, en lo que se refiere al aspecto externo, había hecho desacostumbradamente poco. Flaco, de mediana estatura y con cinco mechones de cabello gris que le cubrían la cabeza y la frente, hubiera sido una figura perfectamente trivial, si un lunar marrón que tenía entre el ojo y la sien izquierda no le hubieran dado un algo especial. Por lo que su mujer, con su acostumbrada despreocupación y no sin razón solía decir: «Es verdad que está arrugado como una manzana, pero por la izquierda tiene un algo de reineta.»

Con ello estaba bien caracterizado y según esta descripción podría haber sido reconocido en todas partes si no hubiera llevado siempre una gorra de lona provista de una gran visera que, calada hasta los ojos, ocultaba tanto lo cotidiano como lo especial de su fisonomía.

Y así, la gorra con la visera calada hasta los ojos, estaba otra vez, al día siguiente de la conversación entre la señora Dörr y la señora Nimptsch, ante un estante de flores pegado al primer invernadero, apartando distintos tiestos de geranios y alhelíes, que había que llevar mañana al mercado. Todos eran de los que no habían crecido en el tiesto, sino que sólo los había trasplantado y los hacía desfilar ante sí con una especial alegría y satisfacción, riéndose de pensar en las madamas que al día siguiente llegarían, regatearían sus cinco peniques de siempre y al final serían las engañadas. Esta era una de sus mayores diversiones y constituía realmente la parte fundamental de su vida espiritual. «La sarta de insultos… Si yo los pudiera oír.»

Así estaba hablando consigo mismo cuando oyó en la huerta los ladridos de un chucho pequeño y, mezclado con ellos, el desesperado «quiquiriquí» de un gallo; sí, y si nada le engañaba, de su gallo, su favorito de plateadas plumas. Y volviendo la vista hacia el huerto, vio efectivamente que un montón de gallinas corrían alborotadas pero que el gallo había volado a un peral, desde el que no cesaba de pedir auxilio frente al perro que ladraba desde abajo.

—¡Mal rayo te parta! —gritó Dörr furioso— otra vez el chucho de Bollmann… otra vez ha pasado la valla… te voy a… —y dejando rápidamente el tiesto de geranios que estaba examinando, corrió hacia la perrera, desenganchó la cadena y soltó al gran perro de tiro que se abalanzó también como un loco hacia el huerto. Sin embargo, antes de que pudiera alcanzar el peral, el chucho de Bollmann había tomado las de Villadiego y pasando bajo la valla se escapó al campo, el acanelado perro de tiro siguiéndole a grandes saltos. Pero el agujero de la valla, que justo había bastado para el chucho, le impidió el paso y le obligó a desistir de su persecución.

No tuvo mejor suerte el mismo Dörr que había llegado mientras con un rastrillo e intercambiaba miradas con su perro:

—Bueno, Sultán, esta vez no ha habido nada que hacer.

Y Sultán trotó de nuevo hacia su caseta, despacio y avergonzado, como si hubiera oído en las palabras de su amo un ligero reproche. Dörr, por su parte, seguía mirando al chucho que corría velozmente por un surco del campo y dijo después de un rato:

—Que el diablo me lleve si no me agencio una escopeta en casa de Mehle[6] o en otro sitio. Y entonces me cargo al bicho sin decir palabra y no habrá ni gallina ni gallo que cacaree por él. Ni siquiera el mío.

Sin embargo, este último no parecía de momento querer saber nada de este silencio que Dörr le atribuía, más bien continuaba haciendo el más abundante uso de su voz. Y al mismo tiempo estiraba el plateado cuello con orgullo, como si quisiera mostrar a las gallinas que su huida al peral había sido un golpe deliberado o un simple capricho.

Pero Dörr dijo:

—Dios, con el gallo éste. Se imagina que es algo del otro jueves y la verdad es que su coraje no vale dos cuartos.

Y con estas palabras se volvió a su escalerilla de flores.