La partida

Pocas calles en Estados Unidos están estructuradas de manera que, tanto si giras a la derecha como si lo haces a la izquierda, terminas en un callejón sin salida.

Así era la calle en la que viví y crecí: East Hill Street, una sola manzana de polvo y gravilla sin salida por ninguno de los extremos. La única forma de llegar a este doble callejón sin salida era tomar otra calle sin asfaltar conocida como Lapeer Street. Lapeer se extendía desde las vías del tren hasta justo el centro de nuestra Hill Street, formando una T que constituía nuestro pequeño barrio apartado. Más allá de Lapeer Street había un campo que conducía a la única sala de cine de la ciudad, el Midway. Detrás de Hill Street comenzaba un bosque cenagoso, grande, misterioso, repleto de aventuras.

A principios de la década de 1950, el viejo señor Hill vendió sus tierras de labranza, y estas se convirtieron en veintisiete parcelas en aquellas dos calles anodinas y casi invisibles. Las casas, baratas, seguían el estilo de las de los barrios Levittown de posguerra: pequeñas, pintorescas, con lo indispensable. Sus ocupantes eran familias de una nueva clase media. Había esperanza y hostilidad en estas edificaciones de poco más de ochenta metros cuadrados. Contaban con grandes patios traseros que, en los primeros años, se entremezclaban, pero que finalmente hubo que separar con cercas y gruesos setos. El «nosotros» se convirtió en «yo» en menos de una década, pero durante un tiempo en todo el barrio se respiraba el ambiente de un gran campamento de verano.

A cada extremo de Hill Street se extendía un descampado. El situado al oeste servía de escenario a las peleas de terrones: el objetivo era elegir cachos de tierra compactada y lanzarlos a los ojos de tus amigos. Cada primavera cogíamos el cortacésped de mi padre y preparábamos un campo de béisbol, donde nos reuníamos todos los días del verano para jugar hasta que se ponía el sol. En el descampado del lado este de la calle instalábamos el «campamento», con tiendas improvisadas hechas con lonas y mantas viejas de nuestros padres. Era el cuartel general del barrio, donde se planeaban todas las gamberradas.

El bosque de detrás de nuestras casas de Hill Street era enorme y parecía extenderse tanto que ninguno de nosotros había encontrado nunca el final por más horas que caminábamos entre altos pinos, gruesos arces y blancos abedules. El «bosque», como lo llamábamos, era un parque de atracciones de la naturaleza donde podíamos pescar, cazar, poner trampas, acampar, perdernos. Para llegar a él tenías que atravesar los patios traseros abiertos de cuatro vecinos y a ninguno de ellos parecía importarle. Una ciénaga separaba los patios del bosque, y la ciénaga en sí nos subyugaba. Aprendimos a saltar de un árbol caído a otro para evitar empaparnos. El agua no llegaba más arriba de la rodilla, y no había bichos que pudieran hacernos daño. Vivían allí centenares de ranas, eso sí, y hacíamos todo lo posible para cogerlas, aunque normalmente las ranas eran más rápidas y más listas. Había flores de todas clases, y la requerida cantidad de mosquitos que apreciaban la presencia de pequeños bancos de sangre andantes, un manjar.

Después de cruzar la ciénaga, te encontrabas al pie de una colina que, al congelarse en invierno, se convertía en nuestra pista de trineos. En lo alto de la colina empezaba el sendero que se adentraba en la infinidad del bosque. Íbamos de excursión durante horas, aunque nadie usaba la palabra «excursión», porque eso implicaba una actividad planeada. Nada de lo que hacíamos en nuestro tiempo libre de niños estuvo nunca planeado o estructurado de ninguna de las maneras. Simplemente era así. Una hora de deberes y luego «largo y que te dé el aire» eran las órdenes de nuestros padres.

Perseguíamos ciervos, conejos y mapaches; teníamos pistolas de balines y arcos y flechas, y de vez en cuando los chicos vecinos traían su escopeta de perdigones para que pudiéramos disparar a los faisanes. Y teníamos diez años. El cielo. Los adultos nos dejaban solos, y hacíamos muchas expediciones en ese bosque, metiendo en la mochila carne enlatada que cocinábamos en nuestros hornillos caseros: latas vacías llenas de cartón bien apretado en el interior y cubierto con la cera que fundíamos para que goteara encima. Después, encendíamos los hornillos y el cartón encerado ardía con la suficiente lentitud para que pudiéramos cocinar nuestra carne enlatada. Más cielo.

Las niñas estaban excluidas de todas estas actividades, salvo del trineo. Nuestros padres nos obligaban a llevarlas con nosotros hasta lo alto de la colina y nos forzaban a bajarlas en los trineos. Al fin y al cabo, ¿quién sino un niño estaba cualificado para conducir? En realidad, disfrutábamos inmensamente de eso, como si fuéramos capaces de asustar a las niñas simulando dirigirnos hacia un árbol para desviarnos en el último instante. Normalmente. Siempre había algún choque y la hermana pequeña que lloraba, pero incluso eso nos daba gran felicidad.

Aparte de esas imágenes de trineos, no recuerdo haber visto a ninguna de las niñas del barrio en ninguna parte, y si me apretaran defendería que en el barrio no había ninguna niña. Años después, descubrimos que habían pasado mucho tiempo leyendo y tocando instrumentos y haciendo cosas y contándose historias unas a otras y a Barbie. Eso les iría bien una vez que dejaran atrás la infancia, pero por el momento eran invisibles a nuestra existencia, y supongo que pensábamos que estábamos mejor sin ellas. Los niños son niños y les gusta estar con otros niños. Y a algunos chicos les gusta mucho estar con ciertos chicos.

Sammy Good era diferente. En 1965, podías ser diferente —hasta cierto punto— y no estaba mal visto. Por ejemplo, podías tener ojos azules mientras que los demás chicos teman ojos castaños. Podías ser pelirrojo mientras los demás tenían el pelo rubio u oscuro. Había niños altos, niños bajos, niños que iban en bici, niños gordos, niños flacos, incluso niños con viruela (y, sí, a todos les encantaban los perritos calientes).

Lo que no había era chicos que se enamoraran de otros chicos.

Por supuesto, había esos chicos, pero en quinto curso no lo sabíamos. No es que nadie se opusiera a la homosexualidad; simplemente no era necesario oponerse a ella, porque no existía. Sería como oponerse a unicornios o atlantes o a hombres sin tetillas; en resumen, no puedes odiar lo que no existe.

Esto reforzaba la importancia de que si eras un chico al que le gustaban los chicos (o una chica a la que le gustaban las chicas), más te valía guardar el secreto como si fuera tu Fort Knox personal, sellado a cal y canto e impenetrable. Tenías que comportarte sabiendo que eras un alienígena aterrizado desde otro planeta, pero con forma humana. Nadie sabía que eras un alienígena, y si descubrían quién eras en realidad, te aniquilarían. El conocimiento de que no eras «como los demás» daba tanto miedo que si te encontrabas con otro alienígena al que le gustaban los chicos, no podías dejar que ese homosexual supiera quién eras realmente.

Pero, por supuesto, el otro alienígena lo sabría. Aun así, no te atrevías a arriesgarte a establecer contacto, porque si te pillaba la Gente Normal podía arruinarte. En ocasiones, tenías que tomarla con uno de los tuyos solo para probar que no eras uno de «ellos». Con frecuencia era una existencia devastadora ser gay en los años cincuenta y sesenta (y en los setenta, y en los ochenta y…) y en ocasiones te hacía hacer cosas muy crueles e innecesarias a ti mismo y a los demás.

Ese era el caso del chico que vivía tres puertas más abajo, en Lapeer Street. La familia Good parecía gente bien educada, lo cual inmediatamente los hacía destacar. Había muchos padres del barrio sin educación universitaria y algunos apenas habían pisado el instituto. Pero, en aquellos días, ser educado o listo no se consideraba un inconveniente. Era algo admirado, respetado, incluso algo a lo que se aspiraba.

Además, en ese tiempo, la clase educada y profesional no estaba separada de los que ganaban poco y los obreros de las fábricas. Como el diferencial de sus ingresos era escaso, vivían y compartían sus conocimientos con los demás. El profesor de universidad de la manzana enseñaba matemáticas a los niños del barrio, y a cambio el padre del garaje mecánico se presentaba en un santiamén a arreglar el carburador del profesor. El dentista estaba listo para arrancar un diente al niño del fontanero en caso de emergencia, y el fontanero estaba de guardia para reparar un escape en casa del dentista un domingo por la noche. Así eran las cosas.

Y así pues, esta es la gente que vivía en nuestras dos calles democráticas e igualitarias sin asfaltar, yendo de oeste a este: pastor presbiteriano, encargado de la tienda donde se vendía de todo, trabajador de la cadena de montaje (nuestro papá), obrero siderúrgico, jefe de la oficina de correos, vendedor de camisas, el osteópata y su madre. En la otra manzana: conductor de camión, pareja jubilada, encargado de grandes almacenes, profesor de instituto, conserje, persona mayor discapacitada, embolsador de supermercado, jubilado, concejal, madre soltera y su hijo, empleado de banco. Era la clase media americana. Ninguna casa costaba más de dos o tres años de salario, y dudo que los ingresos anuales (salvo en el caso del osteópata) superaran los cinco mil dólares. Y aparte del médico (que atendía a domicilio), los encargados de tiendas, el pastor, el vendedor y el banquero, todos pertenecían a un sindicato. Eso significaba que trabajaban cuarenta horas a la semana y tenían todo el fin de semana libre (además de entre dos y cuatro semanas de vacaciones pagadas en verano), amplia cobertura sanitaria y seguridad en el trabajo. A cambio de todo ello, el país se convirtió en el más productivo del mundo, y en nuestro pequeño barrio eso significaba que la caldera siempre estaba en marcha, que podías dejar los niños al vecino sin avisar, que podías pasarte por la casa de al lado para que te prestaran media docena de huevos y que las puertas de las viviendas nunca estaban cerradas, porque ¿quién iba a querer robar nada cuando ya tenía todo lo que necesitaba?

Pero, querido lector, antes de que empieces a tocar canciones de Stephen Foster o a entonar el himno nacional, he de recordarte lo que tal vez ya sepas: esta existencia idílica (tan bien documentada en programas como The Donna Reed Show y Father Knows Best) tenía su lado oscuro. Más allá del hecho de que las mujeres estaban a años de distancia de un movimiento de liberación, y más allá del hecho de que si una sola persona negra se hubiera mudado al barrio los carteles de «En venta» habrían proliferado como malas hierbas, estaba el hecho insalvable de que simplemente no podías querer a la persona a la que querías si la persona a la que querías tenía los mismos genitales que tú. Para empezar ni siquiera existías, y por lo tanto o bien te quedabas muy callado o te transformabas en un actor muy irritado que cada día subía al escenario heterosexual.

El señor y la señora Good tenían tres hijos: Sammy, Alice y Jerry. Si querías elegir una familia y enviarla por el mundo para que la gente de otros países viera qué aspecto tenía una bonita familia americana, esos eran los Good. El señor Good era director de los grandes almacenes locales. Sammy era el hijo mayor, me llevaba cuatro cursos en la escuela. Los Good lo habían adoptado cuando no sabían si la cigüeña vendría por propia decisión. Pero luego tuvieron a Alice, que era de mi edad, y a Jerry, que era tres años menor.

Los Good vivían en un encantador chalet con un gran porche y un jardín trasero que se extendía unos buenos cincuentas metros. Los ingresos del señor Good, solo ligeramente superiores (aunque no por mucho) a los del resto de la calle, le permitían tener una criada que iba a la casa una vez por semana a hacer la colada, planchar y limpiar. Era negra y cogía el autobús en el extremo norte de Flint. Su presencia no creó otra inquietud en el barrio que la de alimentar el deseo de la mayoría de las mujeres de tener una criada ellas también.

Los Good no eran gente ostentosa, y si había algún otro signo de que tenían algunos ingresos extra era que cada invierno el señor Good traía hombres que inundaban su jardín de atrás para crear una pista de patinaje gratuita para que todo el barrio la disfrutara, en cualquier momento del día o de la noche. Grandes focos iluminaban la pista de hielo, y si se les preguntara a los vecinos por sus más preciados recuerdos de las calles Hill o Lapeer, mencionarían a un hombre que cedía su jardín para que todos pudieran patinar allí durante un sinfín de horas.

El señor Good siempre conducía un coche nuevo, normalmente un Buick. Era amable pero reservado, un poco más bajito que el resto de los padres de la calle. Y era diferente por otras dos circunstancias: tenía un bigote negro en una calle carente de vello facial y era judío.

En algún momento del verano de 1964 se empezó a oír un sonido procedente de la casa normalmente silenciosa de los Good; un sonido de golpeteo, bajo, vibrante, que se producía con un ritmo repetitivo, como el compás de una canción, aunque nadie conocía la canción. BUM, bum, bum. BUM, bum, bum. BUM, bum, bum. BUM, bum, bum.

Podría haberse tratado del señor Good trabajando en algo con sus herramientas nuevas. O tal vez estuvieran instalando una cocina nueva. Quizás habían llamado a Hamaad para que erradicara unas molestas termitas o una zarigüeya que se había metido debajo de la casa.

Pero no, no era nada de eso. Era música de negros. En concreto, de The Supremes, un grupo del que ninguno de nosotros había oído hablar. La canción era «Where Did Our Love Go»… y fue a tres patios de distancia de Lapeer Street, a través de la ventana de nuestra sala y directamente hasta el dedo gordo de mi pie.

A Sammy Good le habían regalado un tocadiscos por Navidad; sí, los Good celebraban la Navidad, con su casa hermosamente decorada con luces de colores en el exterior y ángeles con trompetas de un blanco cegador. Lo mejor de que tu padre trabajara en los grandes almacenes era que siempre eras el primero en tener los chismes mejores y más nuevos: la primera secadora Admiral con programas distintos según la clase de ropa, la primera nevera Westinghouse sin escarcha o el primer magnetófono de bobina abierta Silverstone (que fue regalo de Santa Claus esa Navidad).

Cuando remitieron las nevadas invernales en mayo de 1964, Sammy sacó el equipo estéreo al porche junto con algunos discos de 45 revoluciones. La etiqueta del disco decía «Motown». Cada vinilo tenía una canción por cada cara. La Motown tenía muchas etiquetas y artistas, entre ellos The Miracles o The Marvelettes, The Vandellas y Little Stevie Wonder. Sammy decía que todos vivían cerca, en Detroit, un lugar que conocíamos porque íbamos a ver partidos de los Tigers y películas en el Music Hall Cinerama.

Mirábamos a través de los patios y veíamos a Sammy en el porche todos los días después de la escuela, poniendo sus discos de la Motown y… bailando. Habíamos visto esa clase de baile en la tele, en American Bandstand y Shindig. Pero nunca lo habíamos visto en persona. Y allí estaba él, bailando con energía, en un mundo propio: el Baile Vespertino de Sammy Good, en directo desde Lapeer Street.

Esto creó suficiente curiosidad entre el resto de los chicos del barrio para que nos acercásemos a mirar y escuchar. La música era pegadiza, pero parecía exótica, casi… alienígena.

Así pues, fueron los sonidos de la Motown y sus grupos de chicas los que delataron la orientación sexual de Sammy a los chicos mayores que sabían perfectamente lo que hacía. Enseguida empezó a notar el ocasional empujón o golpe o zancadilla en el patio de la escuela. Y la cosa fue in crescendo. Pero el baile de Sammy continuó. Una hemorragia nasal no iba a detener su pasión por The Supremes.

Un día Sammy nos invitó, algo que no nos esperábamos.

Los chicos mayores, los de su edad, de séptimo y octavo, normalmente no querían tener nada que ver con nosotros a menos que nos necesitaran para completar dos equipos en un partido de béisbol. Sammy nos mostró su pila de discos y algunas revistas de fans con fotos de cantantes y grupos. Era un mundo extraño para los pequeños, pero para Sammy era el país soñado. Cuando nos hablaba de esa tierra de Oz llamada Motown, sus manos hacían movimientos exagerados, como serpentinas a merced del aire, para que pudiéramos comprender no solo su importancia, sino también su belleza. Y si no lo hacíamos, nos desdeñaba con un rápido movimiento de la mano, como si su muñeca hubiera sufrido una catatonia instantánea. «Fuera, fuera, niños», decía cuando éramos demasiado estúpidos para entender lo que estaba dirigiendo. Trataba de educarnos en lo que todo eso significaba: todo era una cuestión de «ritmo» y de «imagen» y de «estilo», y todo era «fabuloso» para él.

Así que cuando oíamos la música íbamos corriendo para formar parte de esta fiesta de baile. No se permitía la entrada a las chicas, lo cual a nosotros ya nos iba bien. Pronto nos tuvo bailando con él y entre nosotros y, probablemente en el momento en que sacó el rouge y el delineador de su madre y nos enseñó cómo podíamos «arreglarnos», los chicos mayores de Davison, que desde lejos habían mantenido un ojo vigilante sobre estas reuniones, decidieron que ya bastaba. Era hora de acabar con la fiesta.

Los chicos del pueblo aumentaron su ofensiva contra Sammy. Se convirtió en víctima de múltiples bofetadas, puñetazos, palizas y «lavados de cara» con barro o nieve.

Sammy no se tomaba bien ese trato y siempre peleaba, algo que al parecer sorprendía a sus compañeros mayores. En primer lugar, se lanzaba directo a los ojos, como un gato atrapado en la naturaleza. Iba en serio en su intención de arrancar los globos oculares de sus cuencas. Siempre podía clavar en las mejillas del otro sus uñas más largas de lo normal y arañar hasta hacer sangre. Y daba patadas en cualquier parte del cuerpo que tuviera a su alcance. No era el boxeo de Sonny Listón al que aquellos chicos estaban acostumbrados. Los agresores se imponían al final, pero no sin pagar un precio. Enseguida los matones del barrio y la escuela consideraron que daba trabajo tumbarlo y que no merecía la energía (o las cicatrices) de someterlo por la fuerza. También descubrieron que, por más que lo intentaran, no podían quitarle la pluma. Seguro que si a uno de esos maricones le daban lo suficiente, una y otra y otra vez, le sacarían el gay que llevaba dentro y se volvería Normal. Pero eso no ocurría, así que los matones se rindieron y volvieron a la tradición más entretenida de la humillación a través de burlarse, ridiculizar e insultar a Sammy.

Todo esto llevó a Sammy a un lugar tenebroso. El odio extraordinario no hizo que él amara a los demás. Así que Sammy se volvió contra nosotros, los más pequeños. A nuestra edad, no estábamos muy seguros de por qué los chicos más mayores eran tan crueles con él, pero enseguida nos dimos cuenta de que Sammy nos veía como versiones más pequeñas de sus atormentadores, y nunca dejaba pasar la ocasión de dar a alguno de nosotros un buen bofetón.

Cualquier cosa lo sacaba de sus casillas —vernos mascando chicle, pantalones y camisa que no combinaban, intentos de cantar al son de los discos de 45— y se volvió cada vez más violento con nosotros. Nos daba puñetazos y nos tiraba al suelo. Un día ató al pequeño Pete Kowalski a una silla por «ser malo», y su madre tuvo que venir a soltarlo (después de darle a Sammy un buen bofetón en la cara). Enseguida dejamos de ir al Baile Vespertino, pero eso no detuvo a Sammy cuando veía a alguno de nosotros por la calle. Nos tiraba al suelo de un empujón o nos daba un buen tortazo cuando pasábamos. Al cabo de un tiempo, empezamos a hacer todo lo posible para mantenernos alejados de él. Éramos niños, no comprendíamos el dolor que acarreaba ni que necesitaba desahogarse. Incluso los adultos parecían incapaces de entender semejante concepto en 1965.

Una tarde de sábado, yo iba en mi bici por la acera de Lapeer Street y Sammy venía caminando hacia mí. Traté de cruzar pisando el césped de su jardín, pero cuando lo hice me gritó:

—Sal de mi jardín.

Entonces cogió el palo que tenía en la mano y lo lanzó entre los radios de mi rueda delantera, lo que provocó que la bici se parara de repente y yo saliera disparado al suelo. Él se limitó a quedarse allí de pie gritándome:

—Nunca jamás pises mi jardín, ni siquiera lo mires ¡y cállate la boca!

A continuación empezó a reírse como loco mientras yo me sacudía la tierra y me iba corriendo a casa empujando la bici.

Cuando llegué, mi tía Cindy y su marido el tío Jimmy estaban allí con sus hijos de visita. Eran los parientes a los que conocíamos como los Mulrooney, y su prole estaba formada por tres niños muy duros, todos mucho mayores que yo. Vivían en la parte este de Flint, y estaba seguro de que a los tres les tenían miedo en su barrio. A mí mismo me daban pánico, ¡y eso que eran parientes!

Subí los escalones delanteros de la casa y entré con los codos arañados y sangrando, y con lágrimas resbalando por mis mejillas. Mis primos matones quisieron saber qué había ocurrido. Se lo conté y dijeron:

—Señálanoslo.

Yo miré por la ventana, y allí estaba Sammy todavía de pie en la calle.

—Es ese —dije, sabiendo perfectamente lo que iba a ocurrir a continuación.

Por desgracia, no sentí remordimiento, solo una sensación de justicia. Es decir, hasta que vi cómo se imponía la justicia.

Allí en la calle, los tres Mulrooney estaban dando una soberana paliza a Sammy Good. Primero formaron un círculo en torno a él. Sabía que el instinto de animal atrapado de Sammy se activaría de inmediato. Lanzó el primer bofetón, y después ya no volví a ver a Sammy. Los Mulrooney se le echaron encima como pirañas sobre carne cruda. Baste decir que los Mulrooney no eran de los que abofetean con la mano abierta, y la velocidad y ferocidad de sus puños alzándose en el aire y luego abatiéndose sobre Sammy era una imagen despiadada, algo similar a un especial del National Geographic. Se oían los gritos de auxilio de Sammy, y mientras mi tío Jimmy Mulrooney los escuchaba con placer, mi padre, quizá más tarde de lo que él mismo habría deseado, abrió la puerta y les gritó a mis primos que lo dejaran. Para entonces, el señor Dietering, que vivía en la casa de al lado de los Good, ya había salido para acabar con el asunto. Los Mulrooney descargaron unos cuantos golpes más y se volvieron triunfantes en nuestra dirección. Sammy se quedó tumbado en la calle, agazapado y llorando.

—¡Marica! ¡Peleas como una niña! ¡Vete a poner un vestido!

Fueron las frases con las que se alejaron de Sammy mientras el señor Dietering lo ayudaba a levantarse. Sammy no quería ayuda. Volvió cojeando a su casa. Yo estaba complacido de que mis primos se hubieran ocupado de él.

Mi padre no estaba tan contento.

—No puedes usar a tus primos para defenderte. Has de aprender a pelear. Voy a enviarte al Y a tomar clases de boxeo.

¿Qué? ¡No! Oh, Dios, habría preferido llevarme a mis hermanas en trineo ¡en julio! ¿Por qué me estaban castigando? Enviarme al centro de Flint para que chicos como los Mulrooney pudieran pegarme, ¿legalmente? Rogué a mi madre que intercediera.

—Lo que tu padre crea que es lo mejor —fue lo único que dijo.

Juro que nunca la había oído pronunciar esas palabras antes, porque, en nuestra casa, lo mejor siempre era lo que pensaba ella, y papá coincidía con esa línea de autoridad.

¡Todo eso porque había vuelto a casa llorando! ¡Porque vi el coche de los Mulrooney allí! Quería venganza. Sabía lo que harían. Lo único que me habría hecho más feliz habría sido que le hubieran roto todos y cada uno de los discos de The Supremes de su colección.

Unos tres meses después, alrededor de la diez de la noche, llamaron a la puerta. Era el señor Popper, un hombre corpulento y de voz pausada, que vivía enfrente de los Good.

—Frank, el chico de los Good ha desaparecido. Sus padres creen que puede ser que lo hayan secuestrado y lo hayan llevado al bosque. Han llamado a la policía, pero pensaba que podríamos ir a buscarlo. ¿Puedes venir?

—Claro —dijo papá, aunque a esa hora ya tendría que haberse acostado. Salió con una linterna y un bate de béisbol.

En cuestión de minutos la mayoría de los hombres del barrio se habían reunido en nuestro jardín, cada uno de ellos con linterna y un palo o una porra y vestidos con esa clase de chaquetas de cazador que lleva la gente en Michigan a finales de otoño. Mis hermanas y yo, que ya estábamos en pijama y en la cama, acudimos al salón para presenciar el desarrollo de la escena. ¿Qué estaba pasando? ¿Secuestro? Nos asustamos al instante. Era el único crimen inferior al asesinato cometido contra un menor por el que podían detenerte en esa época. No existía tal cosa como el «abuso de menores» o la «desatención» y casi todos los niños estaban acostumbrados a una sana dosis de zurras y bofetones, y cosas peores. Incluso la escuela lo imponía, y los maestros estaban autorizados a usar un arma grande de madera en la zona conocida como tu trasero.

La única cosa que no podías hacer como adulto era robarnos. Si no eras un padre o un pariente de la familia extendida, no podías llevarnos sin permiso. La línea tenía que trazarse en alguna parte, y se trazó ahí.

Se creía que a Sammy Good se lo había llevado (atraído) alguien que era «como él» pero «mayor». No sabíamos lo que eso significaba. Francamente, costaba imaginar a alguien capaz de reducir y transportar a Sammy a cualquier sitio, a menos que valorara muy poco los ojos que Dios le había dado.

Estaba decidido que si alguien iba a abusar de él («Mamá, ¿qué significa abusar?») probablemente lo haría en el bosque de detrás de casa. Y hacia allí se fue la partida de rescate. Una cosa que me sorprendió en todos esos hombres —la mayoría de los cuales probablemente no apreciaban el hecho de que Sammy fuera el homosexual del barrio— era lo auténticamente preocupados que estaban por la seguridad y el bienestar de Sammy, y lo mucho que esperaban encontrarlo sano y salvo. Las madres también habían salido, para poder calmar a la señora Good, que estaba de pie en la calle conteniendo las lágrimas. Los hombres le aseguraron que lo traerían de vuelta; al fin y al cabo, probablemente solo se había escapado y en ese momento incluso podría estar observándonos. Dijeron esto mientras agarraban con fuerza las porras y los bates de béisbol, preparados para entrar en acción o quizás asustados de internarse en el profundo y oscuro bosque. Sí, estaban dispuestos a correr cierto riesgo, y si soy capaz de resumir su sensación colectiva, esta era: «Bueno, puede que sea maricón, pero maldita sea, es nuestro maricón, y nadie va a tocarle ni un pelo».

Cuando los hombres partieron en su búsqueda, mis hermanas se echaron a llorar, pensando que los secuestradores también podrían hacer daño a papá. Nuestra madre nos dijo que volviéramos a la cama y que, con más de una docena de hombres, no iba a pasarle nada a nadie. En ese momento, el jefe de policía apareció con uno de sus agentes y fue a dar alcance a la improvisada partida.

Yo fui con mis hermanas a su habitación, que ofrecía la mejor vista del bosque. Observamos a los padres atravesando los patios y rodeando la ciénaga hacia el bosque. Allí sus siluetas desaparecieron, pero el movimiento de barrido de doce linternas aún nos permitía conocer su posición exacta. El movimiento de esas luces parecía extrañamente coreografiado —Sammy se habría sentido orgulloso— al subir y bajar y recorrer los árboles, al entrecruzarse como las luces de las lámparas del carnaval de verano o las pujas de la subasta de Chevrolet del Cuatro de Julio.

Después de lo que parecieron horas, los padres volvieron, abatidos y con las manos vacías.

—Allí no está —oímos que le decía papá a mamá—. Ni idea de dónde está. Pero allí no.

La policía le dio la mala noticia a la señora Good, y ella se echó a llorar otra vez. Su marido le puso un brazo en torno a los hombros para calmarla, y los dos entraron lentamente en su casa, como hicieron todos los demás en las suyas.

Al día siguiente, Sammy Good fue encontrado cerca de Pontiac, Michigan. O bien había ido en autoestop o había cogido el autobús. Estaba vagando por las calles y tenía hambre, pero no quería volver a casa. Estaba cansado de los insultos y los matones y las palizas y de la imposibilidad de disfrutar en paz de su baile. Había llegado a más de medio camino de Hitsville, y más tarde se dijo, después de que escapara otra vez, que quería conocer a The Supremes y ayudarlas con su «estilismo». Estoy seguro de que podría haber hecho una contribución significativa, y estoy seguro de que le habría ido mejor en una ciudad más abierta y diversa como Detroit.

Nunca volvimos a ver a Sammy. Se fue a vivir con una tía, y eso fue lo último que nadie quería discutir sobre el tema. Un mes antes de su graduación en el instituto, Sammy llegó a Nueva York, quizás un lugar más tolerante e indulgente, y fue allí donde salió a pasear una noche por la calle 13 Oeste hasta el muelle 54 y se lanzó al río Hudson.