Navidad de 1943

Mi padre había notado hacía años que yo ya no quería pistolas. Había reparado en que los chicos del barrio habían dejado de jugar a la guerra. Yo no sabía gran cosa del tiempo que pasó como marine en el sur del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial. Las únicas pistas que teníamos mis hermanas y yo era que ponía a los perros los nombres de las batallas en las que había participado: Peleliu, Tarawa, etc. En el desván guardaba recuerdos de la guerra: una bandera japonesa, una espada y la pistola que había arrebatado a un soldado japonés. Un día, sin dar explicaciones, papá decidió que ya no quería tener esos objetos en casa. Salió en silencio y fue a buscar una pala al garaje, reunió el botín de guerra y se lo llevó al gran sauce llorón del patio de atrás. Cavó un hoyo —un hoyo muy, muy profundo— y enterró la pistola y la bandera a la sombra de ese árbol. Cuando terminó y volvió a colocar la tierra, se quedó allí de pie, mirando al suelo, sumido en sus pensamientos o rezando o quién sabe qué. Yo lo observé por la ventana de mi habitación.

—Quiero contarte una historia de la guerra —me dijo un día—. Quiero que sepas por qué cada día es precioso y por qué doy gracias por cada día que estoy aquí.

Mi padre y sus seis hermanos vivieron en doce casas distintas en dieciocho años. Se desplazaron mucho, escapando de caseros que venían a cobrar un alquiler que no podían costearse. La Gran Depresión no había sido particularmente amable con la familia Moore de Kansas Avenue / Franklin Avenue / Kensington Avenue / Bennett Street / Kentucky Street / Illinois Street / Caldwell Avenue / Jane Street y otras vías públicas del lado este de Flint, Michigan.

Francis (o Frank, como lo conocían) era el cuarto hijo de la familia, y ahora, de repente, a los veintidós años, toda su vida —su caída por la chimenea a los dos años, agarrado desesperadamente al estribo del coche de su padre, ser expulsado del equipo de baloncesto del instituto un partido antes del campeonato estatal para que el entrenador pudiera dejar sitio a un jugador más joven que vendría al año siguiente, ser despedido el primer día de conducir el camión de reparto de Coca-Cola porque reconoció que no le gustaba mucho la Coca-Cola, ser puesto en un orfanato por su madre a los diez años junto con su hermano porque simplemente no podía mantener a siete hijos—, todo esto, pasó ante sus ojos mientras permanecía tumbado en lo alto de la colina 250 en una isla miserable del sur del Pacífico, observando al avión que lanzaba munición trazadora, que les disparaba directamente a él y a sus compañeros marines el día de Navidad de 1943. Y eso que los aviones, como él, eran americanos.

Cómo se encontró Frank en la colina 250 de la isla de Nueva Bretaña tenía tanto sentido para él como el hecho de que su propio bando estuviera tratando de matarlo con tanta tranquilidad. Para empezar, nadie le explicó quién puso sus nombres a esas colinas; no es que hubiera que escalar otras 249 para llegar a la colina 250. De hecho, el mero hecho de llamarlas «colinas» parecía la idea de un chiste de algún cartógrafo del Departamento de Guerra. Quizá llamarlas colinas haría que un marine se sintiera más como en casa, y si tenían que morir por esa colina, bueno, al menos sentiría que moría por… su tierra. Su tierra tenía colinas. Colinas con árboles y flores silvestres con nombres como Sandalia de la Virgen o Jack en el Altar o Estrellas Fugaces. Colinas con senderos agradables. Colinas donde esconderse. Colinas para recoger bayas. Colinas donde los vagabundos podían encontrar un lugar apacible para pasar la noche. Colinas donde tú y tu amada podíais encontrar un sitio tranquilo para encender una hoguera y hacer el amor a su lado.

Lo que condujo a Frank a esta colina en particular fue una guerra a escala mundial que no tenía nada que ver con su mundo. El suyo era un mundo de trabajo duro y deportes y noches de sábado en la sala de baile Knickerbocker. Aunque vivieron la pobreza compartida por muchos en los peores días de la Depresión, los hermanos Moore —Bill, Frank, Lornie y Herbie— se esforzaron mucho en conservar siempre un traje limpio y bien planchado, un buen corte de pelo y monedas suficientes en el bolsillo para invitar a una chica guapa a la primera copa, si no a la segunda.

Tomaron lecciones de baile después de dejar la universidad, suponiendo de alguna manera que al sexo débil le gustaba ir a bailar. Como los otros jóvenes de la ciudad tardaron más en darse cuenta de este hecho, los Moore siempre eran los primeros en salir a la pista de baile, y esto impresionaba a las señoritas. Como mínimo mostraba a las chicas que no tenían miedo, y eso de por sí resultaba muy atractivo. A Lornie, dieciséis meses más joven que Frank, se lo conocía como el rey de la pista, y enseguida se encontró dando clases de baile en un estudio del centro. Comprendió que de hecho estaba ayudando al enemigo al enseñar a otros hombres a bailar bien el jitterbug, pero Lornie tenía un alma amable y un espíritu generoso, y le gustaba ver a más gente bailando toda la noche.

Las cosas habían ido mejorando en Flint en 1941. La política de Roosevelt de volver a poner a todo el mundo a trabajar, unida al inicio de la producción industrial en previsión de la participación de Estados Unidos en una guerra que había empezado dos años antes en Europa y el Lejano Oriente, bastó para impedir que una ciudad fabril como Flint, Michigan, se derrumbara por completo. Bill, Frank y Lornie consiguieron trabajos de la Works Progress Administration nada más salir del instituto (un hecho que trataban de ocultar cuando hablaban con las chicas). En el verano de 1941, Frank ya había realizado numerosos trabajos, desde repartir folletos para una verdulería a conducir un camión de huevos o (brevemente) conducir un camión lleno de las botellas de Coca-Cola más grandes que había, las de 6 onzas, tintadas de verde. Todos los chicos terminaron antes o después en la anhelada cadena de montaje de General Motors. Frank, al que no le gustaba la monotonía y repetición de colocar el mismo electrodo en una bujía 4800 veces al día, tomó clases nocturnas para aprender mecanografía, con la esperanza de conseguir un empleo de administrativo en la oficina de la fábrica. Pero no podía escribir tan deprisa como las chicas y lo relegaron a la planta 7, cadena 2, inserción de electrodos.

Finalmente, sus tres hermanos vieron un mundo más amplio en su futuro y dejaron la fábrica («Ventas, Frank, ahí es donde está el dinero»). De esta manera, sus ingresos combinados en 1941 alcanzaron para pagar el alquiler de la casa de su madre y poner fin al constante trastorno de mantenerse siempre dos pasos por delante del casero y su mejor amigo, el sheriff del condado.

E incluso después de pagar el alquiler, la comida y el carbón, quedaba suficiente para un billete de autobús al Knicker-bocker. O, si era un fin de semana especial, al auditorio de la Asociación Mutual Industrial, donde gente como Tommy Dorsey y Frank Sinatra tocaban en su gira por el Medio Oeste. Era, para jóvenes trabajadores, una versión —una «versión»— del paraíso.

Así que fue una decepción que el emperador decidiera interferir con sus vidas la mañana del 7 de diciembre de 1941. El ataque, la destrucción de la casi totalidad de la flota del Pacífico, fue una sacudida para la nación. Al día siguiente, el presidente Roosevelt hizo un llamamiento a las armas y los jóvenes acudieron en masa a centros de reclutamiento como el de Flint, Michigan, que se había instalado apresuradamente en una gran escuela primaria del lado este de la ciudad. Los hermanos Moore, en cambio, no estuvieron entre los que se alistaron ese día, ni la semana siguiente, ni el mes siguiente, ni dos, tres o seis meses después. No es que no estuvieran ofendidos con Hirohito ni que fueran menos patriotas o estuvieran menos ansiosos de patear culos del Eje. Al fin y al cabo, en el St. Mary’s High no se los conocía como «bailarines». Eran irlandeses, y nunca se escabullían de una pelea.

Es solo que esta nueva guerra, bueno, estaba mal programada. Bill acababa de casarse y a Frank le gustaba la chica que había leído el discurso de graduación de su clase en Flint Northern. Ella planeaba ir a Ann Arbor, a la Universidad de Michigan, a estudiar medicina, lo cual en esas fechas significaba que sería enfermera. Frank tenía ambición de una educación superior, pero las recientes conquistas del sindicato en General Motors tuvieron la consecuencia de que ganaba un buen dinero, y decir Ann Arbor era lo mismo que hablar de la Luna. Sin embargo, la chica merecía la pena, así que la guerra no fue bien recibida.

El padre de Frank había servido en la infantería de marina en la Primera Guerra Mundial, y su tío Tom había sido soldado en las trincheras de Francia durante la misma guerra. Después de que lo gasearan los alemanes, Tom tenía problemas de salud y vivía con Frank y la familia en Flint. Frank había visto de cerca el efecto que la guerra sucia había tenido en esos dos hombres buenos. Ninguno de los dos podía explicarle por qué Estados Unidos había entrado en la contienda en 1917, y por lo tanto, cuando los tambores de guerra empezaron a sonar otra vez, Frank quiso conocer exactamente qué se jugaba en el nuevo conflicto. Sí, bastaba con que hubieran atacado a la nación, pero ¿había algo más que deberíamos saber? ¿Algo? ¿Alguna cosa? Muy bien, que esos cabrones hubieran destruido nuestra flota bastaba para Frank. Estaba preparado para luchar.

Esperó hasta el último momento, hasta que las noticias de movilización empezaron a llegar en julio de 1942. Decidió que no quería que lo reclutaran en el ejército —«todo hombre está solo en esa operación», decía— y así el primero de agosto de 1942 Frank fue al centro de reclutas de la gran escuela primaria y se alistó a los marines. ¿Un marine? «Los marines luchan como un equipo —les contó a sus amigos—. Cuidan unos de otros». Pero sus hermanos (todos los cuales pronto se alistarían: Bill en la fuerza aérea, Herbie en la marina y Lornie en los paracaidistas, donde moriría víctima del disparo de un francotirador en el último mes de la guerra) le dijeron:

—A los marines los envían en las peores situaciones. Te matarán en los marines.

—Puede ser —dijo Frank—, pero los marines nunca dejan a un hombre atrás.

Después de trece años de aplastante Depresión, Frank ya estaba cansado de que lo dejaran atrás.

El oficial de reclutamiento le preguntó cuándo podría arreglar sus asuntos para embarcar.

—¿Cuál es la última fecha posible? —preguntó Frank.

—El treinta y uno de agosto —respondió el oficial.

—Me quedo con ese día.

Frank pasó ese mes final disfrutando de la vida que tenía: trabajar, ir al Knickerbocker, ayudar a su madre. El día que hizo el petate, se marchó en silencio y se fue solo a la estación de autobús. Cuando llegó se encontró esperando en un banco con otros quince reclutas de los marines. Un fotógrafo del Flint Journal tomó una instantánea de ellos y la publicó con el texto: «¡Preparados!». La cara de Frank en la foto expresa cualquier cosa menos estar preparado, pero al parecer el redactor no reparó en ello y dejó que el irónico pie de foto se imprimiera al día siguiente. Para entonces, Frank estaba en un tren, de camino a la instrucción básica en las afueras de San Diego, California.

El retraso en el alistamiento no solo concedió a Frank unos meses adicionales de paz, también hizo que se perdiera el primer gran desembarco anfibio de los marines en la guerra, en la isla de Guadalcanal. Más de 7000 marines y soldados murieron, hubo 29 barcos hundidos y una sorprendente cifra de 615 aviones perdidos. Frank no llegaría al Pacífico Sur hasta el final de la campaña de Guadalcanal, y de esa forma evitó una de las peores masacres de la guerra. Pero habría muchas más oportunidades de morir en los siguientes tres años.

—Soldado Moore —susurró el sargento—. Le busca el capitán.

Fue alrededor de las 23:00 horas de la Nochebuena de 1943. Frank Moore no estaba seguro de si era Nochebuena o Navidad, y no le importaba mucho eso que llamaban línea internacional de cambio de fecha, que significaba que siempre iba un día por delante de su vida, de la vida que había dejado en casa. En lugar de hacer las cuentas, decidió mantenerse en la «hora de Flint». Más fácil. Más agradable.

A él y a un millar de marines más los habían embutido esa noche en el barco de transporte y los habían enviado a la batalla en Nueva Bretaña, una isla que formaba parte de Papúa Nueva Guinea, a unos cientos de millas de la costa de Australia. No hubo mucha celebración navideña, aunque sin duda sí que hubo muchas, muchas oraciones. Alrededor de las 7 de la mañana los subirían en vehículos de asalto anfibio y los dejarían en el océano Pacífico, a una milla de la costa del cabo Gloucester, Nueva Bretaña. Pero por el momento, el capitán Moyer quería ver a Frank.

—He oído que sabes escribir a máquina —dijo Moyer al joven soldado.

—Sí, más o menos —replicó Frank, sin comprender muy bien qué tenía eso que ver con matar japoneses o con la Navidad.

—Quiero que te quedes aquí en el barco —dijo Moyer—. Necesito a alguien que pueda escribir los informes de bajas.

—Pero, señor…

—Escucha, esto es importante. Hemos de ser precisos y tenemos que rendir cuentas. Si no con el cuartel general, al menos con las familias de estos hombres.

Frank comprendió que le estaban ofreciendo una tarjeta como las del Monopoly: «Salga libre de la muerte». Quedarse en el barco. No morir en la andanada de balas y fuego de mortero que barrería los pechos, los cuellos y las cabezas de sus amigos y compañeros marines. Vivir otro día. Pero no había ninguna garantía de vivir en los días o semanas venideros.

Había descubierto en los meses previos de combatir en Nueva Guinea que el teatro del Pacífico Sur era un matadero. Se preguntó si en ese momento estaría en algún lugar del Mediterráneo si se hubiera alistado en el ejército en lugar de hacerlo en los marines. Suponía que era imposible que alemanes e italianos pelearan con uñas y dientes como aquellos japoneses. Claro, el enemigo en Europa quería vencer, pero no a costa de que murieran todos los miembros de su unidad. Al fin y al cabo, ¿qué sentido tiene vencer si todos los tuyos mueren? Quería preguntarle eso a un soldado japonés, pero nunca tuvo ocasión de hacerlo, porque ninguno de ellos era capturado, y ninguno se rendía.

La oferta del capitán Moyer parecía tentadora, pero Frank sabía que quedarse en el barco solo significaba retrasar lo inevitable. Si ha llegado tu hora, lo mismo puedes morir el día del cumpleaños de Cristo.

—Capitán, preferiría quedarme con mi batallón. Si no le importa, señor, déjeme estar con mis compañeros.

A Moyer le había impresionado el soldado Moore y que se presentara voluntario a ayudar al capellán durante la misa, sirviendo de monaguillo. Aunque Moyer era episcopaliano, con frecuencia asistía a los servicios católicos, lo bastante parecidos para que contaran, y observaba la reverencia con la que Moore trataba la ceremonia completa, incluso si esta se celebraba en el tocón de un cocotero caído. Pensó que le daría a Moore la oportunidad de vivir otro día, pero el chico no mordió el anzuelo.

—De acuerdo —le dijo al soldado—, puedes irte. Ve a dormir un rato.

—Gracias, señor. —Frank regresó a su litera y por primera vez en mucho tiempo no tuvo problemas en conciliar el sueño.

A las 5 de la mañana, el ruido atronador de las armas de artillería de los destructores americanos vecinos hizo que Frank se preguntara si había cometido un error al rechazar la oferta del capitán. Alguien mencionó que Moyer y una partida de reconocimiento habían alcanzado la bahía dos horas antes con la intención de desembarcar antes de la invasión, al abrigo de la oscuridad, para descubrir a qué iba a enfrentarse la Primera División de Marines.

Metido en su vehículo anfibio con otros treinta marines, Frank rezó una última plegaria antes de que la compuerta se abriera y los depositara a todos en agua salada que les llegaba hasta el pecho. No eran más que bolas de una caseta de tiro al blanco para los japoneses. La primera cosa en la que se fijó Frank fue en que era casi imposible caminar, que era imposible disparar su arma, y aunque era un objetivo humano para los francotiradores japoneses necesitados de un poco de práctica a primera hora de la mañana, Frank se concentró en objetivos a muy corto plazo: un pie adelante, luego el otro pie. Mantener el arma por encima de la cabeza para que no se moje. Ahora otro pie adelante. Le dio la sensación de que tardaban una hora o más (tardaron menos de cinco minutos), y Frank no dejaba de preguntarse cómo es que aún estaba vivo. Dumbroski, un sargento que había sido el mayor bravucón de la unidad hasta ese momento, estaba petrificado, llorando, incapaz de moverse. Sigue adelante. Pierna. Pie. Rifle. Seco.

Y de repente se encontró en la playa. Una playa de arena volcánica negra. La sangre roja en la arena negra creaba una extraña mezcla; ambas capturaban la luz del sol de la mañana y tenían un brillo más vivo del que merecían. La maleza de la selva estaba a solo unos metros de distancia y aparentemente ofrecía la mejor oportunidad de ponerse a cubierto de los proyectiles disparados desde un acantilado situado a un kilómetro y medio de distancia. En cuestión de un par de horas, la mayoría de los marines habían desembarcado y las bajas no eran tan elevadas como se había previsto. Los japoneses habían decidido no librar esa batalla en la playa, quizá porque los marines habían lanzado bombas de humo para que el enemigo tuviera dificultad en ver a los invasores americanos.

El batallón de Frank salió por el flanco izquierdo para dirigirse a un territorio más elevado, mientras otros batallones avanzaban en línea recta por la selva. A Frank y sus hombres les sorprendió otra vez la ausencia de artillería o resistencia japonesa. En cuestión de una hora, avanzando deprisa, empezaron a escalar la colina 250. Parecía demasiado fácil.

Tenían razón.

Por algún motivo habían encontrado una rendija mágica en sus propias líneas del frente y, sin darse cuenta, se colaron a través de ella sin que nadie se fijara. Ahora estaban en territorio japonés, mil metros por delante de lo que todos creían que era la línea del frente del Cuerpo de Marines de Estados Unidos.

Su mapa indicaba que aquello era la colina 250. Se cree en general que durante una batalla es mejor estar en lo alto de una colina que abajo. No has de haberte graduado en West Point para comprenderlo. Así que Frank y los demás empezaron a subir la colina. Los japoneses de lo alto de la colina no querían ninguna compañía ese día, así que lanzaron todo lo que tenían sobre el batallón perdido. Luego, de repente, descargó una lluvia de monzón que impedía ver más allá de unos pocos metros. El clima proporcionó a los marines la cobertura y la ventaja que necesitaban, y enseguida subieron a la colina 250. Con granadas, ametralladoras de 37 milímetros y pura fuerza de voluntad, tomaron la colina. Los japoneses que estaban en lo alto no tenían forma de saber que solo se trataba de una pequeña unidad de marines; supusieron que se enfrentaban a una horda invasora de centenares, si no miles, de americanos. Así que retrocedieron por la otra ladera, donde aguardaba la mayor parte del ejército japonés.

Mientras los marines consolidaban su posición en el risco, dejó de llover. La primera victoria fue una sensación agradable, no tan agradable como para plantar una bandera (apenas habían avanzado en la isla de ciento cincuenta kilómetros de longitud), pero muy buena, y lo asombroso era que no hubo bajas.

Fue entonces cuando oyeron ruido de aviones. Fue un sonido grato, porque era el dulce zumbido del motor Weight Cyclone de un B-25, el sonido que decía: «Aquí estamos, chicos. ¡La caballería al rescate!». La infantería había despejado la colina, era el momento de que la aviación interviniera y se ocupara del valle.

Pero cuando Frank entrecerró los ojos para ver los aviones ahora iluminados desde atrás por el castigador sol tropical, vio un penacho de humo procedente de uno de ellos. Le habían dado al avión. ¿Cómo era posible? Venían de atrás, venían de territorio en manos de los americanos, ¿quién había disparado a un avión americano desde atrás?

De hecho, eran americanos de la cabeza de playa los que habían disparado a aviones americanos, pensando (erróneamente) que eran bombarderos japoneses. Los aviones americanos, a su vez, pensaron que los japoneses les habían disparado (dos de los B-25 cayeron envueltos en llamas), y así, cuando miraron hacia abajo y vieron a los «japoneses» que pensaban que les habían disparado en la colina 250, llegó el momento de devolver el golpe.

Pero, claro está, no había japoneses en la colina 250, sino los hombres de la unidad de mi padre.

Pasando casi a la altura de la copa de un árbol, los B-25 ametrallaron la colina 250 con sus balas. Frank y sus hombres no tuvieron tiempo de señalar que estaban del mismo lado. No había ningún lugar al que correr para ponerse a cubierto. Se echaron al suelo y rezaron. Frank vio las balas trazadoras procedentes de los aviones dirigiéndose directamente hacia ellos. Aceptó que era el final de su vida, y cerró los ojos mientras esa vida, con todas las escenas de alegría y pobreza y familia, pasaban ante sus ojos en un instante. Sabía que el instante siguiente sería el último.

Cuando Frank abrió los ojos, su vida no había terminado. Sin embargo, la escena que tenía delante nunca habría querido verla. A su lado yacía uno de sus amigos. Su rostro había desaparecido. Frank miró por encima del cadáver y vio a una docena de hombres de su unidad tendidos allí, acribillados, hombres pidiendo auxilio a gritos, algunos vivos, otros quizá muertos, con manchas cada vez más grandes de la sangre que manaba de numerosas heridas. En total, había catorce marines heridos y uno estaba muerto. Solo Frank estaba ileso. Por un momento estuvo convencido de que también él estaba muerto, porque simplemente no era posible sobrevivir a tantas balas disparadas desde tan cerca, balas que no solo penetraron los cuerpos de sus camaradas sino que también levantaron la roca volcánica que los rodeaba. ¿Cómo era posible? ¿Por qué estaba ileso? ¿Y por qué en nombre de Dios ese buen marine que tenía a su lado había muerto a manos de otros americanos?

Frank recordaba poco de lo que ocurrió a continuación. Aparentemente los marines de la línea del frente, detrás de él, habían sido testigos de todo el incidente asombroso. Llegaron hasta la posición de Frank y los demás mientras mi padre trataba de administrar primeros auxilios a sus compañeros. Llamaron a médicos y camilleros y, después de que atendieron a los heridos, Frank fue llevado otra vez al punto de escala, al lado de la orilla.

—Estoy bien —dijo Frank después de unas horas de descanso—. Estoy listo para volver.

—Pronto será de noche —le dijo un cabo—. Creo que está bien que te quedes aquí con nosotros.

Pensó que quizás alguien querría hablar con él para hacer un informe o algo. Pero había una guerra en marcha, una guerra real, y después de que le preguntara a un teniente por qué había ocurrido este trágico error, le dijeron que eso ocurría constantemente en la guerra.

—Has de seguir adelante y vencer.

Después de eso, Frank no volvió a preguntar al respecto.

Al día siguiente, se corrió la voz de que el capitán Moyer y los cinco hombres que lo acompañaban habían muerto en una misión de reconocimiento. Frank comprendió que así iban a ser las cosas. Muerte, y luego más muerte. Pronto apareció otro capitán de la línea del frente con dos soldados que se habían «rajado» por la dureza de la situación.

—Estos tipos son mis radiotelegrafistas —dijo el oficial al mando—. Ahora no me sirven. Cámbiemelos por uno de sus hombres.

El teniente miró a Frank.

—Este hombre es ametrallador. Se lo cambio.

—No necesito un ametrallador, necesito un radiotelegrafista. Alguien que pueda llevar bobinas de cable de radio, correr deprisa y agacharse.

—Este hombre sabe cómo agacharse. Créame.

—¿Telegrafista? —preguntó Frank—. ¿Transportar y utilizar la radio desde la línea del frente al puesto de mando? —Sí.

—¿Y no volver a disparar un arma?

—No. No puedes disparar un arma y llevar cables al mismo tiempo. Te dispararían. Primero buscan a los tipos de la radio para que no puedan hablar con el cuartel general. Si aceptas el puesto, será mejor que tengas agallas y unos buenos movimientos de baile para esquivar a estos japos.

¿Agallas? ¿Movimientos de baile? ¿Por qué no habían empezado por ahí?

—Fui telegrafista el resto de la guerra —dijo mi padre al terminar su relato—. Nunca volví a llevar una metralleta. Me dispararon una y otra vez, pero yo no podía devolver los disparos porque tenía que llevar los cables. Fue una decisión descabellada.

Le di las gracias por contarme todo esto, pero yo tenía trece años y, al final, estaba nervioso y mirando el reloj. Quería salir y estar con los amigos. Mi padre no se fijó en nada de eso, porque su mente seguía en 1943.

—Cada Navidad pienso en ese día. Sobreviví, en cierto modo tuve suerte, supongo —dijo, y su voz se fue apagando.

—Papá, eh, ¿puedo irme ya? A lo mejor puedes contarme otra historia de guerra luego.

Pasaron años hasta que oí otra.