El exorcismo

Kick out the jams, motherfuckers! —grité en la escalera.

O’Malley, mi compañero de habitación gamberro, me dio un bofetón en la cara.

—¡Calla, joder! ¡El padre Waczeski está aquí!

Me volví rápidamente para ver si el sacerdote me había oído, pero no había ningún cura allí. O’Malley, que tenía un año más que yo, solo quería arrearme un bofetón. Se rio con su habitual risa siniestra y me dio otra vez.

—Basta —dije—. Solo estaba cantando la nueva canción de los MC5.

—Entonces canta la versión «limpia», la que ponen en la radio. Kick out the jams, brothers and sisters.

¿Qué coño le importaba la versión «limpia»? O’Malley era lo contrario a la limpieza. Era más bien una versión de la pesadilla de cualquier madre. ¿Qué estaba haciendo un matón como él en el seminario?

A los catorce años decidí que era el momento de irme de casa. Aburrido de la escuela desde primero, pero ofreciendo educadamente mi tiempo para tener a todo el mundo contento, me di cuenta de que podía hacerme un favor a mí y al mundo (estuviera donde estuviese) si me hacía sacerdote católico. No estoy seguro del día en que recibí «la llamada», pero puedo garantizar que no hubo visiones ni voces del cielo, ni zarza en llamas ni aparición de la Virgen. Lo más probable es que estuviera viendo las noticias, probablemente vi a uno o a los dos hermanos Berrigan —los sacerdotes católicos radicales— irrumpiendo en una oficina de reclutamiento y destruyendo las cartillas de jóvenes a los que iban a mandar a Vietnam, y me dije a mí mismo: «Vaya, eso es lo que quiero hacer de mayor». Me gustaba la idea del sacerdote como héroe de acción, y pensaba que eso podía hacerlo. Me gustaba ver sacerdotes que se manifestaban con el reverendo King y terminaban detenidos. Me gustaban los sacerdotes que ayudaban a César Chávez a organizar a los campesinos. No estaba completamente seguro de qué significaba todo ello; simplemente me parecía una acción decente. Era bastante básico: tenías la responsabilidad de ayudar a quienes están peor que tú. Nunca iba a jugar en los Pistons ni en los Red Wings, así que el sacerdocio me parecía una buena alternativa.

Claro que antes tuve que convencer a mis padres para que me dejaran irme de casa. No les gustó la idea. Eran los mismos que no me habían dejado saltarme el primer curso, y desde luego no estaban dispuestos a que me marchara de Davison. Pero les dije que había recibido «una llamada», y si en esos tiempos eras un católico devoto y tu hijo te decía que había recibido «una llamada», más te valía no arriesgarte a interponerte entre el Espíritu Santo y el único hijo que has engendrado. Aceptaron, a regañadientes.

La formación en el seminario duraría doce años antes de que me ordenaran sacerdote. Cuatro años de educación secundaria, cuatro años de universidad y cuatro años de formación teológica. La parte de la educación secundaria era opcional, pero para los que sentían la llamada había dos seminarios en Michigan para estudiantes de secundaria: el Sagrado Corazón de Detroit y el St. Paul de Saginaw. Había pasado menos de un año desde los disturbios de Detroit, así que el Sagrado Corazón estaba descartado para mis padres. Fue el St. Paul.

La primera noche después de que mi madre y mi padre me dejaran en el seminario en septiembre de 1968, ya empecé a preguntarme por la sensatez de mi decisión. Mis dudas no estaban generadas por las reglas estrictas que tenía que seguir: placables burlándose de mí mientras rezaba mis oraciones, hacía mis tareas y practicaba latín. Me manchaban las sábanas con salsa de manzana, ponían pósteres de Playboy en el lavabo y se entretenían viendo si unas tijeras podían alterar la longitud de mis pantalones. Aunque yo era más alto que ellos, no quería recurrir a la violencia para disfrutar de un poco de paz y tranquilidad, así que me mantenía a distancia de ellos.

Había dos reglas del seminario que decidí enseguida que no podía acatar, y sabía que Dios me perdonaría. En octubre de 1968, los Tigers de Detroit iban lanzados a ganar las Series Mundiales, y como parte de nuestra penitencia por ser recién llegados, no se nos permitía ver ni escuchar los partidos. Estaba convencido de que la orden no procedía del Todopoderoso, así que colé un transistor en mi habitación y lo escondí en la funda de mi almohada. Por la noche, escuchaba los partidos en la cama, con el sonido amortiguado por las plumas de pato de la almohada. Los partidos diurnos me los perdía.

La otra regla era que no podías tener comida en la habitación. Como estaban más interesados en alimentar nuestras almas que nuestros cuerpos, decidí ocuparme de esto último. Ese año, la ciencia había inventado las tartas prehorneadas PopTart (prueba de la existencia de Dios, diría). Colaba cajas de estos artículos celestiales que luego calentaba colocando una hoja de papel encima de mi lámpara y poniendo la tarta encima. Finalmente me descubrió un sacerdote que olió aroma a fresa quemada en el pasillo. Me castigaron con labores extra en la cocina durante una semana y perdí los privilegios de las salidas del sábado por la tarde durante un mes.

La otra cosa de la que disfrutaba era pasar el rato con los chicos mayores. Tenían el don de que se les ocurrieran ingeniosas bromas que les encantaba gastar a la sagrada jerarquía. Mi contribución a este club fue inventar un polvo para sustituir el incienso de la capilla. Lo llamamos «bomba fétida», y cuando el monaguillo puso una cucharada de este «incienso» sobre la brasa del incensario, este soltó un hedor asombroso, una combinación de peste a huevos podridos y hongos de vestuario. La iglesia se vació en cuestión de minutos.

La otra gamberrada, por la cual me hice legendario (pero solo de manera anónima, porque nunca me descubrieron) requirió mi «participación» en la exposición anual de ciencias del seminario. Por supuesto, no me interesaba la ciencia (salvo que la ciencia pudiera hacer una PopTart de chocolate, lo cual al final hizo), pero sí me interesaba gastar la mejor broma de la historia.

Alrededor de una hora antes de que las puertas del seminario se abrieran al público para el festival de ciencias, entré sigilosamente en la sala de exposiciones y coloqué mi «proyecto» en una de las mesas. Era un sencillo tubo de ensayo que contenía un líquido claro (en realidad, aceite de cocina). Lo puse en su lugar y coloqué una tarjeta delante. Decía:

NITROGLICERINA:

NO TOCAR O EXPLOTARÁ.

Faltaban cinco minutos para la inauguración, y yo me escondí cerca para poder ver las expresiones de la gente ante el peligroso tubo de ensayo. En ese momento, la profesora de ciencias, una monja bajita de setenta y pico años, con gafas gruesas, entró a realizar un último examen a la sala para asegurarse de que todo estaba en su lugar y listo para empezar. Se acercó a mi adición a la exposición y le sorprendió ver en la mesa algo que antes no había estado allí. Se quitó las gafas y las limpió, porque no estaba del todo segura de qué era lo que estaba mirando. Al inclinarse a leer la tarjeta, se le escapó un grito y enseguida se acercó a la caja de alarma antiincendios, rompió el cristal y tiró de la palanca.

Estaba avergonzado[6]. La broma había ido demasiado lejos. Salí de allí lo más deprisa que pude, y cuando llegaron los camiones de los bomberos vi que los hombres entraban y se llevaban el tubo de lo que sabían que no era nitroglicerina. Las monjas y los sacerdotes pidieron disculpas y emitieron una fetua sobre cualquiera que fuera responsable de esto. Nunca capturaron al culpable.

Hay dos tipos de miedo: los miedos normales que son primarios (miedo al dolor, miedo a la muerte) y luego está el temor al padre Ogg.

Ogg daba clases de latín y alemán en el seminario. La Iglesia también le reconocía poderes especiales, y era el único en el seminario que tenía esos poderes. Una noche, nos reunió a algunos de los chicos y nos preguntó si nos gustaría ver cómo podían usarse esos poderes. Ya estábamos asustados del padre Ogg, aunque nadie iba a reconocerlo, y así todos accedimos a dejar que nos los mostrara.

Nos llevó a las «catacumbas» del seminario (una serie de túneles que se extendían por debajo del edificio) para realizar una ceremonia que solo él estaba autorizado a realizar. Se llamaba rito del exorcismo.

El padre Ogg era exorcista.

Aún faltaban tres años para que Hollywood hiciera girar la cabeza de Linda Blair en la película de William Friedkin, de manera que lo único que sabía del exorcismo era que se trataba de una serie de plegarias y rituales realizados sobre el cuerpo de alguien poseído por Satán. El demonio saldría y la víctima se salvaría. El padre Ogg nos explicó que tenía «un promedio de bateo del mil por cien» cuando se enfrentaba a Lucifer.

—Siempre gano —dijo.

Nos aseguró que nos mostraría la ceremonia, pero solo sería de mentirijillas, porque ninguno de nosotros presentaba signos de estar consumido por el mal.

Y yo pensé: ¿no sería mejor si hubiera alguien realmente malvado en St. Paul? ¡Por supuesto que sí! Y por supuesto que lo había.

—¡No voy a hacerle daño, padre! —protestó Dickie—. Y no va a atarme. Solo estaba fumando.

—En ocasiones sale humo de los poseídos —dijo el padre Ogg—. Algunos se han prendido en llamas, pero no creo que tengas que preocuparte por eso esta noche.

El exorcista empezó con una extraña jerigonza, palabras y lenguaje que nunca había oído. Ese parloteo que salía de su boca a toda velocidad me dio escalofríos. ¡La cosa iba en serio! También asustó a Dickie, que se quedó allí anonadado ante lo que estaba ocurriendo.

Exorcizo te, omnis spiritus immunde, in nomine Dei Patris omnipotentis, et in nomine Iesu Christi Fillii eius, Domini et ludicis nostri, et in virtute Spiritus Sancti, ut descedas ab hoc plásmate Dei Dickie O’Malley, quod Dominus noster ad templum, sanctum suum vocare dignatus est! —continuó el padre Ogg, salpicando agua bendita por encima de Dickie.

A Dickie no le gustó.

—Vamos, padre. ¿Qué es esto?

—Quédate quieto. ¡Estoy sacando a Satán de tu cuerpo!

Pensé que Dickie saltaría con eso. Por muy sacerdote que fuera el padre Ogg, Dickie no iba a quedarse allí para ser humillado delante de un puñado de estudiantes y dejando que se diera a entender que estaba relacionado con el demonio.

Sin embargo, Dickie no se movió. Estaba intrigado con la posibilidad de que su cómplice fuera la madre de todos los matones, el mismísimo Belcebú. Una sonrisa siniestra apareció en su rostro.

El padre Ogg destapó los sagrados óleos y los esparció en la frente, las mejillas y la barbilla de Dickie. Luego cogió la cabeza de Dickie, la colocó entre sus dos manos y la apretó como si la tuviera en un sargento.

—Ah —gritó Dickie—. Me hace daño.

Era bonito ver a Dickie sufriendo.

—¡Silencio! —gritó Ogg en una voz que habría jurado que no era humana.

Ephpheta, quod est, Adaperire. In odorem suavitatis. Tu autem e/fugare, diabole; appropinquabit enim ludicium Dei! —continuó en una lengua antigua, o quizás en un idioma inexistente.

Se supone que ni siquiera debería compartir esto contigo, e incluso el hecho de poner estas palabras sobre papel hace que tenga ganas de ir a ver si está la puerta bien cerrada. (Vuelvo enseguida).

Era el momento de las ramas de olivo. Nos dio una a cada uno y nos pidió que las sostuviéramos por encima de Dickie, pero sin tocarlo. Ogg cogió entonces su rama y empezó a golpear al pobre Dickie, con cuidado de no darle en ningún sitio que pudiera doler.

Christo Sancti! —gritó Ogg.

Eso hizo que Dickie se volviera hacia mí, el que lo había metido en esto, y gritara:

—Puto imbécil, ¡te voy a matar!

—¡No hagas que te ate! —gritó Ogg—. Abrenuntias Satanaef Et ómnibus operibus eius?

Y en ese momento, Dickie se echó a llorar. El padre Ogg, un poco sorprendido, se detuvo.

—Eh, eh, no pasa nada —dijo el exorcista en tono conciliador—. Esto no es real. Era solo una demostración. No tienes el demonio dentro de ti.

Al menos ahora no, pensé. Recé para que este exorcismo, aunque se tratara de una «demostración», tuviera un efecto real en ese miserable matón.

Pero, lástima, no fue así. Al día siguiente, encontré mi transistor en el lavabo y toda mi ropa interior había desaparecido. Una de las monjas se la encontraría esa misma noche en su cajón, con las palabras, escritas con rotulador en todas las cinturillas: «Propiedad de Michael Moore». No quería aceptar el castigo por delatar a Dickie, así que acaté una semana extra de sacar la basura y no dije nada. Francamente, merecía la pena tener ese tiempo libre para mí, para poder repasar mentalmente a Dickie siendo golpeado con una rama de olivo, con aceite de oliva goteándole en la cara y el demonio abandonando su cuerpo miserable.

No pasé todo el tiempo en el seminario de rodillas u observando extraños rituales o gastando bromas. En realidad, fue uno de los mejores y más desafiantes años de educación que he tenido nunca. A sacerdotes y monjas les encantaba enseñar literatura e idiomas extranjeros. La asignatura que más me costaba era religión. Tenía un montón de preguntas.

—¿Por qué no dejamos que las mujeres accedan al sacerdocio? —pregunté un día, una de las muchas veces en que toda la clase se volvía a mirarme como si fuera un bicho raro.

—¿Has visto a alguna mujer entre los apóstoles? —respondió el padre Jenkins.

—Bueno, parece que siempre había mujeres alrededor: María Magdalena, María la madre de Jesús y su prima como se llame.

—¡Simplemente no está permitido! —era la respuesta que usaba para poner zanjar las discusiones suscitadas por mis preguntas, entre las cuales estaban:

El primer día de la clase de literatura inglesa, el padre Ferrer anunció que pasaría nueve semanas diseccionando Romeo y Julieta, palabra por palabra, línea por línea, y nos prometió que al final comprenderíamos tan bien la estructura y el lenguaje de Shakespeare que durante el resto de nuestras vidas disfrutaríamos de la genialidad de todas sus obras (una promesa que se cumplió).

He de decir que, vista en retrospectiva, la elección de una historia de amor heterosexual con personajes que eran de nuestra edad y que tenían relaciones sexuales era un movimiento audaz por parte de este buen sacerdote. O sadismo. Porque si íbamos a ser sacerdotes, no se nos permitiría ninguna Julieta (ni ningún Romeo) en nuestras vidas.

Devoré cada frase de Romeo y Julieta, y la obra me daba vueltas en la cabeza y ponía mis hormonas en una red de maravillosa excitación. Por desgracia, no había leído el reglamento antes de apuntarme al seminario, y esto es lo que decía:

NO PUEDES TENER RELACIONES SEXUALES,

NI UNA SOLA VEZ EN TU VIDA.

Y MENOS CON UNA MUJER.

Vaya, si lo hubiera leído en octavo, no estoy seguro de que hubiera comprendido todas las ramificaciones de acatar esta prohibición. Cuando se me explicó en noveno en el seminario, algo parecía extrañamente mal en esta regla. Llámame loco, pero seguía oyendo voces en mi cabeza:

«Mmmm… chicas… bien… pene… feliz».

Las voces se intensificaban los martes y jueves por la tarde. Era entonces cuando a los seminaristas que tocábamos un instrumento musical nos metían en un autocar y nos llevaban a la escuela secundaria católica de la cercana Bay City para actuar con la banda de la escuela. No éramos suficientes para montar nuestra propia orquesta en el seminario y los sacerdotes —que disfrutaban de la cultura y el arte y con frecuencia se sentaban y conversaban entre ellos en italiano— no querían que aquellos que sentíamos inclinación por la música descuidáramos nuestras «otras vocaciones».

A mí me pusieron en la sección de clarinete, al lado de una chica llamada Lynn. ¿He mencionado que era una chica? En el seminario, pasaba 166 horas cada semana rodeado solo por chicos. Pero durante esas dos horas gloriosas estaba en proximidad del sexo contrario. Los dedos largos y hábiles de Lynn, que usaba en su clarinete, eran una belleza a contemplar (lo mismo que sus pechos y piernas y su sonrisa, pero solo escribo sonrisa por si acaso alguno de los sacerdotes todavía está vivo y lee esta historia, pues, a decir verdad, y aunque sé que era agradable, no recuerdo su sonrisa, porque esta quedaba oscurecida por sus pechos y piernas y cualquier otra cosa que no se pareciera a un seminarista). Estar en una banda de un colegio secundario católico mixto literalmente me volvió loco.

Me esforcé en pensar en la regla y en sacrificar este deseo como penitencia por el mero hecho de pensar en lo que podría existir debajo de su uniforme de colegiala católica. Pero un chico de quince años no puede hacer tanta penitencia, y un día pregunté a otro de los seminaristas en el autobús de la banda:

—¿Quién demonios inventó esta regla?

Dijo que no lo sabía y que «probablemente fue Dios». Claro.

Un fin de semana, releí los cuatro Evangelios y en ningún sitio, ¡en ninguno!, decía que los apóstoles tuvieran vetado el sexo o casarse o disfrutar de sus penes. Como mi trabajo de después de la escuela consistía en ser ayudante en la biblioteca, hice mi propia investigación. Y esto es lo que encontré: los sacerdotes de la Iglesia católica, durante los primeros mil años, podían casarse. ¡Tenían relaciones sexuales! Pedro, elegido por Jesús para ser el primer papa, estaba casado, como la mayoría de los apóstoles. ¡Igual que treinta y nueve papas!

Pero entonces a algún papa del siglo XI se le metió en la cabeza que el sexo era repugnante y las mujeres aún más, así que prohibió a los sacerdotes que se casaran o mantuvieran relaciones sexuales. Eso hace que te preguntes dónde empezaron otras grandes ideas retorcidas de la historia (por ejemplo, ¿a quién se le ocurrió el juego del bridge?). Lo mismo podrían haber hecho que fuera pecado rascarte cuando te pica.

Empecé a pasar mucho tiempo en el trabajo de la biblioteca yendo al sótano, donde se guardaban las revistas viejas. Los sacerdotes cultos estaban suscritos a Paris Match y digamos que en Francia, en 1969, las mujeres tendían a ir «frescas» en verano. Todos mis primeros amores pueden encontrarse allí, en la hemeroteca del seminario St. Paul.

Al acercarnos al final de nuestro estudio de Romeo y Julieta el padre Ferrer anunció que había una película nueva en los cines basada en la obra y que haríamos una salida para verla. Esta versión era del director italiano Franco Zeffirelli, y poco sabía el sacerdote (¿o lo sabía?) que su grupo de chicos de quince años se vería expuesto por primera vez a pechos de quince años, en concreto a los del cuerpo de la actriz que hacía de Julieta, Olivia Hussey.

Esa noche, después de ver Romeo y Julieta, los novatos que gemían por el pasillo sonaban como un cruce entre un coyote perdido y un coro que trataba de afinar. Solo diré que esa noche me convertí en entusiasta admirador de la señorita Hussey, y en exseminarista del sacerdocio católico. Gracias, Shakespeare. Gracias, padre Ferrer.

En honor a Dickie y Mickey, ellos no tenían interés alguno en usar a Shakespeare para inspirar sus hormonas masculinas, porque ellos ya estaban «en el ajo». Tenían escaso interés en desperdiciar su semilla en sábanas baratas de seminario. Y menos cuando había tantas chicas disponibles en la zona de TriCity.

No estoy seguro de cuándo empezaron a escabullirse por la noche ni de cuándo encontraron tiempo para colar a las chicas, pero esos dos Montesco obviamente gozaban de mucha demanda. En el lado positivo, esto dejaba la habitación para mí solo en numerosas ocasiones. En el lado negativo, una vez que los sacerdotes los pillaron, creyeron que yo también estaba metido en la red sexual. ¡Qué poco me conocían! Yo estaba demasiado ocupado tratando de concentrarme en las vísperas y en Vietnam para no pensar en Lynn la clarinetista, a la que le iba bien en un estado imaginario conmigo, los dos retozando en la Costa Azul.

En esa noche en particular, decidí aceptar la sugerencia del compañero seminarista Fred Orr y probar un poco de la crema Noxzema para combatir el acné juvenil. Me froté la crema por toda la cara y me fui a dormir de cara a la pared, porque no quería que Mickey y Dickie me vieran con ese potingue de chica en la cara.

—¡Despierta! ¡Arriba he dicho! —gritó el padre Jenkins, obligándome a decirle a Lynn en mi sueño que volvía enseguida.

Me desperté de ese sueño agradable y vi a dos curas, el padre Jenkins y el padre Shank, enfocándome directamente a los ojos con sus linternas de policía.

—¿Dónde están?

Obviamente era una redada, un asalto por sorpresa a los dos penes activos y públicos de mi piso.

Miré a sus camas y vi que estaban hechas para que pareciera que alguien había dormido en ellas. Claramente, ninguno de los Ickies estaba en la habitación.

—Eh, no lo sé —repuse, tratando de sonar despierto.

—¿Cuándo se han ido? —preguntó el padre Shank.

—¿Cuánto hace que se han marchado? —agregó el padre Jenkins.

—No lo sé —repetí.

¿Estás seguro? —preguntó Jenkins—. No sacarás nada bueno encubriéndolos.

—Lo último que haría sería encubrir a esos dos capullos —dije, sorprendido por mi uso de un lenguaje impropio de un cristiano.

—¿Nunca te has ido de aquí con ellos? —inquirió Jenkins, continuando con su interrogatorio.

—No. No hago lo que hacen ellos. Supongo que no van al Burger King.

—¿Cuántas veces dirías que han hecho esto?

—Padre, no quiero ser irrespetuoso, pero si es la primera vez que irrumpen aquí claramente no tienen ni idea de lo que ha estado pasando.

—No me gusta tu tono —replicó Jenkins.

—Lo siento. Es mi tono de medianoche.

—¿Qué demonios es eso que llevas en la cara?

Oh. Maldición.

—Solo una cosa que me ha recomendado la enfermera.

—¿Dónde crees que están? —preguntó el padre Jenkins.

—Puede seguir su aroma al sitio más cercano donde se conozca la existencia de chicas.

Chivarme de esta manera a los curas no era sensato, pero no me importaba. Yo también había descubierto a las chicas, y una parte de mí admiraba a Mickey y Dickie por seguir sus sentimientos normales. Aunque sentía pena por las pobres chicas que estuvieran con ellos.

En este momento ya habían apagado las linternas, y ese único acto terminaría delatando a los Ickies. Al no ver desde el pasillo que yo tema visita, los chicos abrieron en silencio la puerta de nuestra habitación y se sobresaltaron al instante, no solo por la visión de los sacerdotes, sino también por la masa pringosa y blanca que me cubría toda la cara. Trataron de salir corriendo, pero los sacerdotes enseguida los agarraron y los arrastraron por el pasillo y fuera de mi vida para siempre.

A la mañana siguiente, los padres de mis dos compañeros de habitación vinieron a llevarse las pertenencias de sus hijos. Cuando volví esa tarde, tuve un privilegio del que solo disfrutaban los veteranos: mi propia habitación. Solo quedaba un mes de mi año escolar, pero era sublime. Di fiestas. Empecé a dejarme el pelo largo por primera vez. Compré un signo de la paz y lo puse en mi puerta. Había tomado la decisión de que el seminario no era para mí, aunque había aprendido muchas cosas que me acompañarían mucho tiempo.

Tres días antes de que terminara el semestre, pedí una cita con el tutor de mi clase, el padre Duewicke, para poder comunicarle mi decisión de no seguir el camino del sacerdocio.

Entré y me senté en una silla, delante del escritorio.

—Bien —dijo el padre Duewicke en un tono extraño y sarcástico—. Michael Moore. Tengo una noticia desagradable para ti. Hemos decidido pedirte que no vuelvas el año que viene.

¿Perdón? ¿Acababa de decir lo que pensaba que había dicho? Me había dicho que me echaban.

—Espere un momento —dije, agitado y nervioso—. ¡He entrado para decirle que me voy!

—Bueno, bien —dijo en tono meloso—. Entonces estamos de acuerdo.

—¡No puede echarme de aquí! ¡Me voy! Por eso quería hablar con usted.

—Bueno, en cualquier caso, no nos honrarás con tu presencia en otoño.

—No lo entiendo —dije, todavía escocido por el hecho de que me hubieran quitado la alfombra de debajo de los pies—. ¿Por qué me pide que no vuelva? He actuado bien. O sea, hago mi trabajo y no me he metido en ningún problema grave, y me he visto obligado a vivir en esa habitación con esos dos delincuentes juveniles durante la mayor parte del año. ¿Qué motivos tienen para expulsarme?

—Oh, es sencillo —dijo el padre Duewicke—. No queremos que estés aquí porque ofendes a los demás chicos haciendo demasiadas preguntas.

—¿Demasiadas preguntas sobre qué? ¿Qué significa eso? ¿Cómo puede decir algo así?

Eso son tres preguntas en menos de cinco segundos, lo cual prueba mi afirmación —dijo, al tiempo que echaba un vistazo a su inexistente reloj—. No aceptas las reglas ni las enseñanzas de nuestra institución sobre la base de la fe. Siempre tienes una pregunta. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Quién lo ha dicho? Al cabo de un rato cansa, Michael. Puedes aceptar las cosas o no. No hay término medio.

—Eso dice usted y, lo siento, le hago otra pregunta, pero no conozco otra forma de plantearlo, ¿he sido un incordio solo porque quiero saber algo?

—Michael, escucha, no va a funcionar que seas sacerdote…

—No quiero ser sacerdote.

—Bueno, si quisieras ser sacerdote, causarías muchos problemas, a ti mismo y a la parroquia a la que te asignaran. Tenemos formas de hacer las cosas que se remontan a hace dos mil años. Y no hemos de responder a nadie de nada, desde luego que no.

Me quedé sentado y lo miré, desafiante. Me sentía indignado y profundamente herido. Eso debe de ser lo que se siente al ser excomulgado, pensé. Abandonado por la misma gente que está en la tierra representando a Jesucristo, los que me estaban diciendo que Jesús no quería saber nada de mí. ¿Porque hacía demasiadas preguntas estúpidas? Como la que estaba pasándome por la cabeza sustituyendo la idea fugaz de estrangular al padre Duewicke.

—¿Se refiere, por ejemplo, a lo que hace que esta institución odie a las mujeres y no les deje ser sacerdotes?

—¡Sí! —dijo el padre Duewicke con sonrisa de cuchillo—. Como esa. Buenos días, Michael. Te deseo lo mejor con lo que hagas en la vida, y rezo por aquellos que tendrán que soportarte.

Se levantó, y yo también me levanté, me volví y recorrí el largo camino de regreso a mi habitación. Cerré la puerta, me tumbé y pensé en mi vida, y cuando eso se hizo absurdo metí la mano debajo de la cama y me consolé durante la siguiente hora con el último número de Paris Match.