No recuerdo muy bien cuándo me volví contra la idea de la guerra, pero estoy seguro de que tenía algo que ver con el hecho de que no quería morir. Desde sexto curso en adelante, me posicioné clara y firmemente contra la posibilidad de morir.
Sin embargo, hasta entonces, pasé muchos años muriendo con brío en nuestro barrio. El juego favorito en nuestra calle era la guerra. Era mucho mejor que el asesinato sangriento porque teníamos armas. El asesinato sangriento era solo un juego del escondite (cuando encontrabas a alguien le gritabas «Asesinato sangriento» y todos tenían que correr a tocar la «casa» antes que te pillaran).
La guerra iba en serio, y las niñas no podían jugar. Las reglas eran sencillas. Un grupo de chicos, de edades comprendidas entre los cuatro y los diez años, se dividían en dos grupos: americanos y alemanes. Todos teníamos nuestras ametralladoras, rifles y bazucas de juguete. A mí me admiraban mucho por mi buen alijo de granadas de mano a las que no les faltaba la anilla que podías sacar antes de arrojarla, acompañando el lanzamiento con una atronadora «explosión» que salía de mi boca.
A ninguno de nosotros nos importaba si nos habían elegido para ser alemanes o estadounidenses, ya sabíamos quién iba a ganar. No se trataba tanto de vencer como de que se te ocurrieran formas creativas y entretenidas de matar y ser matado. Estudiábamos Comhat y Rat Patrol en la tele. Pedíamos ideas a nuestros padres, pero ninguno de nosotros recibió mucha ayuda, porque los padres no parecían tener muchas ganas de hablar de sus experiencias bélicas. Todos imaginábamos a nuestros padres como condecorados héroes de guerra, y se daba por sentado que, si alguna vez teníamos que ir a la guerra, siempre seríamos los bravos defensores de la libertad que ellos habían sido.
Yo era particularmente bueno muriendo, y a los otros chicos les encantaba ametrallarme. Sobre todo cuando hacía de alemán; resistía en pie lo más posible, encajando el mayor número de sus balas que podía, y luego, mucho antes de que Sam Peckinpah entrara en escena, caía en una agonía en cámara lenta que hacía que todos los demás niños se entusiasmaran por acabar con mí lamentable culo de nazi. Y cuando tocaba el suelo, rodaba un par de veces y expiraba en un ataque de espasmos. Allí tendido, con los ojos abiertos, inmóvil, sentía una extraña sensación de satisfacción por desempeñar un papel importante para que otro nazi repugnante mordiera el polvo.
Pero cuando hacía de americano trataba de permanecer vivo el mayor tiempo posible. Encontraba alguna manera de infiltrarme detrás de las líneas del enemigo, escondido en un árbol, para eliminar al máximo número de alemanes. Sobre todo me encantaba lanzar granadas desde arriba; era terrible para los niños nazis que no podían adivinar de dónde procedían estas pequeñas bombas. Me aseguraba de dejar vivos a uno o dos de ellos para que pudieran dispararme. Y entonces moría la muerte de un héroe, desaparecido en la flor de la vida, tal vez llevándome por delante a un último nazi al caer sobre él, tirando de la anilla de mi última granada, reventándonos a los dos al tocar el suelo.
Pero en 1966, cuando las imágenes de las noticias de la noche no se parecían en nada a lo que representábamos en nuestra calle de tierra, jugar a la guerra se volvió cada vez menos divertido. Los soldados de la tele estaban muertos de verdad, ensangrentados y muertos, cubiertos de barro y luego tapados por una lona, sin ningún heroísmo en cámara lenta. Los soldados que seguían vivos tenían aspecto asustado, despeinados y confundidos. Fumaban cigarrillos y ninguno daba la impresión de estar pasándolo bien. Uno por uno, los niños del barrio dejamos de lado nuestras pistolas de juguete. Nadie dijo nada. Simplemente lo dejamos. Había que hacer deberes y tareas de casa, y las chicas parecían interesantes en la distancia. Los americanos ganaron la gran guerra que importaba, y con eso bastaba.
En verano, después de séptimo curso, nuestra familia dejó la calle de tierra y se mudó a una asfaltada, la misma calle en la que vivíamos cuando yo nací. Empecé a pensar mucho en la guerra de Vietnam ese verano, y la mayoría de las cosas en las que pensaba no eran buenas. Hice las cuentas y comprendí que estaba a solo cinco años de la edad de alistamiento. Y empezaba a quedar claro que esa guerra no iba a terminar pronto.
La señora Beachum era nuestra profesora laica de la tarde en octavo. Nuestra monja, como era también la madre superiora de la escuela, solo nos daba clases por la mañana. Pasaba las tardes dedicándose a labores administrativas e impartiendo las medidas disciplinarias necesarias a los que nos salíamos del redil.
La señora Beachum era negra. No había más profesoras negras y solo dos niños negros en toda la escuela, y quizá porque se apellidaban Juanrico nos convencimos de que en realidad no eran negros sino probablemente cubanos o puertorriqueños. Uno se llamaba Ricardo y el otro Juan. Ya ves, ningún nombre negro. Eran populares y sus padres siempre estaban en todos los eventos, ayudando en todo lo que podían.
La señora Beachum era negra sin el menor género de dudas. No había forma de llevarse a engaño. Su piel era casi tan negra como el carbón y hablaba en un dialecto del sur con el cual ninguno de nosotros estaba familiarizado. No pasaba ni un solo día sin que le dijera a alguno de nosotros con su característico acento sureño: «No seas guasón, niño». No teníamos ni idea de lo que eso significaba, pero nos encantaba cómo sonaba. Tenía un cuerpo que no estaba cubierto por un hábito de monja y no me sorprendería que, en 1967, no fuera el único chico de nuestra clase que tuvo la fortuna de que la señora Beachum desempeñara un papel destacado en su primer «sueño».
Pero en nuestras horas diurnas no la sexualizábamos, porque ninguno de nosotros quería enfrentarse a eso en el confesionario. Además, la madre superiora mantenía una vigilancia estricta sobre nuestra pubertad y su progreso, y se aseguraba de dedicar mucho tiempo a recordarnos a cada sexo de la clase cuánto podíamos fiarnos del sexo opuesto, lo cual, por decirlo llanamente, no era mucho. Desde quinto, los dos sexos de nuestra clase hacían lo posible para imponerse o ridiculizar al otro, y cuando temamos trece o catorce años habíamos desarrollado un vocabulario y una veta de maldad suficientes para machacar al bando opuesto con convincente entusiasmo. Las niñas estaban encantadas de señalar a los chicos que tenían problemas de higiene, y dejaban de manera anónima un desodorante en la taquilla del chico culpable para que todos lo vieran. Los chicos siempre se fijaban en la sensibilidad de las chicas con el crecimiento (o escaso crecimiento) de sus pechos. Un chico había robado los rellenos de su hermana y los dejábamos sobre los escritorios de las chicas que no habían madurado lo bastante rápido para compararse con lo que veíamos en las Playboy de Mike Mclntosh.
Así pasábamos las mañanas en octavo, combatiendo el calor interior con fría crueldad aprobada por la Iglesia; todo ello, estoy seguro, hecho con la buena intención de mantenernos alejados del peligro y de los nacimientos fuera del matrimonio.
Después de comer, la cosa cambiaba.
La señora Beachum no participaba para nada de ese rollo de chicos contra chicas. Ella creía en el «amor» y en «estar enamorado», y aunque entonces no podíamos identificarlo demasiado, años después supimos que también era la única profesora de la escuela que hacía el amor (o eso queríamos creer). Cuando nos enseñaba historia, hacía que los personajes cobraran vida.
—¡Qué sabéis del escándalo de Teapot Dome! —decía sin jamás formularlo como una pregunta. No teníamos ni idea sobre Teapot Dome, pero sabíamos que íbamos a oír una historia interesante al respecto.
—Warren G. Harding, ajá. ¡Menudo! ¿Escándalo? Caray, si él escribió el manual sobre eso.
Todas las clases eran así.
—Vamos a escuchar un poco de poesía delicada hoy, niños. ¿Quién ha escrito un poema solo para mí?
Oh, creedme, escribíamos poemas. Nos tenía a todos haciendo rimas, nos enseñaba ritmos y, en ocasiones, cogía nuestro poema y lo cantaba con nosotros. De vez en cuando, la madre superiora asomaba la cabeza para ver qué estaba pasando. No protestaba, siempre y cuando los chicos estuvieran sentados en un lado del aula y las chicas en el otro. Su aprobación tácita de los métodos de la señora Beachum hacía que nos preocupáramos menos por ella, y el ambiente del aula se relajó hasta el punto de que el día que la señora Beachum presentó su Gran Idea, sorprendentemente hubo escasas protestas entre nosotros.
—Creo que ya es hora de enseñaros modales. ¿Alguna vez habéis oído hablar de la «etiqueta»?
Habíamos oído hablar de ello, pero desde luego no la practicábamos.
—Bueno, chicos y chicas, creo que es hora de que todos vayamos a comer juntos para aprender cómo se comporta la gente educada. Chicos, quiero que cada uno de vosotros elija a una chica para que sea vuestra pareja en la comida. Luego, durante las próximas tres semanas, todos aprenderemos modales en la mesa. Cuando estemos preparados, iremos a Frankenmuth para comer uno de sus famosos platos de pollo frito.
Por supuesto, ella no estaba pensando en enseñarnos modales o etiqueta. Iba a enseñarnos a pedir una cita. Estoy seguro de que tuvo que vender la idea a las autoridades sin pronunciar la palabra «cita», y supongo que las monjas no vieron nada malo en que supiéramos cuál era el tenedor de la ensalada y comprendiéramos que soltar gases tóxicos durante la comida no era la forma en que Dios esperaba que disfrutáramos de los frutos de su tierra.
A los veintisiete alumnos de la clase de la señora Beachum nos acababan de decir que las puertas de la naturaleza podían abrirse. Durante unos minutos todos reímos y nos retorcimos y… y, vaya, ¡nos gustó la idea! Fue notable lo deprisa que todos aprendimos este concepto de «salir» con alguien de la clase que no tenía nuestros mismos órganos reproductivos. (Al cabo de unos años, me pregunté cómo tuvo que ser la experiencia para los no heterosexuales: por fin una oportunidad de reconocer sentimientos sexuales, pero, maldición, con el sexo equivocado. Supongo que para ellos se convirtió en una primera lección del disimulo).
El orden propio del mundo enseguida se situó en su lugar cuando cada chico de la clase corrió a pedir una cita a la chica apropiada para él. La estrella del baloncesto se lo pidió a la fiera del softball. El pianista a la bailarina. El escritor a la actriz. El chico del parque de caravanas pidió la cita a la chica del parque de caravanas. El chico con problemas de higiene se lo pidió a la chica con problemas de higiene.
Y yo se lo pedí a Kathy Root. No estoy muy seguro de cómo explicar la pareja, pero quizá la forma más fácil sea decir que era la chica más alta de la clase y yo era el chico más alto. Por mi parte, no podría haberme preocupado menos por nuestra estatura: no le había quitado los ojos de encima durante los últimos tres años. Tenía piernas largas y bronceadas y una sonrisa constante y era muy amable con todos. Y era lista como un lince. Era la chica a la que la mayoría de los chicos —incluido yo— habrían tenido miedo de pedírselo, así que ella me facilitó las cosas y cruzó el aula hasta donde yo estaba, petrificado en mi pupitre.
—Bueno, supongo que somos tú y yo —dijo en voz baja para que no me lo hiciera encima.
—Claro —respondí—. Sí. En serio. Será divertido.
Y eso fue todo. Yo tenía lo mejor del aula. La chica que en el instituto sería elegida reina de exalumnos iba a ser mi cita en nuestra comida de etiqueta.
Sin embargo, al día siguiente se produjo la tragedia.
—Michael —me llamó la señora Beachum en el pasillo después de la comida—. ¿Puedo hablar un momento contigo?
Me llevó a un rincón para que nadie nos oyera.
—Solo quería que sepas que probablemente eres el único chico de la clase al que pediría este favor.
Tenía los ojos más alentadores. Su cabello hacía que pareciera la cuarta Supreme. Sus labios… bueno, no sabía mucho de labios a los trece, pero lo que sabía, en ese momento en que estaba más cerca de ella de lo que lo había estado nunca, me confirmó que no había labios más incitantes que los de la señora Beachum.
Los labios se separaron y ella empezó a hablar.
—Ya he hablado con tu cita, con Kathy Root, y dice que por ella está bien si tú estás de acuerdo.
Sí, adelante. Por favor, no dejes que el tic en el lado izquierdo de mi cara te distraiga.
—Hay trece chicos y catorce chicas en la clase. Así que todas las chicas tienen cita menos Lydia.
—Lydia.
Era Lydia Scanlon. «Lydia la Idiota» era el nombre por el que la llamaban la mayoría de los chicos de la clase. Lydia era el cero a la izquierda de la clase. Nadie se sentaba a su lado, y nadie sabía nada de ella. Nunca hablaba, ni siquiera cuando la llamaban a la pizarra, y no la habían llamado desde quinto. Siempre hay un estudiante o dos con los que los profesores han de tomar una decisión; solo hay un número determinado de minutos en la jornada escolar, y si no te van a seguir, has de continuar enseñando a los otros. Cinco años de intentar que participara era suficiente, y por eso la mayoría de nosotros ni siquiera sabíamos que todavía estaba en nuestra clase, aunque estaba allí todos los días, en el último pupitre de la fila más alejada de nuestra realidad.
El uniforme de escuela católica de Lydia no le quedaba bien, probablemente como resultado de haber sido llevado antes por otras dos o tres chicas de la familia. Se decía que su higiene era peor que la de un chico y su corte de pelo…, bueno, al menos tenía acceso a un espejo mientras se lo estaba cortando.
No fue ninguna sorpresa que ningún chico hubiera descrito una trayectoria curva hacia ella para pedirle una cita.
—Necesito que le pidas a Lydia que te acompañe en la comida —dijo la señora Beachum.
—¿Eh? —fue lo único que pude murmurar.
Al instante se me hizo un nudo en la garganta, porque ¡me estaba pidiendo que renunciara a mi cita con la futura reina de la belleza de piernas bronceadas! Había ganado la medalla de oro y me estaban pidiendo que la devolviera. ¡Como Jim Thorpe! ¡Eso no se puede hacer!
No hubo necesidad de que dijera nada de lo mencionado, la señorita Beachum me lo leyó en la cara.
—Mira, cariño, sé que querías ir con Kathy, pero sé que sabes que nadie se lo pedirá a Lydia, y eso no está bien. Es una buena chica. Solo un poco lenta. Alguna gente es rápida y otra lenta. Todos son hijos de Dios. Todos. Sobre todo Lydia. Lo sabes, ¿verdad?
—Sí, señora Beachum.
Sí, lo sabía, y de hecho incluso lo creía. Pero ¿acaso las piernas más largas y bronceadas de la escuela no eran también algo en lo que merecía la pena creer?
—Sabía que esa sería tu respuesta —dijo la señora Beachum con orgullo—. No se lo podía pedir a otro de los chicos. ¡No señor! Solo a ti. Gracias, chico.
Agh. ¿Por qué no? ¿Por qué no preguntárselo a ellos? ¿Por qué a mí?
—Además, suponía que, como estás pensando en ir al seminario el año que viene, no necesitarás muchos de estos modales que te estoy enseñando, ¿verdad?
Al parecer la madre superiora había compartido mis planes de ordenarme sacerdote con la señora Beachum. Y, por supuesto, para lo que le sirve el sexo a un cura, mucho menos los «modales», mucho menos aquellos labios gruesos rosa que estás usando para darme la peor noticia de mi vida.
—Claro, está bien. Pero ¿qué pasa con Kathy? —pregunté.
Sí, ¿qué pasa con Kathy? No estás considerando el dolor que va a experimentar al no poder ser mi pareja.
—Como he dicho, ya he hablado con ella. Ella está contenta de hacer algo especial por Lydia. Me ha dicho que tú también lo harías.
Decidí intentarlo por última vez.
—Pero, pero entonces, ¡Kathy estará sola en la comida!
—No, chico, esto es lo que haremos. Lydia se sentará frente a vosotros dos. Se sentará con los dos, al lado de Lydia. En cierto modo, Kathy seguirá siendo un poco tu pareja.
Un poco. (Esto se convertirá en la historia de las citas de mi vida. Mucho después).
—Pero oficialmente estás allí con Lydia y le prepararás la silla para ella y hablarás con ella y le harás sentir que, que…
Un atisbo de lágrimas empezó a abrirse paso en sus ojos, pero la señora Beachum parpadeó con rapidez para contenerlas y terminó la frase.
—… que la quieren. ¿Puedes hacer eso, Michael?
Que la situación se había elevado de repente más allá de una lección de etiqueta, más allá de una cita, hasta una llamada de misericordia y posible santidad, bueno, eso era todo lo que necesitaba oír.
—Sí, puedo hacerlo. Quiero hacerlo. ¡Puede contar conmigo! Tiene razón, de todos modos no serviré de nada a las chicas después de este año.
¡Exactamente! Señora Beachum, solo estará desaprovechando conmigo todas estas lecciones. ¡Voy a empezar una vida monacal!
Tenía un dolor en la boca del estómago.
Salí del aula y le pedí a Lydia que fuera mi pareja. Aunque traté de decirlo en voz lo más baja posible para que no me oyera ninguno de los chicos, no tardó en correrse la voz de que había renunciado al primer premio por Lydia la perdedora; y estos hombrecitos con los pantalones por encima de la cintura pasaron mucho tiempo en el recreo rascándose la cabeza y tratando de adivinar qué era exactamente lo que me había ocurrido.
—No tiene sentido, Mike —dijo Pete, negando con la cabeza—. ¿Cómo vas a soportar estar a su lado?
—No lo sé —fue lo único que acerté a responder. ¿Cómo iba a sentarme a su lado? Aj.
Llegó la gran noche de ir al Frankenmuth, y Lydia iba recién duchada y su vestido era sencillo pero bonito. Abrí la puerta para ella, dejé que me tomara del brazo, separé la silla de la mesa para ella y, en un acto momentáneo de rebelión contra mi inminente celibato de toda una vida, también aparté la silla de Kathy. Kathy habló con Lydia, y luego yo hablé con Lydia y Lydia habló con nosotros. Escuchamos la historia de que su hermano había muerto y su padre tenía dos empleos porque su madre padecía problemas de salud, y ella se pasaba las horas en la habitación escribiendo poemas. Lydia era tímida, pero no un cero a la izquierda. Era divertida, y tenía una risa de resoplido que al cabo de un rato resultaba simpática y contagiosa. Los compañeros de clase miraban desde el otro lado de la mesa para ver qué tramábamos nosotros tres, y un par de chicos se unieron a la charla con la recién interesante Lydia. Eso nos dio a Kathy y a mí una oportunidad para hablar, lo cual también era nuevo para mí, porque hasta ese momento ella solo había sido un objeto a observar, y lo más vigorosamente posible.
—Has sido un buen chico al hacer esto, Mike —me susurró.
—¿De verdad? Eh, bueno, ¿sabes que voy a ir al seminario?
—Claro. Lo he oído.
—Así que esta clase no era para mí.
—Bueno, ha sido divertido, ¿no te parece?
—Claro. ¿Me das tu pastel si no te lo vas a comer?
Después de la primera noche de citas en la Bavarian Chicleen House de Frankenmuth, no hubo vuelta atrás a la guerra de los sexos. Gracias a la señora Beachum, todos descubrimos que nos gustábamos unos a otros, y mucho. Y mientras los demás contemplaban sus siguientes movimientos en una vida de citas, yo tuve tiempo de ponderar cuestiones como la clase de problemas que tendría la señora Beachum por haber terminado con la política de retraso de la pubertad implementada por la Iglesia. Los chicos dejaron de molestar a las chicas y las chicas dejaron de reírse de los chicos. Nos ayudamos unos a otros con los deberes. Dejamos que las chicas jugaran a baloncesto. Todo parecía mejor y estábamos agradecidos a la señora Beachum por su entusiasmo y su deseo de enseñarnos algo más que las capitales de los cincuenta estados. Ansiábamos las tardes con ella, la mejor parte del día para nosotros. Así que cuando volvimos de comer para asistir a la clase de la señora Beachum el 5 de febrero de 1968 nos sorprendió descubrir que no se había presentado en la escuela. Tampoco lo hizo al día siguiente. Ni al otro. Nos dijeron que nadie sabía dónde estaba, que había desaparecido. Al principio, confiamos en que se había quedado dormida y que simplemente no se había presentado a trabajar durante unos días. La madre superiora la sustituyó. Pero al continuar la semana, la expresión de preocupación en el rostro de la madre superiora era evidente y sus intentos de seguir los planes de lecciones de la señora Beachum eran torpes, porque sin duda estaba distraída. No nos dio ninguna información, y al quinto día de ausencia de la señora Beachum, muchos de nosotros nos habíamos quejado a nuestros padres y les habíamos pedido que llegaran al fondo de lo que estuviera ocurriendo.
Las noticias de la noche en televisión esa semana eran espeluznantes. Era el Año Nuevo vietnamita (el Tet) de 1968, y aunque esa fue la primera vez que cualquiera de nosotros se enteraba de que los vietnamitas tenían un segundo año nuevo, la única razón de que lo supiéramos fue que Chet Huntley y David Brinkley nos explicaron por qué el Vietcong y los norvietnamitas habían lanzado la mayor ofensiva de la guerra. NBC News fue especialmente gráfica (en esos días la tele mostró la guerra sin censuras). Su cámara captó a un general survietnamita agarrando a un sospechoso del Vietcong en la calle, poniendo su pistola en la sien del hombre y volándole los sesos de manera que estos literalmente salieron por el otro lado de su cabeza. Eso hizo que la cena de carne congelada se digiriera más fácil ante la tele.
La ofensiva del Tet de 1968 mandó a la opinión pública americana una onda expansiva contraria a todo lo que nos habían contado respecto a que Estados Unidos enseguida ganaría la guerra: «Ya vemos la luz al final del túnel». De hecho, la ofensiva mostró lo poderoso que era el oponente y hasta qué punto estábamos perdiendo. El Vietcong se encontraba en todos los rincones de Saigón, incluso en la puerta de la embajada de Estados Unidos. No estábamos a punto de ganar nada. Esa guerra iba a acompañarnos mucho tiempo. Encendí la tele y me alegré de que fuera a ingresar en el seminario al año siguiente. Si estabas en el seminario no podían movilizarte. Una razón más para no necesitar el servicio de citas de la señora Beachum.
Finalmente corrió la voz entre los padres de que la señora Beachum se había esfumado. No había noticias oficiales de la parroquia, pero se dijo lo siguiente: «El marido de la señora Beachum ha desaparecido en Vietnam y se lo da por muerto. Nadie sabe dónde está la señora Beachum, pero probablemente se ha ido a casa para estar con su familia».
Nunca volvimos a saber nada de la señora Beachum. Nadie. Se dijo que estaba demasiado consternada para hablar con nadie del St. John y, de haberlo hecho, nadie habría sabido qué decirle. Otros contaron que había sufrido un ataque de nervios cuando recibió la noticia de lo ocurrido a su marido y que se había marchado para estar lejos, muy lejos, para estar sola y rehuir este mundo cruel. Un feligrés comentó que se había suicidado, pero ninguno de nosotros lo creyó, porque si había una persona a la que le emocionaba estar viva esa era la señora Beachum. Terminamos el año con una profesora sustituía que se esforzó todo lo posible, pero nunca nos pidió que cantáramos un poema.
Fue entonces, en la primavera de 1968, después de las muertes en Vietnam del sargento Beachum y un chico del instituto, además de los asesinatos de King y del hombre amable del ascensor del Senado que me ayudó a encontrar a mi madre, cuando me decidí: bajo ninguna circunstancia, fuera cual fuese la cantidad de coerción, amenazas o tortura, nunca, nunca cogería un arma y dejaría que mi país me enviara a matar vietnamitas.
Y si alguna vez alguien me preguntaba por qué me sentía así, simplemente lo miraría y le diría: «No seas guasón, chico».
Quizá la señora Beachum esté leyendo eso. En ese caso, quiero decir: siento lo que fuera que la alejó de nosotros. Lamento no haber tenido la oportunidad de despedirme. Y siento mucho no haber podido darle las gracias por enseñarme todos esos modales maravillosos.