Pietà

Me había perdido.

Había hecho una pausa tal vez demasiado larga para inspeccionar las estatuas en los pasillos de la Rotonda, representaciones en bronce y mármol de un extraño surtido de grandes y no tan grandes estadounidenses: Will Rogers, Daniel Webster, George Washington, Robert La Follette, Robert E. Lee, Jefferson Davis, Brigham Young, Andrew Jackson.

Y de pronto vi la estatua de Zachariah Chandler. No demasiado conocido fuera del estado de Michigan (ni tampoco allí), Chandler fue senador de Estados Unidos durante cuatro legislaturas a mediados del siglo XIX. Historiadores con simpatías por la Confederación le atribuyen el mérito de empezar la guerra de Secesión. El 11 de febrero de 1861, dos meses antes de que los rebeldes dispararan en Fort Sumter, Chandler pronunció un inflamado discurso en el Senado donde arrojó el guante y pidió «derramamiento de sangre» para purgar la nación de sus sentimientos proesclavistas. En otras palabras, una vez que matáramos a unos cuantos de esos propietarios de esclavos, el resto recibiría el mensaje de que la esclavitud había terminado. El sur lo tomó como una declaración no oficial de guerra y continuaron preparándose para el derramamiento de sangre que ellos iniciarían.

A Chandler también se le considera uno de los fundadores del Partido Republicano. El 6 de julio de 1854, encabezó la primera iniciativa de la nación para formar un partido antiesclavista de escala estatal. Llamó a los abolicionistas a reunirse bajo un roble gigante en Jackson, Michigan, y seis cortos años después vieron al candidato republicano, Abraham Lincoln, llegar a la Casa Blanca.

A los once años yo estaba fascinado con la historia y la política. De eso, lo mismo que de las demasiado tempranas lecciones de lectura, hay que culpar a mi madre. Su padre (mi abuelo) fue un dirigente del Partido Republicano en nuestra población de Davison durante la primera mitad del siglo XX. Siendo inmigrante de Canadá, el doctor William J. Wall aportó cierto sentido común canadiense y un interés entusiasta por los «tejemanejes» de la política. También creía que los libros y la música eran compañeros necesarios en la búsqueda de la felicidad.

Will, nacido y educado en una granja situada entre Sarnia y London, Ontario, tenía diez hermanos. Al llegar a la edad adulta, consiguió su propia pequeña granja junto a la de su hermano Chris, y juntos cultivaban la tierra durante el día y tocaban el violín irlandés por la noche. Los hermanos Wall y sus violines pronto estuvieron muy solicitados en los bailes y juergas locales. Se juntaban para tocar el violín incluso durante la pausa del mediodía de su trabajo en el campo.

Al cabo de un tiempo, le pidieron a Will, que estaba bien considerado entre la gente del pueblo, que enseñara en la escuela de una única aula durante los meses de invierno. Aceptó la oferta y pronto le gustó tanto la enseñanza que cedió la granja a su hermano.

Al cabo de unos años de dar clases, Will decidió que quería ser médico. La facultad de medicina más cercana se encontraba al otro lado del río St. Clair, en el estado de Michigan. En 1898, la carrera de medicina duraba un año, porque no se necesitaba más tiempo para enseñar todo lo que se sabía entonces para curar al ser humano. Después de terminar la facultad de medicina en Saginaw, Will viajó «haciendo dedo» por Michigan y apareció en un pueblo llamado Elba, a unos veinte kilómetros de Flint. Le gustaba la gente de Michigan y le gustaban los estadounidenses, y aunque seguía orgulloso de sus raíces canadienses, veía Estados Unidos como un lugar lleno de gente con curiosidad, inventiva e ideas progresistas. Decidió establecerse en Elba.

En septiembre de 1901, el doctor Wall viajó otra vez a Ontario para visitar a su familia y, en el último minuto, decidió tomar el tren a Buffalo para ver la muy esperada Exposición Panamericana. Esta exposición, con su Ciudad de la Luz, era la comidilla de la nación, porque sería una de las primeras veces en que una zona tan grande se iluminaría con luz eléctrica. Hubo fascinantes exposiciones en las que se exhibió la primera máquina de rayos X y numerosos inventos más del cambio de siglo, que asombraron y entusiasmaron al público. Incluso había un trayecto que simulaba el Primer Viaje a la Luna.

La exposición también proporcionó al doctor Wall la ocasión de ver a un presidente de Estados Unidos. Y fue allí, a las cuatro de la tarde del 6 de septiembre de 1901, mientras mi abuelo Wall esperaba vislumbrar al presidente William McKinley, donde sonó un disparo en el Templo de la Música. León Czolgosz, un anarquista de Detroit (nacido en Alpena, Michigan), disparó dos tiros en las costillas y el abdomen del presidente McKinley. El guardaespaldas de McKinley reconocería después (en un temprano y trágico caso de prejuicio racial) que se había distraído al vigilar al hombretón negro que estaba de pie detrás de Czolgosz. Fue ese hombretón negro, James Parker, quien en realidad tiró al suelo a Czolgosz e impidió que este siguiera disparando.

Mi abuelo, puesto que era médico, trató de abrirse paso entre la multitud que había bajado al Templo de la Música desde los terrenos de la exposición cuando sonaron los disparos. Al cabo de unos minutos llegó una ambulancia, y aunque Will anunció que era médico y podía ayudar, ya habían metido al presidente en la ambulancia y lo estaban llevando al hospital provisional que formaba parte de la exposición. Pese a que había luces eléctricas en toda la exposición, nadie había pensado en poner ninguna en la sala de urgencias del hospital improvisado. Los cirujanos tuvieron que operar al presidente pidiendo que las enfermeras colocaran bandejas de metal orientadas a las ventanas para que reflejaran suficiente luz sobre las heridas. Los médicos, incapaces de encontrar una de las balas, decidieron volver a coser a McKinley.

De manera notoria, como suele ser el caso después de una operación, William McKinley se recuperó con rapidez y se mostró animado. Lo trasladaron a la casa del presidente de la exposición para que pudiera recuperarse. Sin embargo, al cabo de seis días, McKinley murió por gangrena y acumulación de fluido. A pesar de que la exposición anunciaba nuevos inventos como la aspiradora eléctrica, el telégrafo sin hilos, el kétchup embotellado y la máquina de rayos X, no se sabía mucho de la infección ni de cómo impedir que esta se extendiera.

El doctor Wall regresó a Michigan. La violencia de la que había sido testigo (ningún primer ministro canadiense había sido asesinado; ese era el tercer asesinato de un presidente estadounidense en treinta y seis años) no lo disuadió de convertirse en ciudadano estadounidense. Como McKinley, también se hizo republicano. Conoció a su mujer, mi abuela, cuando paró en la tienda del padre de esta para preguntar sobre algún local en alquiler donde establecer su consultorio. Martin Moore estuvo más que encantado, porque Elba necesitaba un médico. Invitó a Will a cenar en su casa y, al entrar, este vio a la hija de Martin, Bess, tocando el piano. Preguntó si podía tocar con ella si traía el violín. Ella dijo que sí. Al cabo de un par de años los dos se casaron y se trasladaron a la vecina Davison.

Las paredes de su casa estaban llenas de libros en lugar de papel pintado. Ni siquiera estoy seguro de que hubiera paredes. Había un piano en el salón, y la consulta del doctor Will se encontraba en la parte de atrás de la casa y contaba con una entrada separada. En la década de 1920, había una gran radio en el suelo de la sala de estar, y fue allí donde los Wall escuchaban la música de Caruso y Rudy Vallee, programas de noticias y partidos de béisbol y El llanero solitario. Como no había imágenes tenían que figurárselas. Al doctor Wall le encantaba imaginar las calles de Nueva York, la guarida del Avispón Verde o los desfiladeros por donde cabalgaban el Llanero Solitario y Tonto. Enfrente de la casa de los Wall estaba el cine local, donde la película principal cambiaba dos o tres veces por semana. El doctor del pueblo se aseguraba de no perderse nunca ninguna, y siempre se quedaba allí sentado esperando que los recién nacidos fueran tan amables de tomarse su tiempo hasta que terminaran los títulos de crédito.

Mi abuelo disfrutaba estando en el meollo de la política, y los republicanos locales se reunían en su casa para planear sus campañas. A su hija menor, mi madre, Verónica, se le metió el gusanillo de la política y nunca la abandonó. Y por consiguiente, fue en nuestro garaje, en el otoño de 1960, donde yo, entonces un niño de primer curso, oí a mi madre y a mi padre discutiendo por primera vez.

—El presidente Eisenhower —dijo mi madre al entregarle a mi padre una caja de ropa vieja para que la guardara en el altillo— ganó la guerra, y a pesar de que no hace campaña por él, apoya a Nixon. ¿Qué más necesitas?

—Sí —respondió mi padre—, me gusta Ike. Pero Kennedy… ¡nuestro primer presidente católico!

Con eso bastaba para mí, pero no para mi madre.

—Es demasiado joven, no tiene experiencia… ¡y es demócrata!

—¡Eso es un plus! Los Moore hemos votado a los demócratas desde Roosevelt.

—Oh, bah.

¿Bah? Sí, decía mucho, bah. Y frigorífico (nunca nevera). Y baúl en lugar de maleta. La Biblia del estante, del lado materno de su familia, era de la década de 1840. El volumen de las obras completas de Shakespeare también era de 1800, de su padre. El lenguaje y modales de mi madre también eran del siglo XIX. Y estaba claro que su imagen del Partido Republicano estaba alojada en algún lugar perdido en el tiempo. Mi padre siempre se sintió orgulloso de recordar a su mujer qué partido estaba en el gobierno cuando la nación se hundió en la Gran Depresión. Mi madre desdeñaba esas minucias porque eran irrelevantes para ella. Su padre, siendo el médico del pueblo, cobró durante la Depresión en pollos, huevos y leche, por no mencionar una máquina de coser usada aquí o un cambio de aceite allá. Mi padre, en cambio, tenía recuerdos de tiempos mucho más difíciles, y si había algo de lo que estaba seguro era de que sería demócrata hasta el día que muriera.

Y así, durante septiembre y octubre de 1960, escuché estas disputas matrimoniales durante la gran campaña presidencial de Nixon contra Kennedy. Mis hermanas y yo apoyábamos a papá (mi hermana menor solo tenía tres años y medio, así que se limitaba a asentir cuando yo se lo decía). Me sentía mal por mamá, pues no solo se enfrentaba a nosotros cuatro, sino también a Dios, porque la Iglesia católica era la única Iglesia verdadera. Las monjas y los curas apenas podían contener su entusiasmo ante el hecho de que 170 años de intolerancia anticatólica estuvieran a punto de concluir. Decíamos cada día nuestras oraciones, rezábamos rosarios y novenas y hacíamos todo lo que podíamos para implorar al Todopoderoso que pusiera al católico en la Casa Blanca. Al final, el valor de la plegaria católica se reveló muy poderoso y Kennedy, «milagrosamente», alcanzó la presidencia. Pasarían otros veinte años antes de que mi madre diera por fin la espalda a los republicanos. «Mi padre no reconocería a estos republicanos», dijo (y por eso he de darle las gracias a Ronald Reagan).

El amor de mi madre por este país, su gobierno y sus instituciones políticas siempre fue evidente. Veía como parte de su responsabilidad materna enseñarnos los valores de una república democrática, sobre todo de esta: los Estados Unidos de América.

Cuando terminé quinto en el verano de 1965, mi madre nos metió a mis hermanas y a mí en nuestro Buick y nos llevó a la capital de nuestra nación en nuestras vacaciones de verano. Mientras los otros chicos del barrio iban «al norte» o a un campamento de scouts o de recreo, a nosotros nos obligaron a ver los documentos originales de los Padres Fundadores, la primera bandera cosida por Betsy Ross, el avión en el que Charles Lindbergh cruzó el Atlántico. Hicimos la visita del FBI en el Departamento de Justicia, nos fotografiamos delante de la estatua de Iwo Jima y nos arrodillamos en Arlington para rezar ante la tumba de nuestro presidente católico asesinado. Recorrimos la avenida Pennsylvania de punta a punta, subimos los 896 escalones hasta el monumento a Washington y visitamos a nuestros congresistas para darles la mano y hacerles saber que un día seríamos votantes.

Y fue mientras estaba allí, dentro del edificio del Capitolio, cuando me encontré separado de mi madre y hermanas y de nuestra prima Patricia. Íbamos de camino a sentarnos en la galería del Senado donde tenía que debatirse una ley que proporcionaría sanidad gratuita a todas las personas del país mayores de sesenta y cinco años. Pero yo me distraje con las estatuas y hablando de la vida de Zachariah Chandler a quien quisiera escucharme.

Al final caí en la cuenta de que estaba solo. Mi madre y hermanas no estaban a la vista. Empecé a sentir pánico. ¿Adónde habían ido? ¿Por qué me habían dejado ahí? Puede que me considerara un chico listo, pero no tenía ni idea de dónde estaba, dónde estaban ellas ni cómo encontrarlas. A los once años, la rotonda del Capitolio me parecía un planeta o, peor, un vórtice de mármol blanco gigante que giraba enfurecido y lo absorbía todo. Traté de calmar mi respiración y empecé a caminar deprisa en cualquier dirección que me parecía la salida.

No sé bien cómo, terminé en el lado del Senado del edificio y bajé por una escalera buscando frenéticamente cualquier señal de mi familia. Al darme cuenta de que no iba a llegar a ninguna parte, entré corriendo en un ascensor cuando ya se estaban cerrando las puertas.

Dentro del ascensor, empecé a llorar. Había un único hombre en el rincón, apoyado contra la barandilla, con la cara cubierta por el periódico que estaba leyendo. Me oyó sollozar y bajó el periódico para ver el origen del alboroto.

Como me habían educado bien en todas las cuestiones políticas y católicas, reconocí a ese hombre al instante. Era el senador más reciente de Nueva York, Robert Francis Kennedy.

—¿Qué te pasa, jovencito? —dijo en una voz que me tranquilizó lo suficiente para contener las lágrimas. Al fin y al cabo, nadie me había llamado jovencito antes.

—He perdido a mi madre —dije con timidez.

—Vaya, eso no puede ser bueno. Vamos a ver si podemos encontrarla.

—Gracias —dije.

—¿De dónde eres?

—De Michigan, de al lado de Flint.

—Ah, sí. A mi hermano le gustaba ese desfile del Día del Trabajo. Un gran desfile.

Las puertas del ascensor se abrieron, me puso un brazo en el hombro y me acompañó hasta el agente de policía más cercano al Capitolio.

—Parece que este jovencito de Michigan… —Se volvió hacia mí—. ¿Cómo te llamas, hijo?

—Michael. Moore.

—Michael ha perdido a su madre, y quizá podemos ayudarle.

—Sí, señor senador. Nos ocuparemos de esto. —El agente le dijo al senador que se ocuparía del asunto a partir de ese momento para que el senador pudiera continuar con el resto de sus obligaciones, mucho más importantes.

—Bueno, me quedaré un par de minutos para asegurarme de que está bien.

Yo estaba pensando lo estúpido que tenía que ser para perderme, y encima estaba interrumpiendo a Bobby Kennedy y el trabajo del Senado de Estados Unidos para que todo el mundo pudiera buscar a mi mamá. Sí, diantre, estaba avergonzado.

—¿Qué edad tienes, Mike? ¿Puedo llamarte Mike? —preguntó Kennedy.

—Tengo once. Es la primera vez que vengo al Capitolio —contesté, esperando parecer un poco menos idiota.

—Bueno, ya has subido en el ascensor del Senado. ¡Eso casi te convierte en senador! —El irlandés que había en él ya se había instalado, y destelló esa sonrisa de Kennedy.

Yo también sonreí.

—Eh, nunca se sabe —dije, y enseguida quise retirar ese comentario de listillo.

—Bueno, ya tenemos dos buenos demócratas de Michigan, los senadores McNamara y…

—… Hart —salté como si se tratara de un concurso.

—Conoces a tus senadores. ¡Fantástico! Y prometedor —añadió haciendo un guiño al agente.

—Tenemos a su madre —chirrió una voz desde la radio que sostenía el policía—. Quédate ahí. Ya viene.

—Bueno, parece que todo ha salido bien —proclamó el senador de Nueva York—. Buena suerte, jovencito, y nunca pierdas de vista a tu madre.

Y dicho eso se marchó, antes de que tuviera la oportunidad de darle las gracias o recitarle mis pasajes favoritos del discurso de investidura de su hermano.

En cuestión de minutos, llegaron mi madre, hermanas y prima y, después de una mirada severa y una o dos palabras, salimos para sentarnos en la galería del Senado y escuchar a noventa y ocho hombres y dos mujeres debatiendo la aprobación de una nueva ley que pagaría las facturas médicas de todos los ciudadanos mayores de sesenta y cinco años, una idea radical, sin duda alguna. Lo llamaron Medicare, y la idea pareció gustarle a la hija del doctor presente en la galería. A la mayoría de los senadores también les gustaba la ley, aunque había algunos que dijeron que era el primer paso hacia algo llamado «socialismo». Mis hermanas y yo no teníamos ni idea de qué era eso; solo sabíamos que era una palabra fea.

—Esta ley también ayudará a la gente pobre —añadió nuestra madre, y aunque nosotros no lo fuéramos, por los principios de la Iglesia se consideraba bueno, pese a que entrara en conflicto con los principios del Partido Republicano de mamá.

La ley se aprobó, y un senador proclamó que los jubilados nunca tendrían que volver a preocuparse por arruinarse pagando facturas médicas.

Cuando volvimos unos días después para sentamos en la galería del Congreso, se discutía una nueva ley: la ley de Derecho al Voto de 1965. De ver las noticias de la tarde y porque me habían enseñado a leer el diario, sabía que a la «gente de color» la trataban injustamente e incluso la mataban. Unos meses antes, en marzo de 1965, un ama de casa blanca de Detroit, Viola Liuzzo, ofendida por lo que había estado viendo en televisión en relación con el salvaje trato a los negros, tomó una decisión visceral y se dirigió a Selma, Alabama, para marchar con el reverendo Martin Luther King. Yo sabía que King era el hombre negro que estaba al frente del movimiento por los derechos civiles, y en la ciudad donde yo vivía su nombre rara vez se mencionaba, y cuando se hacía, normalmente llevaba anexas otras palabras desagradables.

La señora Liuzzo, madre de cinco hijos, fue brutalmente asesinada por el Ku Klux Klan cuando trabajaba de voluntaria llevando y trayendo manifestantes a Selma. El suceso causó una honda impresión a la mayoría de la población de Michigan y oí que se discutía sobre eso en la barbería. Jesse el barbero informó a quienes se cortaban el cabello ese día que la habían encontrado con un «negro» en el coche, una mujer casada que no iba a hacer «nada bueno metiendo las narices donde no debe». La barbería de Jesse era el lugar donde acudías en busca de información en Davison, y el local siempre estaba lleno. Jesse era un hombre de baja estatura y pelo corto, y siempre llevaba un par de tijeras y una larga navaja en la mano. Esto era problemático porque llevaba gafas de culo de botella, como las que usan aquellos que la ley considera ciegos, y yo me asustaba al sentarme en su silla mientras él recibía a la corte y usaba instrumentos afilados para hacer diversos signos de puntuación en el aire.

Durante muchas noches después del asesinato de la señora Liuzzo no pude dormir, y cuando lo hacía, soñaba con que encontraba a mi madre muerta en el coche en una carretera de Alabama. Se lo conté a mis padres y ellos me propusieron que dejara de leer las noticias durante una temporada, pero seguí sintonizando a Walter Cronkite todas las noches.

Fue desconcertante para mí y mis hermanas, sentados en la galería del Congreso, escuchar a hombres que hablaban de que determinar quién terna que votar «no es asunto del gobierno federal».

—¿Por qué no quieren que vote la gente? —le pregunté a mi madre.

—Alguna gente no quiere que alguna gente vote —me dijo, tratando de protegerme del hecho de que incluso senadores de Estados Unidos podían pensar como los hombres que habían matado a Viola Liuzzo.

Al día siguiente hicimos un largo y abrasador viaje en coche a Monticello, el hogar de Thomas Jefferson. Este lugar histórico, situado a unas dos horas al suroeste de Washington, en lo más profundo del estado de Virginia, nos llevó a las estribaciones del «sur real», como lo llamaba mi madre. La visita a Monticello fue poco memorable, salvo por los umbrales demasiado bajos que indicaban que la gente de doscientos años atrás no era tan alta, y por la flagrante omisión de cualquier mención de los esclavos de Jefferson.

En el camino de regreso a Washington paramos a poner gasolina y para ir al lavabo. Yo rodeé con mi madre la parte de atrás de la gasolinera, donde había dos puertas. En la una ponía BLANCOS y en la otra DE COLOR (aunque parecía que alguien había intentado borrar el cartel de la segunda puerta, sin éxito). Yo me quedé mirando esos carteles, y aunque sabía lo que significaban, quise oír la explicación de mi madre.

—¿Qué es esto? —pregunté.

Ella miró los carteles y se quedó un momento en silencio.

—Ya sabes lo que es —dijo cortante—. Entra, haz lo que tengas que hacer y sal.

Yo me metí en el aseo para los «de color» y ella en el de los «blancos». Cuando salimos, me condujo otra vez al coche.

—Entra ahí y quédate con tus hermanas.

Entonces se dirigió a la gasolinera con la clase de andares que los niños sabíamos que significaba que rodarían cabezas. Nos asomamos por las ventanillas con la esperanza de escuchar lo que le decía al hombre del mostrador, pero solo podíamos ver la expresión de labios apretados en la cara de mi madre y los contados movimientos que hacía con el dedo índice. El hombre también hizo unos pocos gestos, incluido un encogimiento de hombros. Mi madre volvió a encaminarse hacia el coche y entró sin decir nada.

—¿Qué has estado haciendo? —pregunté.

—Ocúpate de tus asuntos —dijo ella, cortándome—. Y cierra la puerta con el seguro. (Sería la única vez en mi vida que oiría esa petición cuando solo había gente blanca alrededor).

Nunca supimos lo que le dijo al hombre, o lo que él le dijo a ella, y años después me gustaba pensar que le había explicado su opinión respecto al hecho de que sus hijos tuvieran que ser testigos de semejante inmoralidad en el país que ella tanto amaba. Puede que él le dijera que todavía no habían tenido tiempo de cambiarlo (la Ley de Derechos Civiles que prohibía tales cosas se había aprobado doce meses antes) o quizá le dijo que quitara su culo pronegro de ahí. O tal vez mi madre solo se estaba quejando de que en el lavabo de mujeres no quedaba papel higiénico. Siempre quise preguntarlo, pero nunca lo hice. Ella no era Viola Liuzzo, y supongo que yo estaba agradecido de eso, porque me gustaba que mi madre estuviera viva.

El viaje a Washington para aprender cómo funcionaba nuestro gobierno estaba terminando, pero nuestra madre había programado una «segunda parte» de nuestras vacaciones de verano: íbamos a ir a Nueva York y a la Feria Mundial. Cuando ella tenía dieciocho años, sus padres la llevaron a la Feria Mundial de 1939 en Nueva York, y fue allí donde vio por primera vez inventos como la televisión y atisbo el «mundo del mañana». Ahora tendríamos un atisbo de nuestro futuro en esta nueva feria. Cinco horas después llegamos a la casa de nuestra tía en Staten Island.

La Feria Mundial de Nueva York de 1964-1965 era una experiencia desconcertante. Situada en 260 hectáreas en el barrio de Queens, la feria albergaba más de 140 pabellones y exposiciones de todo el mundo. La mayor parte, para nuestros ojos infantiles, era una mirada apasionante a lo que pensaban los adultos de esa época que sería el mundo del siglo XXI. El pabellón de IBM nos presentó lo que los ordenadores podrían hacer por nosotros y, aunque nunca se propuso que algún día poseeríamos nuestros propios ordenadores, alimentó la imaginación y creó una excitación sobre el mundo audaz del siguiente milenio.

En el pabellón de Pepsi vimos un espectáculo muy entretenido llamado «Es un mundo pequeño», precursor de la moda del «We Are the World» de la década de 1980; aunque Pepsi estaba menos preocupada por la desnutrición en África que por superar a Coca-Cola.

No había nada que rivalizara con el enorme edificio patrocinado por General Motors en la feria. Lo llamaron Futurama, y puesto que todos éramos del mismo lugar que la empresa, nos enorgullecimos mucho de entrar. Nos sentamos y de repente las sillas empezaron a moverse. Nos llevaron a un viaje a través del futuro: coches voladores, ciudades bajo los océanos, colonias en la Luna y gente feliz por todas partes. Era un mundo de paz, donde todos tenían un buen trabajo y no había pobreza ni contaminación ni nada que pudiera inquietarnos. Eso estaba bien. Volvimos a entrar, y esta vez tomé notas. General Motors estaba haciendo una promesa muy generosa, y yo quería poder contárselo a los chicos cuando volviera al barrio.

Muchos estados y países también instalaron sus propios pabellones. El estado de Nueva York montó tres torres desde las cuales se divisaba la zona de los tres estados. La más alta terna un enorme vestíbulo con un mapa de Nueva York de un millón de dólares extendido sobre baldosas exóticas (y una estrella sobre la situación de cada gasolinera Texaco del estado). En lo alto de la torre había un restaurante que giraba. El nuevo estado de Alaska organizó una exposición, lo mismo que Wisconsin (¡degustación de queso gratis!), y británicos, franceses, canadienses y decenas de otros países estaban bien representados.

Pero las colas más largas estaban reservadas al pabellón de Ciudad del Vaticano, porque era en el interior de ese edificio donde se encontraba una obra de arte de la basílica de San Pedro que el Papa había enviado al extranjero por primera vez. Y no era una obra de arte cualquiera, sino una de las esculturas más famosas de la historia de la humanidad: la Pietà de Miguel Ángel.

La Pietà mostraba a la Santa Virgen María, la madre de Jesús, sosteniendo el cuerpo de su hijo muerto después de que lo bajaran de la cruz. Medía aproximadamente un metro ochenta de alto y otro tanto de largo, y era solo la tercera escultura de un joven y en cierto modo desconocido Miguel Ángel, de veinticuatro años, natural de Florencia, Italia.

Para ver la Pietà tenías que hacer una larga cola y, una vez dentro, te ponían en una cinta móvil mediante la cual podías ver la obra a dos kilómetros por hora. No se permitían fotografías y se esperaba en todo momento silencio y reverencia.

Al pasar junto a la Pietà me quedé petrificado de asombro. Nunca había visto nada semejante. De repente, todas las exposiciones que mostraban el futuro se convirtieron en un recuerdo distante, porque esa pieza de mármol de hacía cuatrocientos años me dejó anonadado. El pasillo rodante avanzaba demasiado deprisa para mí, y al pasar estiré el cuello hacia atrás todo lo que pude, hasta que la cinta me depositó en el exterior de la sala.

—¡Quiero volver a entrar! —le dije a mi madre.

—¿En serio? Hum, está bien. Niñas, volvamos a la cola.

Volvimos a ponernos en la cola, y al cabo de una hora estábamos otra vez en el pasillo rodante.

Esta vez observé como a cámara lenta y me empapé de cada centímetro de la Pietà. Allí estaba María sosteniendo a su hijo —su amado hijo—, pero ¡no estaba triste! Su rostro era joven y suave y su expresión… contenta. ¿Qué podría ser peor en la vida de alguien que perder a un hijo? ¿Y que ocurriera de una manera tan violenta y bárbara, y encima tú, la madre, eras obligada a observar toda esa experiencia escalofriante? Y aun así no había ninguna señal de violencia en la Pietà, solo una madre mirando a su hijo mientras este dormía en sus brazos. Y así aparecía Jesús: serenamente dormido en sus brazos. No había sangre de las espinas de la corona, ni herida en su costado de la lanza del romano. Era como si pudiera despertarse en cualquier momento, y ella lo sabía. Allí había muerte, pero también había vida.

No podía ir más allá de eso —o sea, ¡tenía once años!—, pero era una sensación profunda y la cabeza me daba vueltas, y ¡quería verla otra vez!

—No, hemos de seguir adelante —respondió mi madre a mis ruegos.

Mis hermanas también la tomaron conmigo, porque querían volver a partes más divertidas de la feria.

—Pero quiero hacer una foto. Hemos de enseñársela a papá.

Eso venció la disputa: algo para papá, que estaba en casa, agotándose en la fábrica. Y por fortuna, mamá no había visto los carteles que prohibían hacer fotos. Así que volvimos a entrar por tercera vez, mi madre con la película casera Bell & Howell de 8 milímetros y yo con la Kodak Brownie en la mano.

En el tercer paso (donde nos reprendieron por las cámaras, y esto molestó a mi madre, a la que no le gustaba que nadie le dijera lo que tenía que hacer), yo me concentré por completo en el rostro de la madre María. En un momento me volví para mirar la cara de mi madre y decidí que el parecido era lo bastante significativo para garantizar que la tratara mejor en las siguientes semanas.

Antes de salir del pabellón de Ciudad del Vaticano, me acerqué a un grupo de monseñores con sotana que estaban al lado de la Guardia Suiza. Había dos preguntas que quería hacer. Un sacerdote de aspecto amable con acento irlandés y nariz tan roja como la del reno Rodolfo me ofreció su ayuda.

—Había algo escrito en la ropa de María —pregunté inocentemente—. ¿Sabe lo que dice?

—Dice Michaela[n]gelus bonarotus florent[inus]faciebat; lo ha hecho Miguel Ángel Buonarroti de Florencia. Lo grabó allí porque, cuando esperaba a que se desvelara la escultura, oyó que gente del público daba el mérito a otro famoso escultor de la época diciendo: «Tal y tal tiene que haberlo hecho». Miguel Ángel se disgustó, así que esa noche entró en la basílica de San Pedro y grabó la inscripción en la túnica de María. Pero, cuando volvió al día siguiente, se avergonzó por haber manchado su propia obra de arte por su orgullo y vanidad. En ese momento, como muestra de arrepentimiento, juró no volver a firmar ninguna otra escultura suya. Y nunca más lo hizo.

Yo me tomé un momento para comprenderlo, y me pareció una lección buena, digna de aprender.

Mi otra pregunta era más sencilla.

—¿Qué significa Pietà?

—Es italiano —dijo el sacerdote—. Significa «piedad».

—Quiero ver dónde estaban las torres —dijo ella, y no se dejó convencer de lo contrario.

Yo no quería llevar a mi madre al bajo Manhattan. No quería que ese fuera el último recuerdo de la ciudad que amaba, una ciudad que formaba parte de ella y de su imaginación y recuerdo y constituía para ella una fuente de alegría permanente cada vez que pisaba esta isla. Ese lugar mágico estaba todavía humeante, pues los fuegos subterráneos continuaban ardiendo diez semanas después del atentado. Todavía se sentía el olor a muerte, y el progreso de peinar 220 plantas de acero retorcido y hormigón pulverizado en busca de los fallecidos era minuciosamente lento.

—Quiero verlo.

Días antes, había ido al aeropuerto de La Guardia en nuestro Volkswagen Escarabajo para recoger a mis padres, que habían venido a pasar con nosotros el fin de semana de Acción de Gracias. De pie detrás de la recién hermetizada zona de seguridad del aeropuerto vi que los dos se acercaban por el pasillo de la terminal de Northwest Airlines. Mi madre no se encontraba bien, y su salud se deterioraba con cada mes que pasaba. Sin embargo, allí estaba, caminando tres pasos por delante de mi padre como si fuera veinte años más joven que él, con la clase de cadencia que solo Nueva York podía darle. También me localizó antes, mucho antes, que mi padre y empezó a saludarme con entusiasmo. Yo le devolví el saludo.

El «bajón» que había dado en casa no era evidente una vez que estuvo firmemente plantada en Manhattan. Ya no tendría que tomar el transbordador y el bus para llegar a la ciudad desde la casa de su hermana en Staten Island, ahora estaba como una reina en nuestro apartamento del West Side. Al entrar en nuestro edificio, mi padre comentó que vivía a todo tren. Iba más allá que nada que él pudiera haber imaginado en la planta de la fábrica de AC Spark Plug, y mientras disfrutaba de los placeres y la vista de la ciudad, mantuvo el escepticismo apropiado de un hombre de su posición.

La noche anterior al día de Acción de Gracias, mi mujer y yo los llevamos a la esquina de la 80 Oeste y la Primera y por Central Park West para que pudieran ver cómo inflaban los globos para el gran desfile que organizaban los almacenes Macy para la festividad. Hacía frío y los abrigamos lo mejor posible, y durante un rato disfrutaron de estar con miles de neoyorquinos que se maravillaban del Snoopy desinflado y del Bart Simpson a medio inflar y tendido en el suelo (aunque no tenían ni idea de quién era este último). Era un atisbo desde detrás del telón, uno de los muchos que habían disfrutado, debido a mi «vida después de Flint»: un viaje al festival de cine de Cannes con un ascenso por la escalera del Palais, un asiento en la gala de los premios Emmy al lado de Sid Caesar la noche que ganamos, una oportunidad de que gente como Rob Reiner les dijera que «la película de su hijo tiene el impacto de La cabaña del tío Tom»; eso solo ya merecía la pena si eras un padre, y resultaba ligeramente embarazoso si eras el hijo.

Pero ahora mi madre quería ver la Zona Cero, el lugar de la reciente masacre de 2752 personas. Yo accedí y, pensando que el día de Acción de Gracias habría menos gente reunida allí, los metí en el Escarabajo y nos dirigimos por la autopista del West Side.

A mediados de noviembre de 2001, las autoridades habían abierto al tráfico más calles de Tribeca, y se podía llegar en coche hasta el perímetro de la antigua ubicación del World Trade Center. El lugar era la zona catastrófica que había sido durante los pasados dos meses, y aún se divisaba el humo que se elevaba de las ruinas.

Yo frené para que pudieran verlo mejor. Miré a mi madre, que estaba sentada a mi lado en el asiento delantero. Había lágrimas en sus ojos, y tendría que remontarme a la muerte de su hermana para recordar una expresión similar de tristeza en su rostro. Era como si sus músculos faciales hubieran perdido la fuerza. Bajó la mirada y luego la apartó, y después contempló de nuevo la destrucción. No era el Nueva York de Ed Sullivan o el Rainbow Room ni el de Recuerdos de Broadway.

Era el futuro no prometido, su mundo del mañana, y yo lamentaba que lo viera.

—Mike. ¡Mike!

Estaba sentado en el salón de nuestra casa del norte de Michigan, planeando a qué película iba a llevar a la familia en la siguiente media hora. La duda era entre Men in Black II o Clan Ya-ya. Era el fin de semana del Cuatro de Julio de 2002, y mi hermana Verónica había volado desde California con sus hijos para estar con mi esposa e hija y con nuestros padres. Era sábado, a media tarde, y habíamos pasado el día en el lago, llevando a los niños en neumáticos y dando una vuelta a mamá y papá en la barca. Mi madre se aferró a su sombrero, se rio y me riñó para que frenara cuando los niños del neumático gritaban que querían ir más deprisa.

Después, antes de cenar, me senté con mi madre en las sillas de exterior, en lo alto de la pequeña colina con vistas al lago. Ella se subió los pantalones para que le diera un poco el sol en las piernas y cerró los ojos: se notaba que se sentía bien.

Hacía tres semanas que había dejado el trabajo para ir a Davison y quedarme con ellos. Los llevé a una cena de aniversario de boda, e hicimos visitas en coche a todos los lugares favoritos de sus años de juventud en la zona de Flint. Visitamos las tumbas de todos nuestros antepasados, algunas de cuyas fechas de nacimiento se remontaban a finales del siglo XVIII. Plantamos flores, visitamos el servicio legal gratuito ofrecido por United Auto Workers (querían actualizar sus testamentos) y fuimos al partido de béisbol de los Tigers en Detroit. Fueron, sin lugar a dudas, tres de las mejores semanas que pasé con ellos. Aunque mi madre estaba perdiendo energía, participó en todo. Sin embargo, me fijé en que cada vez pasaba más tiempo en el cuarto de baño. Mi padre se quejaba por ello, y yo coincidí en que deberíamos llevarla al médico para hacerle un chequeo.

—Mike. ¡Mike! —Era la voz de mi madre, pero no procedía del interior de la casa donde estábamos el resto. Procedía de la terraza trasera. Salí a ver qué necesitaba.

Cuando salí, estaba claro que ella estaba muy, muy enferma.

—He de ir al baño…

En ese momento vomitó, y lo que vomitó era un líquido negro. Para entonces mi padre ya había salido a ver qué pasaba, y entre él y yo la ayudamos a levantarse y la llevamos dentro. Mi mujer llamó al hospital local para ver qué proponían.

—Pepto Bismol —dijo mi mujer, transmitiendo el mensaje.

No parecía un problema para un líquido rosa. Mi madre continuó vomitando.

—Creo que deberíamos llevarla al hospital —dije. No quería llamar a una ambulancia porque tardaría mucho (la más cercana estaba al menos a doce kilómetros).

La acompañamos muy despacio hasta el Ford de papá, y mi mujer y mi hermana la acomodaron en el asiento de atrás. Yo me puse al volante y me dirigí por el largo sendero hasta la carretera. Vivíamos en medio de ninguna parte (en 2002, nuestra calle todavía no estaba conectada a la televisión por cable).

Al llegar al final del sendero, tenía que tomar una decisión: ¿la llevaba al hospital más cercano o la llevaba al mejor hospital? El hospital más cercano estaba en una pequeña ciudad situada treinta y cinco kilómetros al norte. El mejor hospital, el mejor del norte de Michigan, estaba en dirección opuesta, a setenta kilómetros, el doble de recorrido. Así que ese era el dilema. Tu madre está gravemente enferma, no sabes por qué, pero no tiene buena pinta. ¿La llevas a que le proporcionen una ayuda inmediata o, si está mucho peor de lo que crees, conduces una larga distancia para terminar con un mejor grupo de médicos e instalaciones?

¿Qué harías? La llevarías al hospital más cercano, ¿verdad? ¿Verdad? Es lo que hice. La llevé al hospital más cercano.

Llegué allí en un tiempo récord —en menos de veinte minutos—, hicimos el ingreso, les explicamos la situación y conseguimos que la visitaran de inmediato. Solo había un médico de guardia, pero no tardó en verla.

—Parece que tiene el tracto intestinal bloqueado. Vamos a hacerle unos rayos X.

Y, claro, los rayos X confirmaron las sospechas del doctor.

Le dieron unos líquidos que dijeron que ayudarían. No lo hicieron. Le pusieron un gota a gota intravenoso y dijeron que serviría. No sirvió. Mientras esperábamos a ver qué procedimiento daría los resultados esperados para luego no ver resultados, iban pasando las horas; ya era más de medianoche.

—Muy bien —dijo el doctor—. Esto es lo que vamos a hacer. Le daremos una serie de cuatro o cinco enemas y la mantendremos toda la noche en observación. Esto debería funcionar, y si es así podrá volver a casa mañana.

Fuimos con ella a la habitación que le habían asignado y nos quedamos hasta que estuvieron listos para empezar con el proceso de los enemas. En ese momento la enfermera propuso:

—Son casi las tres de la madrugada, ¿por qué no se van a dormir y vuelven por la mañana?

Nuestra madre estuvo de acuerdo.

—Lleva a tu padre a casa y que descanse. Yo estaré bien. Os veré por la mañana.

Por razones que después no pudimos explicarnos, seguimos su consejo y, de manera asombrosa —sorprendente—, la dejamos sola en ese pequeño hospital. Nos fuimos a casa y enseguida nos quedamos dormidos, y con la misma rapidez nos despertaron unas horas después.

—¿Es Michael Moore? —Dijo la voz al teléfono—. Soy el doctor Calkins, el cirujano del hospital. Los enemas no han funcionado y su madre ha empeorado. Hemos de operar. ¿Cuándo pueden estar aquí?

En menos de veinte minutos estábamos allí. Mamá parecía avergonzada y arrepentida por todos los problemas que estaba causando.

—¿Habéis dormido? —Era lo único en lo que podía pensar.

—No te preocupes por nosotros —dije—. ¿Cómo estás tú?

—Bueno, parece que nada funciona. Quieren operar —dijo con voz débil.

Yo llevé al médico aparte y le pedí que me explicara qué estaba ocurriendo.

—Los intestinos de tu madre están cerrados —dijo como si tal cosa—. Lo más probable es que tengamos que cortar una parte.

—¿Está seguro de que es necesario?

—Si no lo hacemos, podría sufrir un shock séptico. Es posible que las bacterias atrapadas allí hayan empezado a filtrarse a través de la pared intestinal. Es un procedimiento común; lo he hecho muchas veces. No debería durar más de una hora o dos. Irá bien.

¿Seguro? ¿Cuántas operaciones de estas dice que ha hecho?

Hago una o dos al año, y hace treinta y pico años que las hago. Tal como están las cosas, soy el único que tiene aquí, y creo que deberíamos empezar.

Volvimos a la habitación y la enfermera trajo unos papeles para que mi padre los firmara. Después le pidió a mi madre que firmara el formulario de autorización.

—¿Puedes firmarlo por mí, Frank? —le preguntó ella a mi padre.

Papá cogió la tablilla y firmó, lentamente. Apretamos la mano de mamá y le dijimos que todo iría bien. Fue ella la que nos aseguró a nosotros que todo iría bien. Yo me esforcé por no llorar. Se la llevaron y fuimos al salón a esperar una hora o dos.

Cuatro horas después el cirujano no había salido y la desazón cundió en la sala. Fuera cual fuese la noticia, no iba a ser buena.

Por fin apareció el doctor.

—Creo que ha ido bien —dijo—. Ahora se está recuperando bien. Hemos tenido que cortar unos treinta centímetros de intestino. Diría que las posibilidades de una recuperación plena son del noventa por ciento.

Huí. Uno ha visto muchas veces salir al médico por esas puertas en programas de televisión y películas —un millar de veces—, y rara vez es para dar buenas noticias. Nos explicó que probablemente tendría que quedarse en el hospital casi toda la semana. No veía ninguna filtración a través de la pared intestinal y todos sus signos vitales eran buenos. De hecho, podríamos verla en cuestión de una hora, en cuanto se despertara.

Le dimos las gracias al cirujano, con sensación de alivio, y volvimos a la unidad de cuidados intensivos. Bueno, no había «unidad» ni sala en aquel hospital. Tenían una pequeña zona de cuidados intensivos con dos habitaciones. Eso estaba bien, correcto. ¡Mamá estaba bien!

Cuando entramos en la habitación de nuestra madre, la vimos conectada a los monitores y sondas intravenosas habituales, pero estaba despierta y alerta y muy contenta de vernos.

—Aquí estoy —dijo, afirmando lo obvio.

Me gustó oír eso: primera persona, tiempo presente.

—Bueno, el doctor dice que te ha ido de fábula —le expliqué, al tiempo que acercaba una silla al lado de la cama.

Mi hermana, mi mujer y mi padre estaban igualmente animados en la valoración de su estado.

—Te pondrás bien, mamá —dijo Verónica, dándole un beso en la frente—. De hecho, tienes muy buen aspecto.

Nuestra única preocupación hasta ese punto había sido la de los efectos de sedar a una persona muy mayor. Sabíamos de amigos con historias no muy buenas sobre lo que les había ocurrido a sus padres tras aplicarles anestesia. En ocasiones no recuperaban la memoria, al menos de inmediato. Decidí hacer un concurso.

—Eh, mamá, ¿sabes qué día es?

—Claro —dijo—, es domingo.

—¿Adónde fuisteis papá y tú de luna de miel?

—A Nueva York. Boston. Albany. (Sí, Albany, ya lo sé, no preguntes).

Y ahora la pregunta final del concurso. Era una familia que adoraba ir al cine.

—¿Dónde viste por primera vez Sólo ante el peligro?

—Cheboygan, Michigan. Mil novecientos cincuenta y dos —respondió sin pensárselo.

Uf. Crisis superada, títulos de créditos.

Todos acercaron una silla y pasamos las siguientes horas hablando de los buenos tiempos y de hacerse mayor y del doctor Wall y de cuando se quedó «atascado» justo antes de la boda y él también tuvo que ir al hospital y casi no lo cuenta. Nunca las discusiones sobre enemas habían sido tan alentadoras.

El médico y las enfermeras de guardia entraban de vez en cuando para ver cómo estaba mi madre, cambiarle las bolsas de suero, inspeccionar la zona donde se le había realizado la cirugía. Ella se adormilaba de vez en cuando, porque su cuerpo necesitaba recuperarse después del shock de la cirugía.

A las 21 horas se decidió que haríamos turnos y nos quedaríamos con ella mientras permaneciera en el hospital. Yo me ofrecí para el primer turno, hasta la mañana. Verónica y mi mujer llevaron a papá y los niños otra vez a casa. Me puse cómodo con un libro y mi inseparable libreta, anotando los últimos cambios que quería hacer a mi película antes de que se estrenara en otoño.

De vez en cuando, mi madre se despertaba y charlábamos.

—Tengo mucha suerte de tener la familia que tengo —dijo.

—Tenemos mucha suerte de tenerte —le dije, poniéndole un paño tibio en la cara como ella había hecho por nosotros muchos años antes.

—Tengo sed dijo.

No le permitían tomar comida ni líquidos, ni siquiera agua, durante las primeras veinticuatro horas. Lo único que yo podía hacer era dejar que chupara de un hisopo húmedo. Le acerqué uno a los labios y ella sorbió con cierta desesperación.

—Estoy agostada.

Sonreí. Nadie decía esa palabra en este siglo, ni en el anterior.

—Deja que lo haga yo —dije, cogiendo otro hisopo y frotándolo en torno a sus labios.

Como un niño que busca el pezón de la madre, ella se agarró al palito con la boca, con la lengua, con los dientes, buscando cada vez más.

—Tengo sed.

—Creo que es lo único que podemos hacer por ahora, mamá. Me quedaré sentado aquí contigo y lo volveremos a hacer dentro de un ratito.

Me senté en la silla de al lado de su cama y me puse cómodo.

—Toma —dijo ella, al tiempo que levantaba la cabeza de las almohadas y yo trataba de alcanzar una de ellas—. Coge una de mis almohadas.

No podía creerlo, en el estado en el que se hallaba y se preocupaba por el hecho de que yo no tuviera una almohada. Incluso en su máximo sufrimiento, su instinto seguía siendo el de una madre: cuidar de su hijo, asegurarse de que estaba bien, de que se quedara dormido, de que durmiera apacible y cómodamente. Sobre su almohada.

—Estoy bien, mamá —dije sonriendo, tratando de contener la risa—. No necesito una almohada. Quédatela. —Coloqué la almohada en su lugar, y la cabeza de mi madre se acomodó en ella.

—Adoro a mis hijos. Tengo buenos hijos —dijo con una sonrisa dulce y tenue.

Le puse la mano en la cara y le peiné suavemente el cabello con los dedos.

—Nosotros también te queremos, mamá. —Me sentía afortunado de tenerla por madre.

Al cabo de un momento llegó la enfermera del turno de noche con un ayudante y dijo que tenía que ponerle a mi madre potasio en el gota a gota y cambiar la sábana de arriba de la cama. Por el pudor e intimidad de mi madre, la enfermera me pidió que saliera unos minutos. La enfermera llevaba el pelo recogido en una larga trenza que se extendía por su espalda, de las que se ven en una comunidad religiosa. Sus gafas tenían un aspecto de finales de los años setenta y enmarcaban un rostro que parecía congelado en el tiempo.

Salí de la habitación y fui a esperar al pasillo. No tardé mucho en oír puro pánico humano.

—No, dale la vuelta. ¡Ahí! ¡Para! ¡Tenemos un problema!

Volví a entrar corriendo en la habitación y me encontré a mi madre en lo que luego supe que era una parada cardíaca. La enfermera estaba presa del pánico y confundida y yo propuse ir a buscar al médico YA.

—Sí, sí. —Cogió el intercomunicador y marcó el número del único médico de urgencias.

Mi madre estaba pugnando por respirar: boqueando, boqueando, boqueando, con los ojos clavados en los míos como diciendo, por favor, ayúdame.

—Todo irá bien, mamá, aguanta.

Me volví hacia la enfermera y exigí acción.

—¡Necesitamos al doctor aquí ahora! ¿He de ir yo a buscarlo?

Entró el doctor y enseguida vio cuál era el problema.

—Necesita respirar. ¿Dónde está el respirador?

La pequeña UVI de ese hospital de ciudad pequeña no tenía un respirador en la unidad en ese momento.

—¡Trae el portátil! —gritó el doctor.

La enfermera fue a buscar un pequeño artefacto de plástico que sacó de una bolsa y trató de introducirlo en la boca de mi madre. Lo tenía al revés.

—Dámelo —exigió el doctor. Se lo quitó, lo metió en la boca de mi madre, colocando el tubo recto en la garganta—. Ponte aquí, bombea así.

Cielo santo, ¿qué demonios estaba pasando? ¿Tenía que enseñarle a una enfermera cómo meter aire en los pulmones de una paciente? Era una locura. Quería intervenir, ayudar, hacer algo, un masaje cardiorrespiratorio, lo que fuera, cualquier cosa, por favor, Dios, ¡esto no está pasando!

Mientras la enfermera bombeaba, el médico le dijo al auxiliar que fuera a la sala de urgencias a coger el único respirador artificial del hospital. Él le dio a mi madre una inyección de algo, masajeó algo, y la única buena noticia en ese momento era que el monitor cardíaco nunca se paró, nunca se puso plano. El corazón aún estaba latiendo, había oxígeno en la sangre.

Yo cogí el teléfono y llamé a casa. Contestó mi hermana.

—Será mejor que vengáis ahora —dije, tratando de disimular mi pánico—. Ha ocurrido algo. No os matéis por el camino. Está viva, pero algo va mal. ¡Venid ahora!

Otra enfermera trajo el respirador, y el médico no perdió tiempo poniendo el tubo recto en la garganta de mi madre. Sus ojos ya no me miraban. Estaban abiertos, congelados, mirando hacia arriba y aparentemente inconscientes de lo que le estaba ocurriendo. En ese momento un relámpago iluminó la habitación del hospital. No me había fijado en que en los últimos quince minutos se había desatado una tormenta que ahora estaba en plena furia. Un trueno estalló ensordecedoramente cerca, y los rayos continuaron iluminando la habitación. Miré al reloj: las doce y cuarto. Por alguna razón, con todo lo que estaba pasando, se me ocurrió que yo había nacido a las doce y cuarto, pero del mediodía. ¿Cómo lo sabía? Durante cada año de mi vida adulta, sin que importara dónde estuviera, justo a las doce y cuarto, mi madre me llamaba para decirme que era la ¡hora en que me había dado a luz! Y ahora, ahí estaba, desmoronándome, indefenso y perdido, débil e inútil e impotente en ese momento crítico en el que yo era el responsable de darle vida a ella, o al menos de salvarla. La voz en mi cabeza seguía resonando: tú te equivocaste. Sí, había elegido el hospital más cercano, no el mejor hospital donde seguro que no estaría siendo testigo de una versión de Mack Sennett de los cuidados intensivos donde los policías de Keystone encontraban por fin el único respirador artificial en el cuarto de la fregona y al sacarlo se preguntaban entre sí cómo funcionaba ese cacharro moderno. Estaba mareado, muy mareado, y quería vomitar.

Me acerqué al lado de mi madre y apoyé las manos en ella. Le susurré al oído:

—Aquí estoy. Estás bien. Todo irá bien. Quédate conmigo. No me dejes. ¡Papá y Verónica están en camino!

Bajé la cabeza y recé una oración y le pedí al Señor que la salvara, que no se la llevara, que la dejara vivir. ¡No era su momento! Le pedí que me quitara todo, todo lo que tenía, todas mis posesiones, mi carrera, lo que fuera… Lo habría entregado todo en ese mismo momento para que ella pudiera vivir. Era una petición descabellada, ilógica e innecesaria. Dios —o la naturaleza o mi madre misma— iba a decidir si su cuerpo aguantaría. Pero yo lo decía en serio de todos modos, y me habría encantado que se aceptara mi oferta.

Llegaron mi padre, mi hermana y mi mujer, ligeramente agitados por lo que dijeron que era la peor tormenta bajo la cual habían tenido que conducir. Se acercaron a su lado y le hablaron, y aunque hubo el ocasional parpadeo en los ojos de mi madre, no había garantía de que pudiera oírnos.

Su corazón latió toda la noche y hasta la mañana. Nuestra otra hermana, Anne, se apresuró a tomar un vuelo nocturno desde Sacramento y enseguida llegaría para estar con nosotros. Cada hora que pasaba, los signos vitales de mi madre se estabilizaban y luego bajaban ligeramente. La enfermera nocturna de la trenza se fue sin decir una palabra y llegó una nueva enfermera del turno de día. Se detuvo cuando me vio, y no se esforzó mucho en contener «esa expresión» que había visto miles de veces en aquellos que habrían preferido no verme. Por supuesto, las otras enfermeras y médicos compensaron con creces su actitud, e hicieron todo lo posible para que mi madre estuviera cómoda y el resto de nosotros tranquilos. El médico de guardia reconoció que si mi madre estuviera estable la trasladaría a otro hospital con mejores instalaciones y donde podrían cuidar mejor de ella. Pero el trayecto sería demasiado peligroso en este punto, dijo. Tendríamos que jugar con las cartas que nos habían tocado.

A las dos de la tarde (a veinticuatro horas de la cirugía) su progreso continuaba cayendo de forma continuada. La presión sanguínea era de 60-35. Llamé a Jack Stanzler, un médico amigo de Ann Arbor, para que me diera unos consejos, y él a su vez telefoneó a un médico amigo del norte de Michigan por si había algo que pudiera hacer. Los ojos de nuestra madre siguieron abiertos con nulo o escaso movimiento. Todos seguimos susurrándole palabras de aliento con la esperanza de que ayudaran.

Me di un momento de descanso y pasé por la sala de enfermería, donde me encontré a la enfermera que no se alegraba de verme. Me miró a la cara, y con un tono de desagrado que ni siquiera tuvo la decencia de ocultar, murmuró lo siguiente:

—¿Por qué no deja de molestar ahí? Su madre está muerta. Y nadie tiene agallas para decírselo. Se ha ido y no hay nada que pueda hacer para recuperarla. —Y dicho esto se alejó.

Pensaba que me ahogaba. Sabía que no era así, pero sentía que tenía la mano de la enfermera en la garganta, estrangulándome.

—¡Espere un minuto! —grité cuando recuperé el aliento—. ¿Quién es usted? ¿Por qué dice algo así? Está enferma. ¡Enferma!

Me quebré. Los que estaban en la habitación me oyeron, y mi mujer salió. Entre sollozos, le conté lo que acababa de decir la enfermera.

—Tu madre no está muerta. Esos monitores no mienten. No sé por qué ha dicho eso. Vuelve a la habitación.

En lugar de volver a la habitación, fui al teléfono y llamé al cirujano. Le conté lo que acababa de ocurrir. Me dijo que no hiciera caso de la enfermera y que el médico de guardia se estaba ocupando de la situación y que eso era lo que contaba.

—Y su madre aún está viva.

A lo largo de la siguiente hora, nos turnamos pasando unos momentos íntimos con mi madre, diciendo cosas que cada uno de nosotros quería decirle en privado. Alrededor de las cuatro de la tarde, todos nos reunimos en la habitación en un círculo en torno a su cama, y cada uno de nosotros ofreció una plegaria o un recuerdo y un agradecimiento a esa mujer que nos había traído al mundo y educado, que se había ocupado de nosotros y nos había animado a abrazar el conocimiento y el bien y la amabilidad y a no retroceder si pensábamos que estábamos haciendo lo que nos dictaba nuestra conciencia. Nadie pudo acabar lo que estaba diciendo sin emocionarse.

A las 16:30 horas y treinta segundos del 8 de julio de 2002 mi madre abandonó este mundo. Una pena intensa, profunda se adueñó de la habitación, y hubo demasiadas lágrimas para poder contarlas. Lloramos durante casi media hora, y uno por uno, después de un largo silencio, cogimos nuestras cosas para marchamos. Yo fui el último en salir. Me incliné sobre mi madre y la abracé. Estaba dormida, el doctor le había cerrado los ojos. La besé en la frente y cuando me retiré me fijé en que tenía un largo cabello gris suyo en mi camisa. Cogí suavemente el cabello, el cabello que para mí todavía estaba vivo, todavía lleno de su ADN, de los veintitrés cromosomas que la hacían ser quien era, que ayudaron a hacer de mí quien era, un parte de ella (aunque era solo un cabello). Me guardé el cabello en el bolsillo de la camisa, la miré una última vez y salí de la habitación. Hasta el día de hoy, ese último cabello gris está en el mismo bolsillo de la camisa, doblado en una bolsita en mi vieja habitación de la casa donde crecí, escondido, intacto, en el estante de arriba, junto a una estatuilla de plástico que ella me compró en la Feria Mundial de Nueva York, la Pietà de Miguel Ángel.