—¡No te quedes ahí que vienen los negros!
Walter tenía doce años, y solo estaba tratando de ser amable.
—¿Qué estás diciendo? —pregunté de pie en su sendero de entrada con mi guante de béisbol y un bate, con la esperanza de jugar algún partido antes de que anocheciera.
—¡Los negros de Detroit se han rebelado! Mi padre dice que ahora mismo vienen para aquí. ¡Nos vamos al norte!
Y vaya si lo hicieron. No perdían tiempo y estaban llenando apresuradamente la furgoneta con comida, provisiones y escopetas. La madre de Walther, Dorothy, gritaba órdenes a sus seis chicos sobre lo que tenían que cargar y lo que tenían que dejar atrás. Yo me quedé allí sobrecogido por la ingeniería de precisión de esta operación. Era como si hubieran hecho el ejercicio muchas veces antes. Me fijé en que, unas puertas más abajo, otra familia estaba haciendo lo mismo. Empecé a asustarme.
—Walter, no lo entiendo. ¿Por qué hacéis esto? ¿Vais a volver?
—No lo sé. Nos largamos. Papá dice que los negros de Detroit están en camino y que llegarán en cualquier momento.
¿En camino hacia dónde? ¿Hacia aquí? ¿Vienen a Hill Street?
—Walter, creo que Detroit está muy lejos de aquí.
—No, no, no está lejos. ¡Papá dice que pueden llegar en cualquier momento! —Walter chascó los dedos, como si así pudiera hacer aparecer por arte de magia a un negro para que diera fe de sus palabras—. Se van a reunir con los negros de Flint y entonces vendrán a matarnos a todos.
Aunque nunca había oído nada tan fantástico antes, no me resultaba desconocida esa clase de actitud en la ciudad de Davison cuando se trataba de la cuestión de la «gente de color». Los negros —a los que se referían con palabras de desprecio— simplemente no eran bien recibidos. Que yo supiera, no había ni una sola persona negra entre los 5900 habitantes de la ciudad de Davison. Considerando que estábamos al lado de Flint, una ciudad con cincuenta mil personas negras, no era casualidad. Desde hacía muchos años, los agentes inmobiliarios sabían qué hacer cuando los negros trataban de trasladarse de Flint a Davison. Y existía un pacto no escrito, aunque no siempre no hablado, entre los residentes de la ciudad para no vender nunca la casa a una familia negra. Eso mantuvo las cosas bonitas y ordenadas y blancas durante décadas.
Esta actitud no existía un siglo antes. En las décadas de 1850 y 1860, Davison era una parada del Ferrocarril Subterráneo, una serie de destinos secretos que se extendían desde el valle del río Ohio hacia el norte a través de Indiana, Ohio y hasta Michigan, hasta la frontera canadiense, donde los esclavos negros que escapaban encontrarían su libertad. Había más de doscientas paradas secretas a lo largo del Ferrocarril en el estado de Michigan. Los miembros del Partido Republicano de Michigan trabajaban mucho en el Ferrocarril Subterráneo, ayudando a los esclavos fugitivos, ofreciéndoles corredores seguros y escondiéndolos en sus casas.
Sin embargo, la ley federal permitía a los cazarrecompensas del sur ir a estados como Michigan, secuestrar legalmente a todos los esclavos que encontraran y llevarlos otra vez a casa con sus amos. Era una de las muchas concesiones que el norte había hecho a lo largo de los años para mantener a los estados esclavistas contentos y en el seno de la Unión. Por consiguiente, un esclavo no era libre simplemente por escapar a un estado libre; tenía que llegar hasta Canadá.
Así que centenares de ciudadanos de Michigan corrieron cierto riesgo al proteger a las víctimas de este sistema cruel y bárbaro. Una de esas personas era el propietario de la casa de la esquina de Main y la Tercera en Davison, a solo noventa y cinco kilómetros de la frontera con Canadá. Se decía en los últimos años que la familia de esta casa tenía un escondite en la bodega y que la gente mantenía el secreto ante la horda de cazarrecompensas que merodeaban por el pueblo. (Esa casa se convertiría en la casa de mis abuelos).
En Davison se convirtió en una cuestión de orgullo que el pueblo participara en algo importante, histórico. Muchos de los chicos de la zona pronto partirían hacia la guerra de Secesión, y cuando terminó la esclavitud, la gente de Davison estaba orgullosa del pequeño papel que desempeñaron para que eso ocurriera.
Ese no era el ambiente en un sofocante día de agosto en el verano de 1924, cuando veinte mil personas se reunieron en el hipódromo de Rosemore en Davison para asistir a una concentración de los Caballeros Benévolos del Ku Klux Klan. Mirando las fotos de ese día, con miles de ciudadanos con túnicas blancas, uno se pregunta el calor que pasarían, sobre todo con esas capuchas puntiagudas. Aunque muchos no llevaban las capuchas. No había razón para ocultar su identidad ya que parecía que todo el mundo formaba parte de esta magnífica organización dedicada a aterrorizar y linchar a negros.
Sin embargo, en el verano de 1924, la cuestión no era tanto los negros de Flint (la mayoría de los cuales habían aprendido el lugar que les correspondía y a no protestar). No, el problema al que se enfrentaba el Klan en esa tarde de domingo eran los «papistas», los católicos. Al parecer, los católicos habían empezado a presentarse a cargos políticos. Se estaban trasladando a barrios protestantes, y esto no parecía el orden natural de las cosas. Los católicos también habían empezado con los matrimonios mixtos, lo cual había creado una sensación repulsiva entre los fieles congregados. El matrimonio, como todos deberían saber, tenía que celebrarse entre un hombre protestante y una mujer protestante (y, si, podía ser entre un hombre católico y una mujer católica, pero no entre un católico y una protestante).
El padre de mi madre (el abuelo Wall) no comprendía estas reglas (y había que perdonarlo, porque, al fin y al cabo, era canadiense). En 1904, él, un anglicano, se casó con mi abuela, católica. Y el Klan quemó una cruz delante del patio de su casa en Davison.
—No era una gran cruz —comentaría después mi abuela—. Pensaba que mereceríamos más que una cruz de metro veinte.
Durante las décadas de 1920 y 1930, Davison y otras partes de Michigan eran caldos de cultivo del fanatismo. Desde el padre Charles Coughlin en Royal Oak —sermoneando contra los judíos cada domingo en su programa para toda la nación— hasta las concentraciones dominicales del Klan en Davison (y en Kearsley Park en Flint) ya había bastante de que avergonzarse y bastante de lo que asombrarse por lo lejos que el estado había vagado a la deriva desde los días de la encantadora humanidad del recién nacido Partido Republicano; un partido que no solo terminó con la esclavitud, sino también con la pena de muerte y que defendió el derecho al voto para las mujeres. De pronto, lo que teníamos eran escenas como Henry Ford recibiendo medallas de Hitler.
Fue en la última semana de julio de 1967, y la única cosa en la que pensaba era en que pronto íbamos a mudarnos a seis manzanas de distancia, ¡a una calle asfaltada! Pero en Detroit, a unos cien kilómetros, la ciudad estaba en llamas. Había salido en las noticias la noche anterior. Por lo que pude saber, la policía había tratado de detener a todas las personas negras en un club after-hours en el que se celebraba una fiesta para veteranos que habían regresado de Vietnam. Esto ofendió al barrio y desencadenó protestas inmediatas, que luego degeneraron en violencia. Llamaron a la Guardia Nacional y la mayoría de la población del sureste de Michigan estaba convencida de que los disturbios raciales que habían estallado dos años antes en Wattsy en Newark, —solo dos semanas antes— estaban en pleno apogeo en nuestro estado.
Lo que no se comprendió en ese momento es que, de hecho, fue una revuelta de los pobres de Detroit, y los pobres se encontraron a la policía y la Guardia Nacional enloquecida y abatiendo a tiros a cualquier persona sospechosa de piel negra.
En Flint, en cambio, las cosas eran diferentes. El año anterior, la ciudad había elegido al primer alcalde negro del país, Floyd McCree. McCree era considerado una figura querida en Flint, una ciudad en la que todavía el 80% de la población era blanca. Los votantes de Flint también aprobarían pronto la primera ley de puertas abiertas del país, ilegalizando la discriminación en el alquiler o venta de una casa. Aunque los barrios de Flint estaban en gran medida segregados, parecía existir el deseo de «arreglar las cosas» en lo relacionado con la cuestión racial.
Y eso hacía que la familia de Walter y su alocada fuga me parecieran completamente absurdas. Flint no iba a explotar, y los negros no iban a matarme. Ni siquiera tenía que preguntárselo a uno de mis padres para confirmarlo. De hecho, mi mayor temor era que mi madre podría haber oído a Walter diciendo «sucio negro», una expresión que nunca se pronunciaba y que estaba específicamente prohibida en mi casa. Me sentiría avergonzado si mi madre me gritaba que volviera a la casa, pero no había nada de qué preocuparse, porque ella y mi padre estaban planeando nuestra mudanza a Main Street.
La furgoneta estaba llena hasta arriba de pertrechos y paranoia, y así se alejaron calle abajo, con los neumáticos levantando gravilla en su huida hacia la seguridad.
No hubo revuelta en Flint, pero Detroit ardió durante una semana. Cada noche, en las noticias locales, escenas de guerra en Detroit sustituyeron a las escenas de guerra en Vietnam. Los disturbios sacudieron a todo el estado. Detroit, esa ciudad hermosa y pródiga, no volvería a ser la misma. En años posteriores, sería difícil que nadie comprendiera lo que eso significaba, pero los que crecimos a tiro de piedra veíamos Detroit como nuestra ciudad esmeralda, un lugar lleno de vida, con las aceras repletas de personas y tiendas que eran la envidia del Medio Oeste, y universidades y parques y jardines y un museo de arte (con su mural de Diego Rivera), el Detroit de Aretha Franklin, de Iggy Pop y Bob Seger y los MC5, y Belle Isle y Boblo y la planta doce del Hudson, donde el verdadero Santa Claus se sentaba en su trono y nos prometía un futuro envuelto en papel de regalo, un futuro de posibilidades sin fin y alegría eterna, «en Cometa y Cupido y Trueno y Rayo y… y… y» y en un abrir y cerrar de ojos había desaparecido. Todo. No es que no supiéramos adónde fue ni que no pudiéramos recordar por qué. Sabíamos cuándo ocurrió; sabíamos el momento exacto en que ocurrió. Subió por Woodward y recorrió la calle Doce hasta Grand River Avenue, pasando por el Tiger Stadium y sin detenerse hasta que se llevó nuestro último resto de optimismo. Y luego nosotros corrimos, da-doo-ran-run, para alejarnos de ellos, para dejarlos atrás, para dejar que sufrieran y se revolcaran en el sufrimiento del que nunca habían salido desde que nosotros, los de Michigan, encabezamos la carga para liberarlos. El presidente Johnson envió la 82.ª División Aerotransportada a Detroit al cuarto día, junto con tanques y ametralladoras: la guerra de Vietnam por fin en casa. Cuando terminó, cuarenta y tres personas habían muerto y dos mil edificios habían sido destrozados o arrasados por las llamas, y nuestro espíritu estaba enterrado bajo los escombros.
Fue con ese telón de fondo que mi padre llevó a la familia al partido de los Tigers en Detroit, solo un par de semanas más tarde. Las entradas las había comprado al principio del verano y, aunque mi madre expresó su preocupación respecto a la prudencia de semejante «viaje» a Detroit en un momento así, supongo que decidieron que desperdiciar unas entradas que habían pagado era un crimen mayor, así que allí que fuimos.
Era un jueves por la noche, un momento inusual para ir en coche a Detroit a ver un partido. Mi padre prefería conducir durante el día; todas las excursiones anteriores las hicimos a partidos diurnos en sábado o domingo. Pero ese era un partido contra los Chicago White Sox, que ese año tenían a Tommy John y Hoyt Wilhelm de pitchers, y al ex Tiger Rocky Colavito de outfielder. Mi padre pensó que sería un buen partido porque los dos peleaban por el título.
No lo fue. Los Tigers perdieron 1-2. Pero fue mi primer partido nocturno y, aunque puede que esto no me haga sonar como un tipo muy aficionado a los deportes, fue un momento verdaderamente mágico para mí ver ese estadio histórico bañado en una luz tan brillante como si viniera del cielo, o al menos de una planta nuclear cercana.
Al terminar el partido, había tensión en el público que salía al barrio que bordeaba la zona de los disturbios. Era la Marcha de los Blancos Asustados. La gente caminaba con esa especie de marcha atlética que provoca el sonido de una sirena de tornado. Camina, no corras, pero corre. Corre, que te va la vida.
Llegamos a nuestro coche, un Chevrolet Bel Air de 1967, que mi padre había estacionado en un aparcamiento de pago en lugar de dejarlo en la calle como de costumbre. La gente no pensaba en ahorrar dinero de parking en ese mes posterior a los disturbios. Pensaba en salir viva.
Salimos del aparcamiento de Cochrane Street y nos dirigimos por Michigan Avenue hasta que llegamos al giro a la derecha que nos llevaría a la autopista Fisher en dirección norte. Al acercarnos a la rampa empezó a salir humo del capó de nuestro coche. Mi padre, pensando que podría haber una gasolinera al otro lado de la rampa de acceso, continuó por el paso elevado y se adentró en territorio desconocido. Fue allí donde el Chevrolet simplemente se murió. Miré el cartel de la calle. Estábamos en la calle Doce, zona cero de los disturbios. Se lo señalé a mi padre, y él se agitó de un modo que rara vez había visto.
—Estad tranquilos —dijo en una voz que no se parecía en nada a la calma—. ¡Poned los seguros!
Obedecimos de inmediato, pero él vio el creciente terror en nuestras caras y lo tomó por falta de fe en su capacidad para sacarnos de ese brete.
—Maldita sea. No sé por qué hemos venido aquí. ¿Nadie estaba prestando atención?
Pensé que era impresionante que mi padre pudiera ser al mismo tiempo filosófico sobre por qué estábamos en Detroit y acusatorio respecto a un fallo accidental en los fluidos del motor.
Mi madre y mis hermanas se quedaron muy calladas. Estaba convencido de que estaba oyendo el latido de sus corazones, pero el golpeteo real lo estaba causando un hombre negro que llamaba a nuestra ventana.
—¿Necesitan ayuda? —preguntó, mientras el pánico inundaba el interior del Chevrolet.
—Sí —respondió mi padre.
—Bueno, echemos un vistazo a ver cuál es el problema —se ofreció el hombre negro.
—Quedaos dentro —dijo mi padre—. Yo me encargaré de esto. —No parecía un hombre deseoso de encargarse de eso.
Miré por la ventanilla de atrás y vi que el coche del hombre estaba aparcado detrás del nuestro. Y en su interior había una mujer y dos o tres niños.
—¿Viene del partido? —le preguntó el hombre a mi padre, al reunirse con él junto al capó humeante.
—Sí.
—Nosotros también. Venimos de Pontiac. ¡Vaya pena de partido!
Los dos padres levantaron el capó, se asomaron y enseguida encontraron el problema.
—Tenemos roto el tubo del radiador —nos gritó papá.
El hombre negro volvió a su coche y abrió el capó. Sacó una jarra de agua y se la dio a mi padre para que la echara en el radiador.
—Con esto debería poder circular unas manzanas hasta la gasolinera —dijo el desconocido—, pero yo iría en la otra dirección.
Mi padre le dio las gracias por su amabilidad y le ofreció pagarle algo, pero el hombre lo rechazó.
—Me alegro de haber podido ayudar —dijo el hombre—. Espero que alguien haga lo mismo por mí si lo necesito. ¿Quiere que lo siga?
Mi padre, probablemente todavía preguntándose si él habría parado si lo hubiera visto en apuros, le dijo que no, que no tendríamos problema. Nos limitaríamos a volver hacia Michigan Avenue donde seguramente habría algo abierto.
Y así fue. El empleado de la gasolinera sustituyó el tubo del radiador, llenó el radiador y nos pusimos en camino.
—Hemos tenido suerte —dijo mi padre cuando ya estábamos alrededor de Clarkston—. Nos hemos encontrado con un buen hombre. Y no vamos a volver a ir a un partido nocturno.
Ocho meses después, y solo seis días antes del primer partido de una nueva temporada de los Tigers de Detroit (en la que ganarían las Series Mundiales), se acercaba la Semana Santa. Pensando en la Pascua, ese año las monjas consideraron que sería buena idea que conociéramos el origen de la última cena de Jueves Santo.
—Los apóstoles y Jesús eran judíos —nos dijo la hermana Mary Rene—. No eran cristianos ni católicos. Eran judíos y observaban las tradiciones judías. Y esa semana, Jesús había ido a Jerusalén a celebrar la Pascua, la fiesta judía que conmemoraba el momento en que Dios les dijo a los judíos que extendieran sangre de cordero en las puertas de sus casas en Egipto. Esto se hizo para que cuando el ángel de la muerte estuviera haciendo sus rondas para matar a todos los primogénitos varones de los egipcios supiera dónde estaban las casas de los judíos para poder saltárselas. Esa era la forma que tenía Dios de poder mandar un mensaje al faraón: deja que Moisés y los judíos se vayan o te joderé bien. —La monja no usó esa palabra, pero creo que habría estado bien que la usara.
Bueno, bien, genial, menuda historia, y como yo era el primer y único hijo varón de la familia, me resultó ligeramente interesante cuando no aterradora. Dios, en el Antiguo Testamento, daba la impresión de estar buscando bronca. Constantemente estaba exterminando tribus enteras o arrojando hombres al estómago de ballenas. Todo un problema de actitud, pensaba. ¿Y por qué este ángel de la muerte no era lo bastante listo para saber cuáles eran las casas de los egipcios y cuáles las de los judíos sin tener que manchar las puertas de las casas de los judíos con sangre, con lo que cuesta de limpiar? ¿No podía distinguirlos por la clase de arquitectura diferente que usaba cada grupo, los egipcios con sus casas coloniales y los judíos con sus cabañas de esclavos a reformar? Además, esa sangre en la puerta no atentaría contra la seguridad de los judíos, sobre todo considerando que a la mañana siguiente los egipcios van a despertarse y descubrir a un niño muerto en la casa y dirán: «¡Vamos a por los judíos!». Pero entonces uno se pregunta: «¿Cómo demonios vamos a encontrarlos?», y seguidamente alguien entra corriendo y dice: «Eh, todos tienen sangre en los portales. Quememos las cabañas con la sangre de cordero».
La hermana Mary Rene, como la hermana Raymond y las otras monjas, se esforzaban mucho en hacernos ver que, al contrario de lo que podríamos haber oído, los judíos no mataron a nuestro Señor y Salvador. Lo hicieron los romanos. Jesús era judío, había nacido judío y murió judío y le molestaría mucho pensar que culpábamos a su propio pueblo por su fallecimiento, que de todos modos tenía que producirse para que pudiera levantarse de entre los muertos e iniciar nuestra religión. ¡Claro!
Las monjas contactaron con una de las tres sinagogas de Flint para ver si podían enviar a algunos estudiantes de séptimo y octavo a una cena de Pésaj para que pudiéramos aprender la tradición judía en esta época del año. El rabino estuvo encantado y pasamos una semana aprendiendo a cantar Hava Naguila como una especie de agradecimiento a ellos.
No recuerdo mucho de ese evento que llamaban Séder, salvo que alguien hacía cuatro preguntas y que no podíamos poner el pastel de chocolate en el plato por el que había pasado carne.
Faltaba una semana para el Jueves Santo de 1968, era el jueves anterior al Domingo de Ramos, el día que Jesús entró en Jerusalén para prepararse para lo que sería su última Pascua el siguiente jueves. En la iglesia de St. John, durante la cuaresma, o bien había un servicio de cuaresma o una misa cada noche de la semana. Me pidieron que hiciera de monaguillo ese jueves en particular. Hubo lecturas de los Evangelios y comunión y la consagración del altar con incienso.
Me dieron el incensario de plata que contenía el carbón encendido en el cual pomas el incienso y que luego movías en torno al altar y por toda la iglesia. Contenía todas mis actividades favoritas en una: fuego, humo y emitir un olor extraño.
Al finalizar la misa, uno de mis deberes consistía en sacar el incensario de la iglesia, echar el incienso incandescente y el carbón al suelo y esparcirlo con el pie.
Era una tarde gélida de principios de abril, y el vestuario que llevaba por encima de mi ropa no bastaba para protegerse del viento helado que me levantaba la sotana negra y me invitaba a volver a entrar lo antes posible. Vacié los restos del incienso en el suelo aún congelado y los esparcí, apretando con fuerza con el talón del zapato hasta que se apagaron. Fue entonces cuando un hombre del aparcamiento, un feligrés que había salido antes hacia el coche para calentarlo, oyó un boletín de noticias en la radio. Excitado, quería compartirlo con todos los que salían de la iglesia. Se puso de pie en el interior del coche, con la puerta abierta, para que todos los que salían de misa pudieran oír su gozoso anuncio.
—¡Han disparado a King! ¡Han disparado a Martin Luther King!
En ese momento —en lo que recordaré durante el resto de mi vida como una de las cosas más deprimentes de las que he sido testigo—, la gente vitoreó. No todos, ni siquiera la mayoría, pero más que unos pocos. Un ruido espontáneo de alegría surgió de las bocas que acababan de recibir el cuerpo de Cristo. Un chillido, un grito, otro grito, vítores. Todavía estaba procesando la apabullante y trágica noticia sobre el reverendo King que acababa de oír; que acababa de oír de boca de un hombre que la dijo con la seguridad de que a partir de ese momento todo iría bien, ahora que este negro, este sucio negro, este terrorista, no iba a molestarnos más. Aleluya.
Incliné la cabeza en dirección a la puerta de la iglesia para ver quién en el nombre de Dios estaba celebrando ese momento. Alguna gente sonreía. Pero la mayoría estaban aturdidos. Algunos se quedaron en silencio, otros corrieron a sus coches para poder encender las radios y oír por sí mismos que ese alborotador ya no estaba entre nosotros. Una mujer se echó a llorar. La gente divulgó la noticia en el interior de la iglesia a aquellos que todavía no habían salido. Hubo una gran conmoción, y yo solo pude pensar en ese estúpido ángel de la muerte y en quién demonios había olvidado la sangre de cordero esa noche en Memphis. No habría Pascua.
¿Qué había de especial en esa noche? Cada Pascua, a partir de ese día y durante el resto de mi vida, conocería la amarga respuesta.