Cuando era pequeño, mi abuela (la madre de mi madre), me sentó para contarme la historia de la familia. Tenía una libreta de notas vieja y anticuada y pilas de álbumes con fotografías amarillentas. Como yo era el mayor de los tres niños, mi abuela quería que conociera esta información para que pudiera transmitirla a futuras generaciones. Sin embargo, para mi abuela no se trataba solo de entregar el material impreso que le habían entregado a ella. También se trataba de la tradición irlandesa de sentar a los pequeños y dejar que estos te miren a la cara y a los ojos mientras les cuentas las «historias de tu gente». Mi abuela explicó que estas historias eran lo más parecido que teníamos a unas joyas de la familia. Hablaban de quiénes éramos, contaban de dónde veníamos, cómo se formaron nuestras vidas, valores y creencias. Las generaciones que nos precedieron comprendieron que su buena fortuna (o tragedia) no era solo una serie de sucesos aleatorios, sino el resultado de cómo uno se comportaba, de su integridad y del esmero con que cada uno de ellos tomaba las decisiones que tomaba.
Estas historias familiares se contaban y recontaban sin la ayuda de ordenadores ni otros dispositivos digitales. La historia de una persona se guardaba en su propio cerebro. Ahora la memoria se guarda en un USB de Sony. Pero como la tecnología cambia cada año (véase: Beneficio), perdemos fotos familiares en las numerosas transferencias. El disquete de hace quince años, en el que tenías almacenada la historia de la familia, es difícil de recuperar ahora, y si le pides ayuda a un niño, te encontrarás con una expresión de perplejidad o una risita silenciosa. Si lo almacenaste en 1995 ya es historia antigua, sus unos y ceros se han borrado.
Muchas de las historias contadas por mis padres y abuelos se han perdido, y no por un documento mal archivado, sino porque yo no siempre estaba escuchando. La televisión estaba encendida, yo quería una barrita de chocolate, quería salir a jugar, ¿qué tenía eso que ver con las posibilidades de los Tigers? Lo único que importaba era el ahora mismo, el aquí mismo, yo.
Por consiguiente, en una sola generación se borraron muchas historias por falta de atención y por un nulo sentido del deber o la responsabilidad. Me encantaría oír esas historias ahora, y lamento no haber respetado en mi juventud el poder, la energía y la belleza que poseían. He tratado de recomponer muchas de ellas con lo que mis hermanas y primos recordaban, pero me doy cuenta de que nunca volverán a estar completas.
Sin embargo, hubo una historia que seguí recordando mucho después del fallecimiento de mi abuela. Era la historia de su abuelo y de cómo llegó a ser uno de los primeros colonos de la zona de Flint (del condado de Lapeer para ser exactos). En esa época era una zona habitada por los pueblos nativos. Su padre (mi bisabuelo) fue uno de los primeros bebés blancos nacidos en el municipio conocido como Elba. Como yo era de una de esas primeras familias que se asentaron en esta zona, comprendía que aquello en lo que Elba, Davison y Flint se convirtieron tenía algo que ver con lo que hicieron esos primeros pobladores.
Una de estas personas era Silas Moore, el abuelo de mi abuela, un hombre nacido en 1814, cuando James Madison era presidente. Un día, a principios de 1830, a Silas Moore, que entonces vivía en Bradford, Pensilvania, se le ocurrió un plan que quiso compartir con su suegro, Richard Pemberton (Silas estaba casado con Caroline, la hija de Richard). El plan consistía en irse de Bradford y trasladarse al oeste, a las zonas salvajes y sin colonizar de un lugar llamado Michigan. Ello supondría viajar primero a Buffalo, embarcarse, cruzar el lago Erie y remontar el río hasta Detroit.
—Podemos llevar a la familia y las pertenencias esenciales en una carreta de bueyes por Kill Buck y Springville y luego a Buffalo —explicó Silas a su suegro—. Tardaremos casi una semana en llegar. Luego venderemos el buey en Buffalo y embarcaremos en el vapor que nos llevará a través del lago Erie a Detroit. En Detroit podemos ir a la oficina de tierras y comprar una hacienda por un dólar veinticinco el acre.
—¿Un dólar veinticinco? —preguntó Pemberton—. Eso es un precio un poco alto para una tierra que no hemos visto. ¿Y quién dice que quedará algo cuando lleguemos? He oído que Detroit se rompe por las costuras, hay demasiada gente allí.
—Sí —repuso Silas—. Es una ciudad grande. He oído que hay más de dos mil personas.
—¿Dos mil? —Pemberton estaba consternado.
—Es un territorio enorme —le tranquilizó Moore—. Hay mucha tierra para todos. No somos los únicos de Bradford que queremos ir. Podemos ayudarnos unos a otros.
Había corrido la voz en Bradford (un pueblo de Nueva York), igual que en el resto del oeste del estado, de que el territorio de Michigan se había abierto a los colonos y pronto sería admitido en la Unión. La tierra era barata en el «oeste» y en su mayor parte sin colonizar, y para los que tenían el gusanillo del pionero parecía una idea atractiva.
Los Pemberton y los Moore eran inmigrantes que habían pasado los cien años anteriores desplazándose hacia el oeste, después de desembarcar en América desde Irlanda e Inglaterra y establecerse en Hartford, Connecticut, y Pawtucket, Rhode Island. Un pariente de Pemberton llegó a ser el primer gobernador colonial de Connecticut. El padre de Silas Moore había luchado con la brigada Vermont en la guerra de 1812. Su abuelo había combatido en la guerra revolucionaria, primero con Ethan Alien en la batalla de Fort Ticonderoga, y luego con George Washington en Valley Forge.
Después de la independencia, los Moore y los Pemberton siguieron desplazándose al oeste, primero a Albany, luego a Elmira y, finalmente, cruzando la frontera de Pensilvania, a los condados de Tioga y Bradford en los montes de Allegheny. Ayudaron a establecer poblados y participaron de manera activa en política, pero sobre todo cultivaban la tierra. Creían en la cooperación con los indios, y se decía que estaban orgullosos de «no haber levantado nunca una mano o una pistola contra ellos».
Tanto Richard Pemberton (al que le gustaba señalar que había nacido el mismo año en que George Washington alcanzó la presidencia) como Silas Moore se estaban cansando de cultivar en los Allegheny. Querían probar suerte en tierras vírgenes, donde se decía que el terreno era plano y el suelo rico, y que el agua fresca era tan abundante como en ningún otro lugar de la tierra. Silas y Caroline Pemberton Moore (la hija de Richard) eran recién casados y parecía un momento tan bueno como otro cualquiera para clavar estacas en una tierra nueva y criar una nueva familia en un estado nuevo.
Así que los Moore y los Pemberton, junto con unos pocos de sus vecinos, vendieron sus tierras, reunieron a sus familias y se marcharon. Entre ellos estaban Richard Pemberton y su mujer, Amelia, así como sus otras cinco hijas. Con su buey y dos carros, empezaron un lento y agotador viaje en la primavera de 1836.
Seis días después llegaron a la abarrotada metrópolis de Buffalo. Había gente por doquier y tantas tiendas que podías abastecerte para un año entero solo pasando un día en la que ya era una de las ciudades más grandes de Estados Unidos. Había tanta actividad y alboroto que Pemberton alentó a todos a quedarse cerca y no perder de vista sus pertenencias. El canal Erie se había abierto en la última década, y eso había atraído a muchos colonos y comerciantes a Buffalo, que ahora se conocía como «la puerta a los Grandes Lagos». El canal, que se extendía desde el río Hudson, al este de Nueva York, permitía embarcar mercancías y personas desde el océano Atlántico hasta los ríos del oeste, incluido el Misisipí. Silas no podía creer lo que se afirmaba en carteles situados en torno a la ciudad: «Vete de Buffalo hoy; llega a Detroit mañana». Anunciaban nuevos barcos de vapor de gran capacidad que podían literalmente sacarte de Nueva York y ponerte en los Territorios del Oeste al caer el día siguiente. Parecía sencillamente imposible.
Los Moore y los Pemberton pagaron ocho dólares por cabeza y embarcaron en el primer barco de la mañana, uno de los cuatro que zarpaban a diario entre abril y noviembre. Al día siguiente, llegaron a Detroit. Silas y Richard fueron a la oficina de tierras para tratar de comprar propiedades cerca de Detroit. Les habían dicho que podían comprar tierra en una parcela llamada Grand Circus por treinta y cinco dólares. Sin embargo, cuando los hombres examinaron la tierra descubrieron que era pantanosa e inadecuada para el cultivo. En cambio, compraron sin verla una gran parcela cerca de un lago, a unos ochenta kilómetros al norte de Detroit —«en el lejano y salvaje oeste», les dijeron—, en un lugar cerca de Lapeer.
Los Moore y los Pemberton tomaron una diligencia hasta Pontiac, donde compraron bueyes y continuaron hacia el condado de Lapeer. Menos de ocho años antes no había hombres blancos en el condado. Ahora ya había varios centenares, pero no muchos en la zona próxima a la tierra adquirida por Silas Moore. Había al menos trescientos indios que vivían cerca. Cuando llegó, Silas fue recibido por el jefe de la tribu neppessing de los indios chippewa. Silas explicó que había comprado tierra a unos kilómetros de distancia. El jefe y sus hombres, que conocían al hombre blanco y su concepto de «propiedad de la tierra», les mostraron el lugar que estaban buscando: el lago Neppessing. El jefe y su tribu vivían en la orilla oeste del lago. Ahí llevó a Silas a su parcela. El jefe luego condujo a Moore a su pueblo para darle la bienvenida. Al cabo de un tiempo, Silas decidió trasladarse al este del lago Neppessing. La idea de vivir al otro lado del lago de los trescientos indios no parecía preocupar a los Moore.
Estos primeros colonos decidieron llamar a su pueblo Elba, por la isla del Mediterráneo, cerca de la costa de Italia, donde habían desterrado a Napoleón veinte años antes. Pero estos colonos, que valoraban el conocimiento y la educación y habían aprendido a leer a los clásicos, también sabían que Elba era la isla de la mitología griega visitada por los argonautas en su búsqueda de Circe (Medea los había enviado en este viaje). Este tipo de referencias a los clásicos no eran raras entre gente de los estados de Nueva Inglaterra, donde la educación se consideraba una necesidad. La ignorancia estaba mal vista, y llegar a un nuevo territorio que no tenía ni una sola escuela les horrorizó (ni franceses ni ingleses consideraban necesario construir escuelas en Detroit o el resto del territorio). Pero una vez que se abrió el canal Erie, los neoyorquinos que llegaron a Michigan (donde llamaron a sus poblados Rochester y Troy y Utica como sus amados pueblos natales de Nueva York) también trajeron consigo ciertas sensibilidades de Nueva Inglaterra: democracia municipal, una fuerte ética del trabajo y fe en una educación liberal que era vital para una sociedad civilizada. En los carros de bueyes y en las maletas de los barcos de vapor no había solo ollas, cacharros y reliquias de familia; también había libros, muchos libros. Durante las décadas de 1830 y 1840 otras ideas radicales de Nueva York empezaron a impregnar Michigan gracias a los nuevos colonos, ideas como el concepto de dejar que las mujeres votaran o la abolición de la esclavitud. Sus fuertes tradiciones cuáqueras y Brethren, junto con sus compañeros congregacionales y católicos, llevaron al gobierno de Michigan a convertirse en el primero del mundo de habla inglesa en abolir la pena capital, en 1846. Ese era su talante.
A principios del verano de 1837, Silas y Caroline anunciaron que iban a tener un bebé hacia finales de noviembre. La noticia causó gran alegría a su familia y amigos de Bradford, porque el bebé sería uno de los primeros no indios nacidos en la zona.
Silas preparó su cabaña para el primogénito. Esperaba que hubiera cristal para las ventanas, pero este escaseaba y no había llegado nada desde Pontiac para que él lo usara. Así pues, para mantenerse al abrigo de los elementos, se construyó una contraventana de madera. No era hermética, el viento aullaba y encontraba su vía de paso entre las rendijas, pero se adaptaba a sus necesidades. No es que no supieran lo que era el invierno, siendo de Pensilvania y el condado de Nueva York.
El 30 de noviembre, Caroline se puso de parto. Como entonces Lapeer tenía médico, Silas decidió ir a buscarlo para que asistiera al alumbramiento. La madre y hermanas de Caroline se quedaron con ella hasta que Silas volviera con el doctor. Ya era tarde y viajar de noche podía ser difícil, pero Silas no quería correr riesgos con su primogénito, así que se puso en camino hacia Lapeer.
Unos indios que pasaron por allí se fijaron en que Silas estaba dejando a su mujer a punto de dar a luz. Los chippewa se habían interesado por el embarazo de Caroline y paraban con frecuencia para ofrecer mantas o hierbas o abalorios especiales que, explicaron, mantendrían alejados a los espíritus.
El parto iba más deprisa de lo que nadie había previsto y, con el sol bajando, los indios oían los gritos de Caroline. En cuestión de minutos, un grupo de ellos estaba ante su puerta.
—Por favor —dijo la hermana de Caroline, exasperada ante la posibilidad de tener que ser ella la única que asistiera el parto—. Todo está bien. No necesitamos ninguna ayuda.
—Lobos —dijo uno de los indios en su precario inglés—. Lobos.
—Sí, lobos. Ya sabemos que hay lobos en el bosque. Estamos bien.
—Lobos huelen sangre. Vienen aquí —dijo, señalando la ventana sin cristal—. Huelen sangre. No bien.
Entonces dijo algo a sus dos amigos y se fueron. En cuestión de minutos volvieron con mantas.
—Yo pongo mantas ahí para ti. Lobos no huelen.
Procedió a colgar mantas bien ajustadas en torno a la ventana y la puerta para que los lobos no captaran ningún rastro de sangre.
—Nosotros fuera —dijo al salir.
Los tres chippewa salieron y montaron guardia delante de la cabaña para asegurarse de que los lobos se mantenían alejados.
Al cabo de una hora, Silas regresó y vio a los indios en torno a un fuego que habían encendido fuera de la cabaña. Al verlos le preocupó que algo hubiera ido mal. Él y el doctor que lo acompañaba entraron corriendo en la cabaña, justo a tiempo para que naciera el niño. Lo llamaron Martin Pemberton Moore. Era el padre de mi abuela.
Caroline le explicó a Silas que los chippewa habían montado guardia en el exterior y que habían puesto mantas en ventana y puerta para que los lobos no atacaran.
Al día siguiente, Silas visitó al jefe y le dio las gracias a él y a los miembros de su tribu por proteger a su mujer y a su hijo recién nacido. El jefe dijo que era su deber proteger toda la vida de la zona. Le dio a Silas una talla de madera en honor del nacimiento de su hijo. Silas estaba agradecido y otra vez le dio las gracias al jefe y a sus hombres.
No todos los hombres blancos de la zona mantenían las mismas relaciones amistosas con los indios que Silas Moore. Algunos estaban muy asustados de ellos y no querían tener ninguna relación con las «bestias rojas». Otros hablaban entre dientes de lo mucho mejor que sería Elba sin ellos. Silas no escuchaba nada de eso, y le irritaba esa clase de comentarios. Esto, a su vez, provocó que algunos recelaran de Silas, y cuando se celebraron las primeras elecciones en Elba al año siguiente, Silas se encontró en el bando perdedor.
El otoño siguiente, los indios de la orilla oeste del lago Neppessing sufrieron el sarampión. Si había una amenaza contra la que los pueblos nativos tenían escasa defensa era contra las enfermedades que trajeron consigo los hombres blancos. Sarampión, paperas, varicela, gripe, tuberculosis, viruela… mataron tanto a blancos como a indios sin clemencia, pero en el siglo XIX los europeos ya habían desarrollado ciertas inmunidades, de manera que muchos podían resistir una gripe o un sarampión.
No ocurría lo mismo con los indios americanos. Como no habían pasado siglos desarrollando esa inmunidad, los indios enseguida caían cuando un virus se extendía en su tribu. Cuando los británicos, que no deseaban indios en la nueva tierra, vieron la facilidad con la que enfermaban estos, consideraron que no era una violación de su código moral poner mantas o agua usadas por contagiados con esas enfermedades para acabar con campamentos enteros de indios.
Cuando corrió la voz en Elba de que los chippewa tenían sarampión, los colonos inmediatamente establecieron una cuarentena y prohibieron que cualquier persona blanca tuviera contacto con los indios. Esto no le sentó bien a Silas.
Los indios enviaron mensajeros a la línea de cuarentena y rogaron ayuda. Su gente estaba muriendo. Necesitaban comida y medicinas. Los colonos blancos les dijeron que la gente de Elba no podía hacer nada salvo rezar por ellos.
Silas creía en la plegaria, pero no solo en la plegaria. Desobedeciendo el edicto, se adentró con su canoa hasta el centro del lago Neppessing. Una vez allí, saludó y gritó a los indios de la otra orilla. Los que estaban sanos salieron de sus cabañas y devolvieron el saludo. Él les hizo una seña para que vinieran a su encuentro en el lago. Dos de los chippewa, uno de los cuales era el jefe, subieron a una canoa y remaron para reunirse con Silas. Al aproximarse, él les hizo una seña para que no se acercaran más.
—He venido a ayudar —dijo, levantando la voz para que pudieran oírle—. He venido a ayudar. ¿Cuántos enfermos tenéis?
—Muchos —dijo el jefe—. Algunos muertos. El resto necesitamos víveres y provisiones.
—Veré qué puedo hacer. Reunámonos aquí mañana a esta hora.
Silas volvió a su orilla del lago y le contó a Caroline el apuro en el que se encontraban los indios.
—Voy a ver qué puedo reunir de los demás —dijo.
Silas fue a visitar a las familias de la zona de Elba para recoger comida y provisiones para dárselas a los indios. La mayoría contribuyeron, incluso aquellos que habían hablado mal de la tribu antes. Había quienes pensaban que Silas estaba corriendo un riesgo innecesario, y le advirtieron que si sospechaban que volvía con sarampión lo enviarían a vivir con los indios a la zona de cuarentena.
Al día siguiente, Silas remó hasta el centro del lago Neppessing. Detrás de él arrastraba otra canoa llena de comida y provisiones. El jefe y media docena de hombres ya estaban esperando en el lago.
—Dejaré esto aquí. Cogedlo todo.
Los indios remaron hacia allí y descargaron las provisiones en sus propias canoas.
—Dentro de dos días, traeré más comida. Nuestro médico también envía nuestra medicina. Será mejor que la probéis.
Dos días después, Silas metió todo lo que pudo en su canoa y volvió a reunirse con los chippewa, que habían llevado la canoa vacía otra vez al centro del lago. Cuando Silas llegó a la canoa vacía que se hallaba entre él y los indios, tuvo mucho cuidado de no tocarla para no entrar en contacto con la enfermedad.
Siguieron compartiendo esta canoa durante unas semanas. Los vecinos arrimaron el hombro en las tierras de Silas para que no se atrasara con sus cultivos, y la mayoría continuaron contribuyendo a sus esfuerzos de salvar a los indios. Pero nadie se unió a sus viajes a través del lago.
La mayoría de los chippewa se recuperaron y durante años no olvidaron la generosidad de Silas Moore. Cuando su hijo Martin estuvo en edad escolar, en lugar de enviarlo a la escuela de Elba (que estaba muy lejos), Silas lo envió a la escuela india que el condado había establecido cerca de su casa. En años posteriores, insistió en que Martin y sus otros cuatro hijos fueran a la escuela secundaria en Lapeer. Martin fue después a la universidad y volvió para abrir un comercio en Elba. Desempeñó muchos cargos electos en la comunidad —administrativo, tesorero, supervisor—, pero se decía que ninguno era más importante para él que el puesto de «supervisor del pobre». Él contó la historia de los indios y su padre Silas a su hija, Bess, y ella se la contó a su hija, mi madre.
Y mi madre me la contó a mí.